Ramón Menéndez Pidal "Un aspecto de la elaboración del Quijote"

Se publicó por primera vez este trabajo en el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid. Discurso leído en la inauguración del curso de 1920-1921 por Ramón Menéndez Pidal, presidente del Ateneo, el día 1 de diciembre de 1920. — Se hizo una segunda edición aumentada (Madrid, 1924), en la serie de «Cuadernos literarios». Trad. inglesa, en el volumen The Anatomy of Don Quixote, a Symposium (ed. de M. J. Bernardete y A. Flores, New York: Ithaca, 1932, pp. 1-40).

En las notas finales indico reseñas y discusiones sobre el presente ensayo.

Una de las más felices iniciativas de la sección literaria de este Ateneo fue la de Enrique de Mesa en promover aquella serie de conferencias que acerca de las figuras del Romancero dieron tan ilustres y distinguidos escritores. No apareció allí don Quijote, y, sin embargo, en algunas aventuras de la obra de Cervantes también fue personaje de romancero, aunque contrahecho y de burlas. Pensé entonces explicarme la impresión de extrañeza que, dentro de la concepción y estilo habitual de la obra, me produjo siempre una de esas aventuras; pero en aquella ocasión me faltó el tiempo. Además, me disgustaba muy repulsivamente la idea de aumentar con unas páginas más el sinnúmero de conferencias y artículos que acerca del Quijote se han publicado; aumentar las tribulaciones de nuestro señor don Quijote que compadecía Rubén Darío:

soportas elogios, memorias, discursos,

resistes certámenes, tarjetas, concursos…

Pero, al fin y a la postre, el mal propósito me vence, no puedo menos de cometer la falta, y por ella os pido, desde luego, el perdón.

Epopeya y novela caballeresca

Desde el siglo xii, Francia, fundándose por lo común en leyendas bretonas, había dado el modelo de una novela caballeresca, escrita en verso, cuyo gusto se difundió por toda Europa, gracias al encanto de obras como el Tristán, el Lancelot, el Perceval, el Merlín, de Chrétien de Troies o de Robert de Boron, y al de toda una literatura posterior, en prosa, aparecida en la primera mitad del siglo xiii. A la poesía heroica, que reflejaba viejas ideas políticas y guerreras, llena de austeridad familiar, y que desconocía el amor como tema poético, sucede ahora otra poesía narrativa, que, como la lírica, se hace esencialmente amorosa, y cuyas escenas se desarrollan en un mundo cortés, elegante, muy alejado de la hosca feudalidad de la epopeya.

Las varias y nuevas emociones que enriquecían estos poemas de aventuras fueron realizadas en direcciones muy diversas. Francia, mediante las obras famosas de Béroul, de Chrétien, de Thomas, sintió principalmente la poesía del amor fatal y tormentoso, que hiere con dardo envenenado el pecho de Tristán. Alemania, en el poema de Wolfram de Eschenbach, contempló las batallas de purificación interior reñidas en el alma de Parsifal, que le ganan el reino de la mística ciudad del Graal santo. España depuró la inspiración bretona con el anónimo Amadís, ideando el «fresco primer amor del Doncel del Mar y de la niña Oriana, perdurable desde la infancia hasta la muerte, a pesar de las seducciones y los dolores que tenazmente conspiran contra los amantes, «en tal guisa, que una hora nunca de amar se dejaron».

Amadís, cuyo recio corazón no late a sus anchas sino con el sobresalto del peligro, con la lucha contra la agresión de muerte, en cambio, tiembla y se acobarda ante su dama, a quien apenas osa mirar; sólo con oír el nombre de Oriana se queda sin sentido, a punto de caer del caballo, si no fuera por el fiel escudero Gandalín, que lo sostiene. La novela caballeresca hereda así a los poemas amorosos; mas como estos nacen en un tiempo inmediatamente posterior al de la epopeya, no es extraño que, tanto ellos como las novelas tardías, tengan algunos puntos de contacto con los antiguos poemas heroicos. Igual que estos, las novelas de caballerías, por ejemplo, conciben a sus protagonistas dentro de un ideal de perfección caballeresca muy semejante, los rodean de un mundo compuesto simplemente de dos bandos, el de los personajes nobles y el de los malvados, en eterno antagonismo entre sí, y la lucha entre ellos se resuelve en combates sujetos a la misma técnica, descritos con las mismas fórmulas narrativas en las novelas que en las gestas épicas.

Pero, además de la inspiración amorosa, otras muy hondas diferencias en la concepción de la vida poética separan las producciones nuevas de las viejas. En la novela caballeresca, la lucha de esos dos bandos que decimos no se riñe organizadamente, como en la epopeya, por lo común ante el rey y su corte, ni se extiende a naciones enteras, sino que es puramente personal. La vida de los antiguos vasallos, rodeados de una poderosa familia, y fieles o rebeldes a su señor, abandona su interés nacional y político para tomar un interés humano, pero meramente individual, en los nuevos caballeros andantes, que vagan solos en busca de aventuras, movidos por el capricho y el azar. A las horrendas venganzas del odio heredado que trataba la epopeya, suceden ahora las que el Amadís llama hermosas venganzas,1 las cuales, como guiado por una práctica profesional, ejecuta el caballero en nombre de la justicia, sin que le toque nada en el agravio que quiere castigar; el caballero andante combate encarnizadamente por cualquier cosa, lo mismo por vedar los dañinos encantamientos de Arcalaus, que para obligar tan sólo a un caballero extraño a declarar su nombre oculto. Al esfuerzo heroico sustituye en las novelas el esfuerzo arbitrario; arbitrario y sobrehumano, tanto en las brutales violencias de los caballeros malvados, como en las lanzadas de los caballeros justos, que atraviesan siempre los más fuertes arneses de la perversidad. Las hazañas heroicas de la epopeya se desarrollan lentamente en medio de la vida social, vivida por pueblos de gran densidad histórica; mientras la aventura novelesca sobreviene brusca y rauda, en medio de un paisaje solitario: la dilatada floresta, donde se pierden los lamentos del agraviado hasta que los oye el caballero vengador. Si al borde de la floresta descuella el bien torreado castillo, habitado por algún poderoso, o por un gigante o encantador, ora bondadoso, ora maligno, es nada más para traer nuevas enmarañadas aventuras que a golpes de su invencible brazo desanuda el buen caballero; si más allá se encuentra a veces la corte de un rey, es porque también en ella se espera el esforzado andante que, por sí solo, vale más que todo el reino. ¡Cuán apartado está todo esto del Mio Cid! La floresta de Corpes no es el centro de la vida heroica; la mayor afrenta cometida contra el héroe en el robledal no se venga allí, en el momento, como la novela exigiría, sino bajo la autoridad de la corte de Toledo. Empero, no está tan lejos la novela caballeresca de la epopeya posterior, la ya decadente, donde el vasallo anula a su rey y a su nación entera.

