Monique Joly "El erotismo en el Quijote: la voz femenina"

La espesa coraza simbólica que esconde el eros no es otra cosa que un sistema de pantallas conscientes o inconscientes que separan al deseo de su representación. Desde este punto de vista, toda literatura es erótica, como es erótico todo sueño.

Italo Calvino

Al anticipar que creo, con Italo Calvino,1 que toda literatura es erótica, no quiero dar a entender que me voy a situar, con este trabajo, fuera del campo señalado para este coloquio. Lo que sí me ha parecido conveniente resaltar desde el comienzo es que la faceta de la obra cervantina que voy a examinar no es el rico filón del juego con la ambigüedad y la alusión sexual, pese a la admiración que siento por quienes, en fechas próximas o remotas, nos han sabido llamar la atención sobre su presencia y mostrarnos cuán ciegos eran los que se negaban a reconocerla.2 La vía de aproximación que aquí me propongo seguir es otra. Lo que me interesa es examinar un aspecto poco atendido de la invención cervantina, poniendo de realce cómo el eros caballeresco, al convertirse en motor de la conducta de don Quijote frente a cualquier dama, repercute por lo riguroso de las exigencias cervantinas en materia de decoro, en la caracterización de los personajes femeninos de la novela, y singularmente en su caracterización verbal. Aclaro enseguida, para evitar todo posible riesgo de confusión, que las únicas mujeres que aquí me interesan son las que demuestran, momentáneamente o no, su aptitud o su falta de aptitud para dirigirle la palabra al caballero, y situarse, o negarse a situarse, en el terreno de sus sueños caballerescos. El personaje de Marcela, que tan perfecto dominio ostenta del arte de persuadir, cae por lo tanto fuera de mi campo de investigación.

Aunque me doy cuenta de que esto le va a suponer un esfuerzo al lector, los primeros ejemplos en los que me voy a apoyar para ilustrar lo que quiero decir al afirmar que la presencia del eros caballeresco repercute en la caracterización verbal de las mujeres del Quijote pertenecen a la segunda parte de la obra. El primero incluso figura en un episodio relativamente tardío de la novela, puesto que está sacado del capítulo LXII. Al proceder así, en lugar de ceñirme a una presentación más conforme al desarrollo de la obra y a su progresión, pienso ganar tiempo resaltando en seguida la complejidad del tema y sus paradojas.

He dicho que el primer ejemplo que voy a examinar está sacado del capítulo LXII de la segunda parte. Más concretamente, de las páginas en las que se refiere el complejo recibimiento que le está organizando a don Quijote don Antonio Moreno, «rico y discreto» caballero barcelonés. Este recibimiento es, al comienzo, asunto propio de un grupo exclusivamente masculino. Sólo tras varias páginas de texto, y luego de haberse mencionado incluso una comida que se celebra en casa de don Antonio, nos enteramos de que este caballero está casado. Como para compensar el olvido en que estuvo puesta su mujer en todo lo que precede, la atención se centra entonces en un «sarao de damas» en el que, frente a don Quijote, sólo encontraremos al grupo formado por esta señora y por sus invitadas. Pero en realidad, las únicas en destacarse de este grupo femenino son dos damas «de gusto pícaro y burlón» a cuyo propósito se agrega que «con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado». En esta presentación se advierte un claro eco de lo dicho a propósito del propio don Antonio cuando se nos anticipó al comienzo del capítulo que era «amigo de holgarse a lo honesto y afable», añadiéndose, por si quedaban dudas acerca de los fundamentos doctrinales de dicha indicación, que el tal don Antonio «viendo en su casa a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a plaza sus locuras; porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan si son con daño de tercero». Se advertirá sin embargo que, mientras a propósito de don Antonio lo normal era referirse juntamente a lo honesto y a lo afable de los pasatiempos que son de su agrado, por poco que se trate de mujeres y de su posible intervención en una burla, lo que se destaca es que, aunque «muy honestas», admite su honestidad un ligero margen de descompostura. Esta divergencia me parece cargada de sentido, sobre todo en un capítulo experimental en el que de lo que básicamente se trata, si se exceptúa el fragmento final en que visita don Quijote una imprenta, es de aportar ilustraciones a las programáticas declaraciones sobre la burla que hallamos al comienzo y que volvemos a encontrar, con la ya dicha variante, en el momento en que la atención se centra sobre el desarrollo de la fiesta organizada por las damas.

Con este tratamiento aparte que merecen las dos señoras «de gusto pícaro y burlón» han de relacionarse una serie de salvedades, precauciones y circunstancias atenuantes con las que vemos que está presentada no sólo su actuación, sino la de todo el grupo de mujeres al que pertenecen. Ya he destacado que el lector tarda en enterarse de que en casa de don Antonio hay una presencia femenina. Por otra parte, a diferencia de su marido, que capitanea el escuadrón de fuerzas masculinas, la mujer de don Antonio sólo alcanza a ser para nosotros un personaje en hueco. De en medio del grupo de sus invitadas surge en cambio un personaje dual cuya razón de ser parece corresponder a la voluntad del autor de repartir entre dos de las damas que asisten al sarao la responsabilidad de asumir deliberadamente un comportamiento lúdico un tanto escabroso. Si nos fijamos, por fin, en lo que es el objeto central del presente trabajo, quiero decir en la caracterización de una mujer por medio de las palabras que le oímos, sea porque se reproducen o porque se refieren, como otra circunstancia destinada a atenuar lo escabroso de la escena en que las dos damas requiebran a don Quijote, puede interpretarse el hecho de que nada se nos diga acerca de los términos empleados por ellas en sus requiebros. Está claro que este silencio es un silencio de la mímesis, no de la diégesis. De allí que sea bien distinto del que aflige al comienzo de la obra a unas mujeres que callan por no acertar a responder a cuanto les dice don Quijote, o bajo el efecto de la estupefacción e incluso del terror. En un capítulo que tiene, según he advertido, un marcado carácter experimental, esta censura del contenido de los requiebros de las dos señoras a las que don Quijote termina por conjurar con un exorcismo («¡Fugite, partes adversae!») es altamente significativa, sobre todo si tenemos presentes los conocidos comentarios de Cervantes sobre lo que conviene decir y lo que, en cambio, se ha de silenciar.

Para que no se crea que sólo en el contexto de una burla, y de una burla por encima tan abiertamente erótica como la anterior, pueden las exigencias del decoro explicar que sólo de un modo indirecto se nos informe de lo dicho por una voz femenina, acudiré al segundo de los dos ejemplos en los que indiqué más arriba que me iba a apoyar. Este segundo ejemplo no es sino el de las palabras de bienvenida con las que sabemos que doña Cristina, la mujer de don Diego de Miranda, saluda a don Quijote cuando éste llega a su casa (II, 18). La situación, más concretamente, es la siguiente: don Diego le pide a su esposa que con su «sólito agrado» reciba «al señor don Quijote de la Mancha […] andante caballero y el más valiente y el más discreto que tiene el mundo». «La señora, que doña Cristina se llamaba» —indica entonces el narrador— «le recibió con muestras de mucho amor y de mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció con asaz de discretas razones.» Aunque en su caso llegamos a saber cómo se llama, y aunque aparece mencionada desde el momento de la llegada de don Quijote a su casa, esta doña Cristina no es sino otro personaje en hueco de la novela. Sólo a través de lo dicho un poco más adelante por su hijo don Lorenzo, el poeta que tan destacado papel va en cambio a tener frente a don Quijote, nos enteramos de la sorpresa que le han producido tanto la extraña catadura de don Quijote, como las palabras de presentación de su marido («¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced nos ha traído a casa? Que el nombre, la figura, y el decir que es caballero andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos»). Aprovecho la observación para agregar que llama la atención que cuantos comentarios se hacen en la obra acerca de lo perplejos que quedan algunos de los que ven a don Quijote por primera vez se refieren siempre a unos personajes masculinos; sólo éstos entran con él, festivamente o en serio, en discusiones destinadas a averiguar, según estemos en la primera parte o en la segunda, cuál es el tipo de locura que le señorea, o si es cuerdo o loco de atar. Esto, precisamente, es lo que con singular relieve ocurre en el momento en que don Quijote se hospeda en casa de don Diego; mientras que el problema de averiguar quién es don Quijote se convierte en tema exclusivo de conversación entre el padre y el hijo, e incluso en apuesta para don Lorenzo, la señora doña Cristina está totalmente fuera de juego.

