Alexander A. Parker "El concepto de la verdad en el Quijote"

No cabe duda de que la obra de don Américo Castro, El pensamiento de Cervantes, es la más importante que hasta ahora se ha escrito sobre este tema. Sin embargo, como ya han apuntado varios críticos, es una obra a la cual pueden hacerse muchos reparos. Un aspecto de esta obra que me parece muy discutible, pero que hasta ahora nadie ha criticado, es la interpretación del Quijote a base del supuesto idealismo del concepto de la verdad que encontramos en la obra maestra. Tiene razón Castro en señalar la importancia fundamental de este tema para la comprensión de la novela, pero me parece que su afán de presentar a Cervantes como un pensador «moderno» que se adelantó a su época, rechazando la filosofía y teología de la Contrarreforma, le lleva aquí, como en otras partes de su obra, a cierta exageración.

Mantiene Castro que a Cervantes le preocupa, en casi todas sus obras, el problema de la realidad objetiva, de si el testimonio de los sentidos es seguro o falaz. Para él el pasaje más significativo de toda la obra de Cervantes son estas palabras que dirige don Quijote a Sancho: «Eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa». Basándose en este texto, Castro nos presenta a Cervantes como uno de los pensadores antiescolásticos del Renacimiento, para los cuales la mente humana no refleja pasivamente la realidad, sino que se vuelve «su modelador ideal». Los sentidos engañan; hay que partir de los estados de conciencia para conocer lo que realmente son las cosas. En el Quijote, pues, encontramos el germen del idealismo filosófico moderno; y de esto se sacan consecuencias importantes para la ética. La verdad estriba en un punto de vista personal; asimismo la moral de Cervantes es, según Castro, «un sistema de moral autónoma» basado en la conformidad con la naturaleza, pero no con la naturaleza en el sentido de ley natural, sino con la naturaleza o manera de ser del individuo. La moral consiste en permanecer fiel a la propia manera de ser. Don Quijote tiene el derecho de «seguir el camino que su especial naturaleza le señala»; tiene su propia ley, «por la que discurre merced a altos e inescrutables motivos». Este camino y esta ley son plenamente legítimos para él, y nadie tiene el derecho de impedir que los siga. Cuando Sansón Carrasco logra vencerle, imposibilita que don Quijote siga viviendo. Tiene que morir; pero su vida ha sido una «síntesis inefable que armoniza los contrarios». El problema filosófico del conocimiento de la verdad lo presenta la novela como «problema infinito para el espíritu», y esto eleva el plano artístico de la obra. Castro concluye con estas palabras: «¿Dónde está la verdad o el error? ¿Infringe don Quijote el sistema de las concordancias naturales, o es que deberíamos superar esta moral (casi física y biológica) que percibimos con tanta evidencia, y lanzarnos a inventar otras dimensiones? Quedan vibrando en el ánimo los ecos del problema —claros, patentes—, que se nos brinda como un campo de infinitas experiencias artísticas e intelectuales».1

Este concepto idealista de la verdad refuerza la interpretación romántica del Quijote que viene aceptándose desde hace un siglo: don Quijote es un loco sublime, con pleno derecho de serlo, y más cuerdo en su locura que los hombres aferrados a la prosaica y mezquina realidad. Cierto que la obra de Castro presenta esta exaltación del quijotismo de una manera mucho más discreta y aceptable que la de Unamuno, la cual rebasa los límites de lo sensato; sin embargo, no dista mucho de ser en el fondo la misma cosa. Hemos de creer, como tantas veces se nos ha dicho, que sólo a la época moderna, es decir, a la post-romántica, le ha sido dado ahondar en la grandeza del Quijote, la cual se les escapó a los siglos xvii y xviii y, según algunos, al mismo Cervantes.