Los libros de caballerías

Esta novela medieval tuvo en España un reflorecimiento muy tardío. Garci Ordóñez de Montalbo, hacia 1492, refundió y añadió el antiguo Amadís, con tal oportunidad, con tal fortuna, propia entonces de todas las empresas españolas, que la obra que durante dos siglos había vivido encerrada en la Península se lanzó ahora, brillante e impetuosamente, a la literatura universal, logrando traducciones y repetidas ediciones en multitud de idiomas extranjeros. Y entonces, la novela caballeresca, que durante la Edad Media apenas había producido obras originales en España, y que en Francia estaba olvidada completamente, tuvo, en plena madurez del Renacimiento, una copiosa florescencia que desde la Península se esparció por Europa; entonces se compusieron una serie de continuaciones del Amadís, en las que se cuenta la vida de los hijos y nietos del afortunado Doncel del Mar, Esplandianes, Lisuartes, Floriseles; otras series de Palmerines, Primaleones, y cien caballeros más, que venían de los más extraños y arcaicos reinos de la ficción a distraer el ánimo de aquellas generaciones, dignas del arte más refinado del Bembo, de Garcilaso, de Ronsard, de Sidney. El último libro caballeresco de gran éxito, el que más sobrevivió después, fue El caballero del Febo, de Diego Ortúñez de Calahorra (1562), cuyas aventuras daban argumentos al teatro cortesano de la reina Isabel de Inglaterra, e inspiraban a Henry Pettowe y acaso al mismo Shakespeare.

Con parte de fundamento, pero también con parte de exageración, justificada por el exceso de opiniones vulgares, se ha negado que el ideal caballeresco y aventurero fuese conforme con el espíritu y carácter españoles;2 se ha puesto entre las gestas castellanas y los libros de caballerías un abismo infranqueable, y hasta se niega a estos libros una verdadera popularidad entre nosotros. Cierto es que la novela caballeresca no deriva de la antigua epopeya española, pero todavía se une a ella, aunque no sea más que por un tenue hilo; cierto que es principalmente un reflejo de modelos extranjeros, pero esto, ni veda la popularidad, ni impide el íntimo españolismo de Amadís, feliz adaptación al espíritu español de una corriente francesa. Y si la literatura caballeresca subyugaba al público desde los tiempos lejanos del rey don Pedro hasta los de Felipe III, hinchando abultados volúmenes para las clases más cultas, descendiendo en forma de libritos populares de cordel hasta las clases más humildes, y ocupando una parte, no la menos bella, del Romancero; si inspiraba al teatro nacional hispanoportugués, si se infiltraba en las empresas señoriales y en las fiestas públicas, si sus enormes novelas fueron lectura absorbente, capaz de amargar con remordimientos la conciencia del antiguo canciller Ayala, de Juan de Valdés, de Santa Teresa, y de preocupar a los procuradores en las Cortes del Reino, a los moralistas, a Luis Vives y a Fray Luis de Granada, hemos de conceder que este género literario no sólo fue popular, sino popularísimo. No triunfaron los libros de caballerías, como se cree, por ser la única novela disponible en el siglo xvi, sino que fueron casi únicos porque sus aventuras triunfaban en las imaginaciones españolas desde hacía mucho tiempo; crecían esos libros en segundas partes y continuaciones, porque la imaginación quería prolongar el placer de vivir la vida de la aventura sobresaltada y del esfuerzo victorioso y vengador.

El Quijote frente a las caballerías

Y esta literatura no se moría de vieja aun en 1602, cuando don Juan de Silva, señor de Cañadahermosa, imprimió su Crónica de don Policisne de Boecia. Entonces llegó el conocido momento en que Cervantes quiso hacer bien a la literatura y moral patrias, desacreditando los libros de caballerías.

El Quijote nace así con un especial propósito literario, declarado repetidas veces por el autor, y, según esto, podrá creerse que no tiene más que una relación negativa con esos libros y con el espíritu caballeresco que los informa. Lord Byron (en su Don Juan) piensa que Cervantes arruinó el sentimiento caballeresco español, y así causó la perdición de su patria; igualmente León Gautier (al dedicar su monumental volumen sobre la vida caballeresca al mismo Cervantes) se lamenta con amargura al ver cómo la antigua caballería, el amor de sus amores, es ridiculizada y muerta por el gran novelista, y para perdonar al autor de las imperecederas y demoledoras páginas del Quijote, tiene que pensar en el heroico soldado de Lepanto, prefiriendo el hombre al libro. Pero, muy al revés, Menéndez Pelayo sostiene que Cervantes no escribió obra de antítesis a la caballería, ni de seca y prosaica negación, sino de purificación y complemento; no vino a matar un ideal, sino a transfigurarlo y enaltecerlo: cuanto había de poético, noble y humano en la caballería, se incorporó en la obra nueva con más alto sentido, y de este modo el Quijote fue el último de los libros de caballerías, el definitivo y perfecto.

Entre esta manera de ver, que parece paradójica, y aquella otra más llana y corriente, podremos guiar nuestro juicio acerca del sentido fundamental del Quijote, tomando un punto de vista genético.

Del Ariosto a Cervantes

El Quijote aparece como el último término de una serie, en cuanto a la intromisión del elemento cómico en el heroico. Esta mezcla venía haciéndose en la literatura desde siglos atrás, desde el tiempo mismo del esplendor de la epopeya, bastando recordar, como ejemplo más notable, el cantar del Pèlerinage de Charle Magne. El Renacimiento acentuó esta manera de ver la poesía heroica; para esta época, que ahondaba en la contemplación de la serena belleza clásica, tenían que parecer ficciones poéticas demasiado simples los personajes de las chansons de geste, tan monótonos en los giros de su pensamiento como en los descomunales tajos de su espada. Los espíritus, que se nutrían de las ideas de la antigüedad romana, comprendían mucho menos el imperio de Carlomagno que el de Augusto, y no podían sentir hondamente la sencilla grandeza de la epopeya medieval. Así, el renacimiento italiano, desde fines del siglo xv, con Pulci y con Boiardo, hallándose frente a la materia poética carolingia y bretona que la tradición de la Italia septentrional le transmitía, no pudo mirarla sinceramente en serio. Boiardo, al hacer enamorado a Roldán, se complace en presentar al invencible paladín como un amante inhábil y tímido, un babieca, un babbione siempre engañado por Angélica. Después, Ariosto (1516, 1532) prosigue esta burla del héroe, haciéndole amador despreciado, y traza la furiosa locura de sus celos con abultados rasgos tragicómicos; en torno a estas escenas culminantes, el poeta, con leve gesto de sonrisa, va veleidosamente entremezclando los caballeros de Carlomagno y de Marsilio en una maraña de aventuras, maravillosas en amores, combates y encantamientos, cada una alcanzada e interrumpida por la siguiente, como las tranquilas olas del mar, siempre continuas, siempre monótonas, siempre espumantes de juguetona novedad.

