Don Quijote es un hidalgo de aldea, «de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor», que tiene, además, «en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza» (I-i, pp. 30-31).1 Esta descripción cervantina se corresponde con la habitual de un característico hidalgo campesino, pues fray Antonio de Guevara, por ejemplo, los había descrito, asimismo, en posesión de «una lanza tras la puerta, un rocín en el establo, una adarga en la cámara […] y una moza que les ponga la olla».2 Pero no es un hidalgo común, sino que pertenece a la más prestigiosa rama de la hidalguía, a la de los denominados hidalgos de solar conocido, que eran, según las convenciones de la época, los de más antiguo linaje y de mayor nobleza, superiores en rango y categoría a los que formaban parte de las otras dos divisiones jerárquicas existentes, esto es, a los hidalgos notorios y a los hidalgos de ejecutoria.3 Él tiene conciencia muy clara de su pertenencia a dicho grupo: «Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de devengar quinientos sueldos»4 (I-xxi, p. 205) —afirma, orgulloso—. Y añade, a renglón seguido: «y podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia que me hallase quinto o sesto nieto de rey». Palabras muy pertinentes, que demuestran un conocimiento perfecto de la noble ranciedad de su hidalguía, puesto que el desconocimiento de su origen es, curiosamente, lo que sitúa la condición hidalga de don Quijote en el punto más alto de su clase, ya que «los hijosdalgo cuanto más lejos de su comienzo tanto más es su pureza»,5 porque «llamamos hidalgos de sangre a aquellos que no hay memoria de su principio ni se sabe por escriptura en qué tiempo comenzó, ni qué rey hizo la merced; la cual escuridad tiene la república recibida por más honrosa que saber distintamente lo contrario».6 Nos encontramos, pues, ante un personaje literario perfectamente definido en la estructura social de la época por su pertenencia al más prestigioso segmento jerárquico de la hidalguía, al de los llamados hidalgos de sangre, o de solar conocido, o de devengar quinientos sueldos: que estas tres denominaciones reciben los únicos hidalgos considerados nobles de verdad por la aristocracia media y alta.7
No obstante, tal afirmación sólo es aceptable si nos referimos exclusivamente al estatuto jurídico de nuestro héroe, pero no lo es tanto cuando detenemos nuestra atención en su situación económica, o en el prestigio social de su rango. Porque lo cierto es que, desde estas nuevas perspectivas, la posición de nuestro hidalgo se ve sustancialmente modificada. No podemos olvidar que la nobleza se definía verdaderamente por la asociación de estos tres factores que venimos considerando, pues era necesario poseer, simultáneamente, no sólo un estatuto jurídico privilegiado, sino también un cierto nivel económico (capaz de sostener una vida concorde con dicho privilegio) y un reconocimiento social (unido a los dos anteriores y dependiente de su función en la sociedad), para ser identificado como miembro de la élite nobiliaria.8
De hecho, don Quijote no cumple las seis condiciones que el Floreto de anécdotas exige a los hidalgos; que son las siguientes: «La primera y más principal es el valor de la propia persona en prudencia, en justicia, en ánimo y en valentía […] La segunda […] es la hacienda, sin la cual ninguno vemos ser estimado en la república […] La tercera es la nobleza y antigüedad de sus antepasados […] La cuarta es tener alguna dignidad o oficio honroso […] La quinta […] es tener buen apellido […] Lo sexto […] es buen atavío de su persona, andar bien vestido y acompañado de muchos criados». 9 A nuestro personaje le faltan dos o tres: es un hidalgo que no tiene oficio alguno, ni va acompañado de muchos criados, ni, sobre todo, posee la hacienda suficiente para ser estimado en la república. Carece, por tanto, de una condición medular, imprescindible: de dinero. Problema central que se ve, además, agravado desde el primer momento, puesto que la falta de una profesión digna (otra carencia) lleva a nuestro héroe al ocio, y «los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías […] Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías» (I-i, p. 31). Don Quijote, pues, se empobrece aún más. Y no es casual que su empobrecimiento coincida con su locura caballeresca, ya que la carencia de bienes económicos acentúa todavía más la dificultad de su pretensión primordial: la de ser caballero. Como le dice su sobrina, el grado mayor de su locura no estriba tanto en haber dado «en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida que se dé a entender que es valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado», cuanto, «sobre todo» —dice—, en pensar «que es caballero, no lo siendo; porque, aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres» (II-vi, p. 579). Ella, que obviamente conoce bien la situación patrimonial de su tío, ratifica su pobreza, y la relaciona directamente con su rango social: don Quijote es un hidalgo de solar conocido, pero no puede ser un caballero, por más que él lo sustente, a causa de su pobreza. Esta interpretación debía de ser, sin duda, la habitual para cualquier lector contemporáneo de nuestro héroe más o menos familiarizado con las cuestiones nobiliarias, y, sobre todo, obviamente, para los caballeros e hidalgos que leyeron el texto cervantino en su época y se vieron necesariamente inmersos en el problema que planteaba. Porque lo cierto es que, cuando don Quijote se hace armar caballero andante, y lo hace, además, de manera harto satírica y burlesca, a manos de un pícaro ventero ayudado por dos prostitutas, está planteando un grave problema de jerarquía nobiliaria, y más para los caballeros auténticos, que pudieron sentirse expresamente aludidos, y no para bien, a causa del contexto ridículo de la disparatada ceremonia.