Ahora bien, contra esta exaltación del quijotismo me parece necesario reaccionar para llegar a comprender la intención de Cervantes. No hay que apresurarse a atribuirle ideas ajenas a las de sus compatriotas y contemporáneos sin averiguar primero si es posible llegar, sobre la base de las ideas de su época, a una interpretación del Quijote que tenga trabazón y densidad. No niego que un autor genial puede introducir en su obra ideas sugestivas de que él no llega a darse cuenta clara, pero que son patentes para los críticos posteriores. Si me atrevo a presentar una interpretación opuesta a la de Castro, es porque, ante todo, creo que da a la obra más valor. Cualquier interpretación del carácter de don Quijote que se haga a base de la exaltación del quijotismo, sea ésta mesurada o extravagante, me parece demasiado simplista; por eso trataré de probar que el concepto que de él tenía Cervantes es mucho más sutil y complejo. El relacionar el tema del Quijote con el idealismo filosófico podrá hacer «infinitamente sugestiva» la novela, pero más bien obscurece que aclara los problemas de la vida humana, puesto que eleva los motivos de don Quijote a un plano donde quedan «inescrutables». En cambio, si la novela se interpreta desde el punto de vista de la filosofía realista; si la realidad es lo que es, y si la causa por la cual las acciones de los hombres se conforman con la realidad o se oponen a ella, la buscamos en el interés de los personajes porque las cosas sean de un modo o de otro, entonces la visión de la vida humana en el Quijote se presta a un análisis que da a la novela un sentido preciso, tan valioso para nuestro siglo como para el xvii. Y no olvidemos que para los españoles de entonces no sólo eran analizables los motivos humanos, sino que el hacerlo era la mejor manera de alcanzar la sabiduría.

Vale la pena, para empezar, citar en su contexto el pasaje de que se sirve Castro para demostrar que la verdad para Cervantes es relativa a la mente que la forja:

Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste te juro, dijo don Quijote, que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo: ¡qué!, ¿es posible que en cuanto ha que andas conmigo, no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no porque sea ello así, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores, que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su gusto y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y así eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa […]2

Las cosas, pues, parecen hechas al revés, no porque lo sean en realidad, sino por obra de encantadores. Y si hay algo claro y patente en el Quijote es que los encantadores que imagina don Quijote son los hombres mismos, y en primer lugar él mismo. La bacía de barbero es bacía de barbero; el encantador que la transforma en yelmo de Mambrino es el propio don Quijote. Siendo esto así, lo importante es averiguar por qué la transforma de esta manera. Claro es que está loco; pero esta explicación no basta: la cuestión es más complicada que eso, puesto que no sólo don Quijote, sino también el barbero, el cura, don Fernando y Cardenio y sus compañeros juran que la bacía es yelmo, hasta que llega un momento en que el dueño que la reclamaba no sabe a qué atenerse. Los viajeros que llegan a la venta intervienen en la disputa afirmando que es una bacía, y el resultado es una barahúnda que para don Quijote es la discordia del campo de Agramante. Es decir, aunque es don Quijote quien primero introduce la confusión en la vida, son los demás hombres los que la aumentan. No sólo él, sino casi todo el mundo se burla de la verdad. Toda la novela se construye sobre la base de la acción recíproca de la locura de don Quijote, por la cual se engaña a sí mismo, y de las burlas mediante las cuales los demás le engañan. Y en medio está Sancho, ora engañando, ora engañado. Dorotea se transforma en la princesa Micomicona; Sansón Carrasco, en el Caballero de los Espejos; el duque transforma a su mayordomo en la condesa Trifaldi y a su lacayo en Tosilos. Don Quijote transforma a una labradora en Dulcinea. Sancho invierte esta transformación, cambiando a Dulcinea en una labradora; pero pronto se encuentra confuso y perplejo, puesto que la duquesa le asegura que esta labradora era, en efecto, Dulcinea, y que él, pensando engañar, era el engañado.