Casi un siglo después de Ariosto, Cervantes vuelve a tratar la aventura caballeresca desde un punto de vista cómico. El autor español conocía y admiraba así a Boiardo como a Ariosto; imita a menudo al Orlando furioso, y don Quijote mismo se preciaba de cantar algunas estancias de este poema; pero los tiempos habían cambiado mucho: al arte por el arte, que dominaba la época del Ariosto, sucede el influjo aristotélico y el arte de la verdad ejemplar, por lo cual Cervantes, frente a sus admirados predecesores, asume una nueva posición, la de corregir la inverosimilitud de la aventura caballeresca, es decir, su falta de verdad universal o moral. Además, mientras Pulci, Boiardo y Ariosto continuaban con burlón humorismo la narración de los antiguos poemas en verso, Cervantes, al proponerse satirizar las caballerías en prosa, no iba a escribir un poema, sino una obra prosística, una novela, lo cual le lleva a otro mundo artístico muy diverso del de los italianos. Por tanto, Cervantes no buscó la fuente primera de su inspiración en las obras de éstos, encumbrados en artificios y primores de esfuerzo monumental, sino que la buscó, siguiendo instintos de su raza española, en una literatura más llana, más popular que aquélla.

Lo cómico caballeresco en cuentos populares. Sacchetti

Hacía mucho que, junto a las escenas cómicas de la vieja epopeya francesa, junto a la incrédula narración de las ficciones caballerescas hecha por los italianos renacentistas, existía en obras de menos vuelo literario otra manera más francamente hostil de ver la caballería: la de encarnar los ideales de ésta en un pobre loco, cuyas fantasías se estrellan contra la dura realidad de las cosas. En la segunda mitad del siglo xiv, por ejemplo, descubro en el novelador italiano Sacchetti una figura de exacta apariencia quijotesca, la de aquel Agnolo di Ser Gherardo: es un hombre extravagante; aquéjale una monomanía caballeresca, a pesar de sus setenta años, y, montando en un caballo flaco, que parecía el hambre, va desde Florencia a un pueblo vecino para asistir a unas justas; al tiempo de ponerle el yelmo y darle la lanza, unos maliciosos meten un cardo bajo el rabo del jamelgo, el cual echa a correr, con grandes botes y corcovos, sin parar hasta Florencia; allí, entre la risa de todos, la mujer recoge al maltratado jinete, lo acuesta en la cama para curarle las magulladuras del yelmo y de las armas, y le reprende su necia locura caballeresca.3 No sólo el fundamento cómico, sino los detalles mismos son iguales a los del Quijote. ¿Quién no recuerda al viejo hidalgo manchego sobre su flaco Rocinante en medio de la playa de Barcelona, cuando iba también a unas justas, admirando con su extraño porte a las gentes de fiesta que le rodean; y los muchachos que encajan debajo de la cola del caballo un manojo de aliagas y los corcovos del animal, que dan con don Quijote en tierra?

Cervantes debió de conocer en versión manuscrita u oral el cuento de Sacchetti u otro semejante, aunque sin duda lo conoció tarde, tan sólo al escribir la segunda parte del Quijote, donde lo aprovecha. Debió igualmente de conocer cualquiera de los varios cuentos que circulaban entonces acerca de cómicas alucinaciones padecidas por un lector de libros caballerescos, como el de aquel estudiante de Salamanca, que por causa de estos libros abandonaba las lecciones, y un día interrumpió la soledad de su lectura con grandes voces y cuchilladas al aire en defensa de uno de los personajes de la novela leída, que hasta tal punto le sorbía el seso.

El Entremés de los Romances

Pero si Cervantes debió conocer relatos de éstos, acaso no los conoció o recordó sino después de comenzado el Quijote, pues lo cierto es que los primeros episodios de la novela fueron concebidos por estímulo de una obra de otra índole, un despreciado Entremés de los Romances, cuya importancia, a mi ver, no ha sido aún comprendida por la crítica. Ocurriósele a Adolfo de Castro exhumar esta pobre composición teatral, afirmando que Cervantes mismo era autor de ella, y se atrajo el más justo y general descrédito. Mas esta afirmación desatinada no debe privarnos de examinar sin prejuicios la cuestión.

El Entremés debió de ser escrito en 1591 o poco después; quiere burlarse de la excesiva boga de los Romanceros, que sin cesar se reeditaban desde hacía medio siglo, y en especial del Romancero intitulado Flor de Romances, que se venía publicando y añadiendo desde 1591 a 1597.4

El Entremés y la primera aventura del Quijote

Nos presenta el Entremés a un pobre labrador, Bartolo, que, de tanto «leer en el Romancero», enloquece, como don Quijote de leer los libros de caballerías, y se empeña en imitar ridículamente a los caballeros de los romances. Sus desvaríos tienen la más chocante semejanza con los de don Quijote en la primera aventura por éste acometida, la de los mercaderes toledanos. Bartolo, hecho soldado por su locura, se cree el Almoradí o el Tarfe de los romances moriscos, y quiere defender a una pastora importunada por su zagal; pero éste se apodera de la lanza de Bartolo, y con ella lo maltrata, dejándolo tendido en el suelo; de igual modo don Quijote es apaleado con su propia lanza por un mozo de mulas de los mercaderes. Bartolo, sin poder ponerse de pie, consuélase pensando que de tal desgracia no tuvo él la culpa, sino su cabalgadura; lo mismo dice don Quijote, sin poderse levantar del suelo: «no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido».5

Las semejanzas aumentan todavía cuando Bartolo, acordándose del conocido romance del marqués de Mantua, cree ser él el enamorado Valdovinos que yace herido en el desierto bosque, y exclama:

¿Dónde estás, señora mía,

que no te duele mi mal?;

pues don Quijote cree igualmente ser Valdovinos, y prorrumpe recordando estos mismos versos.

