Carroll B. Johnson "La sexualidad en el Quijote"

La división de nuestra especie en dos sexos fue advertida muy temprano. Sólo en años relativamente recientes, sin embargo, se ha constituido en tema obsesivo de las formas más variadas del discurso público. En su monumental historia de la sexualidad, Michel Foucault ha observado que «ningún otro tipo de sociedad ha acumulado, en tan breve tiempo, semejante cantidad de discursos preocupados por el sexo. Puede ser que hablemos más del sexo que de cualquier otro tema. Nos entregamos plenamente a la tarea. Nos convencemos de que lo ya dicho nunca es suficiente, y que siempre queda más por decir».1 El ritmo de especulación y debate se ha intensificado a medida que la crítica feminista de Freud ha ido colocando en primer plano del discurso académico los temas de diferenciación sexual y la insuficiencia de definiciones en función de criterios falocéntricos. Se ha acumulado una bibliografía masiva que confieso no haber dominado. Es más, como hombre de mi edad, soy al mismo tiempo víctima y beneficiario de aquella ideología falocéntrica que la crítica feminista intenta echar abajo.

A base de las lecturas limitadas que he realizado, me he dado cuenta de que el debate actual sobre sexualidad enfoca sobre todo las nociones de diferencia o diferenciación e identidad sexuales. Efectivamente, una definición provisional de la sexualidad sería algo así como «las consecuencias físicas y psíquicas de la división biológica de nuestra especie en dos sexos». La primera consecuencia de esta división, evidentemente, es la necesidad de ser uno u otro. Pero las cosas no son tan fáciles. Resulta que la diferencia sexual no está dada, sino que, como todo lo humano, es lo que se ha descrito como «una construcción vacilante e imperfecta». Robert Stoller, colega remoto mío en la Facultad de Medicina de UCLA, ha hecho la importante distinción entre sexo (macho, hembra, un concepto biológico) y género (masculino, femenino, un concepto psicológico, eso es, social). Esta distinción no se ha generalizado todavía en el mundo de habla inglesa, en parte porque entre nosotros no existe la noción de género lingüístico distinto de sexo biológico que pudiera servir de modelo. El discurso a nivel popular, sobre todo, y en menor medida la comunicación entre profesionales, sigue identificando masculino con macho, femenino con hembra.2 Si como Kate Millet ha hecho ver, Freud mismo, a pesar de sus intuiciones geniales a propósito de la identidad sexual, confundió una y otra vez estas dos categorías, no debe extrañarnos que los demás no hayamos sido capaces de evitar la misma confusión.3

Actualmente está de moda criticar a Freud, y habiéndome ido con la corriente del uso y cumplido con ese deber, quisiera añadir que, en un ensayo llamado «Se está pegando a un niño», Freud mismo introdujo la noción de la psico-bisexualidad humana.4 Esto es, que los seres humanos nacemos sin diferenciación psicosexual, y que a medida que vamos creciendo reprimimos, o renunciamos a un complemento de características psicosexuales (de género, no de sexo) en favor de las que parecen coincidir con nuestro sexo biológico y con las expectativas de nuestra sociedad. De ahí surge nuestra identidad sexual. Unas investigaciones más recientes sugieren que la identidad sexual sufre modificaciones a medida que pasan los años. David L. Gutmann ha hecho ver que las características reprimidas vuelven a aparecer en la edad mediana y la vejez. Tanto los hombres como las mujeres, explica el psicólogo norteamericano, «empiezan a vivir la dualidad hasta ahora ocultada de su naturaleza primitiva».5 Jacqueline Rose ofrece un resumen conciso de estos conflictos: «Hombres y mujeres se instalan en posiciones de oposición simbólica y polarizada, contra la corriente de una naturaleza multifaria y bisexual, que Freud fue el primero en identificar en el síntoma y que permanece, presente pero desapercibida, a lo largo de la vida adulta sexual normal. Las líneas de esta división son frágiles en proporción directa a la fuerza con que nuestra cultura insiste sobre ellas».6 Volviendo a nuestra definición provisional de la sexualidad, podemos concluir que las consecuencias físicas y sobre todo las psíquicas de la división de nuestra especie en dos sexos son primero conflicto, inseguridad, relaciones perturbadas y problemáticas, con el prójimo y con nosotros mismos.