No se trataba, además, sólo de eso, ya que existían otros elementos de burla caballeresca igualmente duros y escarnecedores para los caballeros auténticos de principios del xvii, que, seguramente, se sintieron satirizados y ofendidos por la inmortal novela cervantina, a consecuencia también de las pocas fuerzas y muchos años del hidalgo enfermo y loco que se pretendía caballero, dado que, por decirlo con palabras de J. Salazar Rincón, «el hombre que ha de empuñar las armas, ha de tener, según las propias leyes de la caballería, mocedad, brío, riqueza, linaje y sano juicio; y así se indica expresamente en el Código de las Partidas y en las reglas que rigen la conducta de los caballeros. Don Quijote, en cambio, es “seco de carnes y enjuto de rostro” (I, 1), viejo y débil, y tan pobre de fuerzas como de hacienda. Su escaso vigor para empuñar las armas se remata con el ridículo aspecto de su figura y vestimenta: un rocín que apenas se tiene en pie, unas armas llenas de orín y moho, una celada de cartón y una bacía de barbero. La locura de Alonso Quijano […] consiste en creerse caballero esforzado y valiente, siendo en realidad un pobre hidalgo, viejo y enfermo».10
Los lectores nobles y allegados a la nobleza del siglo xvii sabían que el estamento aristocrático estaba formado, básicamente, por tres categorías, aparte de la cúspide que implicaban los grandes de España; a saber: hidalgos, caballeros y señores de título. Lógicamente, se podía ascender de una a otra y medrar en la escala nobiliaria, sobre todo, se podía pasar de la hidalguía a la caballería, pero con unas condiciones inexcusables. Los hidalgos habían sufrido una considerable devaluación durante el siglo xvi que culmina a principios del xvii, por las fechas de nuestra inmortal novela.11 Los caballeros habían consolidado, a la inversa, su posición y se habían situado por encima de los hidalgos. La hidalguía ya no era suficiente por sí sola, había perdido buena parte de su prestigio social, se había depauperado y se había visto sobrepasada por los labradores ricos y los burgueses ennoblecidos. El hidalgo, poco a poco, había acabado por convertirse en un parásito. Su número era excesivo: entre 1590 y 1600 había 134.223 hidalgos en Castilla, lo que, si se aplica el coeficiente 4.5, da un total de 604.004 personas ligadas a lo que esta clase representa; es decir, más del 10 por ciento de la población y el 90 por ciento de la nobleza.12 Su pobreza era proverbial. Escuchemos, simplemente, a Cervantes: «Pues ya por pobres son tan enfadosos los hidalgos» (El juez de los divorcios, p. 728);13 «Un tal Fulano de Oviedo, / hidalgo, pero no rico: / maldición del siglo nuestro, / que parece que el ser pobre / al ser hidalgo es anejo» (La gran sultana, vv. 2.254-2.258, p. 437). O mejor, oigamos a las Cortes de 1593: «[…] viene con esto a causarse a los hidalgos pobres, como de ordinario lo son la mayor parte dellos, una total imposibilidad para seguir sus hidalguías…».14
Y aquí radica, como venimos insistiendo, el eje del problema, porque para ser caballero no era suficiente poseer sólo el estatuto jurídico —que don Quijote cumple con creces—, sino también los medios económicos suficientes para desempeñar el papel que la sociedad asignaba a los nobles, el dinero necesario para mantener el rango aristocrático con dignidad. Multitud de textos coetáneos insisten en lo mismo. Veamos algunos, sin más comentario: «A los hidalgos ricos llaman caballeros» —dice Antonio de Torquemada—.15 «Los ricos hacendados tienen una calidad que les ilustra y perficiona sus noblezas: por las riquezas son más conocidos y estimados, y los hijosdalgo cobran epítetos y renombres más altos, como es de caballero […] y los pobres apenas son llamados escuderos» —asegura fray Benito de Peñalosa—.16 «Verdad es que si llamamos caballero al que es hijodalgo de sangre y solar, denotamos en él por este nombre de caballero una cierta cualidad, que demás de la hidalguía, denota nobleza, antigüedad, o patrimonio, o todo junto. Y en esta significación es más ser caballero que hidalgo» —en palabras de J. Arce de Otálora—.17 «[…] los hijosdalgo eran ricos […] y hoy es calidad de hidalguía la riqueza […] Y por eso la nobleza es causa de las riquezas […], y sin ellas apenas y con gran dificultad se conserva la nobleza» —reitera y acentúa B. Guardiola—.18 El propio Cervantes, en fin, sostiene la misma opinión en Los trabajos de Persiles y Sigismunda: «Junto a la villa que me dio el cielo por patria vivía un hidalgo riquísimo, cuyo trato y cuyas muchas virtudes le hacían ser caballero en la opinión de las gentes».19 Los testimonios son, pues, abrumadores: la riqueza era una condición imprescindible para que un hidalgo de solar conocido pudiera ser considerado caballero; la pobreza, a la inversa, hacía imposible tal consideración e impedía el ascenso a la caballería. Don Quijote, a pesar de ello, se convirtió en caballero andante. El problema estaba servido.
Por si no era suficiente, don Quijote, además, arremetía con frecuencia contra los caballeros cortesanos, lo cual era totalmente lógico desde su perspectiva de esforzado caballero andante, o, lo que es lo mismo, desde su locura caballeresca; pero no lo era tanto, antes al contrario, desde la óptica de la realidad social contemporánea, esto es, desde el punto de vista de los caballeros auténticos de principios del siglo xvii español, fundamentalmente cortesanos. Porque lo cierto es que, desde el acceso a la monarquía de Felipe III y la consiguiente llegada al poder del duque de Lerma, la nobleza española se fue haciendo básicamente cortesana: «a medida que los grandes y pequeños nobles se trasladaban a la Corte, eran seguidos por miles de personas que ocupaban o aspiraban a ocupar un lugar a su servicio […] Los segundones y los hidalgos arruinados acudían en tropel a la Corte con la esperanza de hacer o reponer sus fortunas».20 Todos, en efecto, acudían a Madrid por las fechas del Quijote, porque, como decía Fernández Navarrete, los aristócratas abandonaban el campo para «venirse a gozar descansadamente su hacienda en la Corte, donde los que no son nobles, aspiran a ennoblecerse; y los que lo son, a subir a mayores puestos». Navarrete había detectado con precisión el cambio que se estaba produciendo en la jerarquía de valores sociales: «Cuando […] llegan a tener caudal con que poder fundar un mayorazgo, no le fundan en sus lugares, como se solía hacer, comprando en ellos viñas, dehesas y otras heredades, para que los hijos que no siguiesen las letras o las armas volviesen a cultivarlas […]; y así, con la comodidad de comprar juros, casi todos los ministros que llegan a mejorar de hacienda y fortuna, fundan en la Corte sus casas y mayorazgos». Para solucionar el grave problema, era imprescindible, por tanto, que volviesen a sus lugares de origen, como pedía nuestro autor: «los que deben salir son los Grandes y Señores, y los Caballeros y gente desta calidad», porque su vida ociosa en la Corte «tiene para ellos grandes daños, y para ella (la Corte) grandes inconvenientes».21 Huelga decir que no hicieron caso alguno de tan juiciosas recomendaciones, ni de otras semejantes de Mata, Cellorigo, etc.
Don Quijote, obvio es decirlo, defensor a ultranza de la vieja caballería andante, se encontraba más cerca de la postura de Navarrete que de la que ofrecía la realidad social de su época, y por ello, desde su altura superior, desdeñaba la nueva situación de los caballeros cortesanos: «Bien parece un gallardo caballero, a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de resplandecientes armas, pasar la tela en alegres justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos parece mejor un caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, sólo por alcanzar gloriosa fama y duradera.22 Mejor parece, digo, un caballero andante, socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano caballero, requebrando a una doncella en las ciudades» (II-xvii, p. 664). Declaraciones de esta índole pudieron levantar ampollas entre los directamente implicados, es decir, entre los verdaderos caballeros cortesanos. Era lógico que nuestro héroe abogara por la superioridad de su profesión sobre la vida muelle de la Corte; más aún, era imprescindible, dado que él necesitaba del campo abierto y libre, donde sus andanzas caballerescas, sin someterse a otra ley que la que le dictaban sus propios fueros personales, pudieran campar por sus respetos. Su utópica misión restauradora de la edad dorada era incompatible no sólo con el poder opresor y supranacional que emanaba de Madrid, sino también con las limitaciones que para sus movimientos cotidianos implicaban las convenciones cortesanas23 y las leyes ciudadanas. Sin embargo, es muy probable que ni la mencionada lógica, ni su locura caballeresca aneja, fueran captadas en toda su magnitud por los lectores expresamente aludidos en los juicios quijotescos, esto es, por los caballeros cortesanos auténticos.