De todo esto se deduce claramente el concepto de la verdad en el Quijote. Cada cosa y cada persona tienen su identidad inalterable, pero la mente humana tiene que interpretarla. Los sentidos no engañan, pero los hombres sí. Y puesto que el hombre es un ser social, el conocimiento de la verdad no sólo depende de cómo interprete él la realidad, sino que depende también del testimonio de los demás hombres. Y cuando éste falla, surge la confusión y la perplejidad. No son solos el caballero loco y el escudero simple los que se hallan perplejos ante la apariencia de las cosas. Al leer la carta que escribió la duquesa a la mujer de Sancho, dudan el cura y el barbero si las cosas que allí se dicen son veras o burlas. Contra el testimonio de la carta hay otro testimonio, el que las duquesas no se portan así:

[…] nosotros, aunque tocamos los presentes y hemos leído las cartas, no lo creemos, y pensamos que ésta es una de las cosas de don Quijote, nuestro compatriota, que todas piensa que son hechas por encantamiento.3

Una cabeza de bronce puede engañar a personas sensatas e inteligentes; al responder a sus preguntas, parece corroborar el aserto del dueño de que la fabricó «uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo». Hay un mono que adivina: los propios ojos de don Quijote ven lo que nunca hubiera creído, resistiéndose a darles crédito, hasta caer en la cuenta de que ello se hace por arte diabólico. Sin embargo, todo se puede explicar por causas naturales: en cada caso son los hombres, y no las cosas ni los animales, los que engañan. Sólo los hombres saben mentir.

Pero justamente lo que conduce a la perplejidad y a la confusión es que a veces es más difícil aceptar la explicación que la contradicción misma, porque uno puede ser engañado por personas a quienes se creería incapaces de mentir. El que don Quijote crea en la intervención de encantadores se justifica hasta cierto punto, ya que, si no, no habría más remedio que creer que un caballero noble y honrado puede mentir. Cuando se descubre que Tosilos no es Tosilos, sino el lacayo del duque, doña Rodríguez y su hija piden justicia de «tanta malicia, por no decir bellaquería». «No vos acuitéis, señoras, dijo don Quijote, que ni ésta es malicia ni es bellaquería, y si lo es, no ha sido la causa el Duque, sino los malos encantadores que me persiguen».4 Y cuando Sancho le advierte a su amo que el rostro del mayordomo del duque es el de la condesa Trifaldi:

Miró don Quijote atentamente al mayordomo, y habiéndole mirado, dijo a Sancho: No hay para que te lleve el diablo, Sancho… que el rostro de la Dolorida es el del mayordomo; pero no por eso el mayordomo es la Dolorida, que a serlo implicaría contradicción muy grande, y no es tiempo ahora de hacer estas averiguaciones, que sería entrarnos en intrincados laberintos. Créeme, amigo, que es menester rogar a nuestro Señor muy de veras que nos libre a los dos de malos hechiceros y de malos encantadores.5

Sin embargo, es engaño y no encantamiento. El encantador es el duque, que se sirve de la mentira, a pesar de ser caballero y honrado. Casi todos los personajes de la novela falsean la verdad, mintiendo o aparentando ser lo que no son. Y ahora tenemos que preguntarnos por qué lo hacen.

Sansón Carrasco, según dice Sancho, «es persona bachillerada por Salamanca, y los tales no pueden mentir sino es cuando se les antoja o les viene muy a cuento».6 De todas estas personas que no pueden mentir y a quienes, sin embargo, se les antoja mentir, son los duques los más desvergonzados. En esto sólo buscan su propio entretenimiento; sin ningún escrúpulo, sin conciencia de su propia dignidad, se divierten burlándose de un loco y de un simple. «Satisfechos los duques de la caza, y de haber conseguido su intención tan discreta y felizmente, se volvieron a su castillo con prosupuesto de segundar las burlas, que para ellos no había veras que más gusto les diesen».7 Por no hallar gusto en la verdad, el mentir les viene muy a cuento; pero al final dice Cide Hamete «que tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos».8

Aunque estas burlas contribuyen al cabo a la purificación de don Quijote y Sancho, el efecto inmediato es todo lo contrario, ya que hacen que don Quijote tome por ciertas sus propias ilusiones y que Sancho se confirme en su engreimiento y en sus sueños ambiciosos de grandeza. El que hasta entonces don Quijote no había estado convencido en su fuero interno de que era verdadera su interpretación de la realidad, y que fue la acogida burlesca de los duques lo que le confirma en su interpretación, nos lo dice Cervantes bien claro: «Aquél fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos».9

