Pedro Salinas "El polvo y los nombres"

Mucha y hermosísima extensión de la española, es tierra polvorienta. Para el esperanzado que aguarda llegada, el polvo es paraninfo: si se levanta, en el camino por donde los ojos atienden al advenimiento del viajero, es que ésta ya se acerca. Y en el momento del apartarse, cumpliendo función pareja a aquella de la hora del ajuntar, cuando ya ni los ojos se vean ni las voces se oigan, un jirón de polvo, alzado en el horizonte de la ida, no lo mueven —parece— ni cascos de bestia, ni ruedas de carruaje, sino la voluntad de adiós del caminante que se marcha, y que lo agita, pañuelo último, al viento.

Todos, gente de verdad y gente fingida, héroes de carne y de letra, en la España del xvi y el xvii, nacieron, se diría, fadados al caminar. Con sus barajas marcadas en la faltriquera, aprendices aventajados de tafurería, los mozos de la picaresca; recatadas en sus carros, a tumbos, bajo un sol de justicia, monjas fundadoras; gran fieltro de viaje en la cabeza, botas de baqueta, cabalgando arrogante el caballero que va con pretensión de hábito, a la corte; llevándose tras sí todos los ojos de las mozas, por su buen ver, ese doncel, que no lo es, sino ultrajada damisela, que corre, disfrazada, tras el ladrón de su honra; pastores con carga de penas y desdenes, arrumbados a la cueva de la hechicera, que les haga elixir de enamorar; traficantes castellanos, que bajan a las moraledas de Murcia, a traerse sedas. Y hasta la más extraña de las parejas, el sabio y el inocente, los que persiguen la luz del conocimiento, Critilo y Andrenio, corren mundo y se manchan de polvo, no de los libros, sino de las rutas de la tierra. Todos, andarines, jinetes, van y vienen con sus mercancías, y a sus negocios, celestiales o terrenales. Quiénes, a salvar almas con rosario a la cintura; quiénes, a jugárselas, o a perderlas, salteando por dinero, o desgarrándose del hogar paterno, por pasión de malos amores.

Si don Quijote de la Mancha, nuestro mejor diamante, recoge todas las luces de lo español, y las devuelve por esos mundos, en destellos de sin igual limpieza, será quizá por haber andado siempre al sol y al aire, al polvo de su tierra. Novela de polvo, lo sintió Flaubert, que jamás pisara suelo español, moviéndose entre los renglones, al andar de los personajes. Un episodio hay en el libro, donde el polvo llega a suma significación poética. Es el de los rebaños, tomados por ejércitos.

Materia del poema

Lo primero que ve el caballero es que por la llanura venía hacia ellos «una grande y espesa polvareda». En el acto lo tiene por don de la fortuna: su sed heroica le hace presentir fuente de aventuras en todo lo que vislumbra. Sancho, que no ve sino una y luego otra nube de polvo por el lado opuesto, está un tanto incrédulo. Lo que aconseja la experiencia al hombre que, como él, se fía para vivir, primariamente, del testimonio de los sentidos, es aguardar a que las polvaredas se acerquen; y entonces los ojos dirán, con conocimiento de causa, lo que tras ellas se oculta. Pero don Quijote se guía por otra facultad, la que no espera dictamen final de los sentidos: la fantasía, que apenas otea algo en la lejanía, se dispara hacia ello, y arrojándose sobre su forma vaga la infunde significación y la preña de soñada realidad. Porque para él las apariencias del mundo todas tienen su porqué: ninguna hay vacía.

A aquel árbol que mueve la hoja

algo se le antoja,

había dicho un exquisito poeta. Así siente don Quijote. Todo lo que asoma a la mirada, entre cielo y tierra, raro será que no tenga signo y no lleve su querencia. ¿Polvareda a la vista? Magna aventura en puerta, dice don Quijote. Y de aquella masa de polvo se apodera su imaginación, afanosa de sacar de sus indecisos contornos rasgos precisos; de erigir un mundo heroico en su aparente vacuidad.

Aun la niebla tiene líneas y se esculpe

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esculpamos, pues, la niebla.