Cervantes explora este terreno resbaladizo en las vidas de casi todos sus personajes. El Quijote ofrece algo para todos los gustos en materia de motivación psicosexual y comportamiento sexual, sea éste realizado, fantaseado o amenazado. Hay encuentros eróticos clandestinos en hoteles de ínfima categoría. Hay unos yuppies florentinos que montan un extraño ménage à trois. Puedo contar cuatro parejas consistentes en hombres ya maduros con mujeres de edad más propia para hijas que para amantes. Hay viejos que se lanzan gallardamente a la palestra amorosa, hay parejas adolescentes, parejas interraciales, una feminista cerrada que se niega totalmente a participar. Hay todo aquello que Avalle-Arce ha calificado de «infamante cachondeo» en el palacio de los duques. ¿Qué diremos nosotros de la amistad de Anselmo y Lotario que no haya sido dicho ya? Hay hombres maduros con niños adolescentes, y por supuesto mucha servidumbre y disciplina sadomasoquistas, sobre todo en el segundo tomo. El travestismo, con la resultante atención que llama sobre la identidad sexual, está presente en todas las mutaciones posibles: sacerdotes católicos igual que laicos vestidos de mujer con o sin barba, mujeres vestidas de hombre, muchachos vestidos de muchacha. La identidad sexual es frágil. El deseo es universal. La contienda descrita por Jacqueline Rose entre las normas impuestas por la sociedad y la psique de los personajes está omnipresente en las páginas cervantinas.

En lo que sigue quiero ensayar el estudio de unos personajes femeninos así como masculinos, y su sexualidad, intentando definir sexualidad de modo que incluya tanto la cuestión de identidad sexual como el hecho de deseo, en relación con las normas sociales. Lo que está en juego para los personajes, creo, es cómo viven su propia identidad sexual, y, en vista de ello, cómo viven sus relaciones con el sexo opuesto y el propio, y cómo estas actitudes encuentran su expresión en el comportamiento. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que estos personajes son entes de ficción que existen sólo para ser leídos, de modo que su sexualidad es una sexualidad imaginada por el lector, una sexualidad que interesa sólo en la medida en que salga del texto y haga engranaje con algo en el lector, en la construcción, vacilante e imperfecta, que el lector está siempre realizando de su propia identidad sexual.

Entre los muchos personajes definidos por su sexualidad, el más importante es don Quijote. Como he propuesto en otra parte, su identidad es el resultado de haber huido de sus propios deseos eróticos inaceptables.7 Es grato observar que este concepto del personaje, al principio tan chocante, se ha abierto camino en la crítica respetable, al menos en Estados Unidos. Ruth El Saffar, en un artículo reciente titulado «In Praise of What Is Left Unsaid» (‘en loor de lo que se deja de decir’), califica a don Quijote de «el héroe que simultáneamente busca y se escapa de las mujeres», y observa que el personaje «se siente espoleado por las exigencias inaguantables de sus impulsos eróticos, pero incapaz de reconocerlos por suyos».8

A propósito de lo que se deja de decir, la historia no narrada de Marcela y el tío tutor que administra su hacienda me ha fascinado siempre. Lo más visible en este episodio es el miniseminario convocado por Cervantes sobre la teoría y práctica de la narración, el punto de vista narrativo y la relación entre historia y discurso: una lección de narratología. Todo lo que sabemos a propósito de Marcela, lo sabemos a través de una serie de narradores masculinos. Cada uno tiene un conocimiento fragmentario de los hechos, pero todos coinciden en hacer responsable a Marcela de la muerte de Grisóstomo, que no vacilan en calificar de asesinato. Al repartir el recuento de la historia entre varios narradores, Cervantes llama la atención sobre las cuestiones teóricas y prácticas que acabo de mencionar. ¿Quién cuenta esta historia? ¿Cuánto sabe? ¿En qué medida el discurso que produce viene determinado por su conocimiento limitado, su visión parcial, y sobre todo por sus actitudes y deseos, productos de su identidad sexual masculina?