Sancho también falsea la verdad con deliberación, haciendo que su amo no dé crédito a sus propios ojos y que acepte a una labradora como Dulcinea. El motivo de Sancho es el deseo egoísta de ocultar una mentira anterior, pero en vez de arrepentirse de este cruel embuste, se envanece luego de su industria. Habiendo aprendido que la mentira le puede aprovechar, Sancho ya se va volviendo otro. Cuando miente otra vez con el cuento fantástico de lo que vio en su viaje por el cielo, su motivo es ya la vanidad: creyendo las mentiras de los demás, que han hecho de él una persona importante, no vacila en mentir a su vez para levantarse a sí mismo a las estrellas. Esta mentira le sitúa en un plano de locura semejante al de su amo, pues don Quijote dice con mucha razón, aunque quizá con cierta socarronería, que si Sancho quiere que él crea este cuento, Sancho tendrá que creer el cuento igualmente fantástico de lo que él vio en la cueva de Montesinos.

Cuando el barbero, el cura, don Fernando y Cardenio afirman que la bacía es yelmo, tienen el mismo motivo para esta burla que tendrán después los duques para las suyas: fomentar la locura de don Quijote para divertirse. «Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como tenía tan bien conocido el humor de don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla, para que todos riesen […]».10 Hay muchas personas en las dos partes de la novela que hacen lo mismo. Aunque el barbero y sus compañeros tienen también sus puntas de locos, tienen, sin embargo, más dignidad moral que los otros. Encuentran divertidas las extravagancias de don Quijote y se ríen de ellas; pero al mismo tiempo se compadecen de él, y su objeto principal es hacerle volver a su casa para que se cure de su locura. A diferencia de los duques, le tienen a don Quijote simpatía y cariño, pero los medios que utilizan son contraproducentes. Le siguen el humor, fingiendo darle la razón, por su bien; pero al hacer esto se burlan ellos mismos de la verdad. ¿De qué sirve quitar la causa de su locura, tapiando el aposento de sus libros, si refuerzan la locura al decirle que ello ha sido obra de un malévolo encantador? ¿De qué le sirve al cura negar a don Quijote que sea verdad todo lo contenido en los libros de caballerías, si se pone en seguida a inventar un reino de Micomicón y a convencer a don Quijote de que anda encantado?

De este grupo de mentirosos bien intencionados es el bachiller Carrasco el menos apreciable. De él nos dice Cervantes que es «de muy buen entendimiento», «aunque muy gran socarrón» y «amigo de burlas».11 Tanto gusta de la locura del caballero y del escudero, que a sabiendas les envanece con sus lisonjas. Sin embargo, les incita con buena intención a salir otra vez en busca de aventuras, y la traza que idea para que don Quijote se vuelva a casa y se quede en ella es bastante hábil. Pero el que Carrasco se disfrace de caballero andante es de por sí una mentira ridícula, por no decir deshonrosa. Él se divierte con la farsa, pero él mismo es víctima de esta mentira. Don Quijote y Sancho lo son también por otra razón, ya que de resultas de esta mentira les es mucho más difícil conocer la verdad. «En altas voces dijo [don Quijote]: Acude, Sancho, y mira lo que has de ver, y no lo has de creer».12 Porque ¿cómo es posible que el caballero vencido sea el bachiller? «Estemos a razón, Sancho, replicó don Quijote: ven acá, ¿en qué consideración puede caber que el bachiller Sansón Carrasco viniese como caballero andante, armado de armas ofensivas y defensivas a pelear conmigo? ¿He sido yo su enemigo, por ventura? ¿Hele dado yo jamás ocasión para tenerme ojeriza?»13 Otra vez la única explicación que parece «razonable» es el encantamiento. Gracias a la conducta de sus semejantes, don Quijote se afirma en la creencia de que las cosas no son lo que parecen ser. Y otra vez se da cuenta el lector de que hay más de un loco: «don Quijote loco, nosotros cuerdos», dice Tomé Cecial al derrotado Carrasco, «él se va sano y riendo, vuesa merced queda molido y triste; sepamos, pues, ahora ¿cuál es más loco, el que lo es por no poder menos, o el que lo es por voluntad?».14