Pero, volviendo a nuestro punto de partida, hay un detalle que hoy al menos suele pasar inadvertido y que da, sin embargo, la clave de la omisión en el relato del saludo de bienvenida de esta señora y de la correspondiente respuesta de don Quijote. Entre lo que dice el narrador, cuando se sustituye su propia voz a la de los personajes, está la indicación de que a las «muestras de mucho amor y de mucha cortesía» de la dama, correspondió el caballero con «asaz de discretas y comedidas razones». Es clara la referencia a la fabla arcaizante, cuyo uso ha sido y seguirá siendo de rigor en los parlamentos que don Quijote dirige a una dama cuando se encuentra frente a ella por primera vez. Una muestra tan manifiesta de su locura desentonaría en el contexto de un capítulo en el que, luego del aberrante y divertidísimo saludo a las «tobosescas tinajas», que se apoya en una reminiscencia de Garcilaso, no resultaría procedente prodigar más señales de su locura, puesto que de lo que en él se trata es precisamente de que la interpretación de su conducta pueda presentárseles a los demás como un enigma. Vemos, pues, cómo el eros caballeresco influye directamente en situaciones en que a priori no estamos esperando que se manifieste su presencia.

Creo que lo dicho hasta ahora autoriza a detenernos en adelante sólo en lo más destacado de las particularidades con que el problema asoma en otros lugares de la obra, en los que sus resonancias son o parecen ser de captación más inmediata. Vemos de este modo que incluso al lector menos preparado no se le escapa el sentido de los sucesivos contrastes por medio de los cuales están respectivamente caracterizados el grupo femenino de las rameras que aciertan a estar de paso en una venta, al comienzo de la obra, y, por otra parte, la destacada figura del ventero socarrón. Es muy significativo que al comienzo al menos la única solución que se les ofrece a las mujeres que se encuentran confrontadas con las extrañas declaraciones de don Quijote es echarse a reír, o sea, acudir a una de las formas de la comunicación no verbal. El ventero en cambio, pasado el primer momento de dudas y expectación, no tarda en desenvolverse con el mayor desparpajo en el terreno de la burla verbal, según demuestra en particular su perfectísimo dominio de un lenguaje de doble filo, «à double entente».

En el resto del episodio, fuera de la breve réplica puesta en boca de aquella de las dos mujeres que le ciñe la espada al caballero («Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides»), resulta fácil observar el contrapunto de sus demás palabras, tales como se refieren, con el estilo caballeresco de su interlocutor («Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa»; «Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón de Toledo, que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya […]»).

El segundo encuentro del caballero manchego con una fermosa señora es el de la señora vizcaína, que también está dominado por el contraste entre el estupefacto y atemorizado silencio de la dama y la enrevesada locuacidad del escudero que viaja en su compañía. Es interesante observar a este propósito que, incluso cuando se expresa con torpeza y dice disparates, le está reservado a un personaje masculino intervenir en cierto sentido como mediador, contribuyendo a que la aventura no desemboque, sencillamente, en el callejón sin salida, novelísticamente hablando, de la incomunicación radical.

A quien claramente le corresponde este papel de mediador, varios capítulos más adelante, es a Sancho, cuando con su amo atravesado en el jumento llega a la venta en la que les va a atender un trío femenino compuesto de Maritornes, de la ventera y de su hija. Con estas tres mujeres, Sancho entabla enseguida un diálogo en el que consigue llevarlas a donde mejor le parece. Basta en cambio que don Quijote interfiera y se dirija a la ventera interpelándola como suele interpelar a una dama, para que se destaque analíticamente que las tres mujeres no se encuentran capacitadas para situarse en el mismo terreno que él, aunque —y esta indicación corresponde a una innovación de cierta trascendencia— no se les escapa que tiene un sentido globalmente erótico su prosopopéyica intervención:

Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las razones del andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego, aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimientos y requiebros, y como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanle y parecíales otro hombre de los que se usaban […]

No insistiré en el enorme poder de sugestión que tienen los callados esfuerzos de Maritornes por desasirse de las garras que la sujetan sin ser sentida de los demás ocupantes de la venta. Sólo mucho más adelante la encontramos, junto con la hija de la ventera (esta insistencia en llamar así a la joven es altamente intencionada), con el suficiente dominio de la situación que supone la organización de una burla. Me refiero a la que le gastan a don Quijote cuando le dejan colgado de un agujero del pajar de la venta (I, 43). Aunque hay un ligero alarde de virtuosismo en dos de las cuatro réplicas que las semidoncellas pronuncian en este episodio,3 su relativa parquedad no deja de entrar en contraste con los enfáticos parlamentos del caballero. Esto se observa sobre todo al final, cuando a modo de despedida lo único que se le ocurre decir a Maritornes es un lacónico «Ahora lo veremos» en el que parece advertirse un eco burlesco de la agresiva sentencia con la que Agrajes amenazaba a sus contendientes.4

Se me podrá objetar que esta burla nocturna, cuyas organizadoras se han tenido que apoyar hasta cierto punto en la ficción de un diálogo de amor pensado a estilo de los diálogos de amor caballerescos, es posterior a la intervención decisiva de Dorotea, cuando acepta desempeñar el papel de princesa Micomicona. Observaré que, precisamente, son notables las cortapisas puestas a lo que sería una perfecta actuación de su parte en una burla que, recordémoslo, está en su totalidad pensada por el cura. En los bordados que se le ocurre añadir, la discreta Dorotea tropieza y comete errores, encontrándose varias veces en la situación de verse socorrida por el cura, que en cierto sentido le sirve de apuntador. Ningún personaje masculino se encuentra nunca en situación tan desairada, aunque es cierto que no todos salen con cuanto se propusieron cuando toman la iniciativa de una burla, y que varios aprenden a su costa que a veces puede quedar burlado el burlador. Ahora bien, lo que señalan los fallos y tropiezos de Dorotea es otra cosa; más allá del efectismo de su fácil comicidad, están apuntando a una de las particularidades de la representación de lo femenino en Cervantes y a lo difícil, pero a lo fascinante que le resulta concebir que en una mujer hermosa puedan darse juntamente discreción y desenvoltura. Los fallos de Dorotea nos llevan a observar mejor que otro detalle cualquiera que el terreno de la burla, y singularmente el de la burla verbal, no está visto por Cervantes como un terreno en el que la mujer pueda situarse con la pericia de algunos de los protagonistas masculinos: la tosca y grosera, por ser tosca y grosera, y la discreta, noble y hermosa, porque se trata de un terreno demasiado escabroso para ella. Estos fallos son, en cierto sentido, la mejor garantía de que la discreta Dorotea es realmente discreta.