Pero, coexistente con estas cuestiones de metaficción, hay una ficción, en la que Marcela es un personaje verosímil que se comporta como los seres reales nos comportamos. Dejando de lado por el momento los diferentes discursos, masculinos o femeninos, que surgen alrededor de su comportamiento e intentan explicarlo, lo más importante de la historia de Marcela es su huida al campo para evitar ser dominada por el orden social patriarcal. Su tío sacerdote no es su padre biológico, sino un soltero célibe, pero encarna la función paterna, y pertenece a una clase de hombres definidos por una paternidad ficticia y que se hacen llamar padre. Marcela puede verse, así, de una manera totalmente compatible con la teoría feminista, en función de la cuestión de identidad sexual. Se niega a ser definida a base de criterios falocéntrico-patriarcalistas. El que su herencia, administrada por su tío, figure tanto en lo que se dice de ella sugiere que su huida al bucolismo simboliza su negativa a dejarse convertir en un objeto de intercambio entre hombres, según los patrones delineados por Lévi-Strauss. Al mismo tiempo, se niega a ser definida en función de un hombre a que pertenezca, dentro o fuera del matrimonio.

Lo que se esperaba de la mujer perteneciente a un hombre está resumido en la siguiente frase de Vives, que quiero que valga para todas: «Dará fe de todo lo que él dijere, aun cuando contare cosas inverosímiles e increíbles; reflejará todas las expresiones de su rostro; si se riere, ella reirá; si se entristeciere, se le manifestará triste».9 La total absorción de la mujer por el hombre. Esto es precisamente lo que Marcela no puede tolerar. Se niega a ser de Grisóstomo, tanto novia como mujer. Correlativamente, insiste en la libertad de disponer de su propio cuerpo. Las posibilidades ofrecidas por aquella sociedad a las jóvenes decentes, y señaladas por Mariló Vigil en un estudio reciente —ser esposa o ser monja—, significan precisamente no disponer de su propio cuerpo, ya que suponen someterse a una autoridad de patriarca. Vigil observa que el status actual de Marcela de doncella (mujer joven aún no casada) no constituía un papel social propiamente dicho, sino una transición entre la casa del padre y la del marido, o en caso de no conseguir marido, el aparcamiento de mujeres que es el convento.10 Efectivamente, no hay ningún sitio para Marcela en la realidad. Su única salida está en la literatura.

Pero no se gasta toda la significación de la huida de Marcela a la vida pastoril observando que representa una negativa de conformarse con las expectativas de una sociedad patriarcal. Dicha huida no sólo la libera de debajo del pulgar del patriarca, sino que hace recaer sobre ella el control no sólo de su propia vida, sino también sobre los hombres que la habitan. En un artículo importante llamado «Skirting the Men» (juego de palabras intraducible a base de to skirt, ‘esquivarse de’, y to skirt ‘ponerle una falda a alguien’), Elizabeth Rhodes ha llamado la atención sobre la eminencia y el poder esgrimidos por las mujeres en la literatura pastoril, que no se les concede en los demás géneros literarios renacentistas.11

Se recordará en seguida que en la literatura pastoril los hombres se dedican principalmente a reaccionar a las decisiones tomadas por las mujeres. Esto se da en Garcilaso y Montemayor, pero llega a su cumbre en La Galatea, de Cervantes. Para no ir más lejos, hay la figura de Galatea misma, cuyos fallos, esto es, su incapacidad de enamorarse de Elicio, los atribuye el discurso masculino de Tirsi, Damón et al., a su calidad de mujer. Siguiendo con La Galatea, se ha hecho lugar común de la crítica relacionar a Marcela sobre todo con la presencia dominadora de Gelasia, que denuncia el amor y la pérdida de entereza que el amor implica desde la cumbre de una alta roca. La sabiduría consagrada ve en Marcela una versión más redondeada o más verosímil de Gelasia, que existe sólo como portavoz de una posición filosófica, por más señas equivocada. Yo diría que Marcela es más Gelasia que la propia Gelasia, en el sentido de que Marcela controla la vida psíquica de todo el escuadrón de pretendientes enamorados que la han seguido en su fuga al bucolismo. Así, su aparición en los funerales de Grisóstomo y su famoso discurso desde la eminencia de una excelsa peña, encarna el título de un estudio reciente de corte feminista llamado «Women on Top» (‘las mujeres encima’).12 Y para no olvidar la perspectiva masculina, Louis Combet ha proporcionado una multitud de ejemplos de esta misma toma de posición de la mujer con respecto al hombre, una especie de tableau vivante que él encuentra degradante, una y otra vez en las obras de Cervantes.13 Todo esto sugiere que Cervantes, con toda su masculinidad a cuestas, fue sensible a las dificultades de ser mujer en aquella España de finales del siglo xvi, y que la victoria de Marcela sobre el orden social patriarcal constituye una fantasía de algo distinto, si no necesariamente mejor.