De manera que, para Cervantes, los duques y Carrasco son tan locos como don Quijote. Aquéllos falsean la verdad deliberadamente, haciendo que las cosas aparenten ser lo que no son, para divertirse en daño del prójimo. Ahora bien, ¿con qué motivo falsea don Quijote la verdad, sosteniendo que una bacía es yelmo o que unos molinos son gigantes? Porque quiere lograr fama de héroe: teóricamente, en daño de los malhechores; en la práctica, la mayor parte de las veces, en daño de los inocentes. Sus lecturas le han enseñado que el heroísmo es algo extravagante y fantástico. He aquí lo malo de los libros de caballerías: no dar testimonio de la verdad. Este primer falseamiento de la verdad conduce a otro: enfrascado en estas lecturas, llega don Quijote a verse distinto de lo que es y a llenarse de una enorme vanidad. «Yo sé quién soy […] y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno de por sí hicieron, se aventajarán las mías».15 Las demás distorsiones de la verdad nacen de esta fantástica megalomanía. Los molinos se convierten en gigantes, la bacía de barbero en yelmo de Mambrino, para mayor gloria y lustre suyo. Educado en la mentira por los libros, trastornando la realidad con su arrogancia y con su ambición, don Quijote se pasea por un mundo de mentiras, nacidas algunas de la malicia, la bellaquería o el egoísmo de los hombres, y otras de las buenas intenciones de sus amigos, pero mentiras todas.

Es verdad que él tiene un ideal genuino que, considerado en abstracto, es noble. Y es verdad también que es admirable la tenacidad con que se aferra a todo trance a la que cree ser su vocación. Pero lo esencial es que su vanagloria corrompe su ideal y lo debilita y destruye en la práctica. A través de toda la primera parte, don Quijote, a pesar de su nobleza y elevadas miras, es un peligro para la sociedad: acomete y hace daño a viajeros inofensivos, llegando a veces casi a matarles, y pone a los criminales en libertad. Cuando proclama que el único móvil de sus acciones es el altruismo, cuando menciona sus propias virtudes caballerescas para justificar su modo de vivir, rebaja la altura de su ideal al añadir que todo ello va encaminado a la gloria mundana.16 Y en seguida echa a perder toda su defensa y envilece su ideal atacando violentamente a un cabrero y a unos hombres que llevan una imagen de la Virgen en procesión.

De aquí la disconformidad que hay entre sus palabras y sus acciones. De esta disconformidad él mismo se da cuenta en la segunda parte en más de una ocasión; primer paso en el retorno hacia la cordura.

¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuesa merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuesa merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado, como debo de haberle parecido.17

Esto lo dice a propósito de la aventura de los leones, de la que dice Cervantes «hasta aquí llegó el extremo de su jamás vista locura». Tratando de disuadirle de acometer esta aventura, le había dicho don Diego que «la valentía que se entra en la juridición de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza». Esta locura la justifica don Quijote con estas palabras, que son muy importantes para conocer la verdadera naturaleza del quijotismo: «El acometer los leones, que ahora acometí, derechamente me tocaba, puesto que conocí ser temeridad exorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos extremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad; pero menos mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde, que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que el avaro, así es más fácil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir a la verdadera valentía».

El quijotismo estriba en abandonar el justo medio (que para los españoles del siglo xvii era la virtud natural de la discreción)18 para lanzarse al extremo de lo «exorbitante».