Llegan en tanto los de la familia de Bartolo, y éste piensa que llega el propio marqués, y así les saluda con nuevos versos del romance:

¡Oh noble marqués de Mantua,

mi tío y señor carnal!,

versos que también repite don Quijote cuando se acerca a él un labrador de su mismo pueblo.

El Entremés continúa ensartando trozos del romance, ora en boca de Bartolo, ora en la de las demás personas que, siguiendo el humor del loco, se entregan a una desatinada parodia en acción de la famosísima historia del marqués de Mantua. Cervantes, como era natural, desechó tan grotesca parodia, y la redujo a un relato breve, en el cual nos dice que a todas las preguntas del labrador no respondía don Quijote sino prosiguiendo con versos de su romance, y contando como propias las desventuras de Valdovinos. Pero, aun en esta breve narración, Cervantes se deja arrastrar del sistema de parodia entremesil; se acuerda de que el marqués, al acercarse al caballero herido,

desque le quitó el almete,

comenzole de mirar…

con un paño que traía

la cara le fue a limpiar,

desque la ovo limpiado,

luego conocido lo ha;

y nos refiere que el labrador, al acercarse a don Quijote, «quitándole la visera […] le limpió el rostro, que tenía lleno de polvo, y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo […]». Esta parodia, hecha por Cervantes sin intención burlesca alguna, es un precioso resto de imitación inconsciente, sugerida por el Entremés.

Bartolo y don Quijote son llevados del mismo modo a su pueblo; y en el camino, la locura de uno y de otro da un violento salto desde el romance del marqués de Mantua a los romances moriscos: Bartolo se figura ahora ser el alcalde de Baza que lamenta, con el amigo Abencerraje, las falsedades de Zaida, y don Quijote fantasea ser el cautivo Abencerraje que cuenta sus amores al alcaide de Antequera. Uno y otro loco, en fin, llegan a su casa, y puestos en la cama se quedan dormidos; pero uno y otro, al poco rato, alarman otra vez a los afligidos parientes, alborotando con nuevos desatinos; Bartolo con el incendio de Troya y don Quijote con los torneos de los doce pares.

«¡Lleve el diablo el Romancero, que es el que te ha puesto tal!», dice un vecino de Bartolo; «¡Malditos estos libros de caballerías que tal han parado a vuestra merced!», dice el ama de don Quijote cuando éste llega a su casa. ¿Cómo es que el ama no maldice el Romancero? Vamos a explicarlo.

Cervantes recibe impresión excesiva del Entremés

Las analogías entre la primera aventura del Quijote y el Entremés, según vemos, son tantas y tan igualmente dispuestas, que es imposible negar una relación genética entre ambos textos. Ahora consideremos que el Entremés quiere burlarse de los indiscretos lectores del Romancero, y pisa firmemente su terreno cuando hace que Bartolo se crea ser cualquier personaje de romances. Cervantes quiere censurar la lectura de los libros de caballerías, y está del todo fuera de su campo cuando hace reiteradamente a don Quijote desvariar con los mismos personajes romancescos que Bartolo; bien se ve que la primera idea del loco que sueña ser Valdovinos pertenece al entremés, y que sólo por influencia indebida de éste se halla en la novela. Si pretendiéramos suponer por un instante que el entremés era posterior, y hecho a imitación del Quijote, tropezaríamos con esta razón, que toca al fundamento mismo de las dos obras.

Y todavía debemos añadir otra consideración substancial en pro de la precedencia del entremés. El loco en cuya cabeza se desvanece la idea de la propia personalidad para ser ésta sustituida por la de otro personaje famoso cualquiera, es el vulgar y único tipo que siempre maneja el Entremés, atento sólo a provocar la risotada de los espectadores; pero en el Quijote tal especie de desvarío no aparece sino en la aventura primera (nótese esto bien), en los capítulos V y VII, de que venimos hablando, y es un desvarío por demás discordante con el que siempre mantiene don Quijote, cuya personalidad queda en toda otra ocasión firme y erguida frente a la de los héroes que le enloquecen. Hay, pues, que pensar, examinando los fundamentos de lo cómico quijotesco en la aventura de los mercaderes toledanos, que Cervantes no ideó el episodio con una combinación enteramente libre de los recursos propios de su fantasía, sino que ésta se hallaba como estrechada y constreñida por el recuerdo indeleble del Entremés de los Romances, que había producido en su ánimo una vigorosa impresión cómica. Esta impresión, tenaz, excesiva, impuso al novelista no sólo una inconsciente e incomprensible sustitución de los romances a los libros de caballerías como causantes de la locura de don Quijote, sino, además, una forma de desvarío y un procedimiento de parodia profundamente extraños a la libre concepción del novelista.

Éste es el hecho fundamental en la gestación del Quijote. Cervantes descubrió una gracia fecunda en el entremés que se burla del trastorno mental causado por la indiscreta lectura del Romancero. Esta sátira literaria le pareció tema excelente; pero la apartó del Romancero, género poético admirable, para llevarla a un género literario de muchos execrado, el de las novelas caballerescas, no menos en moda que el Romancero. Autores había también, como Lorenzo de Sepúlveda, que querían imponer correctivo a los romances viejos, «harto mentirosos y de poco fructo»; pero Cervantes no podía pensar como Sepúlveda ni como el entremesista.

En cuanto don Quijote llega a su casa y queda dormido, descansando de la locura de ser Valdovinos el del romance, el cura y el barbero proceden al escrutinio de la librería del enfermo hidalgo. En ella, además de la gran multitud de novelas caballerescas, aparecen las Dianas, la Galatea y otras novelas pastoriles; aparecen poemas heroicos italianizantes y Tesoros de varias poesías; pero con sorpresa observamos que no aparece allí ninguno de los muchos Cancioneros, Silvas, Flores de romances y demás Romanceros que desde más de medio siglo venían publicándose; para Cervantes los poemitas contenidos en esas colecciones eran como obra de todo el pueblo español, y no podían ser causantes de la locura del nobilísimo caballero de la Mancha, ni debían estar sujetos al juicio del cura y del barbero. Los que enloquecieron realmente a don Quijote fueron esos abultados librotes de caballerías condenados al fuego, el enrevesado Don Florisel de Niquea, aquel tonel, más que volumen, de Don Olivante de Laura; pero, sin embargo, el primer momento de la inmortal locura no parte de ninguno de éstos, sino de un delgado librico de cordel con el Romance del marqués de Mantua, que para nada figura en el donoso y grande escrutinio, porque no entraba para nada en los planes de Cervantes, sino en los del vulgar entremesista.