El propio Cervantes tenía conciencia muy clara del problema social que podía plantear la lectura de su libro en dos ámbitos nobiliarios muy determinados, el de la hidalguía y el de la caballería. De ahí que, nada más comenzar la segunda parte de su inmortal novela, el héroe pregunte a su criado: «[…] y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros?». A lo que Sancho responde: «Los hidalgos dicen que, no conteniéndose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde» (II-ii, p. 552). Las dos respuestas coinciden en lo mismo, en la oposición contra el ascenso de don Quijote a consecuencia de su falta de dinero. Y en esto, tanto los hidalgos como los caballeros no hacían otra cosa que sustentar la ideología ortodoxa y dominante al respecto: la necesidad de una posición económica adecuada para medrar con dignidad dentro de la nobleza. El novelista sabía muy bien en qué radicaba el problema, sabía que ni a los hidalgos ni a los caballeros les interesaba que se transgrediera el sistema, sólidamente establecido, de la movilidad social dentro de la clase nobiliaria. Por eso es ahora, y sólo ahora, en la segunda parte de su novela, consolidado el ascenso caballeresco de don Quijote ya desde el título —El ingenioso caballero, frente a la anterior, El ingenioso hidalgo—, cuando el libro intenta equilibrar los excesos que tan heterodoxo medro implicaba. Nace, así, la figura de don Diego de Miranda.
Y lo hace con plena coherencia, ya que es en la segunda parte cuando don Quijote y Sancho adquieren conciencia de su dimensión real, de vida auténtica, gracias a la aparición del bachiller Sansón Carrasco, que ha leído la primera, y, no obstante, conversa con ellos de igual a igual. En ese momento, nuestros héroes de ficción adquieren la misma categoría vital que su lector real, dado que se mueven en el mismo plano que él. Así, ubicados junto a los lectores de sus vidas, los personajes traspasan las barreras de la ficción y se salen de ella, por así decirlo, para introducirse en la realidad. Y ya desde la vida recién conquistada, preguntan a su interlocutor y lector acerca de muy diversas cuestiones sobre su historia, manifiestan su desacuerdo sobre los muchos palos recibidos por el héroe, hablan de Dulcinea, dan feliz solución a la desaparición del asno, e incluso se permiten censurar a su autor, sobre todo cuando conocen que es moro, pues los de esta raza son «embelecadores, falsarios y quimeristas», etc. Pues bien, en este preciso contexto, y sólo en él, es cuando don Quijote indaga sobre la opinión de hidalgos y caballeros. Y ello porque ésta es una cuestión que afecta de verdad a la jerarquía social de la nobleza española, a la de carne y hueso. De ahí que se haga desde la vida real, y no desde la ficción literaria, una vez anulados los límites entre ambas, en virtud del genial hallazgo de Cervantes. Poco después, en buena lógica, a la altura del capítulo XVI, aparece don Diego de Miranda.
Don Diego es un hidalgo de aldea, como nuestro héroe, y de su misma edad, además, pero sólo coincide con él en esos dos rasgos, y ello para que se establezca la comparación entre ambos; porque es un hidalgo modélico, «más que medianamente rico», casado y familiar —«paso la vida con mi mujer, y con mis hijos, y con mis amigos»—, que no conoce los libros de caballerías —«los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas»—, prudente y discreto —«no escudriño las vidas ajenas»—, buen cristiano —«oigo misa cada día»—, caritativo y generoso —«reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras»— (II-xvi, pp. 651-652), etc. Nuestro don Quijote, en cambio, es todo lo contrario: pobre, soltero y sin descendencia, loco por los libros de caballerías, entrometido, aventurero e indiscreto. El otro es rico, padre de familia, sedentario, equilibrado, sereno y cuerdo. Don Diego no sabe nada de caballeros andantes, ni es aguerrido, ni esforzado, ni valiente, como demuestra ante los leones; su ideal de vida procede del humanismo, del menosprecio de corte, de la dorada mediocridad, de la moral erasmista y del epicureísmo cristiano.24 Don Diego es un contraste de don Quijote en casi todo; pero, sobremanera, lo es desde una óptica social. El arquetípico hidalgo que encuentra nuestro héroe es un modelo ideal desde todos los puntos de vista, tanto desde la tradición cultural del humanismo, como desde la jerarquía social contemporánea. En su modo de vida coinciden las exigencias utópicas de los pensadores renacentistas del xvi (Erasmo, Vives, Valdés, Torquemada, Guevara, etc.), con las peticiones de los tratadistas socio-económicos del xvii, como Navarrete, Cellorigo, Mata, etc. Pero sobre todo, repito, es la contrafigura social de don Quijote, al menos para los hidalgos y caballeros coetáneos, pues nace con el fin, entre otros, de que, al cruzarse los dos hidalgos manchegos, todos pudieran ver «lo que va de uno a otro: del hidalgo fuera de su lugar al hidalgo en su sitio, satisfecho de ser lo que es».25 Don Diego, en efecto, cumple, a plena satisfacción, todas las exigencias que podían pedirse a un hidalgo para ser caballero, pues tiene linaje, dinero, posición y virtud —tanta, que Sancho se refiere a él como al «primer santo a la jineta que he visto» (II-xvi, p. 652)—. No es raro, por tanto, que el propio don Quijote le denomine caballero: «a quien don Quijote llamaba el Caballero del Verde Gabán» (II-xvii, p. 665). Tampoco debe extrañar que el novelista haga lo propio: «Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico» (II-xviii, p. 666). Y ello porque éste sí puede ser caballero de verdad, a pesar de su condición de hidalgo, y en cambio no pretende serlo y se encuentra a gusto con su estado. Don Quijote, a la inversa, no puede serlo, no reúne las condiciones, y, muy significativamente, afirma su caballería, a contrapelo de las normas sociales, y ejerce como tal, a pesar de su escarnecedor y paródico espaldarazo.26 Cervantes, pues, había realizado el contrapeso de su disparatado caballero, había equilibrado su figura con la de don Diego de Miranda, para que hidalgos y caballeros pudieran captar su función de contraste y así no se sintieran necesariamente aludidos ni atacados por las locuras del héroe. Es obvio que, sabedor de las ampollas que había levantado entre algunos de ellos, quién sabe si intencionadamente,27 quería sanarlas, acentuando la excepcionalidad poco generalizable de su peculiar personaje mediante el contraste con un hidalgo más común. Sin embargo, ya era tarde para rectificar, y «si muchos de los espléndidos y ricos cortesanos únicamente fueron capaces de reír indolentemente con las aventuras cervantinas, hubo quienes se mostraron preocupados ante la carga destructora de quien ponía en riesgo su honor, hacía befa de la caballería y los ponía en evidencia».28 Lo más probable es que ni unos ni otros tuvieran tiempo de leer el mencionado intento equilibrador de las relaciones hidalgo-caballerescas, dado que sólo había tenido lugar en la segunda parte, ya en 1615, mientras que la respuesta antiquijotesca de los caballeros contemporáneos había aparecido un año antes, en 1614, como Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, bajo la autoría de un tal Alonso Fernández de Avellaneda. Obviamente, ni éste ni los caballeros que se ocultaban detrás de su máscara29 tuvieron tampoco ocasión de leer la transformación final del héroe cervantino, y no pudieron ver, en consecuencia, cómo recuperaba su cordura, olvidaba su locura caballeresca y, por tanto, su condición de caballero, y volvía a ser el hidalgo de aldea del principio, aunque sólo fuera para morir cristiana y barrocamente en su cama. Porque lo cierto era que, en efecto, don Quijote de la Mancha desaparecía y ocupaba su lugar Alonso Quijano el Bueno. Este hidalgo, al igual que don Diego de Miranda, no ofrecía peligro alguno para los caballeros auténticos; pero el contraataque de éstos ya se había publicado, y no había lugar para volverse atrás: el segundo tomo de Avellaneda era un réplica en toda regla contra los elementos anticaballerescos de El ingenioso hidalgo de Cervantes. No tanto, obvio es decirlo, contra los esfuerzos equilibradores de su Ingenioso caballero.