El que prefiera don Quijote la temeridad a la cobardía es bastante razonable, según su propia explicación. Pero en realidad no se trata de eso; se trata de preferir la temeridad a la verdadera y «discreta» valentía. Es aquí donde anda errado don Quijote, pues continúa diciendo: «y en esto de acometer aventuras, créame vuesa merced, señor don Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen: el tal caballero es temerario y atrevido, que no: el tal caballero es tímido y cobarde». «Mejor suena en las orejas de los que lo oyen […]» Don Quijote, pues, llega «al extremo de su jamás vista locura», no porque tenga un ideal que se lo exija, sino porque tiene puesta la mira en su propia fama. Por eso le había dicho poco antes a don Diego que los caballeros andantes buscan peligrosas aventuras «sólo por alcanzar gloriosa fama y duradera».19

Para que la bondad innata de don Quijote sea la medida de sus acciones, es menester que su ideal se depure de todo egoísmo. Tiene que renunciar a su arrogante ambición, tiene que abatirse hasta reconocer con humildad la realidad de las cosas y de sí mismo. En la segunda parte, él sufre solamente, sin hacer que sufran los demás; la confianza en sí mismo se va tornando en depresión espiritual; cuando en el capítulo XXXII se defiende contra un acusador, a su defensa ya no puede hacerse el reproche de la ambición; por fin abraza la humildad cuando ve las imágenes de cuatro santos, reconociendo el fracaso de su vida como caballero andante. Su derrota precipita su conversión: «Cada uno es artífice de su ventura. Yo lo he sido de la mía, pero no con la prudencia necesaria, y así me han salido al gallarín mis presunciones […]».20

El que recobre el caballero su salud mental en el lecho de muerte no es, como han creído muchos, un final meramente convencional para satisfacer las exigencias de la sátira literaria ni la señal de la derrota por quebrantamiento de la voluntad, sino que es la lógica culminación de esta transformación psicológica y moral, que ya había empezado en el primer capítulo de la segunda parte, cuando confiesa públicamente su extravío al decir: «Ni procuro que nadie me tenga por discreto, no lo siendo». La cordura y la discreción, que consisten en darse cuenta exacta de lo que es verdad y de lo que es mentira, se unen necesariamente en el caso de don Quijote al arrepentimiento moral; así dice a los circunstantes: «Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía». Creyendo que alguna nueva locura se apoderaba de él, le dice Sansón Carrasco que «se deje de cuentos». Pero don Quijote ya no trata de cuentos; reconoce que aunque los de caballerías son mentirosos en el orden histórico, han sido demasiado verdaderos para él en el orden moral. Así le contesta a Sansón: «Los de hasta aquí, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte con ayuda del cielo en mi provecho». Y prosigue: «Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa, déjense burlas aparte y tráiganme un confesor que me confiese, que en tales trances como éste, no se ha de burlar el hombre con el alma». Para mí son éstas las palabras más conmovedoras de toda la obra. Ellas resuelven todo el problema de la verdad, que es el asunto de la novela. En su lucha con la mentira —con la mentira propia y con las mentiras de los hombres que le rodean—, ha llegado don Quijote, por medio del sufrimiento y de la humillación, a darse cuenta de la verdad suprema, que «no se ha de burlar el hombre con el alma». Creo que en esta frase, sencilla y profunda a la vez, se cifra toda la filosofía y toda la enseñanza que hay en el Quijote.

También Sancho, a su modo, llega a esta sabiduría por descubrir los peligros de la ambición. Recordemos que su prudencia como gobernador consiste justamente en discernir la verdad a través de las mentiras de los hombres. «Cada día, observa el mayordomo, se ven cosas nuevas en el mundo; las burlas se vuelven en veras, y los burladores se hallan burlados».21

Todo esto, sin embargo, no agota la antítesis entre verdad y mentira que hay en la novela. En el transcurso de ella, dos personajes, sabiendo que la vida no es cosa de burlas, le habían hablado en serio a don Quijote; uno en la primera parte; otro, en la segunda. A diferencia de los demás, ni se burlaron de él ni le siguieron el humor: le dijeron la verdad francamente y sin rodeos. Pero se la dicen de distintas maneras, y Cervantes quiere que esto nos aleccione. El canónigo de Toledo no se ríe, como se ríen los demás, cuando le cuentan las hazañas de don Quijote. Dice Cervantes que se vuelve a él «con compasión». Le trata con respeto y cortesía, y hace lo que nadie había hecho hasta entonces. No siente la necesidad de condescender con él; reconociendo que es hombre inteligente, discurre razonablemente sobre los libros de caballerías y le recomienda con amabilidad y mesura que sea sensato y prudente: «Ea, señor don Quijote, le dice, duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio de la discreción, y sepa usar de la mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el felicísimo talento de su ingenio en otra lectura que redunde en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra».22 La contestación de don Quijote a las razones sensatas y comedidas del canónigo sirve de contraste, pues habla y obra de la manera más disparatada.