Sólo por inmediata influencia de éste podemos encontrar los romances en los cimientos del Quijote más que en los libros de caballería. Y esto no únicamente en la aventura de los mercaderes toledanos, sino también en otros pasajes del capítulo II. Al oscurecer de aquel caluroso día de julio que vio la primera esperanza salida de don Quijote por el campo de Montiel, cuando llega el hidalgo a la venta donde va a ser armado caballero, confórmase con el pobre albergue que el ventero le ofrece, recordando palabras del misterioso romance de La constancia:

Mis arreos son las armas;

mi descanso, el pelear;

y cuando las mozas del mesón le ayudan a desarmarse, desvaría contrahaciendo versos del romance de Lanzarote:

Nunca fuera caballero

de damas tan bien servido

como fuera don Quijote

cuando de su aldea vino.

Pero todo esto cambia por completo en cuanto Cervantes acaba de olvidar el entremés.

Cervantes ¿es un plagiario?

El estudio de las fuentes literarias de un autor, que es siempre capital para comprender la cultura humana como un conjunto de que el poeta forma parte, no ha de servir, cuando se trata de una obra superior, para ver lo que ésta copia y descontarlo de la originalidad; eso puede sólo hacerlo quien no comprende lo que verdaderamente constituye la invención artística. El examen de las fuentes ha de servir precisamente para lo contrario, para ver cómo el pensamiento del poeta se eleva por cima de sus fuentes, cómo se emancipa de ellas, las valoriza y las supera.

Cervantes, justamente en los momentos en que sigue más de cerca al Entremés, aparece más original que nunca. Nada de aquella fresca, sutil y honda finura cómica que hace del episodio de los mercaderes toledanos uno de los mejores de la novela, nada deriva del entremés; éste impuso a la imaginación de Cervantes varios pormenores tan sólo de los más externos de la aventura. El grotesco y apayasado Bartolo se parece en la brutal materialidad de algunos actos a don Quijote; pero nada más que en esto poco, porque carece totalmente del misterioso atractivo interior que acompaña a don Quijote desde el comienzo. Para sacar del Entremés los primeros capítulos del Quijote se necesitó un gigantesco esfuerzo creador, cosa que totalmente olvidan muchos eminentes críticos, reacios para creer que el genio inventivo de un Cervantes o un Dante tenga más fuentes de inspiración que las vulgarmente conocidas. El Entremés, después de suscitar la concepción de Cervantes, antes que ayudarla vino a servirle de estorbo, pues le obligó a un trabajo de rectificación que nos es dado observar en parte, ya que en parte se llevó a cabo, no en los momentos de gestación, sino en el curso mismo de la ejecución.

Cervantes corrige el tipo quijotesco

Fácilmente se echan de ver en el Quijote varias incongruencias en la sucesión y acoplamiento de los episodios. Esto hace que unos hablen de la genial precipitación de Cervantes en escribir su obra, mientras creen otros que eso no pasa de ser una frase vulgar, pues es sabido que Cervantes corregía y daba más de una forma a sus producciones. Evidentemente, hay de todo en las contradicciones observadas: hay descuidos evidentes, hay correcciones a medio hacer, hay desenfadados alardes de incongruencia y despropósito: la acción, envuelta en volubles giros por la flaca imaginación del protagonista, mereció al autor, en cuanto al plan externo, menos atención que la de las novelas ejemplares; Cervantes quiso dejarla con todas las ligeras inconsecuencias de una improvisación muy a la española. Pero esa improvisación en modo alguno supone inconsciencia, sino impresión viva, penetrante, que no quiere embotarse en lo inútil. No es el de Cervantes un arte descuidado porque tome a manos llenas en las ficciones populares, pues sabe tallar en ellas facetas de brillo poético extraordinario; no es descuidado porque acuda a la fácil jovialidad de los que dicen: «¡Vengan más quijotadas, embista don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo que fuere, que con esto nos contentamos!», pues tiene perfecta conciencia de que pone en su obra un perenne valor de humanidad, y «a mí se me trasluce —añade— que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca». Frente al descuido en algunos pormenores, ¡cuánta meditación no revela la depuración del tipo quijotesco, cuán íntima y prolongada convivencia del artista con su creación!

Partimos del hecho que la fantasía de Cervantes no concibió espontáneamente ese tipo sino en cierto modo cohibida por la sugestión del Entremés, ni ideó su protagonista dentro de un plan bien definido desde el comienzo, sino en una visión sintética algo confusa. Sólo durante el desarrollo de la obra va, con lentos tanteos a veces, desentrañando y llamando a vida toda la compleja grandeza que latente dormía en la primera concepción del genio. Este desenvolvimiento gradual de una idea se comprende cuán feliz puede ser en una larga novela de aventuras. Lejos de ser éstas una fatigosa repetición del tipo inicial del protagonista, son una incesante revelación, aun para el mismo artista, y, por tanto, más sorprendentes para el lector. El tipo no está perfectamente declarado hasta el mismo final de la novela.

Desde luego, la especial locura de don Quijote en su primera salida, figurándose una vez ser Valdovinos herido, creyéndose en seguida Albindarráez prisionero, y siendo después Reinaldos indignado contra don Roldán, era, ya lo hemos indicado, fuertemente perjudicial para la personalidad del ingenioso hidalgo. Cervantes abandonó este camino por completo en cuanto acabó de agotar su primera fuente de inspiración; en adelante, don Quijote será siempre y nada más que don Quijote. Su carácter recibe en seguida un firme apoyo. En el mismo capítulo VII, en que acaban estas alucinaciones de impersonalismo, entra en escena Sancho. Viene también de la literatura popular; un refrán decía: «Allá va Sancho con su rocino»; y allá entró en su rucio el villano, decidor inagotable de refranes, como un tipo escuderil arcaico, que aparece en el siglo xiv en el más antiguo libro de caballerías conocido, El caballero Cifar. En los primeros coloquios de don Quijote con su escudero brota ya algún rasgo de esa discreción sentenciosa que tanto precio dará en lo sucesivo a la locura del hidalgo, y que pronto, en el capítulo XI, llegará a dilatarse en el elocuente discurso de la edad dorada. El amo y el escudero irán progresivamente completándose el uno al otro, de tal modo, «que las locuras del señor sin las necedades del criado no valdrían un ardite», y con razón nota Rubió que cuando don Quijote se queda solo en Sierra Morena y en casa de los duques, las dos únicas ocasiones en que después se divorcia la genial pareja, sentimos por Sancho la misma añoranza que el caballero experimenta en su corazón de oro.