Martín Quijada, el contrahéroe avellanesco, no registra oscilación alguna en el nombre ni en los apellidos, como tampoco su lugar de nacimiento se desconoce, sino que se trata de Argamasilla de Alba. Toda la rica y libre ambigüedad cervantina desaparece, porque no interesa nada la literatura. Se trata de una mera cuestión de clase social: presentar a un hidalgo concreto, bien identificado, y pobre —y ya sabemos lo que significa la pobreza— que pretende medir sus fuerzas con las de los caballeros de verdad en unas justas asimismo auténticas. Lo cual, visto desde los caballeros, es un disparate condenado al fracaso. Como así sucede, ya en Zaragoza, donde el bueno de nuestro héroe hace el ridículo a que estaba destinado desde el principio, y es objeto de diversión y risa por parte de los caballeros, que le tratan como a un bufón. Como bien dice Nicolás Marín: «La oposición cervantina verdad/mentira, realidad/fantasía, vicio/virtud, ha quedado reducida a algo más simple: el cortesano de la España del 600 frente a la figura envilecida del hidalgo».30 Por eso, es un caballero auténtico, Álvaro Tarfe, quien le presta sus armas, dado que él las había perdido —lo que sucedería a un caballero auténtico—, y le anima a dejar Argamasilla para ir a Zaragoza; por eso el mismo caballero granadino lo saca de la cárcel de la ciudad del Ebro, le organiza una sortija en su casa, anima a don Carlos a que haga lo propio, forma parte de los que planean su viaje a la Corte, y, finalmente, se hace responsable de todo y le lleva, rematadamente loco, por fin, a la casa del Nuncio (que todavía se llama hoy así al manicomio) de Toledo. A través de don Álvaro Tarfe, caballero auténtico y, por eso, verdadero motor de la acción, Avellaneda lleva a su Quijote con frecuencia a ciudades y pueblos grandes, cosa que no había hecho nunca Cervantes, para que el personaje haga el ridículo y resulte escarnecido. Incluso lo conduce a la corte, para que se convierta en verdadero y singular bufón de los cortesanos, cosa que sucede, nada más llegar al Prado de San Jerónimo, donde su mero y estrafalario aspecto físico organiza un alboroto considerable. Y es que el hidalgo avellanesco es un pobre pelele ridículo que anhela igualar las grandezas de los auténticos caballeros, como don Álvaro Tarfe, y fracasa siempre en sus intentos: para que no haya dudas sobre su calidad despreciable como caballero falso. Desde el principio, además, Dulcinea desaparece del ámbito avellanesco, y Martín Quijada se convierte en el Caballero Desamorado, con el objeto de resaltar que el personaje carece de otro de los atributos fundamentales y definitorios de los caballeros: la capacidad del sentimiento amoroso, reservada sólo a la aristocracia. Por eso se le niega también al hidalgo de Avellaneda, para que ninguna cualidad caballeresca le adorne.31
El Quijote de Avellaneda, pues, es una réplica inmisericorde y destructiva hecha desde la perspectiva de los caballeros auténticos y cortesanos de la España de la época contra el Quijote de Cervantes, lo cual demuestra que la inmortal novela no sólo se leyó en su momento como un libro cómico y divertido,32 sino también como una obra polémica y crítica que atentaba contra los privilegios de los caballeros. El apócrifo ofrece, así, una excelente pauta de recepción para analizar la novela cervantina desde la óptica de su conflictividad social, centrada en torno a la figura del hidalgo y a sus deseos de medro.
Esta situación, conforme a la cual, según hemos visto, ni los hidalgos ni los caballeros auténticos y coetáneos podían aceptar el ascenso caballeresco de don Quijote, a causa de que no poseía el patrimonio económico adecuado para sostenerlo; esta situación, reitero, guarda una extraordinaria semejanza con la que habitualmente se produce en las páginas de la novela picaresca, donde también el hidalgo ocupa el lugar medular en torno al cual gira la polémica de la recepción social contemporánea del género, a principios del siglo xvii, cuando nace como tal.33
Bien es verdad que en la picaresca, a partir ya del Lazarillo, el hidalgo que se cuestiona es, usualmente, el escudero, es decir, el más pobre de todos (recuérdense las palabras de fray Benito de Peñalosa), el «hidalgo escuderil» (en términos cervantinos, que no tenía ni para limpiarse los zapatos), que ocupaba el más bajo escalafón de la hidalguía misma y, por ende, de la nobleza. Pero, en todo caso, es un hidalgo, que es de lo que se trata. Porque no es ninguna casualidad que, tanto en el Quijote como en la novela picaresca, la cuestión de la movilidad social se centre en la figura del hidalgo.
Y es que la situación social del escudero era sumamente paradójica, pues, por un lado, estaba integrado de derecho, y pertenecía a la clase privilegiada, ya que no pechaba; por otro, en cambio, estaba marginado de hecho, puesto que no poseía la necesaria solvencia económica con que mantener una posición nobiliaria, y su precariedad implicaba en ocasiones un status similar incluso al de cualquier pícaro.34 De hecho, ya en el Lazarillo, por mencionar la primera narración picaresca, el hidalgo pasa más hambre que el propio Lázaro de Tormes, que es, curiosamente, quien le proporciona algún mendrugo que llevarse a la boca. Al final, Lázaro tiene que aceptar la barragana de un clérigo como mujer, pero come, y lo hace mucho mejor que su amo, el escudero, cuando vivía en Toledo. El propio pícaro, además, se había burlado de su exagerada presunción y había censurado su concepto de la honra meramente externo y superficial, basado únicamente en apariencias vanas, como la capa que dobla cuidadosamente a diario y mete debajo de la enjalma o el palillo de dientes que se pone a la boca para dar a entender que ha pasado algo por sus muelas, etc.: todo falso y banal. A pesar de ello, el hidalgo parecía un pariente del conde de Arcos, según Lázaro, porque era condición de la hidalguía sobrellevar las penalidades materiales con el orgullo de la herencia de sangre, del linaje y de la honra, por más que todo este andamiaje se mantuviera apenas con meras apariencias. Las críticas que se dirigen contra la hidalguía, con todo, no son ahora de caballeros, y menos de otros hidalgos, como acaecía en el Quijote, sino que proceden de los burgueses y conversos que escribieron las primeras novelas picarescas, a quienes se cerraba o, en cualquier caso, obstaculizaba el acceso a la nobleza, por cuestiones de herencia de sangre, ya que no de dinero, mientras que formaban parte de ella, de la aristocracia, los hidalgos pobres. De ahí que estos burgueses, de origen judío o no, se pregunten con insistencia, en las páginas de la picaresca, acerca de qué elementos implicaban la aparente superioridad de los «hidalgos escuderiles» sobre ellos. No es casual que Guzmán sea muy superior a los hidalgos y viva, una vez establecido en Madrid, como un rico comerciante, ni que la burla que hace en Génova a sus parientes afecte, a la vez, al dinero y a la honra, dado que se pretende hacer ver cómo ambas cosas están ligadas. Menos debe extrañar que Justina Díez, La pícara, acabe casada con un hidalgo linajudo, como todos: «era mi marido […] pariente de algo y hijo de algo —dice—, y preciábase tanto de serlo, que nunca escupí sin encontrar con su hidalguía»;35 ella, precisamente ella, que se burla de la España de las tres castas y de las tres religiones, y, siendo de origen absolutamente judío («De los otros abuelos de parte de padre —dice—, no sé otra cosa más de que eran un poco más allá del monte Tábor, y uno se llamó Taborda. Y así, si no se hallaren en este catálogo, hallarse han en el que hizo el presidente Cirino», 1, p. 178),36 hereda a una vieja morisca en Medina de Rioseco, ella, repito, se casa con un hidalgo. ¿Hay más ironía?