Esta ortodoxia feminista se opone a la interpretación ortodoxa freudiana de la negativa de Marcela de desempeñar el papel social que el destino le ha asignado en la forma de su cuerpo de mujer, según la cual su comportamiento sería una tentativa desacertada de alargar el período de irresponsabilidad narcisista infantil y adolescente hasta la época adulta. Marcela no quiere asumir las responsabilidades propias de su sexo y su edad. Según Freud, Marcela es un ejemplo perfecto de lo que él llama narcisismo femenino. Se me perdonará una cita larga pero interesante: «Con la pubertad, la maduración de los órganos genitales femeninos […] parece producir una intensificación del narcisismo original, lo que impide el desarrollo del verdadero amor hacia un objeto. Se produce en la mujer cierta autosuficiencia (sobre todo en las muy bellas). Hablando con rigor, estas mujeres no se aman sino a sí mismas con una intensidad equiparable a la del amor de los hombres hacia ellas. Estas mujeres ejercen la mayor fascinación en los hombres, ya que suelen ser la más bellas. Parece evidente que el narcisismo de una persona tiene gran atractivo para los que han conseguido renunciar a una parte de su propio narcisismo para buscar un amor con objeto».14 Así Freud es el último de una larga serie de hombres observadores y juzgadores de Marcela, que la critican por el efecto que tiene sobre los hombres, los cuales parecen más virtuosos, o más maduros, porque han podido «renunciar a una parte de su propio narcisismo» y buscar un objeto amoroso fuera de sí mismos.

Se me ocurre una tercera posibilidad. Todo el mundo ha observado que Marcela huye a la literatura al convertir su vida en una novela pastoril igual que don Quijote convierte la suya en un libro de caballerías, pero nadie, al parecer, se ha fijado en que la situación familiar de ella es la imagen exacta pero invertida de la de él. Como la sobrina de don Quijote, Marcela es una huérfana atractiva de edad maridable que vive bajo la protección de un tío soltero cincuentón. ¿Por qué no pensar, entonces, que lo mismo que a don Quijote, al tío de Marcela se le han avivado el deseo sexual y los conflictos intrapsíquicos propios de los hombres de su edad, estimulados por la presencia de esa media hija que ante sus propios ojos se convierte en una joven mujer deseable, y que la huida de Marcela hacia la literatura es en realidad una huida del tío? O posiblemente, ya que Marcela y no el tío es el foco de interés narrativo, es la sexualidad de ella la que se despierta en una época cargada de tensiones de este tipo, y que la huida del tío es en realidad una huida de sí misma, específicamente de su propia atracción incestuosa, indecible por impensable, al hombre con quien comparte su vida, mezcla de tutor, tío y padre. Una tercera hipótesis moviliza la libido de tío y sobrina y concluye que Marcela se descubre respondiendo, contra su propia voluntad y horrorizada por ello, a los avances inconscientes de su tío. Esta última posibilidad concuerda con la teoría más evolucionada de Freud sobre la tan debatida cuestión de la seducción de la hija por el padre. Al final, Freud se inclinaba a creer que «los actos del padre fueron reales, y los deseos de la hija igualmente reales».15 Sea como fuere (y nuestro propósito no es descubrir «cuántos hijos tuvo Lady Macbeth»), Marcela tiene que salir de aquella casa por la misma razón por la que don Quijote tiene que salir de la suya: la casa está tan cargada de erotismo que ha resultado inhabitable. Como siempre, es el hueco que se abre entre retórica y lógica que delata la presencia de algo ocultado bajo la superficie del discurso. Marcela dice estar huyendo de la muchedumbre de pretendientes que le hacen la vida imposible con sus asedios a su persona y a su herencia. Pero lo cierto es que el ausentarse de la casa del tío para refugiarse en Pastorlandia no la libera para nada de las atenciones molestas de los pretendientes; las hace inevitables. La fuga al pastoralismo la libera sólo del tío. El comportamiento de Marcela es una reacción a las presiones del deseo. Está huyendo —del tío, de sí misma, o del tío y de sí misma a la vez— y esta respuesta al deseo es lo que define su carácter.16