El personaje a cuyo propósito procuraré mostrar que presenta la misma paradójica heterogeneidad que Dorotea es el de Altisidora, tan descuidado hoy día por la crítica. Antes de terminar examinando lo que representa, quiero dedicar un breve comentario al lugar que en el panorama que estoy esbozando les corresponde, por un lado, a las tres aldeanas metamorfoseadas en damas por Sancho (II, 10) y, por otra parte, a la duquesa.

En lugar de optar, como en el caso de los primeros encuentros de don Quijote con unas mujeres toscas e ignorantes, por una solución que consiste en presentarlas atrincheradas en un silencio incomprensivo, roto apenas por unas prosaicas respuestas llenas de humildad, Cervantes exagera con intención la enormidad del tajo que en el terreno de la expresión verbal separa a don Quijote de las aldeanas. Incluso tiene la ocurrencia de presentar a Sancho no junto a las tres mujeres, sino al otro lado del tajo, y junto a don Quijote. No insisto en un contraste sobre el que disponemos de los conocidos comentarios de Auerbach.5 Sobre lo que en Cervantes significa el uso del sayagués y sobre el carácter singularmente estridente de este uso tanto en Los alcaldes de Daganzo como en el capítulo X de la segunda parte del Quijote, me permito remitir a un trabajo anterior en el que llegaba a la conclusión de que la fingida Dulcinea y sus acompañantes eran las mujeres que sufrían la degradación peor que puede encontrarse en la obra.6 Hoy incluso me atrevería a decir que de todos los personajes que le salen al encuentro al caballero ellas son las que quedan peor paradas.

Mi comentario sobre la duquesa es, como se comprende, de muy distinta índole. Quiero destacar que, desde el comienzo del larguísimo episodio de la segunda parte en que están Sancho y don Quijote en contacto directo o indirecto con los duques, la relación conversacional privilegiada no es de ningún modo la de don Quijote con la duquesa, sino la de ésta con Sancho. Éste es un aspecto de sus relaciones que está señalado, según acabo de recordar, desde el mismísimo momento de su encuentro, en el que se realiza la especie de delegación de poderes que representa la discreta embajada de Sancho, en la que según siempre se ha advertido está imitando con mucha perfección el estilo altisonante de su amo. Luego, significativamente, se indica que en el castillo de los duques se cose literalmente con la duquesa, quien por su parte le pide que venga a verla una tarde en lugar de dormir la siesta y pasa con él un rato de entretenida conversación al que está dedicado un entero capítulo. En su conversación con Sancho, a diferencia de lo que hace la dueña Dolorida cuando se dirige a don Quijote, la duquesa no está acomodando su estilo al de las novelas de caballerías, sino al de su interlocutor, señalando varias veces que habla a su modo y con refranes. También vemos que se entretiene, luego de haber sabido por él cómo se le ocurrió encantar a Dulcinea, en hacerle dudar de la autenticidad de una burla de la que él mismo fue autor. Vuélvanse a recorrer los capítulos dedicados a la estancia de caballero y escudero en el castillo ducal, y se echará de ver con cuánta parquedad se dan casos de conversación directa entre don Quijote y la duquesa. Esta parquedad incluso es mayor de lo que a primera vista parece, si se excluyen de dicho recuento los casos en que los diálogos que trascurren entre ambos personajes se reducen, en realidad, a un intercambio suscitado por algo que Sancho acaba de decir o de hacer, y a cuyo propósito la duquesa se entretiene en llevarle festivamente la contraria a don Quijote, con lo cual nos hallamos remitidos a la relación privilegiada en la que antes he insistido.

Existe en cambio en la segunda parte del Quijote un personaje femenino cuya razón de ser parece radicar en los parlamentos perfectamente controlados que reiteradamente y sin necesitar de que nadie la ayude le está dirigiendo a don Quijote. Me estoy refiriendo con esta designación, perifrástica, al personaje de Altisidora. Lo primero que a su propósito cabe observar es que, a diferencia de Tosilos, el lacayo que comete el error grave de creer que se puede jugar con una burla —dicho de otro modo, que cree que pueden confundirse realidad y ensueño—, Altisidora no sólo sabe estar siempre a la altura de las circunstancias lúdicas previstas de antemano por sus señores, sino que se muestra, por encima, capaz de reservarles la grata sorpresa de una iniciativa burlesca de su propia cosecha. Esto es lo que sucede cuando, despedidos ya de los duques Sancho y don Quijote, ven obstaculizada su partida por las quejas de la lastimada doncella, quien se las ingenia para que por primera vez quede complicado Sancho en el asunto de desventurados amores, al achacarle la desaparición de unas muy íntimas prendas suyas. Llena con esta intervención de admiración a la duquesa, como señala una advertencia del narrador, en la que se insiste de un modo altamente significativo sobre la desenvoltura de la doncella:

Quedó la duquesa admirada de la desenvoltura de Altisidora, que aunque la tenía por atrevida, graciosa y desenvuelta, no en grado que se atreviera a semejantes desenvolturas; y como no estaba advertida desta burla, creció más su admiración.

(II, 57)

Es excepcional la concentración de estas referencias al atrevimiento y a la desenvoltura. Y tanto más cargada de sentido cuanto que no parece estar dictada por ninguna voluntad efectista o de juego. De manera que puede pensarse que lo que señala es que esta burla es la más descarada de cuantas se nos presentan en la obra.

Con esta despedida burlesca de Altisidora se cierra el ciclo de las burlas a las que la visita de don Quijote en la casa ducal ha dado motivo. Llama la atención que este ciclo se abriera con el episodio del lavatorio de barbas, cuyo carácter de gravedad también está destacado por el hecho de que se trata de otra burla pensada y llevada a cabo sin el previo beneplácito del duque. Como para atenuar la infamia de los manoseos a los que don Quijote se ve entonces sometido en público, la iniciativa de la burla se asigna al anónimo grupo juvenil de las doncellas de la duquesa, y su ejecución a la también anónima doncella barbera.7 Pese a este rasgo común, las dos burlas son en su esencia bien distintas: la del lavatorio de barbas exige para su desarrollo que todos, y en particular el grupo de las atrevidas burladoras, conserven el más riguroso silencio; la burla final de Altisidora, en la que culminan sus alusiones a la identidad de su destino con el de Dido, se apoya en cambio exclusivamente en la brillantez con que puede ilustrar nuevamente la fecundidad de su invención verbal. Esto está conforme al papel que se le asigna desde el momento mismo de su aparición en la obra, en el que inmediatamente demuestra que se mueve con la mayor soltura en el terreno de la burla verbal. Ella no puede correr, ni correrá, el riesgo de verse cogida, como Micomicona, en una contradicción o en un fallo que demuestre que en el fondo no sabe latín. Y esto claramente se debe a que está en su caso el mal latín burlescamente asumido y transformado en instrumento para la afirmación de su propia superioridad.