Y es que, en efecto, hidalgos y picaros aparecían casi indiferenciados, con toda intención, para que se viera que la hidalguía no implicaba superioridad verdadera alguna, sino todo lo contrario: hermanamiento con la picaresca. La verdad era que escuderos pobres y antihéroes compartían muchos elementos comunes, como los siguientes: la pobreza, en primer lugar, por la que todos se veían obligados a servir para sobrevivir —los trabajos manuales eran deshonrosos—, aunque a distintos niveles sociales y con diferentes perspectivas. Dado que no podían trabajar con sus manos, intentaban mantener unos (los hidalgos) y alcanzar otros (los pícaros) una honra igualmente vacua, aparente y superficial, en los unos por falta de dinero, y en los otros por falta de abolengo y de virtud. A ninguno se le pasaba por las mientes la realización de labor productiva alguna, ya que eso iba contra la honra, y hasta los pícaros emulaban el comportamiento honroso de los nobles en esto («llámome Marcos de Obregón; no tengo oficio, porque en España los hidalgos no lo aprenden, que más quieren padecer necesidad o servir que ser oficiales»).37 Unos y otros, en fin, tenían que sobrevivir como podían, generalmente de milagro, por más que los pícaros pidieran limosna al natural, tan desharrapados como eran, mientras que los escuderos se vieran obligados a mantener como fuera su aspecto externo para sobrellevar la miseria con dignidad —no olvidemos que al quevedesco don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán y a los suyos se les pasa el tiempo remendándose adecuadamente, vistiéndose a propósito e incluso paseando una vez al mes a caballo, y otra al año en coche, etc., porque no tienen más remedio que aparentar como sea su hidalguía, aunque para ello tengan que recoger de noche huesos de carnero, mondaduras de frutas, plumas y pellejos de conejos, «para honrarnos con ello de día»38 (dice don Toribio), mientras que Justina, como buena pícara, busca un manto viejo y de baja calidad para pedir limosna como «romera envergonzante», y lo hace con éxito, sin mayores escrúpulos—. Así pues, la verdad era que, en cualquier caso, sólo vanas y falaces apariencias establecían una mínima separación entre pícaros e hidalgos pobres; o, lo que es lo mismo, entre plebeyos y nobles. De este sutil modo, los burgueses conversos que iniciaron la novela picaresca querían que se viera con claridad hasta qué punto no había apenas diferencias reales y auténticas entre pícaros e hidalgos. Deseaban que el lector se hiciera preguntas como la siguientes: ¿en qué reside, entonces, la superioridad que otorga, al menos teóricamente, la hidalguía? ¿Por qué tienen privilegios los hidalgos pobres sobre los ricos que no son hidalgos? ¿Qué razones objetivas obstaculizan el acceso a la nobleza de los adinerados que no son hidalgos? Etc., etc. Lo que en verdad querían, obvio es decirlo, es que se les allanaran los obstáculos que dificultaban su acceso a dicha categoría nobiliaria. Porque ahí radicaba el problema, ahí se hallaba el meollo del asunto: en que los burgueses, conversos o no, integrados de hecho, a causa de su dinero, entre las clases privilegiadas, no lo estaban de derecho, a causa de su herencia de sangre, mientras que sí eran nobles de verdad los desgraciados hidalgos pobres. Y es que, en efecto, los hidalgos constituían el gozne intermedio de esta configuración social: ellos tenían, como clase social, la clave que abría, hacia arriba o hacia abajo, la sociedad contemporánea, ubicados, como estaban, en el punto justo, en el medio exacto entre la clase aristocrática y el pueblo llano, a medio camino, pero formando parte, claro está, de la nobleza y disfrutando de sus prebendas.39
La importancia del hidalgo como personaje axial de la novela picaresca era tanta, su visión crítica negativa resultaba tan obvia, que Vicente Espinel escribió su novela picaresca, la única que salió de su pluma, la Vida del escudero Marcos de Obregón (1618), con la intención primordial de rehabilitar su figura, la del escudero, precisamente dentro de los cauces del género que la denostaba sistemáticamente. De ahí las peculiaridades formales y semánticas de su novela, cuyo héroe, Marcos de Obregón, no está configurado como un pícaro, sino como un escudero (tal y como reza en el título), pero cuya autobiografía no tiene sentido si no es como una novela picaresca, puesto que se trata de demostrar —dentro de sus cánones, para que tenga verdadero sentido y efectividad de respuesta válida— que el personaje actúa de manera opuesta radicalmente a la visión negativa del tópico establecida por el género picaresco. La novela intenta y consigue demostrar la posibilidad que tiene un hidalgo pobre de sobrevivir con dignidad, sin abdicar un ápice de su nobleza ni de su honra, llegando incluso a convertirse en ayo o maestro ejemplar, que predica con la ilustración de su propia virtud. Y ello mediante una vida que, no obstante las concesiones a la picaresca, puede desenvolverse conforme a patrones aceptables y verosímiles de honradez y moralidad.
Como se puede observar, la picaresca se centraba en la figura más baja de la clase hidalga, en la del escudero, en la del hidalgo pobre, personaje que no coincidía exactamente con el de Cervantes, cuyo hidalgo era de la más rancia prosapia de la hidalguía, esto es, «de solar conocido» y «de devengar quinientos sueldos», aunque no muy rico tampoco. La diferencia entre los dos tipos de hidalgo era lógica, no obstante, ya que el hidalgo cervantino amenazaba a los caballeros de verdad, ubicados por encima de él en la escala social, en la misma medida en que el escudero picaresco representaba una amenaza contra los intereses ennoblecedores de burgueses (conversos, o no) enriquecidos, situados por debajo de él, aunque deseosos de superarlo. Desde arriba o desde abajo, en cualquier caso, su lugar central acarreaba la conflictividad social de que venimos hablando.
Pero es que incluso entre los caballeros se utilizó la novela picaresca contra la hidalguía, pues, desde una óptica mucho más parecida a la de Avellaneda, lo hizo don Francisco de Quevedo en la única novela que salió de su pluma, en El buscón, escrita hacia 1604. Porque lo cierto es que Pablos de Segovia no desea llegar a la hidalguía, sino que, desde pequeñito, todo su afán de medro se encamina a ser caballero. Tal es su obsesión archirreiterada una y otra vez: alcanzar la condición de caballero. Y no deja de ser curioso que ni una sola vez se le pase por las mientes ser hidalgo, aunque sólo fuera como tránsito hacia la caballería, pues era el paso habitual en la época, como hemos visto ya en el caso del hidalgo que es don Quijote, al fin y al cabo, antes de su encumbramiento caballeresco, o incluso en el escudero del Lazarillo, cuando piensa en la posibilidad de servir a «caballeros de media talla», aunque no le gusten demasiado. Pero lo cierto es que este pícaro redomado, descendiente de conversos por los cuatro costados, hijo de un barbero ladrón, borracho y cornudo y de una bruja, alcahueta y prostituta, los dos de ascendencia judaica, para mayor baldón; este abyecto despojo social, harto significativamente, desprecia la hidalguía hasta el punto de que ni siquiera piensa en ella como escalón intermedio para llegar a ser caballero. No hay mayor desprecio que éste. Más aún, el pícaro supera con facilidad al hidalgo paupérrimo con el que se encuentra, a don Toribio, y le deja en la cárcel, mientras él escapa de ella, y, tras usurpar la identidad de un falso comerciante rico, intenta hacerse pasar por un caballero de verdad, por un noble rico. El pícaro fracasa, a la postre, en su intentona, pero supera con creces al hidalgo y, repito, ni siquiera menciona la hidalguía como fase intermedia de su ascenso. El menosprecio es absoluto. ¿Por qué? Porque a don Francisco de Quevedo, caballero de la Orden de Santiago, noble auténtico, que se pasó la vida pleiteando para acrecentar su aristocracia, le parecía que los hidalgos indigentes desprestigiaban a la nobleza verdadera, y, por tanto, a los caballeros como él, sobre todo, dada su cercanía de clase, a consecuencia de que se veían obligados a vivir como pobres de solemnidad, como auténticos desheredados, por lo que podía fácilmente confundírselos con ganapanes y vagabundos.