Si el tiempo funcionara al revés, lo cual no estaría mal después de todo, diríase que don Quijote prestó oídos a este consejo de su gran secuaz, Unamuno. Polvo y niebla se asemejan, a los ojos, en alzarse en la atmósfera, cual vagas masas flotantes, coberturas confusas de algo que no se sabe, que se cela bajo sus mantos. Y don Quijote, en esta aventura, esculpe con su imaginación en el menor y más pobre, hermano seco de la niebla, en el polvo, inventando allí un magnífico friso épico, uno de los grandes sucesos que su anhelo de gloria le pide. El polvo es la materia de su poemática invención. En las dos polvaredas opuestas, que nada dejan ver de lo que las causa, descubre don Quijote dos grandes ejércitos arrostrados. «Toda es cuajada de un copiosísimo ejército», dice. Pero ¿cómo convencer a Sancho, convencerse él, convencer al lector, de esa verdad de su alma? Afirmándola por la palabra, creándola, por virtud del verbo: modelando allí, a golpe de nombres, figuras y tropeles guerreros.

Dos ejércitos son, asevera don Quijote. Van a pelear. Y para su alma noble, cualquier pugna, cualquier ejército, lucha siempre por el bien o contra él, son mesnadas de la justicia o del dolo: su esfuerzo está siempre al servicio de un ideal. Por consiguiente, no cabe neutralidad posible. Su deber, dice a Sancho, es alistarse con los menesterosos y desvalidos en este, de seguro, memorable encuentro que se acerca con el aproximarse de las dos polvaredas. Porque este loco tiene la suma locura de no hacerse el loco ante la violencia y la opresión de los hombres —a diferencia de los cuerdos de ayer y de hoy—; y se va, más y mayor locura, no con los que ofrecen promesa de ganancia, sino con los que llevan las de perder. Él, su fuerte brazo, variará las desigualdades de la lucha, y les hará triunfar.

Iluminado don Quijote de heroico entusiasmo, empieza su discurso sobre los ejércitos que ve en la polvareda; como primera chispa de la gran lumbre que empieza a nacer ante nuestra pasmada atención, salta el primer nombre que don Quijote da al adalid del ejército adverso: «este que viene por nuestra frente le conduce y guía el gran emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana». Empieza la doble aventura: el polvo se va a poblar de nombres. En su vaga, blanda masa, que todo lo acepta, el caballero inicia la obra prodigiosa de las palabras. Usándolas a manera de recurso mágico. Sabido es que el lenguaje tiene una época de actividad mágica. «Las estructuras verbales aparecen como entidades míticas, dotadas de ciertos poderes, y la palabra se convierte en una fuerza primaria en la que se originan ser y hacer», dice Cassirer. Si este estado mágico del idioma es luego dominado por el conceptual y racional, sobrevive siempre en muchos vocablos que usamos el antiguo misterioso poder: recuérdese la mujer, en el ejemplo de Vendryes, que siente aliviársele su dolor de cabeza cuando el doctor lo califica de cefalalgia.

Don Quijote, alma pura y primitiva, tiene confianza en la palabra, en su poder de realizar. Y ahora se va a poner a palabrar, ejercitando la lengua como «una técnica del deseo».

Esta feliz expresión de H. Delacroix condensa su idea de que hablar es, a veces, «asegurar al deseo su realización por los medios nacidos del mismo deseo». Explica esto el íntimo origen de este soberbio discurso que se nos vendrá encima, de labios de don Quijote. Puesto que él desea, con toda su alma, que tras el polvo haya, impacientes de victoria, dos huestes, lo que hay que hacer es llenar los ingentes mundos de polvo, de vocablos, de nombres, exponer a los guerreros ante los ojos y oídos asombrados de su escudero y de su lector. De esa manera, el caos, polvo sin formas, se hará mundo, mundo de heroicos ademanes. Que también esa función, convertir en mundo lo caótico, es propia, según los filólogos, del lenguaje, del habla divina.

El altillo

Ahí la tenemos, ya presto a ponerle nombres al polvo. ¿Pero semejante voluntad, no es idéntica a la del poeta? Carlyle tiene dicho que toda la poesía es poner nombres. Don Quijote, pues, se halla, ahora, en trance de poeta. Va a poetizar, a crear algo por medio del verbo inspirado. Lo cual ayuda a entender la frase que dirige a su escudero: «Retirémonos a aquel altillo que allí se hace desde donde se deben descubrir los dos ejércitos».