Me estoy refiriendo, con estas palabras, a la impresionante acumulación de disparates por medio de la cual Altisidora se da por primera vez a conocer cuando canta con acompañamiento de arpa el romance burlesco de su declaración de amor a don Quijote. Sobre estos disparates, hay comentarios de Clemencín y de Rodríguez Marín, y notas de otros editores. Clemencín se fijó en lo aberrante de las indicaciones topográficas de Altisidora, cuando por un motivo cualquiera está interesada en resaltar la enormidad de algunas distancias.8 Rodríguez Marín insistió por su parte en lo absurdo que resulta «ofrecer cofias a un hombre, y escarpines metálicos, y calzas de damasco, y herreruelos de holanda».9 Extraña, dado el auge que han tenido los estudios sobre el Carnaval, que a nadie se le haya ocurrido advertir que lo que se nos presenta en el romance burlesco de Altisidora no es sino una variación, y una variación por cierto brillante y original, en torno al viejo tema del mundo al revés. Tema que parece lógico ver desarrollar en el momento en que una tierna muchacha quinceañera le está declarando su amor a un amojamado cincuentón. Todo el romance burlesco de Altisidora merece un estudio a fondo en la línea que acabo de señalar. Personalmente, confieso que hay detalles que me hacen más gracia que los que le llamaron la atención a Rodríguez Marín, como cuando en medio de las más chuscas ocurrencias nos percatamos de la presencia de alusiones a la más pura tradición lírica romanceril, cosa que sucede al afirmar la joven que son sus cabellos «como lirios / que por el suelo arrastran». Pero, dejando esto aparte y volviendo a lo esencial, puede afirmarse que es en este caso el exceso mismo de su delirio verbal el que le hace paradójicamente conservar a Altisidora el lugar que merece en la rica galería de las discretas y desenvueltas señoras o doncellas que asoman en la obra cervantina.

La adscripción de este personaje al único universo que le corresponde, que no es sino el del mundo al revés, queda en cierto sentido señalada de antemano por su nombre. En éste, según con certera erudición advirtió María Rosa Lida, repercute en efecto el eco del nombre de un vino francés citado por Erasmo.10 Conforme a los cánones de la tradición festiva, podría resultar admisible que el nombre de un vino se le pusiera a un criado e incluso cabe pensar que fuera procedente el cambio de sexo de tenerse que designar con él a una vieja borracha, tipo Pipota. Pero sólo en la perspectiva de un mundo trastrocado cabe la posibilidad de que en el nombre de una atractiva y discreta doncella de quince años esté encerrada una recóndita alusión a la ebriedad.

Esta relación de Altisidora con el tema del mundo al revés, que con tanto relieve está puesta de manifiesto en el romance nocturno de su declaración a don Quijote, sigue caracterizando el resto de sus intervenciones, aunque siempre con nuevas variaciones. Vemos, por ejemplo, que en el momento de la aparatosa despedida en que equipara la crueldad del caballero a la de Eneas y a la de Vireno, a ella le corresponde el uso exclusivo del verso y de un lenguaje amoroso aparentemente enfático, a diferencia de lo que ocurrió en la etapa anterior en que a su declaración de amor correspondió don Quijote con otro romance. Cuando las quejas de Altisidora obstaculizan su partida, éste se enfrasca en cambio en una prosaica discusión acerca del paradero de las ligas que, conforme a las declaraciones de la joven, le han desaparecido. No sólo representa esto una inversión de cuantas situaciones estuvieron caracterizadas por la incapacidad de los personajes femeninos interpelados por don Quijote para abandonar el terreno de lo pedestre y de lo vulgar. Supone una ruptura con lo que previamente se observa en la obra, por poco que se haga uso en ella del ampuloso estilo que, al menos dentro de los límites de la historia principal, sirve de vehículo obligado para la expresión del amor. Aunque la iniciativa de hablar en esta clave no siempre se encargó de tomarla el propio don Quijote —recuérdese el episodio nocturno en que se entera de la existencia del Caballero del Bosque por medio de las quejas que éste profiere—, antes de que le acosaran las quejas de Altisidora no se presentó el caso de que, en lugar de responder a la incitación de unas altisonantes palabras por medio de unas palabras igualmente enfáticas, él se atuviera al uso de la más pedestre de las prosas.

Sabido es que, pocos capítulos antes de finalizarse la novela, don Quijote, y con él el lector, se encuentran confrontados con la resurrección de Altisidora. En la medida en que el papel que entonces se le asigna se complica por aprovecharse la ficción de su muerte para saldar cuentas, en particular con el plagiario, me es preciso dejar para otro lugar el examen de lo que significa entonces su abandono definitivo del verso.11 Me limitaré a señalar que hay un aspecto al menos de esta tercera y última intervención de Altisidora que puede verse como otra manifestación de su relación básica con el mundo al revés. Me estoy refiriendo al uso que, en el momento final del parlamento que le está dirigiendo a don Quijote, está haciendo de unos insultantes apodos.12 Invectivas que el interpelado interpreta, según todos recuerdan, como una manifestación de despecho, mientras que con ellas ha dado Altisidora a entender cómo le había estado viendo desde el comienzo de su fingido enamoramiento. Repito que esta forma de revelar la verdad en disfrazado estilo no es sino un indicio más de que la clave de Altisidora está en su relación con un mundo en que todo se hace y se dice al revés.

El examen de las circunstancias en que se instaura o no se instaura una relación de diálogo entre don Quijote y las mujeres que se le presentan a lo largo de su extenso recorrido lleva, pues, a resaltar lo delicado y lo profundamente original de una figura como la de Altisidora, figura rayana al disparate y, por lo mismo, conforme al concepto que el propio Cervantes tenía del mayor logro en el terreno de la invención poética. De ahí que, más allá de la significativa alusión al vino que se advierte en su nombre, me parezca cargado de sentido que con esta lúdica figura femenina esté asociado el eco más concreto de Erasmo que se rastrea en la obra de Cervantes.13 Como sin embargo me temo que, por los tiempos que corren, la provocación que de por sí representa la creación de tan delicada figura no sea lo suficientemente llamativa para ganarle los favores de un público cuyas apetencias parecen situarse espontáneamente a otro nivel, propongo la creación de una asociación de amigos de Altisidora que se encargue de sacarla por fin del purgatorio al que la crítica la tiene condenada.

(*) Monique Joly, «El erotismo en el Quijote: la voz femenina», en Edad de Oro, IX (1990), pp. 137-148.

(1) «Definiciones de territorios: lo erótico», en Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad, Barcelona: Bruguera, 1983, p. 271.

(2) Remito a los siguientes ensayos: Francisco Ayala, «Los dos amigos», en Los ensayos. Teoría y crítica literaria, Madrid: Aguilar, 1972, pp. 695-714; Mauricio Molho, «El Retablo de las maravillas», en Cervantes: raíces folklóricas, Madrid: Gredos, 1976, pp. 106-213; íd., «En torno a la Cueva de Salamanca», en Lecciones cervantinas, coord. por Aurora Egido, Zaragoza: Caja de Ahorros, 1985, pp. 31-48; Javier Herrero, «The Beheading of the Giants: An Obscene Metaphor in Don Quijote», en Revista Hispánica Moderna, XXXIX (1976-1977), pp. 141-149; Francisco Márquez Villanueva, «La buenaventura de Preciosa», en Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXIV (1985-1986), pp. 741-768.

(3) Para invitarle a aproximarse a lo que para él es ventana, le dice por ejemplo la hija de la ventera: «Señor mío, lléguese acá la vuestra merced, si es servido», y, más adelante, así se refiere Maritornes al favor que le están pidiendo: «Sola una de vuestras hermosas manos […], por poder desahogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su honor, que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada de ella fuera la oreja». Cito por la edición de Luis Andrés Murillo, Madrid: Castalia, 1986, t. I, pp. 526-527.