En definitiva, el problema fundamental, como hemos visto, radicaba en el patrimonio económico. La situación social dependía, fundamentalmente, de la salud monetaria. En este sencillo análisis coincidían curiosamente el Quijote y la novela picaresca, pues no sólo se trataba de la ubicación central del hidalgo en la escala social barroca, sino también, simultáneamente, de una cuestión de dinero, o, por mejor decir, y en los mismos términos que utilizan todas estas novelas, se trataba de «tener o no tener»: «Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener» —dice el Quijote (II-xx, p. 691)—. «Dime, ¿quién les da la honra a los unos que a los otros quita? El más o menos tener» —asegura el Guzmán de Alfarache (I-ii, p. 4, Rico, p. 273)—. «Verdad es que algún buen voto ha habido de que en España, y aun en todo el mundo, no hay sino solos dos linajes: el uno se llama tener y el otro no tener —reza, en fin, La pícara Justina (I-ii, p. 1, Rey, pp. 165-166)—. No deja de ser significativa la semejanza casi total entre Cervantes, Mateo Alemán y Francisco López de Úbeda, o entre el Quijote y la novela picaresca, si se quiere. En definitiva, todo era cuestión de dinero, en efecto, pues, como decía don Toribio, el vapuleado hidalgo de El buscón quevedesco, «Veme aquí v. m. un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar montañés, que, si como sustento la nobleza, me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre y, por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada, y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada».40
Como decía González de Cellorigo en su Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república de España, se había perdido el imprescindible equilibrio social entre las clases, por haber «venido nuestra república al extremo de ricos y pobres sin haber medio que los compase, y a ser los nuestros o ricos que huelgan o pobres que demanden, faltando los medianos que ni por riqueza ni por pobreza dejen de acudir a la justa ocupación que la ley natural nos obliga».41 La ausencia de medianos que notaba Cellorigo era, precisamente, el gran problema de España: la falta de una clase media hacía, en efecto, a nuestro país diferente de los de su entorno. ¿Pero qué grupos constituían, en la época, los medianos? ¿Qué individuos podían configurar esa clase media inexistente y necesaria? ¿Quiénes, en todo caso, al margen de que no existiera una clase media diferenciada, estaban verdaderamente en medio de la pirámide social? Los hidalgos, desde luego. Junto a otros grupos sociales,42 o solos; pero los hidalgos, sin duda. Oigamos a Alonso López Pinciano, que no nos dejará mentir: «el estado medio ocupan los hidalgos —dice— que viven de su renta breve y los ciudadanos y escuderos dichos y los hombres de letras y armas constituidos en dignidad»43 (Philosophía antigua poética, ed. de A. Carballo Picazo, 3 t., Madrid: CSIC, 1953, t. II, p. 166).
Los hidalgos se hallaban en el centro del arco social áureo. De ahí que su figura se encuentre, asimismo, en la base de la novela moderna. No es casual que fuera así, ya que la hidalguía constituía el gozne que abría o cerraba el paso hacia la nobleza, máxima aspiración de todos los que tenían dinero para intentarlo, apetecible siempre por el prestigio y los privilegios que comportaba. Los hidalgos, ciertamente, estaban en medio, como decía el Pinciano, y eran censurados por todos: por unos, los de abajo, los burgueses, porque no entendían las razones de su superioridad; por otros, los de arriba, los caballeros, porque su miseria desprestigiaba a la clase nobiliaria. Por fas o por nefas, arremetieron contra ellos desde ambos lados de la contienda, a consecuencia de su posición central, a consecuencia de que eran medianos. Quienes dieron cauce a la novela moderna, quienes, por las mismas fechas, crearon el Quijote y la novela picaresca, detectaron tales tensiones sociales y las llevaron, con sensibilidad extraordinaria, al centro de la mejor y más original prosa de nuestro Siglo de Oro. La novela, intuitivamente, aunque sin perfiles claros ni bien definidos, estaba ya atisbando y entreviendo con acierto pleno, en todo caso, que en los grupos sociales intermedios, y en torno a ellos, en sus aledaños, se hallaba la clave de las inquietudes sociales de su época, y que tales inquietudes eran tema preferente de su quehacer literario, o, si se quiere, novelesco.
Nada hay de casualidad en ello, sobre todo si lo analizamos desde el futuro de la novela española, pues algo muy parecido, aunque más sólido y mejor cimentado, iba a suceder entre doscientos cincuenta y trescientos años después, cuando el considerable paso del tiempo había originado ya la existencia de una clase media de verdad, bien conformada y con conciencia diferenciada de clase. Galdós afirmó entonces sin paliativos que sus problemas eran la médula de la novela realista decimonónica, de la gran novela de costumbres que él aspiraba a realizar en España, como lo había hecho Balzac en Francia. Un Galdós casi adolescente aseguró con firmeza: «la clase media […] es el gran modelo, la fuente inagotable. Ella es hoy la base del orden social; ella asume, por su iniciativa y por su inteligencia, la soberanía de las naciones, y en ella está el hombre del siglo xix, con sus virtudes y sus vicios […] La novela moderna de costumbres ha de ser la expresión de cuanto bueno y malo existe en el fondo de esa clase […]» («Observaciones sobre la novela contemporánea en España», en Revista de España, XV [1870], pp. 162-172).
El joven Galdós tenía muy claras las ideas sobre la materia novelesca cuando escribía estas palabras, pero no las tenía tan claras acerca de la mencionada clase social, porque lo cierto es que, no ya en esas fechas, sino incluso veintisiete años después, un Galdós bastante más maduro pensaba que la sociedad española todavía no había definido perfectamente a la nueva clase media. De ahí que, en su discurso de ingreso en la RAE, dijera que «La llamada clase media […] no tiene aún existencia positiva, es tan sólo informe aglomeración de individuos procedentes de las categorías superior e inferior, el producto, digámoslo así, de la descomposición de ambas familias: de la plebeya, que sube; de la aristocrática, que baja».44 Y esto, curiosamente, así enunciado, no dista demasiado de la situación del hidalgo, como ya hemos visto (noble que baja y es superado a veces por los pecheros que suben), situado en la intersección del pueblo y de la nobleza, sufriendo las tensiones de unos y otros. Y es que, salvadas las distancias enormes, los muchos años y las diferentes y distantes situaciones sociales y literarias, Cervantes, Alemán, Quevedo, Espinel y López de Úbeda no tenían las ideas narrativas menos claras que Galdós. De hecho, aunque no lo manifestaran, sí hicieron del estado medio, de la hidalguía, reiterada e insistentemente, uno de los temas fijos de sus incipientes novelas modernas, las cuales, a despecho de las diferencias temáticas abismales que separan la tradición caballeresca de la picaresca, coincidieron en sus análisis de las tensiones básicas de la realidad social seiscentista. Y así las reprodujeron, de manera harto parecida, significativamente, tanto el Quijote, como el Lazarillo, el Guzmán, el Buscón o La Pícara Justina.