Le es al poeta necesario, primero, retirarse, recogerse, aunque sólo sea como se recogen los músculos del felino, para saltar mejor sobre su presa. La poesía y su lenguaje son asunto de nivel. Y luego, cambiar de nivel. El poeta es un hombre como todos, sí, cuando va y viene por el mundo de todos. Pero que se le anuncie el afán de poetizar, y habrá de separarse, alzándose de sus prójimos. Lo poético siempre ha llevado connotación de altura. En un monte de la Fócida se entronizan Apolo y las Musas. El soplo divino de la altura viene. Por lo que tiene lo poético de celestial, no se le puede esperar más que de arriba. Y por eso, nivel de poeta es nivel superior al común: no por arrogancia sino por obligación profesional. Don Quijote lo dice: allí se verán mejor los ejércitos. El poeta verá mejor cómo se despliega su poema en el futuro, elevándose sobre el nivel común de la vista. Y lo mismo ocurre con su lengua: siendo la poética la de todo el mundo, cuando la usa el poeta se cierne, pasa a otro nivel de tensión, que no es el de conversar o el enseñar.

En este pasaje cervantino, el concepto tan purpúreo, tan coturnado, tan altivo, de la inspiración, se enrosa de humildad y gracia, cuando don Quijote lo llama altillo. Porque para mí el caballero sube al altillo como el poeta al nivel de su inspiración; se hace así poeta que, ya trepado a esa altura, ve con claridad —puesto que sabemos hoy que la inspiración no ciega ni deslumbra con su raudal, sino que aclara y define— y siente que le afluyen a los labios las divinas palabras, los nombres de las gentes y las cosas, que ya brotan el poema.

El poema: los nombres

Este discurso poético de don Quijote ante el polvo tiene dos partes. En la primera se contrae a cantar nombres y títulos de caudillos de ambos bandos. En la segunda, a enumerar las distintas tropas que les siguen, las masas soldadescas.

Ya desde el capítulo primero de la novela hemos visto al hidalgo sirviéndose del nombrar, como de mágico utensilio de metamorfosis. Su paso de un mundo a otro, del lugar incógnito de la Mancha al universo de la fama, lo da por el puente del nombre que se pone: don Quijote de la Mancha.

Halla corcel adecuado para la empresa heroica, en un rocín viejo y huesudo, sin más que ponerle encima un apelativo sonoro y significativo: Rocinante. Y cuando se echa en recuesta de una dama de sus pensamientos y quereres, no buscará a la tal princesa por castillos ni cortes; es más, no correrá tras la persona, que lo que busca es un nombre, nada más que un nombre; en cuanto haya dado con él, Dulcinea del Toboso, que también corresponde a su sueño, ya puede la presunta titular de carne hueso hacer con ellos lo que le plazca, seguir invisible e incógnita: en su nombre es donde su enamorado la vive. Hasta de nombres sale armado: porque su morrión, que de eso no pasa, con cuatro remiendos que le pone, se cree autorizado a llamarlo celada, lo cual ya es bastante defensa.

También ahora, en el altillo, va a vivirse por arte del nombrar. Nombres estos que lanza al aire, dudosos y ambiguos. Cervantes, en ellos, vuelve a su estilo de la doblez de visión, de las realidades cruzadas, y que se desfiguran una a otra. Adelanto ya mi idea de que algunos de ellos son parodias mínimas, células de lo paródico, repitiendo así, en reducido, la intención confesada de la novela: burlarse de la caballería; y en su interior se representa el tema mismo del Quijote, la comedia trágica del despropósito, de lo dispar o el disparate. Examinemos algunas.

La primera, Alifanfarón: es un solo compuesto vocablo, dos factores se oponen y el uno ridiculiza, deshace al otro. Alí es corriente nombre árabe, que lo fue de héroes de novela, sin sombra de burla; pero al juntarlo al segundo miembro de la composición, el fanfarón, queda deformado y el tipo del adalid árabe desciende, por la vertiente humorística, a un adefesio finchado y vanaglorioso, a un Alí de burla. Otro es Pentapolín, de resonancias etimológicas ilustres. Bien podría ser señor de las cinco villas, poderoso y respetable, sin ningún resón de chanza; pero el diminutivo, ese modo de acabar con la altilocuencia de las cuatro primeras sílabas, en punta o rabo, achica al caballero de la grandeza que le confería el quíntuple señorío; como si se diera a entender que es poco, mínimo señor para tanta villa.