(4) Para la atribución de esta frase a Agrajes, véanse las imprescindibles advertencias de Martín de Riquer, «Agora lo veredes, dixo Agrajes», en Estudios sobre el Amadís de Gaula, Barcelona: Sirmio, 1987, pp. 7-53.

(5) Erich Auerbach, Mímesis: la realidad en la literatura, México: Fondo de Cultura Económica, 1950, pp. 314-339.

(6) «Cervantes et le réfus des codes: le problème du sayagués», en Imprévue (1978), pp. 122-145.

(7) Sobre cómo se observa que Cervantes está procurando atenuar el carácter de gravedad que podría tener esta burla, véase Francisco Ayala, «Experiencia viva y creación poética. (Un problema del Quijote)», l. cit., pp. 665-666.

(8) Citado por Francisco Rodríguez Marín en sus notas para Clásicos Castellanos, t. VII, p. 143.

(9) Ib.

(10) En carta particular a Américo Castro, citada por él en «Cómo veo ahora el Quijote», prólogo a El ingenioso hidalgo, Madrid: Magisterio Español, 1971, p. 86.

(11) Véase mi contribución al homenaje a Luis Andrés Murillo, de próxima publicación (Newark, DE: Juan de la Cuesta, 1990).

(12) «¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito […]!», ed. cit., t. II, 567. Sobre el arte de encontrar comparaciones festivas, actividad propia de los apodadores, véase mi trabajo «El truhán y sus apodos», en Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXIV (1985-1986), pp. 723-740.

(13) El problema del juego de reminiscencias que se cruzan en el personaje de Altisidora es un problema complejo, al que de momento no me siento capaz de aportar una respuesta satisfactoria. Agradezco a Sylvia Roubaud sus valiosas observaciones sobre los antecedentes que se presentan en los libros de caballería.

Salvador de Madariaga "Guía del lector del Quijote"

Capítulo VII. La quijotización de Sancho

Deshelados de la rigidez simplista que los presenta como dos figuras de antitética simetría, don Quijote y Sancho adquieren a los ojos del observador atento la movilidad vital y humana que heredaron de su humanísimo padre y creador. Circula por todos sus actos la misma jugosa savia cervantina que los hermana. Y así, interpenetrados por un mismo espíritu, se van aproximando gradualmente, mutuamente atrayendo, por virtud de una interinfluencia lenta y segura que es, en su inspiración como en su desarrollo, el mayor encanto y el más hondo acierto del libro.

Sancho es el primero en manifestar síntomas de esta influencia. Recuérdese aquella primorosa conversación que pasa con su mujer, cuando viene a anunciarle, no sin dificultad, que ha resuelto hacer otra salida de escudero andante:

Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles que no tiene por posible que él las supiese…

Así dice Cervantes, apuntando el hecho; pero, según su magistral costumbre, sin revelar la sutil razón creadora que le hace poner tan finústicas frases en los labios y tan rebuscadas razones en el magín de su escudero. Este género de revelaciones, que el utilitario autor moderno declara de plano, queda siempre en Cervantes urdido en la misma trama de la obra, apuntando todo lo más en una frase del diálogo. Así en la exclamación de Teresa Panza:

—Mirad, Sancho, después que os hicisteis miembro de caballería andante, habláis de tan rodeada manera que no hay quien os entienda.

Estas palabras son la clave de la escena. Sancho, eco de don Quijote, imita con rural sencillez —y la sencillez que se esfuerza acaba en complicación— los arabescos de estilo y pensamiento de su señor, las razones de su sinrazón.

«Mujer mía, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento como muestro», dice a su asombrada Teresa.

Mas no para en sus dichos e ideas la imitación que hace de su señor; antes bien, toda su actitud para con su mujer es en esta escena trasunto de la actitud para con él mismo que tantas veces ha observado en su amo. Actitud paternal, protectora, educadora, ya conciliante y paciente, ya colérica y dominante, y siempre de arriba a abajo. Las mismas palabras que Sancho lanza indignado a la ruda testa de su mujer, son eco fiel de las que don Quijote lanzara a su testarudo escudero:

—Ahora digo que tienes algún familiar en ese cuerpo. Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras sin tener pies ni cabeza. ¿Qué tienen que ver el cascajo, los broches, los refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante…

Para que nada falte, hasta correcciones verbales. Dice Teresa, resignada:

—[…] y si estás revuelto en hacer lo que dices […]

—Resuelto has de decir, mujer, y no revuelto.

Y todo —¡oh delicadísima ironía!—, todo para obligar a Teresa a creer en ínsulas y en condados, como don Quijote, a su vez, se esforzara en hacerle creer a él en molinos de viento y en castillos y castellanos. Esta escena en que tan primorosamente se dibuja el diseño paralelo de la obra, es una de las joyas del Quijote, una de esas páginas llenas de ecos y armonías que sólo a los grandes creadores está dado lograr.

Así vemos cómo Sancho se modela externamente sobre don Quijote. Pero su imitación interna no es menos profunda. Nada más instructivo que el naufragio gradual del buen sentido de nuestro sesudo aldeano en el mar de fantasía en que su amo le obliga a bogar. Ya sabemos que, al igual de su señor, Sancho se halla dominado por una ilusión concreta, simbólica de una ilusión abstracta. Para Sancho la ínsula materializa el poder como para don Quijote Dulcinea personifica la gloria. De aquí su fraternidad, su paralelismo. Pero las líneas de sus respectivos destinos, que arrancan paralelas, se atraen por mutua simpatía. La estrella de don Quijote influye sobre la de Sancho y en virtud de esta ley de atracción, vemos cómo nuestro ambicioso en concreto va poco a poco sintiendo el señuelo de satisfacciones menos materiales. La vanidad, gloria ligera, se adentra callandito en su alma cuando menos lo piensa, y rápidamente se enseñorea de él.

Apuntemos de pasada la maravillosa habilidad con que utiliza Cervantes el éxito de la primera parte para ensanchar en la segunda el alma de sus personajes. La escena en que Sansón Carrasco comenta con el escudero y su amo la historia del ingenioso hidalgo que anda impresa, constituye un momento culminante en la vida de Sancho. En aquel momento se le abre el campo de la vida ante la revelación de un placer nuevo para él. Goza entonces por vez primera del vino exquisito de la fama, cuyo solo aroma hiciera a su amo salir de su casa y de sus casillas. Y obsérvese cómo Cervantes, consecuente con su idea creadora, nos muestra el empírico Sancho totalmente ignorante de lo que es la gloria hasta que irrumpe de pronto en su vida por experiencia directa, mientras que el imaginativo don Quijote la crea de la nada, pura y sin mancha en su propia mente inmaculada. Lo cual explica la actitud de uno y otro hombre ante la gloria real que les revela el bachiller. Don Quijote, receloso, porque teme de instinto que la gloria real no sea tan pura y bella como la imaginativa; Sancho, en cambio, entregándose con ingenuidad al goce de este placer nuevo.

Los movimientos de su ánimo durante esta escena están observados y apuntados con mano insuperable. La mosca de la vanidad pica a nuestro escudero desde el primer momento. Ya en el capítulo anterior, al anunciar a su amo que andaba impresa una historia de sus aventuras con el título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Sancho deja asomar los primeros indicios de su nueva flaqueza, añadiendo inmediatamente:

—[…] y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza.