(*) Antonio Rey Hazas, «El Quijote y la picaresca: la figura del hidalgo en el nacimiento de la novela moderna», en Edad de Oro, XV (1996), pp. 141-160.
(1) Cito siempre, a partir de ahora, por mi edición, Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas (eds.), Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1994; que reproduce, bien que «revisada y ampliada», la anterior de Miguel de Cervantes, Obra Completa, I, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1993.
(2) Menosprecio de corte y alabanza de aldea, VII, ed. de A. Rallo, Madrid: Cátedra, 1984, p. 181.
(3) Según el Gran Memorial (1624) del conde duque de Olivares, por ejemplo, existían los tres grupos mencionados, con el mismo orden jerárquico: «hidalgos solariegos y descendientes dellos; hidalgos notorios, que no tienen solar, ni más origen aquella nobleza que haber sido tenidos y estimados por tales; hidalgos de privilegio», en Memoriales y cartas del Conde Duque de Olivares, ed. de J. H. Elliott y J. F. de la Peña, Madrid: Alfaguara, 1978, I, p. 60.
(4) «[…] cuando un hidalgo recebía agravio de algún otro, podía vengar; conviene a saber, recebir de su adversario por condenación de juez competente, en satisfación de su injuria, quinientos sueldos» (Covarrubias, Tesoro, s. u. hidalgo).
(5) Según afirma el Floreto de anécdotas y noticias diversas que recopiló un fraile dominico residente en Sevilla a mediados del siglo xvi, ed. de F. J. Sánchez Cantón, en Memorial Histórico Español, XLVIII, Madrid: Real Academia de la Historia, 1948, p. 355.
(6) Ib., 357.
(7) Así lo afirma, por ejemplo, Pedro Salazar de Mendoza en La Monarquía de España (1603-1606). V. Ricardo Sáez, «Hidalguía: essai de définition», en VV.AA., Hidalgos & hidalguía dans l’Espagne des xvie-xviie siècles, París: Centre National de Recherche Scientifique, 1989, pp. 23-45.
(8) V. Joseph Pérez, «Réflexions sur l’hidalguía», en Hidalgos & hidalguía…, o. cit., pp. 11-22.
(9) Floreto de anécdotas y noticias diversas…, ed. cit., pp. 360-362.
(10) El mundo social del «Quijote», Madrid: Gredos, 1986, p. 158.
(11) V. Vicente Llorens, «Don Quijote y la decadencia del hidalgo», en Aspectos sociales de la literatura española, Madrid: Castalia, 1974, pp. 47-66.
(12) V. Ricardo Sáez, art. cit.
(13) Cito la página de nuestra edición, Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas (eds.), Cervantes. Teatro completo, Barcelona: Planeta, 1987.
(14) Actas de las Cortes de Castilla, XIII, p. 64.
(15) Coloquios satíricos, en Marcelino Menéndez Pelayo, Orígenes de la novela, Madrid: Bailly-Baillière e Hijos (Nueva Biblioteca de Autores Españoles, VII), 1907, p. 662a.
(16) De las cinco excelencias del español (1629), apud N. Salomon, Recherches sur le thème paysan dans la «comedia» au temps de Lope de Vega, Burdeos: Institut d'Études Ibériques et Ibéro-Américaines, 1965, p. 771.
(17) Summa nobilitatis hispanicae, Salamanca, 1559, fol. 267.
(18) Tratado de nobleza y de los títulos y ditados que hoy día tienen los varones claros y grandes de España, Madrid, 1591, fol. 66v.
(19) III-iii, p. 1214. Cito por nuestra edición, Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas (eds.), Miguel de Cervantes Saavedra. Obra Completa, II, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1994.
(20) En palabras de J. H. Elliott, La España Imperial. 1469-1716, Barcelona: Vicens Vives, 1965, pp. 342-343.
(21) P. Fernández Navarrete, Conservación de monarquías, Madrid, 1626, pp. 11-16, 84-86 y 172-173; apud Francesco Benigno, La sombra del rey, Madrid: Alianza Editorial, 1994, pp. 111-112.
(22) Nadie puede poner en tela de juicio la virtud caballeresca de nuestro héroe, su valor a toda prueba, su honestidad sin tacha, su moralidad, su decisión presta para ayudar al primer menesteroso que se encuentra, etc.; nadie puede dudar, en efecto, de la virtud de don Quijote. De ahí que, desde la óptica del Floreto de anécdotas… quinientista [«aora se llama hijo de sus obras, de donde tuvo origen el refrán castellano que dize: Cada uno es hijo de sus obras, y porque las buenas y virtuosas llama la Divina Escriptura “algo” y a los vicios y pecados “nada” […], compuso este nombre hijodalgo, que querrá dezir aora descendiente del que hizo alguna extraña virtud» (p. 358)], don Quijote sea un hidalgo incuestionable y un sólido aspirante a caballero, ya que, en efecto, y como él mismo dice tantas veces, es un verdadero «hijo de sus obras» virtuosas y caballerescas. Desde este planteamiento, pues, él puede ser, perfectamente, caballero legítimo. Lo que sucede es que éste es un planteamiento meramente teórico, heredero de la tradición del pensamiento renacentista y humanista, cuya capacidad de traspasar los límites de la teoría y llegar al ámbito de la realidad social quinientista o seiscentista era más que discutible, en general. No digamos ya, en particular, en el caso concreto de don Quijote, donde la hipótesis del ejercicio de la virtud, más que dudosa, resulta verdaderamente inviable, a consecuencia de la locura caballeresca de nuestro personaje. Y ello, porque los resultados prácticos de sus intervenciones justicieras, siempre bien intencionadas, son, a menudo, imprevisibles y pueden ser absolutamente negativos para los implicados, como sucede con el niño al que apalea, tras irse el héroe, Juan Haldudo, el rico de Quintanar, en I-iv, y que, cuando vuelve a encontrarse con don Quijote en I-xxxi, le dice a nuestro caballero que «si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo» (p. 321). Huelga todo comentario. La virtud caballeresca de don Quijote puede, incluso, ser peligrosa para los seres reales, de carne y hueso. Vista desde la realidad, pues, no es tal virtud, sino locura.
(23) Me he ocupado de estas y otras cuestiones conexas en «La omisión de Madrid en El Quijote», en Anales Cervantinos, XXXI (1993), pp. 9-25.
(24) V. F. Márquez Villanueva, «El caballero del verde gabán y su reino de paradoja», en Personajes y temas del Quijote, Madrid: Taurus, 1975, pp. 147-227.
(25) Por decirlo con palabras de Nicolás Marín, en su artículo, imprescindible para estas cuestiones, «Alonso Quijano y Martín Quijada», en Estudios literarios sobre el Siglo de Oro, Granada: Universidad, 1994, pp. 199-230; en concreto, p. 211.