Hasta aquí he ofrecido tres hipótesis sobre los móviles del comportamiento de Marcela: una basada en el feminismo, derivada de la problemática social observable en torno a la cuestión de identidad sexual; otra a base de una cerrada ortodoxia freudiana y en función de criterios falocéntricos; y una tercera a base de mis propios conocimientos y experiencia en el psicoanálisis y de mi propia situación vital, tampoco exenta de falocentrismo. Lo importante no me parece decidir cuál de estas lecturas es la correcta, sino observar que el comportamiento visible de Marcela, su fuga a la literatura, responde a alguna motivación o motivaciones ocultas, de las que ella no se hace responsable porque no se da cuenta de ellas. Ha dicho Lacan que no es que lo visible no sea necesariamente todo lo que hay; es que lo visible es necesariamente no todo lo que hay. Lo que me conduce de nuevo a la idea de que Marcela huye de algo dentro de sí misma, cuya presencia necesita negar. ¿Qué otro propósito puede tener la retórica demasiado perfecta, demasiado indiscutible, de su peroración en los funerales de Grisóstomo? Este ejercicio retórico constituye un ejemplo perfecto de la definición propuesta por Ruth El Saffar de la naturaleza del discurso en general: «disfrazar el deseo en la retórica de su negación». Ahora bien, y volviendo al tema de mi propia situación vital, tengo que reconocer que mi lectura psicoanalítica de la infrahistoria sexual de Marcela puede ser, al menos en parte, una función de mi propia identidad sexual, que incluye una predisposición, que comparto con los autores del Génesis, de culpar a las mujeres por los trastornos del orden.

La historia de Marcela no está narrada ni dramatizada; surge de entre los resquicios de lo dicho por los diferentes hombres que se ocupan de ella y de las relaciones entre ella y su tío. En cambio, aquel infamante cachondeo antes aludido, la historia de Altisidora, está dramatizada, pero como el narrador nunca nos revela los pensamientos de ella, nuestro análisis de sus motivaciones tiene que surgir de nuestras observaciones de su comportamiento visible. Nos damos cuenta desde el primer momento de que ella no está enamorada de veras de nuestro héroe, y reconocemos en sus avances iniciales una reelaboración del episodio de Maritornes (I, 16), montada públicamente para diversión de los duques y compañía. Mi lectura de estos episodios me lleva a la conclusión de que Altisidora empieza por fingir un deseo por don Quijote que, sin saberlo ella, se convierte en, o siempre fue, genuino.

El primer indicio de que hay una actitud sumergida se da en II, 46. Es el día después de la serenata primera, burlesca, debajo de la ventana de don Quijote. Él está perdidamente enamorado (uno casi quiere decir enloquecido) de esta mujer, que él cree igualmente enamorada de él, pero por ser quien es, es incapaz de actuar sobre sus impulsos. En el pasillo ve a Altisidora, que finge desmayarse al verle. Su amiga Emerencia aprovecha para desabrocharla, ostensiblemente para darle aire a ella, en realidad para proporcionarle una vista desconcertante a don Quijote. Éste se sobrepone a la tentación y, en vez de mirar embobado los encantos de Altisidora o galantearla por palabras, pide que se coloque un laúd en su habitación. Después de irse él, cuando Emerencia y Altisidora quedan solas y es imposible que las oiga, ésta dice: «Sin duda don Quijote quiere darnos música, y no será mala, siendo suya». No se trata ni puede tratarse de un parlamento destinado a ser oído por don Quijote, lo que me inclina a aceptarlo como una expresión genuina de los sentimientos de Altisidora y a concluir provisionalmente que a partir de esto, todas sus protestas de amor pueden tomarse al pie de la letra. Por ejemplo: «Todas estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado de tu dureza y pertinacia; y plega a Dios que […] nunca llegues al tálamo con [Dulcinea], a lo menos viviendo yo, que te adoro». No es que ella engañe con la verdad. Puede que diga verdad cuando engaña, pero lo más probable es que a quien engaña es a sí misma.