Apenas informado su amo, él mismo se ofrece instantáneamente a ir en volandas a buscar a Sansón Carrasco para que les dé más detalles sobre el libro. Ello no obstante, Sancho sabe contener, y aun al principio ocultar, el interés, ya despierto en su alma, bajo una capa de indiferencia como de observador apenas curioso. Sus primeras intervenciones en la conversación entre su amo y el bachiller son meros reparos o preguntas que inspira un interés vergonzante. Sancho acusa un error de detalle, como el dar doña a Dulcinea, o preguntar si se habla en el libro de la aventura de los yangüeses. Pero al aludir Sansón Carrasco a «las cabriolas que el buen Sancho hizo en la manta», el escudero entra ya de lleno en la plena luz de la conversación, y no tarda en pasar al primer plano. A poco, interrumpiendo la discusión abstracta entre Sansón y don Quijote sobre si debe o no debe el historiador dar cuenta de todo lo ocurrido, Sancho da un tirón hacia lo concreto y suyo, diciendo:

—Pues si es que se anda a decir verdades ese señor moro, a buen seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos.

De aquí, Sancho salta varios escalones de un golpe para declararse protagonista de la historia:

—[…] que también dicen que soy yo uno de los principales presonajes1 della.

El crescendo se mantiene con todo vigor en el resto de la escena.

—Otro reprochador de voquibles tenemos […]

[…]

—Por Dios, señor, la isla que yo no gobernase con los años que tengo, no la gobernaré con los años de Matusalén; el daño está en que la dicha ínsula se entretiene no sé dónde, y no en faltarme a mí el caletre para gobernarla.

[…]

—Gobernadores he visto por ahí que a mi parecer no llegan a la suela de mi zapato; y con todo eso los llaman señoría y se sirven con plata.

Y así va el buen Sancho inflándose de fama y de importancia hasta terminar incluyéndose con su amo en un plural común, él por delante —«yo y mi señor»—, para declararse pronto a dar al sabio moro materia para una segunda parte y espolear a su amo a hacer otra salida. Este trozo, típico de la embriaguez de gloria que posee ya al un tiempo cachazudo escudero, comienza característicamente con una reprobación de todo trabajo hecho con vistas a la ganancia:

—¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla será que acierte, porque no hará sino harbar, harbar, como sastre en vísperas de Pascuas, y las obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfección que requieren. Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace, que yo y mi señor le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes que pueda componer, no sólo segunda parte, sino ciento. Debe de pensar el buen hombre sin duda que nos dormimos aquí en las pajas; pero ténganos el pie al herrar y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir es que, si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas campañas deshaciendo agravios y enderezando entuertos, como es uso y costumbre de los buenos andantes caballeros.

Henos aquí ya en presencia de un Sancho crecido, un Sancho que se siente en cierto modo al nivel de su señor. Si es cierto que al final del capítulo VII cae en lágrimas y suspiros cuando don Quijote acepta los servicios escuderiles que le ofrece Sansón Carrasco, no lo es inenos que esta caída es en sí caída de orgullo, pues el Sancho que provocara el conflicto pidiendo a su amo salario fijo no es el humilde aprendiz de escudero de antaño, sino el maestro escudero que se sabe en boca de la fama.

En el resto de la segunda parte, Cervantes no deja de recordar, ya directa, ya indirectamente, la vanidad que tantos estragos ha hecho en el corazón de Sancho, aligerando el peso de su alma positiva con algo del espíritu quimérico que mueve a la de su señor. Así, en el capítulo VIII, conversando con don Quijote, dice el escudero:

—Eso es lo que yo digo también; y pienso que en esa leyenda o historia que nos dijo el bachiller Carrasco que de nosotros había visto debe de andar mi honra a «coche acá, cinchado», y, como dicen, al estricote, aquí y allí, barriendo las calles. Pues a fe de bueno que no he dicho yo mal de ningún encantador ni tengo tantos bienes que pueda ser envidiado. Bien es verdad que soy algo malicioso y tengo mis ciertos asomos de bellaco; pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza mía, siempre natural y nunca artificiosa; y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente, en Dios y en todo aquello que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos; pero, digan lo que quisieren, que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano; aunque por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un higo que digan de mí todo lo quisieren.

Recuérdese asimismo la actitud de Sancho cuando el encuentro con el Caballero del Bosque (cap. XII). Mete Sancho la cucharada en la conversación, y dice el del Bosque:

—Nunca he visto yo escudero que se atreva a hablar donde habla su señor…

—Pues a fe que he hablado yo, y puedo hablar delante de otro tan, y aun… Quédese aquí, que es peor meneallo.

Y no contento con esta protesta, busca inmediata satisfacción a su orgullo ofendido diciendo al escudero del Bosque, que le ha propuesto se alejen a conversar escuderilmente:

—Sea en buena hora, y yo le diré a vuesa merced quién soy, para que vea si puedo entrar en docena con los más hablantes escuderos.

Más característico, si cabe, de la compenetración de Sancho con don Quijote en su común afán de gloria y a la vez de la creciente ambición de nuestro escudero es aquel interrogatorio que el criado hace al amo sobre el valor relativo de la gloria religiosa y de la caballeresca, en el curso del cual, tomando, obsérvese bien, la iniciativa intelectual, llega a la conclusión siguiente, en la que ha de tenerse en cuenta el plural colectivo:

—Quiero decir que nos demos a ser santos y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos…

(Cap. VIII)

Estas palabras revelan ya una ascensión tan manifiesta del espíritu de Sancho, que no nos sorprende aquella observación de Cervantes al comienzo del capítulo VIII:

Solos quedaron don Quijote y Sancho, y apenas se hubo apartado Sansón cuando comenzó a relinchar Rocinante y a sospirar el Rucio, que de entrambos, caballero y escudero, fue tenido a buena señal y por felicísimo agüero; aunque, si se ha de contar la verdad, más fueron los suspiros y rebuznos del Rucio que los relinchos del Rocín, de donde coligió Sancho que su ventura había de sobrepujar y ponerse encima de la de su señor.

Así ha de ser, en efecto, pues mientras el espíritu de Sancho asciende de la realidad a la ilusión, declina el de don Quijote de la ilusión a la realidad. Y el cruce de las dos curvas tiene lugar en aquella tristísima aventura, una de las más crueles del libro, en que Sancho encanta a Dulcinea, haciendo que el notabilísimo caballero, por amor de su más pura ilusión, hinque la rodilla ante la más repugnante de las realidades: una Dulcinea cerril y harta de ajos.

Capítulo VIII. La sanchificación de don Quijote

Mientras Sancho, herido en el corazón por el amor de la fama, «postrer flaqueza de las nobles mentes»,2 va elevándose hacia don Quijote, el trato cruel de la vida va gradualmente rebajando al caballero errante y acercándolo al nivel de su escudero. Evolución lenta y sutil que Cervantes prepara y desarrolla con un arte consumado de los matices.

Aparecen los primeros indicios en la tendencia, nueva en don Quijote, a pactar con las exigencias materiales. La segunda parte nos representa a un don Quijote que viaja con dinero y provisiones:

En resolución, en aquellos tres días don Quijote y Sancho se acomodaron de lo que les pareció convenirles y […] se pusieron en camino del Toboso, don Quijote sobre su buen Rocinante y Sancho sobre su Rucio, proveídas las alforjas de cosas tocantes a la bucólica, y la bolsa de dineros que le dio don Quijote para lo que se ofreciese.