Otras veces los nombres imponen, por su largueza silábica y su magnificencia fonética: Micocolembo, Bandabarbarán. En ambos casos la retumbancia se apodera del oído. Sólo que dentro del primero, haciéndole fisgas, poniéndola en ridículo, están las dos sílabas iniciales, mico, actuando, en efecto, como un simio que con sus visajes se burla de la palabra en que se halla. El segundo nombre no usa más vocal que la a; el juego aliterativo a base de ella, y la consonante b, que aparece tres veces, con su pompa de oclusiva labial, da una sensación de majestad, de entereza, de noble señor; pero la alusión a barbarie, tan graciosamente usada como si fuese una forma verbal en futuro —barbarán— de no existente verbo, es la zancadilla en que tropieza para caer en lo cómico. Sonoro tetrasílabo con la elegante terminación aguda en én, es otro: Alfeñiquén. Por la hábil variedad de sonidos, elevación con que lo abre la primera sílaba, rotundidad con que lo cierra la última, satisfaría al oído por completo, como cumpliendo a un altivo capitán; pero es la significación, la mención de la pasta de azúcar, de la persona melindrosa que aparece hecha con ella, la que derrota miserablemente la arrogancia sonora, el orgullo de la fonética. Los dos valores del idioma: el sensual y el conceptual, aquí libran breve guerra civil. Como en casi todos esos ejemplos, una parte de la palabra sabotea el propósito de la otra.

Por si fuera poco, muchas veces añade don Quijote, al nombre propio, un mote, según el uso de las novelas de caballerías, de origen o de cualidad. Por ejemplo, Alifanfarón es señor de Trapobana. El nombre lo era en el siglo xvi de una isla de veras, la de Ceilán. Y no obstante, no hace falta saberlo y más vale ignorarlo para la intención de Cervantes, porque lo que prevalece en nuestra impresión es un mixto y cómico efecto de trapería y vanidad, de muñeco que completa a maravilla el ya anticipado en el nombre propio. Al famoso Brandabarbarán le cuelga un de Boliche. ¡Brandabarbarán de Boliche! Terrible condena: el personaje es arrastrado al fondo del ridículo, porque se le ata al nombre ese diminutivo despectivo de bola, un boliche, remate de mueble cama o silla, o término de juego, enemigo de toda idea de grandeza y terribilidad. Hasta las letras de los escudos de tales caballeros les hacen morir del mismo mal. Como la dama de Timonel de Carcajona se llama Miaulina, el escudo ostenta un gato de oro, con el mote Miau.

Cervantes se burla, sin duda. En otros lugares de la novela se entrega al mismo tipo de regocijo, forjando nombres de comicidad: Caraculiambro, la hechicera Mentironiana, la princesa Antonomasia, el caballero Paralipomenón de las Tres Estrellas, Micomicón y Micomicona. Y sin embargo, en la nomenclatura del mundo caballeresco no es nada difícil hallar nombres, puestos en serio, y con la misma descarga de involuntarias asociaciones cómicas por su extrañeza o petulancia sonora: ¿esa Pintiquinestra, de Amadís, ese don Cirongilio de Tracia, no valdrían como modelos, en serio, de estos otros nombres paródicos? También aquí Cervantes nada entre las aguas de la seriedad y de la burla, aficionado ferviente al barroco mar de la ambigüedad.

Pero de todos modos, y eso es lo importante, lo que Cervantes consuma en los nombres de esos paladines de la polvareda es operación hermana de esa a que tiene sometido a su héroe, a lo largo de la novela. Ponerle en facha heroica, encumbrarle a estado de figura gallarda y valerosa, y al instante mismo, dejar que una ventolera del gran viento irónico que no cesa de correr por la novela lo eche por tierra como a un muñeco de papel, rematando en derrota y escarnio la soñada caballería. En estos nombres, igual que en minúsculos escenarios de unas sílabas, se representa en pequeño la tragedia mayor del libro. Don Quijote o Brandabarbarán arrancan, todo fuego y arrogancia; pero éste se encuentra de pronto con su de Boliche, el otro con las piedras de los galeotes, y acaban ambos entre befas la acción que empezaron para ganarse admiración. Cada nombre es una aventurilla; los antagonistas, sílabas contra sílabas, fonética contra significado. Revelan lo misteriosamente unido que se hallan en la gran novela la totalidad de la concepción y estos aparentemente leves detalles como la caprichosa composición de un nombre. Destino es el del héroe fatalmente cómico-heroico; la naturaleza de estos apelativos es asimismo cómico-heroica, en buscada convivencia de opuestos.