Don Quijote olvida los romances

Cervantes también, en cuanto dio fin a la aventura sugerida por el Entremés de los Romances, sintió con toda evidencia que esa manera de comicidad buscada, según el arte popular de Sacchetti o del entremesista, en el choque de una alocada fantasía con la realidad cruel, no podía llegar a perfección humorística fundándola en los ideales heroicos y nacionales del Romancero. Cierto que éste y los libros de caballerías son medio hermanos, hijos ambos de la epopeya medieval; pero el Romancero, como hijo legítimo, quedose en su heredad patrimonial del mundo heroico, mientras el bastardo se fue a buscar las aventuras y perdió tras ellas el juicio. Cervantes veneraba el mundo épico, y en cuanto se vio libre de la sugestión del entremés, hizo que la locura de don Quijote se retirase por completo de los versos del Romancero y se refugiase, como en su propio alcázar, en las fantásticas caballerías de los libros en prosa. Éstas, entonces, en la mente de don Quijote, se elevan al nivel de las ficciones heroicas; el hidalgo pretende saber que en la armería de los reyes de España, junto a la silla de Babieca el del Cid, está la enorme clavija como un timón de carreta con que el valiente Pierres guiaba por los aires su caballo de madera; y todavía antepone el mundo novelesco al heroico y estima al Caballero de la Ardiente Espada muy por cima del Cid Rui Díaz. Por el contrario, el canónigo, escandalizado, aparta entre los fantasmas caballerescos los héroes épicos, y los une en un respeto común con los personajes históricos: no vio jamás en la Armería de Madrid la clavija de Pierres, pero cree en la silla de Babieca (que la crítica arqueológica ha llegado a expulsar de la real colección) y aconseja a don Quijote que deje de leer los mentirosos hechos de Felixmarte de Hircania y de los emperadores de Trapisonda, y se atenga a los de Viriato, César, Alejandro, Fernán González y el Cid.

En definitiva, Cervantes comprendió que su don Quijote no podía seguir reviviendo los episodios del Romancero, con los que estaba noblemente encariñada la imaginación española, y vio que la fuerza cómica había de estribar sólo en la incompatibilidad de la perfección asocial del caballero andante con una vida estrechamente organizada entre fuertes instituciones de gobierno. Don Quijote no sólo deja para siempre de creerse él un personaje de romancero, sino que también cesa de aplicarse a sí mismo versos de romance. Únicamente vuelve a apropiarse alguna vez cierto famoso juramento del marqués de Mantua, y el «Mis arreos son las armas; mi descanso, el pelear», como recuerdos indelebles de la primera expresión de su tipo, influida por el Entremés. Fuera de esto, parece como que Cervantes quiere instintivamente apartarse, cuanto más puede, del mal camino emprendido, y escasean en todo el resto de la primera parte del Quijote las alusiones a los romances, a pesar de que éstas andaban entonces de moda en la conversación ordinaria; don Quijote sólo cita, como materia histórica, el romance de Lanzarote y el del Cid excomulgado por el Papa.

Cervantes no olvida el Romancero. Episodio de Cardenio

Contrastando con ese olvido de don Quijote, en la segunda parte de la novela, escrita cuando ya Cervantes estaba libre de la preocupación repulsiva hacia el Entremés, los recuerdos de romances volverán a ocurrir doble número de veces, y, como veremos, en forma mucho más dilatada que en la primera parte.

Pero también en la parte primera, aun cuando Cervantes rehuía el recordar expresamente el Romancero, lo tenía muy presente y lo aprovechaba para su propia inspiración personal. Cuando quiso animar la primera parte del Quijote, esmerando la invención y haciendo el mayor esfuerzo de novelista según el arte de moda, cuando imaginó los episodios de la Sierra Morena, allí surgió a su memoria un romance que imitar, aunque muy de otro modo que cuando estaba influido por la parodia entremesil. Aquel Cardenio que, de amante despechado, se entra por lo más áspero y escondido de la Sierra, deja muerta su mula y él se embosca en lo más cerrado y oculto de la montaña, entre jarales y malezas, saltando de mata en mata; que, rodeado y compadecido por los pastores, llora y da muestras de locura, suspendiendo su plática y clavando sus ojos en el suelo, es una figura arrancada de aquel romance de Juan del Encina, divulgado al par de los romances viejos en Cancioneros y pliegos sueltos:

Por unos puertos arriba

de montaña muy escura

caminaba un caballero

lastimado de tristura.

El caballo deja muerto

y él a pie por su ventura,

andando de sierra en sierra,

de camino no se cura.

Métese de mata en mata

por la mayor espesura;

los ojos puestos en tierra,

sospirando sin mesura;

despedido por su amiga

por su más que desventura.

—¿Quién te trajo, caballero,

por esta montaña escura?

—¡Ay pastor, que mi ventura!…

Los doctos comentaristas del Quijote no advierten esta evidente correspondencia, muy notable ahora para nosotros, por mostrarnos cómo la inspiración romántica ha cambiado sus ejes en la mente de Cervantes.

Don Quijote se atiene a los libros de caballerías

Una vez que Cervantes rectificó la conexión de la locura del hidalgo con el Romancero, pudo libremente conducir el protagonista hacia su perfección. Don Quijote, desde su primera salida, se había ya propuesto enmendar sinrazones y castigar a los soberbios; pero en esto no se diferencia todavía gran cosa del grotesco Bartolo, que se encara con el zagalón perseguidor de la pastora. Sólo en el citado capítulo VII, en que termina la sugestión del Entremés, el hidalgo eleva su locura a un pensamiento comprensivo y expresa la necesidad que tenía el mundo de que en él se resucitase la caballería andante; se reviste así de una misión, y en esta frase fugaz apunta el momento genial de la concepción de Cervantes, pues es cuando el autor empieza a mirar las fantasías del loco como un ideal que merece respeto, es cuando se decide a pintarlo grande en sus propósitos, pero fallido en la ejecución de ellos. Acaso la primera mezcla equivocada del Romancero sirvió a Cervantes para salvar la parte heroica que había en los libros de caballerías. Coincidían éstos con la epopeya, según hemos apuntado, en el tipo de perfección caballeresca, y don Quijote va cumpliendo en sí tanto el ideal de ésta como el de aquéllos, cuando ya afirmándose en su amor a la gloria, en su esfuerzo inquebrantable ante el peligro, en su lealtad ajena a todo desagradecimiento, en no decir mentira así le asaetearan, en conocer y juzgar el derecho acertadamente, en ayudar a todo necesitado, en defender la ausente, en ser liberal y dadivoso, en ser elocuente, y hasta en entender de agüeros y desear quebrantar los que se muestran adversos, según hacían los viejos héroes españoles. Los poemas caballerescos añadían al ideal de la epopeya una perfección más: el ser enamorado; y ante don Quijote surge Dulcinea, porque «el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, cuerpo sin alma». Así, de las embrolladas aventuras de los libros de caballerías sacaba el desbarajustado pensamiento de don Quijote un ideal heroico puro, que entroncaba con el de la antigua epopeya.