La hondura de su sentimiento queda revelada, para mí al menos, por su denunciación histérica de don Quijote cuando éste ha conseguido por fin dominar y rechazar su infatuación con ella (II, 70). Cuando él se lo dice, ella reacciona con una violencia que no guarda proporción con el estímulo que la ha provocado:

Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo: —¡Vive el señor don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil […] que si arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña, cuanto más morirme.

La dificultad está en el discurso del narrador. Cuando dice mostrando enojarse y alterarse, ¿quiere esto decir que en realidad Altisidora no está enojada, que está continuando el juego empezado en el capítulo XLIV, o quiere decir que está enojada de veras y que su enojo está visible en su cara? Varios lectores han concluido, a base de este mostrando, que Altisidora finge. Yo prefiero guiarme no exactamente por lo que ella dice, sino más bien por la sobrecarga de vehemencia que su discurso lleva. En vista de ello concluyo que Altisidora ha sido realmente herida por el rechazo de don Quijote, impresión que se confirma unos minutos después, cuando en presencia de los duques, renuncia rotundísimamente a todo interés en nuestro héroe. Amontona los insultos hasta tal punto que el mismo duque se percata de que hay algo aquí que no va, que a lo mejor es al revés de lo que Altisidora afirma, y cita oportunísimamente el refrán: «Aquel que dice injurias, cerca está de perdonar». No deja de ser curioso que sea un hombre, el duque, el que entiende el sentido oculto de la denuncia demasiado intensa de esta joven mujer.

¿Qué tenemos el duque y yo para afirmar que Altisidora habla en serio contra su voluntad, sobre todo cuando otros lectores muy calificados afirman lo contrario? Creo que la diferencia de lecturas refleja una diferencia entre lectores. Dicho lo menos elegantemente posible, puede ser que al duque y a mí, como hombres de edad mediana sentados al menos oficialmente en posiciones de cierta autoridad, eso es, como representantes del orden patriarcalista, nos pone incómodos lo que nos parece la juvenil arrogancia femenina de Altisidora, su negativa —como la de Marcela— de quedarse en su sitio y de exhibir el respeto conveniente. Puede ser que queramos que Altisidora sucumba plenamente ante el sex appeal de don Quijote (también de carácter patriarcal, a fin de cuentas), que se caiga desde donde la ha subido su vanidad, y que se conforme con el estado que, creemos, le corresponde como mujer y joven. Puede ser.

Quiero pasar ahora a la sexualidad masculina y a problemas de identidad sexual entre hombres, considerando primero el triángulo de Anselmo, Camila y Lotario, objeto de un espléndido estudio reciente de Diana de Armas Wilson.17 Wilson demuestra que la ambivalencia de Anselmo hace visible el subtexto homoerótico del ensayo de Montaigne sobre la amistad, texto tan problemático entonces como canónico ahora para el tema consagrado del fenómeno de amistad masculina en el renacimiento. Montaigne afirma que la amistad entre hombres es superior al matrimonio con una mujer, que él y su amigo son intercambiables, que él y su amigo se enamoraron a primera vista, y que la verdadera amistad es equiparable a la unión sexual. Y luego la negación innecesaria que traiciona, precisamente por innecesaria: «Et cet autre license Grecque est justement abhorrée par nos moeurs».18 La identidad sexual masculina es problemática, por decir lo menos.