Interminable tejer y destejer, la ironía, el telar: los paladines son y no son; don Quijote los nombra, les da vida, nacen a los ojos de nuestra imaginación, y en el mismo aliento con que los denomina, se derrumban en lo ridículo. La poesía con que puebla don Quijote la gran nube de polvo viene del mismo numen que a Cervantes le anima en su poesía, la que derrama por todo el libro. Ambigua y oscilante, que da y en el momento quita, que tiene al alma en un hilo, entre creencia, sonrisa y melancolía.

¿Quién podría dejar de ver aquí, en este pasaje, una de las virtudes del genio cervantino, la del divino juego? Aquí le tenemos, entregado, dentro del gran deportarse en la invención total de la novela, a estos retozos menores, a este arrojar palabras llenas de pompa y colorines por el aire para que nos deleiten los ojos y luego se hagan trizas al caer, con un chasquido cómico. Fray Luis de Granada decía hermosamente que el deleite hace las obras. Leyendo el Quijote se verá, sí, al hombre que piensa, al Cervantes pensativo de Ortega y Gasset, de Castro, al abrumado de tristes experiencias de muchos años; pero hay que reclamar un sitio para ese Cervantes gozándose en los puros juegos del inventar divirtiéndose, al recreo incomparable de sacar de las palabras, las altas alegrías, inocentes siempre, de la poesía.

La tristeza del positivismo

Deuda de mucha cuantía tenemos los lectores del Quijote con Rodríguez Marín. Él ha puesto en claro la letra de Cervantes, acaso mejor que nadie. Pero hoy, algunos, por lo menos, diferimos, sin falta de respeto a su memoria, en lo tocante a elucidaciones del espíritu del libro. Este episodio —y por eso traigo aquí la objeción, por lo que me parece que tiene de valor general— es ejemplo palmario de la cortedad de la interpretación realista, positivista, de una obra poética. Vio don Francisco en nuestra aventura, y en esos nombres, rebozadas alusiones de Cervantes a personajes de fuste de su época, a los que ponía, solapadamente, en ridículo. En las notas al capítulo XVIII y en el apéndice XIV de su edición póstuma se da no poca pena, con su saber e ingenio, para identificar a Pentapolín y a Timonel de Carcajona con ciertos conocidos señorones de su tiempo, duques los dos. El intento plantea gravísima cuestión en la que se juzga no poco, entre otras cosas, la calidad de alma de Cervantes. Si Rodríguez Marín tiene razón, sería hombre de condición cautelosa y vindicativa, que hasta en un vuelo de su imaginación creadora recuerda ojerizas o agravios, y se venga de ellos, por malos rodeos. Y la creación poética estaría siempre lastrada, conforme a eso, de minucias tristes, sin que su arrebato sirva al poeta para librarse de lo que tiene de más pequeñamente humano. No lo puedo sentir así: veo a Cervantes jugando por estos renglones, poetizando resueltamente, con su poesía, empapada de humorismo superior, no de maledicencias. Inventa figurillas, les da un papirotazo, erige otras, como un padre, rodeado de nosotros, sus hijos, a los que divierte, entregado al puro gusto, muy arriba de chismes rateros. Es el poeta en ejercicio de su alma genial e infantil, y no el encubierto rencoroso, que tira la piedra y esconde la mano. No cabe aquí transacción: o se busca en los archivos y en las gacetillas del tiempo, letra muerta con qué rebajar a un poeta; o se le sigue en su propia letra viva, continuamente, entregada el alma a las invenciones sin baja malicia de su espíritu. Sí, Cervantes casi siempre dice las cosas con segunda: pero la segunda que hay que encontrarle, es de primera.