No es menos significativo que en esta segunda parte ya no hace valer don Quijote sus derechos de caballero andante, y paga sus gastos en las ventas como un ciudadano vulgar. Y es que el don Quijote de la segunda parte ya no sale al campo espontáneamente, sino obligado por el don Quijote de la primera, caso claro, si los hay, del dicho nobleza obliga. Cervantes apunta cómo llegó el caballero a decidir su tercera salida, con detalles que merecen observarse. Preceden, en efecto, a esta determinación tres acciones estimulantes: viene primero la conversación con Sansón Carrasco, que tanto eleva el espíritu del escudero y el del caballero también. Pronuncia luego Sancho aquel apóstrofe entusiasmado que es todo un llamamiento a las armas:

[…] que si mi señor tomase mi consejo, ya debíamos de estar en esas campañas deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los buenos andantes caballeros.

Y, por último, el propio Rocinante interviene también para infundir ánimos a su señor:

No había bien acabado de decir estas razones Sancho, cuando llegaron a sus oídos relinchos de Rocinante, los cuales relinchos tomó don Quijote por felicísimo agüero, y determinó de hacer de allí a tres o cuatro días otra salida; y declarando su intento al bachiller, le pidió consejo por qué parte comenzaría su jornada.

Todo, pues, anima y empuja a salir de aventuras a este don Quijote de la segunda parte, un tanto pasivo y reacio de suyo, tan distinto de aquel decidido y temerario paladín de las dos primeras salidas. Observad cómo pide consejos al bachiller sobre la parte por donde comenzar su jornada, y cómo antes de poner en práctica su resolución ha de mediar todavía una fervorosa arenga del bachiller:

—Ea, señor don Quijote mío, hermoso y bravo, antes hoy que mañana se ponga vuesa merced y su gran Rocín en camino […]

Ligerísima, veladamente marcada, aparece, sin embargo, en todo este comienzo de la segunda parte cierta resistencia instintiva del héroe a volver a poner a prueba la celada de su alma. Recordemos, al leer estos primeros capítulos, aquellos últimos de la primera en que don Quijote tiene ya que echar mano de su fe en sí mismo para justificar la realidad, así como el pródigo vive de su capital:

—[…] porque si, por una parte, tú me dices que me acompañan el barbero y el cura de nuestro pueblo, y por otra yo me veo enjaulado, y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales, no fueran bastantes para enjaularme […]

Este final de la primera parte presagia ya la proximidad de un empobrecimiento espiritual del héroe, que se manifiesta en la pasividad de su ánimo al comienzo de la segunda. Consumado maestro de psicología, Cervantes acusa en su don Quijote deprimido ese humorismo callado y sereno que suele penetrar en el alma como luna que sucede y substituye al sol de la fe. Nos lo anuncia ya aquella contestación que da el caballero a su sobrina, admirada de su elocuencia:

—Yo te prometo, sobrina, que si estos pensamientos caballerescos no me llevasen tras sí todos los sentidos, que no habría cosa que yo no hiciese ni curiosidad que no saliese de mis manos, especialmente jaulas y palillos de dientes.

Pero el ejemplo más fino y sutil de este estado de ánimo tan hondamente observado es aquel en que don Quijote se aviene con una sonrisa silenciosa a las condiciones que le impone su petulante escudero en materia de corrección de estilo. Es una maravilla que debe citarse entera.

Dijo Sancho a su amo:

—Señor, ya yo tengo medio relucida a mi mujer a que me deje ir con vuesa merced adonde quisiere llevarme.

—Reducida has de decir, Sancho —dijo don Quijote—, que no relucida.

—Una o dos veces —respondió Sancho—, si mal no me acuerdo, he suplicado a vuesa merced que no me enmiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos, y que cuando no los entienda, diga: Sancho, o diablo, no te entiendo; y si yo no me declarare, entonces podrá enmendarme, que yo soy tan fócil…

—No te entiendo, Sancho —dijo luego don Quijote—, pues no sé qué quiere decir «soy tan fócil».

—«Tan fócil» quiere decir —respondió Sancho— «soy tan así».

—Menos te entiendo ahora —replicó don Quijote—.

—Pues si no me puede entender —respondió Sancho—, no sé cómo lo diga; no sé más, y Dios sea conmigo.

—Ya, ya caigo —respondió don Quijote— en ello: tú quieres decir que eres tan dócil, blando y mañero, que tomarás en cuenta lo que yo te dijere y pasarás por lo que te enseñare.

—Apostaré yo —dijo Sancho— que desde el principio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme por oírme decir otras doscientas patochadas.

—Podría ser —replicó don Quijote—. Y, en efecto, ¿qué dice Teresa?

—Teresa dice —dijo Sancho— que ate bien mi dedo con vuesa merced, y que hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja, pues más vale un toma que dos te daré; y yo digo que el consejo de la mujer es poco, y el que no le toma es loco.

—Y yo lo digo también —respondió don Quijote—. Decid, Sancho amigo; pasad adelante, que habláis hoy de perlas.

—Es el caso —replicó Sancho— que, como vuesa merced mejor sabe, todos estamos sujetos a la muerte, y que hoy somos y mañana no; y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este mundo más horas de vida de las que Dios quisiere darle; porque la muerte es sorda, y cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de priesa, y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras, según es pública voz y fama, y según nos lo dicen por esos púlpitos.

—Todo eso es verdad —dijo don Quijote—; pero no sé dónde vas a parar.

—Voy a parar —dijo Sancho— en que vuesa merced me señale salario conocido, de lo que me ha de dar cada mes, el tiempo que le sirviere, y que el tal salario se me pague de su hacienda; que no quiero estar a mercedes, que llegan tarde o mal o nunca; con lo mío me ayude Dios. En fin, yo quiero saber lo que gano, poco o mucho que sea; que sobre un huevo pone la gallina, y muchos pocos hacen un mucho, y mientras se gana algo no se pierde nada. Verdad sea que si sucediese (lo cual ni lo creo ni lo desespero) que vuesa merced me diese la ínsula que me tiene prometida, no soy tan ingrato ni llevo las cosas tan por los cabos que no querré que se aprecie lo que montare la renta de la tal ínsula, y se descuente de mi salario, gata por cantidad.

—Sancho amigo —respondió don Quijote—, a las veces tan buena suele ser una rata como una gata.

—Ya entiendo —dijo Sancho—; yo apostaré que había de decir rata y no gata; pero ni importa nada, pues vuesa merced me ha entendido.

Es imposible expresar con más facilidad ese estado de humorismo sereno que acompaña al desengaño en las inteligencias nobles. Cervantes lo presenta con maravillosa oportunidad como fruto del período de reposo físico y moral que sucede a la segunda salida. Las penalidades de la tercera han de enturbiar no poco la pereza y serenidad de este humorismo que la desgracia termina por hacer amargo. Porque en esta tercera salida ocurre aquella aventura del encantamiento de Dulcinea, por virtud del cual el espíritu de don Quijote, vencido por el de Sancho, entra de lleno en la decadencia.