Louis Combet dedica muchas páginas a la relación homoerótica que él descubre entre don Quijote y Sancho, empezando por sus respectivas formas corporales y siguiendo su desarrollo a través del texto. Aun cuando uno no está dispuesto a acompañar a Combet jusqu’au bout, no cabe duda de que cuando don Quijote tiene que escoger entre su amor a Dulcinea y su amor a Sancho, escoge a Sancho (II, 71). Este curioso episodio aúna los temas de identidad sexual y sexualidad, con relaciones de dominación y subordinación figuradas tanto en la perversión sadomasoquista implícita en el vapuleo de Sancho como en los dos sistemas socioeconómicos en pugna representados por don Quijote y Sancho, respectivamente, junto con las prácticas religiosas de la Contrarreforma. Es un episodio que merece un estudio aparte. Y tampoco cabe duda de que la relación entre Sancho y don Quijote es la más honda, más rica y más conmovedora que jamás se da en la vida de uno ni otro.

La presencia de tanto homoerotismo más o menos velado sugiere al menos que Cervantes, como su coetáneo Shakespeare, se daba perfecta cuenta de lo que Coppélia Kahn ha llamado «los dilemas de la hombría», las dificultades de ser hombre, sobre todo con referencia a la identidad sexual masculina, a finales del siglo xvi.19

Las dificultades en lo que toca a la identidad sexual dramatizadas en las relaciones entre cristianos se encuentran exacerbadas en las sociedades musulmanas evocadas en el texto, donde la homosexualidad existe como una alternativa normal y abierta de la preferencia heterosexual. Ruy Pérez de Viedma describe los comportamientos homosexuales usuales entre musulmanes (I, 39-41). A don Pedro Gregorio se le amenaza con violación homosexual mientras quede en poder de musulmanes (II, 63). La homosexualidad musulmana se presenta como una perversión (en el sentido ortodoxo freudiano) que debe ser evitada. Está vinculada a otra presentación, de igual ortodoxia, de los musulmanes como Otro. Pero en vez de una distinción tajante, de género, si se me perdona, entre moros y cristianos, puede que haya más bien una distinción sólo de grado, porque las mismas tendencias a la atracción entre hombres se dan, aunque en forma atenuada, en la sociedad cristiana en los personajes masculinos que hemos visto. Igual que la distinción aristotélica entre historia y poesía, la distinción entre unas maneras aceptables y otras no aceptables de ser hombre se hace borrosa en Cervantes. En lugar de una división, lo que hay es un continuo.

En lugar de resolver, se constituyen problemas. Las identidades sexuales respectivas de Ana Félix y don Pedro Gregorio, por ejemplo, se anulan en el texto. Ella viene vestida de hombre, él de mujer. Al juntarse los amantes por fin en Barcelona (II, 65), las diferencias de sexo desaparecen en lo que el texto llama «las dos bellezas juntas», lo que los convierte en seres sexualmente neutros y niega su libido. La otredad política señalada por la homosexualidad musulmana también se niega en este proceso de neutralización, pero sin ser reemplazada por el normal y esperable fin feliz consistente en casarse y consumar físicamente su relación. Ella se queda en Barcelona en casa de don Antonio Moreno y él regresa a la Mancha, a la de sus padres. La diferencia sexual entre los amantes, diferencia anulada como acabamos de ver, se convierte en una especie de representación semiótica de las diferencias raciales dentro de la sociedad que habitan, y este anulamiento de su sexualidad señala la esterilidad de la política racial-étnica del gobierno de Felipe III.

Para concluir: lo que une a todos los personajes del Quijote, lo que los define como individuales y los hace interesantes para nosotros es su sexualidad. La amenaza de una sexualidad problemática recorre toda la superficie del texto. La amenaza de unas mujeres que no se resignan a ocupar el lugar señalado para ellas por el orden social falocrático. La amenaza de incesto, de homosexualidad, de homoerotismo ocultado dentro de la amistad masculina, de perversión sadomasoquista. Pero creo que estas amenazas lo son sólo en apariencia. Lo que Cervantes parece estar comunicando es simplemente lo frágiles, lo problemáticas que son la identidad sexual y la expresión de la sexualidad. Cervantes dramatiza las dificultades de ser hombre y de ser mujer. Y porque nunca deja de ser Cervantes, atrae al lector hacia la problemática y le mete dentro. A medida que uno lee, su propia identidad sexual entra en juego, se encuentra involucrada y puesta en tela de juicio. Se trata sólo en parte, por ejemplo, de cómo vive Marcela las dificultades de su identidad sexual; también implica cuestiones de quién lee a Marcela, a Altisidora, a don Quijote y a Anselmo.