La enumeración y lo que descubre

No se cansa el caballero de crear, por magia de las palabras, las dos huestes enemigas, nombrando y más nombrando. «Y de esta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y otro escuadrón, que él se imagina…» Pero a la mitad de su discurso introduce una variante, acaso para evitar la monotonía, pero que descubre, a mi juicio, hondo horizonte estético. Ha estado hasta aquí enumerando jefes, caballeros ilustres de las dos mesnadas; ahora evocará grupos de soldados, las masas anónimas. Completa así el cuadro de la batalla inminente. Porque sólo cobra pleno sentido la figura del individuo capitán si se la ve apoyada en el bulto de la tropa que le sigue. Cervantes, ut pictura poesis, pinta a brochazos grotescos los personajes principales, y luego aboceta firmemente los grupos que les hacen fondo. Ahora la burla desaparece. Esta segunda enumeración está basada en los nombres de nación de cada tropa de soldados, y las cualidades poetizadas de sus tierras de origen. «Aquí están los que beben las dulces aguas del famoso Xanto», dice por los troyanos; «los que pisan los montuosos masílicos campos», refiriéndose a los masilienses; «los que criban el finísimo y menudo oro en la Felice Arabia». Después, cuando ha terminado con las razas y pueblos remotos o exóticos, medos, etíopes, númidas, acerca su atención a los de la casa ibérica. Aparecen «los que beben las corrientes del olivífero Betis…; los que pisan los tartesios campos…; los que se alegran en los elíseos jerezanos prados…». Y luego, manchegos, montañeses del Pirineo, hasta que, por fin, saltándoselo, mienta a «cuantos todos la Europa en sí contiene y encierra».

No se sienta esta lista como inventario, más o menos cansado, para desplegar su conocimiento de gentes y naciones, retóricamente. El propósito es otro. Aquí actúa la palabra, también mágicamente, a modo de conjuradora. Estudiando la enumeración en un poeta moderno, Walt Whitman, dice Leo Spitzer que su poesía enumerativa consiste en «vocativos conjugadores de mago». Aunque Cervantes no procede, gramaticalmente, por vocativos, al nombrar a estas gentes, las llama, las convoca a que se hagan presentes, allí, delante de su deseo, a que vayan poblando con más y más muchedumbre el polvo famoso. Quiere Cervantes que el lector se asombre de las multitudes que llegan, y así comenta: «Válame Dios y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza, los atributos que le pertenecían». Pero si decir es inventar, quehacer de poeta, si nombrar es crear, las provincias que dice, las naciones que nombra, están enviando a la polvareda castellana sus hombres por centenares, para poblarla, para convertir el polvo en humanidad. Y esa presteza con que los califica es, no facilidad de sabio, sino acierto repentino del poeta en su altillo, a cuya mente acude, ya hechos ritmos poéticos («las dulces aguas del famoso Xanto», «los montuosos masílicos campos»), el acierto calificativo, puros destellos.

Don Quijote habla como demiurgo: conjura, por virtud de la palabra, a la vida. Es el pasaje a modo de letanía; sus frases, versículos, con relumbres de poema, enumeración con antiguos precedentes, la Biblia, Homero, Virgilio. Pero es menester no quedarse en la interpretación encimera de este recurso enumerativo, tal y como lo usa don Quijote, teniéndolo no más que por alarde de estilo y retórica complacencia del autor. No: el alcance de la enumeración se aproxima más, creo, al designio de ciertas tiradas enumerativas modernas; observemos que está puesta en boca del personaje, no en pluma del autor que escribe, hablada, proclamada, gritada a los cuatro vientos. Supera la simple intención descriptiva, representativa, y se asimila al llamamiento invocatorio, conjurador.

Lo que don Quijote quiere no es que nadie se represente lo que él ve, sino que sea, que esté allí, que los héroes y sus huestes, obedientes a su palabra mágica, que a todo da vida, vengan a vivir a la polvareda. Su enumerar ni es embriaguez de retórico, ni pincelada de pintor: tiene un propósito rigurosamente vital: conquistar un espacio del mundo, para unas criaturas suyas.