Sancho, acorralado en el Toboso, decide fríamente engañar a su amo en aquel soliloquio inimitable que hace sentado al pie de un árbol habiendo dejado a Don Quijote esperándole en el bosque. El método que Sancho halla en su magín es sencillo, pero excelente, y consiste en afirmar, jurar y porfiar. Sancho lo ha aprendido de su amo, que por tales medios pretendió imponerle tantas veces sus quimeras. Cuando el ladino escudero, por acto de su voluntad, impone a su amo como Dulcinea la villana visión de una aldeana, don Quijote, puesto de hinojos junto a Sancho, «miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora». Y es que al caballero le tocó sufrir destino contrario al que él quería imponer a los demás. Mientras la visión que él erigía como realidad era más bella que lo real, la realidad que le presentaba a él Sancho como visión era más fea que su sueño.

A partir de esta aventura, el humorismo de amo y criado varía en delicados movimientos, que Cervantes observa y apunta con mano maestra. Don Quijote sufre primero honda depresión, que Sancho intenta combatir con palabras de consuelo en que asoma ya el remordimiento:

—Todo puede ser —respondió Sancho—, porque también me turbó a mí su hermosura, como a vuesa merced su fealdad; pero encomendémoslo todo a Dios, que Él es el sabidor de las cosas que han de suceder en este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería.

Con todo, Sancho ha sacado de la aventura un refuerzo a su ya vigorosa personalidad. Ya no es él quien se nutre del espíritu de su amo, sino don Quijote quien se apoya en su espíritu. Así reaparece en la misma página el plural colectivo con el que Sancho se hace igual de su señor:

[…] nosotros por acá nos avendremos y lo pasaremos lo mejor que pudiéramos, buscando nuestras aventuras.

La aventura siguiente, la del carro de las Cortes de la Muerte, nos muestra un don Quijote algo lacio y desanimado, dispuesto a oír explicaciones y a aceptarlas, falto de aquella su imaginación de antaño para transformar todo evento en aventura, el alma ya preparada al desengaño:

—Por la fe de caballero andante —respondió don Quijote— que así como vi este carro imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía; y ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño. Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho, que lo haré con buen ánimo y buen talante, porque desde muchacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula.

Y si bien es cierto que el trato que recibe el Rucio de las manos de un tontiloco de la farándula despierta en el caballero las energías pasadas, no lo es menos que, soliviantada la tropa, se deja llevar del consejo de Sancho y acepta la retirada ante el mal cariz de los acontecimientos.

En el capítulo siguiente padece Sancho un acceso de elocuencia escuderil que revela cuán en auge van su estima propia y su satisfacción, así como la influencia creciente de su amo, como el propio Sancho declara en su encantadora jerigonza:

—Sí; que algo se me ha de pegar de la discreción de vuesa merced —respondió Sancho—; que las tierras que de suyo son estériles y secas, estercolándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos: quiero decir que la conversación de vuesa merced ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que ha que le sirvo y comunico; y con esto, espero de dar frutos de mí que sean de bendición tales, que no desdigan ni se deslicen de los senderos de la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío.

Así las cosas, sobreviene la aventura del Caballero de los Espejos, que da alguna variedad al movimiento, hasta aquí sencillo, de la ascendencia de Sancho y de la decadencia de don Quijote. Sancho, asustado de las narices sobrenaturales del escudero del Bosque, se siente cogido, entre el miedo y la simplicidad, con la humillación consiguiente. Don Quijote, a su vez, sigue manifestando ese humorismo de tranquila desilusión que venimos observando en él desde el principio de la segunda parte. Al oír mentar a Dulcinea y a su propio nombre, no se alborota como antaño por menores causas, sino que aguarda su hora pacientemente, y cuando llega, protesta, comedido, si bien firme. Pero cuando el azar le da la victoria, se eleva momentáneamente en su alma la marea del espíritu; y, con la fe de antaño, se impone a sí mismo e impone al propio Sancho la creencia en el encantamiento del vencido, para explicar la aparición del rostro del bachiller Carrasco bajo la visera del Caballero del Bosque. Este éxito hace a don Quijote «contento, ufano y vanaglorioso», lo que se trasluce en su actitud locuaz y comunicativa con el Caballero del Verde Gabán, y luego en su «leoncitos a mí» de la aventura de los leones, así como en las palabras apenas corteses y no poco irónicas con que rechaza en esta aventura los consejos de prudencia del Caballero del Verde Gabán. Todo este episodio animoso de su espíritu culmina en aquella frase que dice a Sancho al dar cima a la aventura de los leones:

—[…] ¿Qué te parece desto, Sancho? —dijo don Quijote—. ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible.

Pero a medida que va usándose el fruto de la victoria sobre el del Bosque, van volviendo los ánimos de señor y criado a su movimiento normal. Así, vemos a Sancho impaciente y respondón ante las correcciones de su amo:

—Fiscal has de decir —dijo don Quijote—, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te confunda.

—No se apunte vuesa merced conmigo —respondió Sancho—, pues sabe que no me he criado en la corte ni he estudiado en Salamanca para saber si añado o quito alguna letra a mis vocablos. Sí que, ¡válgame Dios!, no hay para qué obligar al sayagués a que hable como el toledano, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto del hablar polido.

(Cap. XIX)

Elocuente como un predicador:

—A buena fe, señor —respondió Sancho—, que no hay que fiar en la descarnada, digo, en la muerte, la cual tan bien come cordero como carnero; y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tiene esta señora más de poder que de melindre; no es nada asquerosa; de todo come y todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hincha sus alforjas. No es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega y corta, así la seca como la verde yerba; y no parece que masca, sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta; y aunque no tiene barriga, da a entender que está hidrópica y sedienta de beberse sola las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua fría.

(Cap. XX)

Y hasta ofendido cuando don Quijote alude a su supuesta pusilanimidad:

—Juzgue vuesa merced, señor, de sus caballerías —respondió Sancho—, y no se meta en juzgar de los temores o valentías ajenas, que tan gentil temeroso soy yo de Dios como cada hijo de vecino; y déjeme vuesa merced despabilar esta espuma, que lo demás todas son palabras ociosas de que nos han de pedir cuenta en la otra vida.

(Final del cap. XX)

Don Quijote, a su vez, revela el desasosiego de su alma en aquel discurso que endereza a su escudero, dormido, al principio del capítulo XX:

—¡Oh, tú, bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener invidia ni ser invidiado, duermes con sosegado espíritu, ni te persiguen encantadores ni sobresaltan encantamientos! Duerme, digo una vez y lo diré otras ciento, sin que te tengan en continua vigilia celos de tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo que has de hacer para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia. Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se extienden a más que a pensar en tu juramento, que el de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto: contrapeso y carga que puso la Naturaleza y la costumbre de los señores. Duerme el criado, y está velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce, sin acudir a la tierra con el conveniente rocío, no aflige al criado, sino al señor, que ha de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en fertilidad y abundancia.

Y el decaimiento de su espíritu caballeresco en la tranquilidad con que oye y deja decir en las bodas de Camacho que Quiteria es la más hermosa del mundo:

Oyendo lo cual, don Quijote dijo entre sí: «Bien parece que éstos no han visto a mi Dulcinea del Toboso, que si la hubieran visto, ellos se fueran a la mano en las alabanzas de su Quiteria».

El episodio simbólico de este decaimiento de don Quijote es la curiosa aventura de la cueva de Montesinos.

(*) Salvador de Madariaga, Guía del lector del Quijote, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1972 (1926), 7.ª ed., caps. VII y VIII (pp. 127-135 y 137-148).

(1) Habla Sancho.

(2) «That last infirmity of noble minds» (Milton).