(*) Carroll B. Johnson, «La sexualidad en el Quijote», en Edad de Oro, IX (1990), pp. 125-136.

(1) Michel Foucault, The History of Sexuality, 3 vols., trad. de Robert Hurley, New York: Pantheon, 1978, vol. 1: p. 33.

(2) Robert J. Stoller, M. D., Sex and Gender, New York: Science House, 1968, pp. VIII-LX.

(3) Kate Millett, Sexual Politics, New York: Doubleday, 1969, pp. 253-287, donde se pormenorizan los defectos de Freud en este sentido.

(4) Sigmund Freud, «A Child is Being Beaten. Contribution to the Origin of Sexual Perversions» (1919), en S. Freud, Sexuality and the Psychology of Love, ed. de Philip Rieff, New York: Macmillan, 1963, pp. 107-132.

(5) David L. Gutmann, «Psychoanalysis and Aging: A Developmental View», en Stanley Greenspan y George H. Pollack (eds.), The Course of Life. 3. Adulthood and the Aging Process, Washington D. C.: National Institute for Mental Health, 1980, p. 503.

(6) Jacqueline Rose, «Sexuality in the Field of Vision», en su Sexuality in the Field of Vision, London: Verso, 1986, p. 226.

(7) Carroll B. Johnson, Madness and Lust. A Psychoanalytical Approach to Don Quixote, Berkeley and Los Angeles: University of California, 1983.

(8) Ruth El Saffar, «In Praise of What Is Left Unsaid: Thoughts on Women and Lack in Don Quixote», en Modern Language Notes, 103 (1988), pp. 205-222.

(9) J. L. Vives, De femina christiana, libro II, cap. 5, Madrid: Aguilar, 1944, p. 323.

(10) Mariló Vigil, La vida de las mujeres en los siglos xvi y xvii, Madrid: Siglo XXI de España, 1986.

(11) Elizabeth Rhodes, «Skirting the Men: Gender Roles in Sixteenth Century Pastoral Books», en Journal of Hispanic Philology, 11 (1987), pp. 131-150.

(12) Natalie Davis, «Women on Top», en Society and Culture in Early Modern France, Stanford: Stanford University, 1975, pp. 124-151.

(13) Louis Combet, Cervantes ou les incertitudes du désir, Lyon: Presses Universitaires, 1980.

(14) Sigmund Freud, «On Narcissism» (1914), en General Psychological Theory, ed. de Philip Rieff, Collier Books, New York: Macmillan, 1963, pp. 69-70.

(15) V. David Willbern, «Filia Oedipi: Father and Daughter in Freudian Theory», en Lynda E. Boose y Betty S. Flowers (eds.), Daughters and Fathers, Baltimore: Johns Hopkins, 1989, pp. 75-96.

(16) Combet (o. cit., p. 421) estima que porque Marcela, como don Quijote, está ocupada en negar su propia sexualidad, éste ve en ella «l'incarnation de son idéal féminin».

(17) Diana de Armas Wilson, «Passing the Love of Women: The Intertextuality of El curioso impertinente», en Cervantes 7.2 (1987), pp. 9-28.

(18) «De l'Amitié», en Michel de Montaigne, Essais, Livre I, ed. de A. Micha, París: Garnier-Flammarion, 1969, p. 234.

(19) Coppélia Kahn, «The Absent Mother in King Lear», en Margaret W. Ferguson, Maureen Quilligan y Nancy J. Vickers (eds.), Rewriting the Renaissance. The Discourses of Sexual Difference in Early Modern Europe, Chicago: University of Chicago Press, 1986, p. 37.