Los dos espacios

En su imaginación tiene don Quijote visibles, en pie, vivos, a los héroes cabeceros y a las mesnadas de estos dos bandos, a los Alifanfarones y Espatofilardos, a los númidas y a los andaluces. Existen, en lo que llamaría su espacio psíquico, los senos de su alma. Pero si don Quijote corre mundos, es porque anhela realizar las visiones de su interior, dar cuerpo a sus fantasmagorías. Toda realidad que se le ponga por delante, venta o moza del partido, la usará como materia dócil donde corporeizar las figuras de su imaginación, el castillo o las castellanas. Ninguna apariencia de lo real más vaga, más blanda, más indecisa —y por consiguiente más apta a decir de ella lo que se quiera— que las polvaredas de la llanura manchega. Sin forma concreta, variando de contornos a cada instante, en ella cabrán todas las formas que vaya forjando la empeñada fantasía. En cuanto la ve, don Quijote echa mano de la enumeración para ganar espacio; al nombrar a los caballeros y sus tropas, al traerlos así a la vida, cada cual trae con el espacio que supone la existencia de un ser, su aire, su contorno vital. Es decir, la enumeración vitalizadora de los enumerados supone inevitablemente la idea de un espacio en que se mueven, la conquista de un ámbito.

Muy curioso es el problema de espacio y tiempo, en el lenguaje. Muchas palabras tuvieron primitivamente un sentido espacial, luego olvidado, pero que de cuando en cuando se percibe latente, detrás. Bergson cree que casi todas las formas verbales con que designamos lo temporal tuvieron en su origen sentido espacial. «Nuestro intelecto —dice W. M. Urban— está equipado para lidiar primeramente con el espacio y en este medio se mueve con más soltura.»

Por eso el lenguaje se espacializa, y en tanto que representa la realidad tiende a ser espacial. Así, en el discurso conjurador de don Quijote la enumeración es procedimiento de tipo temporal: se desarrolla por una secuencia de elementos, que se presentan en sucesión como las notas; pero tal proceso repetitivo, desenvuelto en el tiempo, se transforma, por esa mixta naturaleza espacio-temporal de la lengua, en extensivo, de temporal en espacial. Tantos tipos, tanta gente, tanto pueblo de tres continentes como acuden a la voz del caballero que los tiene dentro, al ser ellos creados por conjuro de don Quijote se crean sus espacios. ¿Sería posible ni verlos ni imaginarlos en el vacío, fuera del área, del ámbito propio de lo humano? Las palabras de don Quijote los trasportan a este mundo, los descargan en la polvareda, en ese suelo, y conforme llegan unos tras otros, en segundos sucesivos por la vía del tiempo, van colocándose, va surgiendo en torno de ellos una extensión, un ambiente vital. Según Shakespeare, es esa función incumbente al poeta:

Turns them to shape and gives to airy nothing

A local habitation and a name.

Esa aérea nada, o casi nada, puras partículas de tierra flotando, es el polvo. El nombrar caballeros y hombres de a pie es darles forma. Y la enumeración es abrirles sitio, suministrarles habitáculo, lugar. Lo temporal se ha vuelto espacial. Y se vislumbra la verdadera magia del proceder enumerativo, que es lo que cuadra al ansia constante de don Quijote en esta y demás aventuras: conquistar un espacio físico para lo que lleva dentro, para su espacio psíquico. Tiene él la cabeza rebosante de visiones perfectamente delineadas en su fantasía. Pero su enorme hazaña es trasladarlas de su precario estado, dentro de esos psíquicos mundos, a firme condición, real, en el mundo exterior. Es decir, volver un espacio psíquico en otro físico. ¿Con qué hacerlo? ¿Con qué mejor que con lo que llamó Delacroix técnica del deseo, el lenguaje, y dentro del lenguaje, con un procedimiento poético, la enumeración? A cada frase, a cada nombre, de los que le salen a don Quijote de la fantasía, y le pasan por los labios, y cobran vida real, sonora, en el tiempo, va ganándose otro retazo de espacio físico, que se ensancha y se ensancha, cuantos más llegan a poblar la polvareda. El suelo de verdad que anhela dar a sus criaturas de su sueño, se amplía, a medida de su querer, tan sólo con añadir más versículos a su conjuradora letanía. El pobre Sancho nada ve y se mesa los cabellos. No importa. Cada cual ve poco más de lo que lleva dentro. Y llega el acto final de la aventura.