El eclesiástico del palacio del duque es también hombre serio que no gusta de burlas ni frivolidades, pero carece en cambio de la mesura del canónigo. Se dirige a don Quijote «con mucha cólera», como dice Cervantes, y le insulta. «Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante, y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena, y en tal se os diga; volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen.»23 Este consejo viene a ser exactamente el mismo que el que le dio el canónigo, pero ¡qué diferencia en el modo de darlo! La intolerancia y grosería del eclesiástico hacen que don Quijote responda con dignidad y aun con cierta mesura; es decir, hacen del loco cuerdo y del cuerdo loco.24

Para conocer la verdad, no basta conocerse a sí mismo, no basta un sincero examen de conciencia; es necesario que el testimonio y la conducta de los demás hombres la den a conocer también. Pero hay distintos modos de dar testimonio de la verdad: unos son recomendables y los otros no. Al caballero loco y extravagante no hay que escarnecerle ni denostarle, no hay que reírse de él ni seguirle el humor. Hay que decirle siempre la verdad, pero con simpatía, respeto y cortesía. El hombre que zahiere a don Quijote en las calles de Barcelona, mandándole que vuelva a su casa antes de que todo el mundo se contagie de sus extravagancias, corre parejas en locura con el eclesiástico. Cuando se le dice que «la virtud se ha de honrar dondequiera que se hallare», y que no se meta donde no le llaman, se da cuenta súbitamente de su locura y determina de ahí en adelante no dar consejo a nadie, aunque se lo pida.25

En cambio, don Diego de Miranda es, como el canónigo, un ejemplo de cordura y de discreción, justamente porque, como él mismo dice, «ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se murmure: no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los otros».26 Por eso, aunque llega a convencerse de la locura de su huésped, se guarda muy bien de decírselo, tratándole siempre con el mayor respeto.

Siendo todo esto, como creo, el concepto de la verdad que representa y desarrolla el Quijote, no veo que haya en él ningún problema de orden epistemológico. No cabe duda de que la obra subraya lo difícil que es conocer la verdad, así como comunicarla o difundirla. Debido a esta dificultad, la vida es un «intrincado laberinto» en que andan confusos los hombres. «Dios lo remedie», dice don Quijote en una ocasión, «que todo este mundo es máquinas y trazas contrarias unas de otras. Yo no puedo más […]».27 Pero la dificultad está en el plano de la moral, no en el de los sentidos. La dificultad que hay en alcanzar la verdad se debe a la arrogancia, al engreimiento, al egoísmo, a la frivolidad, a la cólera, a la grosería, a la intolerancia y al entremetimiento de los hombres; todo lo cual falsea la verdad de tal manera que todos debemos, como don Quijote, «rogar a Nuestro Señor muy de veras que nos libre de malos hechiceros y de malos encantadores». Pero primero es menester estar seguros de que no nos estamos burlando con el alma. El bien y el mal forman la urdimbre y trama de la vida humana; aun los hombres vanidosos y disparatados tienen algo de bueno, que requiere que se les trate con simpatía y comedimiento; no nos metamos donde no nos llaman para no despeñarnos por la cuesta de la locura.