«¡Pobre don Quijote! —exclama Paulino Paris, considerando la superior belleza de los poemas caballerescos franceses en donde los libros de caballerías se inspiraron—. ¡Pobre don Quijote! Las novelas culpables de tu locura no eran sino largas paráfrasis descoloridas. ¿Qué hubiera sido de ti si hubieses leído los originales franceses?» Pero, no; si don Quijote hubiera leído sólo el Tristán y el Lanzarote, con «aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amores y fuertes fechos», hubiera sido un loco vulgar, venturoso en amores trágicos; la parodia se hubiera acabado y deshecho con alguna escena, a pique de chocarrería, en que el caballero de la Mancha lograse por el esfuerzo de su brazo a Dulcinea, la paloma tobosina, logro que repetidas veces pensó Cervantes y anunció con la predicción de Urganda en los versos iniciales. Los poemas franceses podían bien enloquecer mucho más a don Quijote; pero sólo la feliz adaptación española del Amadís pudo dar a sus desvaríos una superior nobleza.

El Amadís, inspirador de don Quijote

Después de mucho devanarse los sesos en largas meditaciones, don Quijote decide no hacer las locuras de Orlando furioso, sino la penitencia del caballero de Gaula en la Peña Pobre. «¡Venid a mi memoria —exclama—, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros!» Éste es el momento en que su locura entrevé toda la grandeza moral de que es capaz.

Desde entonces, la depuración gradual del tipo quijotesco es segura. Si antes la fidelidad y veneración que don Quijote siente por Dulcinea tienen alguna vacilación y alguna gravísima irreverencia (capítulos XXI, XXV, XXVI), desde ahora el tipo del fiel amador se afirma definitivamente, sobre todo desde el capítulo XXX, en que el caballero andante desaira a la princesa Micomicona. Recuérdese el capítulo siguiente, en que Sancho, relatando el mensaje al Toboso, describe a Dulcinea como una hombruna labradora que cosecha trigo rubión, y cuanto más el escudero quiere deshacer todas la ilusiones de don Quijote, más éste las va rehaciendo con esmero delicado e incansable; pues bien: esta tenaz restauración del ideal que se ama está igualmente tratada poco antes, en el capítulo XXV, ¡pero cuánto más infelizmente, a causa de esa vacilación e irreverencia aludidas! Y todavía la progresión continúa; la villana Aldonza, que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha, a quien Sancho conoce y a quien don Quijote miró alguna vez en honesto silencio, desaparece en la segunda parte de la novela, y se convierte en una dama ideal a quien su caballero jamás vio, estando de ella enamorado de oídas solamente.

De igual modo, todo el carácter cómico que se manifestó primero de un modo confuso, va alcanzando la suma purificación interior. Al fin de la primera parte puede decir don Quijote: «Después que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos». Se ha apartado de las tentadoras fascinaciones del amor y de la fuerza, que le brindaba el anárquico y fantástico mundo de la caballería, para no tomar sino el áspero sacrificio, «siempre puesta en la imaginación de la bondad de Amadís, flor y espejo de los andantes caballeros»; y firme en la idea de que la caballería es una religión, ennoblece toda su ridícula vida con un profundo sentimiento místico, asciende a las más puras fuentes de lo heroico, y con la insensibilidad corporal de un mártir sufre los mayores dolores, «como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra». Lo sostiene la fe más firme: «Sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí, que Dios que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua, y es tan piadoso que hace salir su sol sobre los buenos y malos, y llueve sobre los injustos y justos». Espera siempre en Dios, aunque siempre se encuentre defraudado en esta esperanza; quiere «mejorar la depravada edad nuestra», restaurando en ella la pureza de la caballería, aunque el mundo todo le desagradezca y aunque en vano busque en derredor de sí, para confiarles su maltratada honra, a los que más simpatía le muestran: «Yo he satisfecho agravios, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno; si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes». En vano; los excelentes duques a quienes en su tristeza acude, le están jugando en aquel mismo momento una mala partida para burlarse de su enferma idealidad. Las más santas esperanzas en el cielo y en la tierra quedan engañadas. ¿Es porque son imposibles? No nos importa; la noble locura del héroe recibe un amargo sentido tragicómico, sostenida por un ideal que, aunque jamás logrado, merece la más cariñosa simpatía de los humanos.

Lo popular y lo erudito combinados por Cervantes

A veces nos dejamos llenar del aspecto cómico del hidalgo, y pensamos como su sobrina: «Que sepa vuesa merced tanto, señor tío, que si fuese menester, en una necesidad, podría subirse en un púlpito e irse a predicar por esas calles, y que con todo esto dé en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es valiente siendo viejo, que tiene fuerzas estando enfermo, y que endereza tuertos estando por la edad agobiado, y sobre todo, que es caballero no lo siendo, porque aunque lo pueden ser los hidalgos, no lo son los pobres». Pero, en definitiva, pensamos que la fuerza ideal de don Quijote se sobrepone a su falta de razón y a todos los defectos de la realidad, y siendo pobre, nos admira con su liberalidad; siendo flaco y enfermo, es héroe de esfuerzo nunca doblegado ante la mala ventura; siendo viejo, nos conmueve con un primer amor desatinado ridículo; siendo loco, sus palabras y acciones remueven siempre alguna fibra entrañal en el corazón entusiasta.

Al pensar como la sobrina nos quedamos en el terreno del arte popular, donde los cuentistas esbozaron la comicidad de la vana aspiración caballeresca; pero al simpatizar con el loco entramos en un campo erudito que nos abre Cervantes.

El estudiante salmantino que da cuchilladas al aire, el Bartolo del Entremés, el caballero orate de Sacchetti, no se parecen a don Quijote sino muy de lejos. Tales dementes grotescos sólo nos sirven como piedra de toque para comprobar que no aciertan los que señalan como rasgo específico de la concepción cervantina el haber buscado elementos cómicos en el choque de la ilusión con la realidad. Eso lo hicieron los cuentistas populares; Cervantes se apoya en ellos para superarlos.