Vivirse en la creación

Ya están completos, repletas sus filas, a la cabeza los adalides, ambos escuadrones, el de los buenos y el de los malos, según la dialéctica quijotesca. Se arrostran y tiemblan de impaciencia —la del alma del hidalgo manchego— por embestirse. Invenciones son de su palabra, obra todo —ellos, el campo de batalla— de su inspiración de poeta, lograda sin más materia que dos nubarrones de polvo. Existen porque mentarles es darles vida. Ahora queda la maravillosa coronación de la hazaña: lanzarse a ese mundo de su propia creación, que rebota, llamándole, sobre su propio creador. Porque don Quijote no lo ha creado para contemplarlo, sino para vivirlo. Todo poeta se cree, fatalmente, la verdad de lo que inventa. Mientras lo está creando, lo está creyendo como su plena, su absoluta verdad, aunque luego se llame ficción o poesía. Don Quijote acaba de fabricar su mundo, su poema, lo tiene desplegado ante los ojos, en el polvo donde Sancho nunca lo verá.

Y ese mundo a su hechura y semejanza, lo llama; no desoirá la misteriosa voz. Los buenos van a dar batalla a los malos, y Pentapolín se encara con Alifanfarón. Sólo Sancho no entiende la perfecta lógica de lo que sigue. Don Quijote quiere hacerse uno con su creación, entrarse entre sus personajes, ir a la cabeza del ejército que acaba de poner en pie; en suma, vivirse de lo que ha inventado; ser, en su obra. «… déjame solo, que solo basto a dar la victoria a quien yo diere mi ayuda. Y diciendo esto puso las espuelas a Rocinante y puesta la lanza en ristre, bajó la costezuela de un rayo». Es, sin duda, la costezuela que Víctor Hugo veía cuando habló en verso inmortal de aquel que ya empezaba a descender por el otro lado del sueño.

Los encantadores del desencanto

No paran de trajinar por la novela cervantina los encantadores, como les dice don Quijote. Peculiar casta de encantadores, esa: su papel consiste en desencantar lo que el archiencantador, el único auténtico y no trapacista, el que encanta con toda su encantada alma, había encantado. Y por eso ahora resulta que alancea no fementidos paganos soberbios, sino mansas bestias, carneros y ovejuelas, los rebaños que levantaban todo aquel polvo. Los pastores acuden a sus armas, las hondas, y a muy poco, el caballero da con sus huesos en tierra, como casi siempre, maltrecho. Se escapan asustados los ovejeros, arreando sus ganados. Y, poco a poco, el polvo se disipa; la pulverizada tierra vuelve a descansar a su madre, la entera tierra solar. Limpísimo el aire. Todo vacío. Nada queda. Idos los dos ejércitos, los dos rebaños. Pero ¿que no queda nada? Responde un gran poeta de hoy, dando la clave de la aventura:

Final. Acaso nada.

Pero quedan los nombres.

Y con ellos, con los nombres de encantamiento, las palabras poéticas forjadas en la lumbre al rojo de la poesía, no pueden los malos encantadores, los desencantadores. Volteando sigue la rueda de la vida humana: encantar, desencantarse, volverse a encantar. Poesía que engaña, realidad que desengaña. Pero ¿y si fuera al revés? ¿Si durase más que los dos rebaños, aquellos que se cruzaron un día por tierras de la Mancha, las palabras iluminadas con que el poeta los transmutó en lucidos y copiosos ejércitos, en paladines cómico-heroicos?

Traslado

Así trabaja el poeta. La materia, la vida, la pura experiencia real, no pasan de ser, aunque se presenten como sólida masa, otra cosa que materia dócil donde él inserta su voluntad creadora, inventando formas del espíritu. No importan ellas; pura polvareda, desaparecerán: las circunstancias, las anécdotas, los pastores y sus rebaños; volverá ese polvo a su tierra. Ya ha cumplido su oficio. Sirvió para que el poeta lo preñara de ansia creadora, forjara en sus entrañas la nueva realidad, su criatura. En ellos quedó para siempre la huella de un amor. Y como dijo uno de los grandes líricos de la materia y sus destinos, cuando pensaba en las últimas defensas de su cuerpo, de sus huesos, deshaciéndose,

Polvo serán, mas polvo enamorado.

(*) Pedro Salinas, «El polvo y los nombres», en Ensayos de literatura hispánica. (Del Cantar de Mio Cid a García Lorca), ed. y pról. de Juan Marichal, Madrid: Aguilar, 1961 (1958), 2.ª ed., pp. 127-142.