En resumen, la realidad no es ambigua; el mundo es razonable de suyo; sin embargo, reina en todo él la discordia del campo de Agramante, puesto que los hombres son muy propensos a falsear la verdad cuando creen que esto les conviene. Que el mundo es, en efecto, el campo de Agramante, formado de «máquinas y trazas contrarias unas de otras», lo sabemos, por desgracia, muy bien hoy día; y este desconcierto la filosofía del idealismo ni nos lo explica ni nos prepara para superarlo. Si no hubiera más que esto, creo que el Quijote sería una obra desconsoladora. Pero hay algo más: hay una realidad, la última de todas, que no es fácil de falsear; y es muy consolador el que nos sea difícil a los hombres burlarnos con el alma a la hora de la muerte.

(*) Alexander A. Parker, «El concepto de la verdad en el Quijote», en Revista de Filología Española, 32 (1948), pp. 287-305. volver

(1) El pensamiento de Cervantes, Madrid: Hernando, 1925, pp. 81-83, 88, 124, 140-142, 331, 336, 357.

(2) Quijote, I, 25.

(3) II, 50.

(4) II, 56.

(5) II, 44.

(6) II, 33.

(7) II, 35.

(8) II, 70.

(9) II, 31.

(10) I, 45.

(11) II, 3.

(12) II, 14.

(13) II, 16.

(14) II, 15.

(15) I, 5.

(16)

«De mí sé decir que, después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos, y aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula como loco, pienso por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo, y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días, verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra… Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho» (I, 50).

(17) II, 17.

(18) Creo que no se ha dado al concepto de discreción toda la importancia que merece. Aunque ya en la época de Cervantes había llegado a significar cosas diversas es necesario tener siempre en cuenta el sentido primero para comprender las ideas morales de los españoles de aquel tiempo. Véase el estudio valioso de Margaret J. Bates, «Discreción» in the Works of Cervantes: A Semantic Study (Washington: The Catholic University of America Press, 1945). He hecho un estudio del desarrollo del concepto de la discreción desde la época patrística hasta Calderón en un apéndice a mi edición del auto calderoniano No hay más fortuna que Dios, que publicará dentro de poco la Manchester University Press [A. A. Parker (ed.), Pedro Calderón de la Barca, No hay más fortuna que Dios, Manchester: Manchester University Press, 1949].

(19) Cuando no hay posibilidad de alcanzar fama, don Quijote no es temerario, sino «discreto». Sancho le increpa por haberle desamparado en la aventura del rebuzno: «No huye el que se retira, respondió don Quijote; porque has de saber, Sancho, que la valentía, que no se funda sobre la base de la prudencia, se llama temeridad; y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna, que a su ánimo» (II, 28).

(20) II, 66.

(21) II, 49. También demuestra Sancho cierta sabiduría práctica relacionada con el tema que venimos estudiando, cuando al enterar a su mujer de su nombramiento como gobernador le escribe: «No dirás desto nada a nadie, porque pon lo tuyo en concejo, y unos dirán que es blanco y otros que es negro» (II, 36). Hay que recatarse con cierta cautela de la malicia de los hombres, doctrina que llevará al extremo de lo antisocial la moral de Gracián.

(22) I, 49.

(23) II, 31.

(24) Este paralelismo —la repetición en la segunda parte de un incidente de la primera: la misma acusación y el mismo consejo, pero con un cambio en el rango moral de los acusadores, y, por tanto, del acusado— me parece tan importante para el estudio de la arquitectura del Quijote como para su interpretación. No sé si algún crítico ha reparado ya en él. No creo que sea demasiado caprichoso ver una extensión de este paralelismo en el hecho de que, después de la conversación con el Canónigo, ve don Quijote una imagen de la Virgen, que no reconoce y que le lleva a portarse de la manera más desatinada; mientras que después de la conversación con el eclesiástico (aunque, por cierto, con un intervalo más largo), encuentra las imágenes de los cuatro santos, que esta vez reconoce, y que le llevan a un acto de humildad, y, en cierto sentido, de contrición. Combinados estos cuatro incidentes, marcan los dos primeros el descenso moral de don Quijote y los dos segundos su ascenso, constituyendo así cada par un elemento integrante en el paralelismo general de las dos partes.

(25) II, 62.

(26) II, 16.

(27) II, 29.