(26) Los dos, para que no haya dudas, son hidalgos de aldea, pues, como decía el Floreto de anécdotas y noticias diversas…: «por maravilla salen hombres muy hazañosos o de grande ingenio para las ciencias y armas, que no nazcan en aldeas o lugares pajizos y no en las ciudades muy grandes» (p. 360).
(27) Lo más probable es que sí tuviera intención crítica y burlesca, porque suponer que Cervantes lo había hecho inocentemente, sin darse cuenta, es pensar en lo excusado. Ahora bien, eso no significa que deseara ridiculizar a todos los hidalgos ni a todos los caballeros, sino a algunos en concreto, posiblemente con nombres y apellidos, sobre todo a los que ostentaban unas ínfulas nobiliarias desproporcionadas, como Lope de Vega y su escudo famoso, por ejemplo, del que tanto se reía Góngora. Lope siempre se consideró hidalgo, porque su padre era de La Montaña, aunque un simple bordador, y siempre deseó ser caballero, cosa que no consiguió nunca dentro de España, y sí fuera, tardíamente, pues el Papa acabó por nombrarle de la Orden de Malta, a consecuencia de La corona trágica. Pero Cervantes no llegó a saberlo, pues había muerto ya por esas fechas. El Fénix, además, era enemigo de nuestro autor y amigo de Avellaneda, como éste dice explícitamente en el prólogo de su falso Quijote. La mención de su nombre no es, por tanto, ociosa, en la cuestión que nos ocupa. Porque eran comportamientos de esta índole, incluido el de Lope, por supuesto, los que le interesaban y le hacían afilar sus dardos. Nada más. Por eso, para evitar malentendidos e impedir que se pudiera generalizar la burla, rectificó y equilibró la figura de su héroe con la contrafigura de don Diego Miranda. Ello demuestra que nunca quiso hacer universal su sátira, y que no deseaba que nadie lo interpretara así, en primer lugar, porque él tampoco lo entendía de ese modo, y, en segundo término, porque su dependencia del patronazgo y del mecenazgo aconsejaba no aventurarse en exceso por terrenos pantanosos.
(28) Por decirlo, otra vez, con los términos de Nicolás Marín, art. cit., p. 214.
(29) V. Martín de Riquer, Cervantes, Passamonte y Avellaneda, Barcelona: Sirmio, 1988. Aunque dista de ser definitiva la identificación de Jerónimo de Pasamonte con Avellaneda.
(30) Art. cit., p. 219.
(31) Véase, en fin, el tantas veces citado artículo de Nicolás Marín, que nos ahorrará detenernos más en este apartado.
(32) V. P. E. Russell, «Don Quijote y la risa a carcajadas», en Temas de La Celestina, Barcelona: Ariel, 1978, pp. 405-440.
(33) No sé si será necesario recordar que la novela picaresca surge como tal género a principios del xvii, concretamente entre las dos partes de la novela de Mateo Alemán El Guzmán de Alfarache, esto es, entre 1599 y 1604. Verdaderamente, el éxito del propio Lazarillo de Tormes, antes olvidado, se debe al de la mencionada novela de Alemán, como bien documentara Claudio Guillén en «Luis Sánchez, Ginés de Pasamonte y los inventores del género picaresco» (en Homenaje a Rodríguez-Moñino, I, Madrid: Castalia, 1966, pp. 221-231), donde se constata que editores, público y autores sancionan el nacimiento del género picaresco por las mismas fechas de aparición del Quijote. No en vano, en 1602 se ha impreso la segunda parte apócrifa del Guzmán, de Juan Martí, y se ha escrito El guitón Honofre, de Gregorio González, hacia 1604 se escribe El buscón, de Quevedo, en 1605, el mismo año de la inmortal novela, se publica La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda, etc.
(34) Las ideas que siguen, y a veces incluso las palabras, proceden de Antonio Rey Hazas, «Poética comprometida de la novela picaresca», en Nuevo Hispanismo (Universidad Menéndez Pelayo), I (1982), pp. 55-76; o de La novela picaresca, Madrid: Anaya, 1990.
(35) Cito por mi edición de la novela: Francisco López de Úbeda, La pícara Justina, Madrid: Ed. Nacional, 1977, vol. 2, p. 721.
(36) Cirino, quien, por si no se recordara, era el gobernador de Siria el año en que nació Jesucristo, y fue quien ordenó, ese mismo año, hacer el empadronamiento de los hebreos de Judea. Tal es el catálogo donde figuran los ancestros de Justina.
(37) Vicente Espinel, Vida del escudero Marcos de Obregón, ed. de S. Gili Gaya, Madrid: CC, 1970, vol. II, p. 63.
(38) Cito por mi edición de Francisco de Quevedo, Historia de la vida del Buscón, Madrid: SGEL, 1982, p. 195.
(39) La presunción y soberbia de los hidalgos originó a veces una guerra declarada entre villanos y nobles. Las Cortes de 1598 dicen, por ejemplo: «que en la mayor parte de Castilla la Vieja en este año ha habido grandes revueltas y escándalo entre el estado de los caballeros e hijosdalgo, y el de los pecheros…» (Actas de las Cortes de Castilla, XIII, p. 65).
(40) Cito por mi edición (cit.), p. 193.
(41) Apud J. H. Elliott, La España Imperial, o. cit., p. 337.
(42) Los juristas y hombres de leyes también formaban parte de ese indefinido grupo social medio, pues así lo dice el gran poeta y humanista don Diego Hurtado de Mendoza, no obstante su noble origen familiar, pues era hijo de don Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla y marqués de Mondéjar, en su Guerra de Granada (ed. de B. Blanco-González, Madrid: Castalia, 1970, p. 105): «letrados, gente media entre los grandes y pequeños, sin ofensa de los unos ni de los otros».
(43) Además del héroe, el Quijote ofrece sendos modelos ejemplares del ejercicio de las armas y de las letras en los dos hermanos Pérez de Viedma, el capitán y el oidor, de origen hidalgo, que se encuentran casualmente, después de muchos años sin verse, en la venta de Juan Palomeque el Zurdo. Por medio de ellos entra la realidad de las dignidades que aportaban armas y letras a los españoles del Siglo de Oro. Porque lo cierto era que, mediante su ejercicio, los plebeyos podían acceder a la hidalguía, y los hidalgos a dignidades más altas, como la caballería, por supuesto. Éstos son, significativamente, hijos de un hidalgo montañés. De hecho, «[…] el hombre por uno de dos caminos reales viene a disponerse, y merecer que el rey le conceda la nobleza, e hidalguía, y éstos son, o por saber, o por bondad de costumbres […]; en el camino del saber, se comprehende todo género de letras […], y en el otro camino de la bondad de costumbres se incluyen las armas» —dice Bernabé Moreno de Vargas en sus Discursos de la nobleza de España, Madrid, 1621, fols. 12-13—. Y en ello coincide con don Quijote, para quien «dos caminos hay […] por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas» (II-vi, p. 580). Lo que sucede es que, aunque estos análisis son válidos para la realidad, no lo son para don Quijote, cuya locura se constituye en obstáculo insuperable, como ya hemos analizado. V. nota 22.
(44) Menéndez y Pelayo-Pereda-Galdós, Discursos leídos ante la Real Academia Española en las recepciones públicas de 7 y 21 de febrero de 1897, Madrid: Est. Tip. de la Viuda e Hijos de Tello, 1897, p. 18.