Se apartó del protagonista de aquellos cuentos que, según las teorías literarias, hubiera debido desarrollar en el sentido del perfecto o absoluto loco, y creó el loco cuerdo, convirtiendo los desvaríos del demente en ideales de perfección, llevando hacia ellos toda nuestra simpatía. En esto consiste la esencial novedad poética, en esa doble complejidad: el esfuerzo del nuevo Amadís, mezclado de flaqueza, abatido siempre bajo el peso de la vulgar realidad; la flaqueza mental del caballero, mezclada de virtud y saber extraordinarios, levantada siempre por una aspiración nobilísima.

Avellaneda recae en el Romancero

Nueve años después de publicada la primera parte del Quijote, surge una imitación que nos interesa vivamente. Avellaneda no parece que escribió otro Quijote sino para darnos una medida palpable del valor propio de Cervantes. Los caracteres y cualidades más salientes del tipo cómico están en Avellaneda, pero sin el acierto genial. No será esta consideración nunca bastante encarecida para evitar acerca del Quijote juicios insuficientes: toda apreciación del Quijote que pueda ser aplicada por igual a Avellaneda no contiene nada específico acerca de Cervantes. Avellaneda ha de ser otra piedra de toque.

Fijándonos en los aspectos que venimos considerando, Avellaneda, lejos de comprender cuánto dañaban al protagonista las alucinaciones de personalidad ajena y los desvaríos sobre los romances, abusó de unas y de otros, insistiendo fastidiosamente en la vulgar locura del Entremés y de los primeros capítulos del Quijote. El don Quijote de Avellaneda, herido y derribado por un melonero, se pone a recitar el romance del rey don Sancho, pues se cree herido por Vellido Dolfos, y manda a Sancho Panza que, llamándose Diego Ordóñez, vaya a retar a los de Zamora y al buen viejo Arias Gonzalo. Otra vez «ensarta mil principios de romances viejos, sin ningún orden ni concierto», igual que Bartolo, el del Entremés, y al subir a caballo recita el comienzo del romance: «Ya cabalga Calaínos». Al entrar en Zaragoza, habla como si él fuera Aquiles; más allá se tiene por Bernardo del Carpio; en Sigüenza se cree don Fernando el Católico; en el Prado de Madrid se figura ser el Cid Rui Díaz, y luego dice que es Fernán González; todo ello, empedrando sus discursos con impertinentes versos de romances. Este mentecato, que, rebosando vanidad y fanfarronería, usurpa su ser a héroes y a reyes, nos aficiona más a la vigorosa personalidad del don Quijote cervantino, de cuya boca fluyen tan suavemente la discreción y la locura a vueltas. Nos instruye el ver cómo se malogra en manos de Avellaneda el mismo contraste popular del loco enamorado de la caballería, y castigado por la realidad, después que de esa idea Cervantes había sabido hacer brotar tan abundante vena de inspiración. Las dotes de narrador que positivamente adornan a Avellaneda no van acompañadas de dotes poéticas del pensamiento más profundas, y así su don Quijote en nada se parece al verdadero. En el falso Quijote se mezclan chocantemente la mayor grosería literaria con una forma agradable, aunque a veces solemne y trabajosa, como se mezclan la torpeza moral con la frívola devoción al rosario, a las disciplinas y a los cilicios, muy lejana de la mística religiosidad del Quijote verdadero. La construcción que Cervantes eleva sobre una idea popular es tan suya, que, ni aun después de realizada, puede copiarse por un Avellaneda.

Pero he aquí que la obra de éste sirvió de fuente de inspiración para Cervantes cuando escribió la segunda parte de su novela.6 Creo que Cervantes tuvo alguna noticia bastante detallada de la obra de su competidor antes de redactar el capítulo LIX, en donde expresamente alude ya a ella, y que marca el momento en que ella hubo de salir a luz. Lo cierto es que no parece sino que de la envidia que Avellaneda alimentaba contra Cervantes quiso éste sacar el fruto más razonable: el no asemejarse en nada a su envidioso; no parece sino que en éste vio más claros que nunca los peligros de trivialidad y grosería que la fábula entrañaba, y se esforzó más en eliminarlos al redactar la segunda parte del Quijote. Ya no se le podrá ocurrir dar aquellas dos o tres pinceladas gordas de la primera parte, aunque tan lejos andaban todavía de la tosquedad de su imitador. La superioridad de la segunda parte del Quijote, para mí incuestionable, como para la mayoría, se puede achacar en mucho a Avellaneda. Hay fuentes inspiradoras por repulsión, que tienen tanta importancia, o más, que las que operan por atracción.

Los romances en la segunda parte del Quijote

El desacierto con que Avellaneda echa mano de los romances contrasta mucho con el nuevo empleo que de ellos hace Cervantes en la segunda parte. Olvidado ya entonces de su despego hacia el Entremés, los vuelve a usar en abundancia, pero nunca ya, claro es, para malparar la personalidad del héroe, ni en forma de impertinente mentecatez, según hacían el entremesista y Avellaneda. Los romances reaparecen para amenizar la frase con reminiscencias poéticas que entonces estaban en la memoria de todos, y de las cuales usaban todos en la conversación culta; la novedad ahora consiste en que estos poéticos recuerdos no aparecen sólo en boca de don Quijote o de los otros personajes más instruidos, sino principalmente en boca de Sancho. Sancho el de los refranes es ahora, a veces, Sancho el de los refranes.

Esta evolución se advierte desde el comienzo de la segunda parte del Quijote, cuando, en el capítulo V, Sancho alude por primera vez a un romance, al de la desenvoltura de la infanta doña Urraca. Verdad es que este capítulo es tachado humorísticamente de apócrifo por el traductor de Cide Hamete, a causa de tener «razones que exceden a la capacidad de Sancho». Pero su íntima autenticidad nos es asegurada en el diálogo que con el escudero tiene don Quijote más adelante: «Cada día, Sancho, te vas haciendo menos simple y más discreto». «Sí; que algo se me ha de pegar de la discreción de Vuestra Merced.» Sin duda, Sancho se mejora y purifica también, al par que evolucionan a su vez don Quijote y Dulcinea. El Sancho de Avellaneda, glotón, brutal y zafio, hasta no entender siquiera los refranes que amontona trastrocados, surge entre el primitivo y el nuevo Sancho de Cervantes, para hacernos estimar en toda su perfección el Sancho de corazón pobre y bondadoso, de ánimo fiel, que duda de todo y lo cree todo, y en donde brota abundante la discreción por entre la dura corteza de la socarronería, alcanzando la más zahorí sabiduría popular en juicios comparables a los de Salomón y a los de don Pedro el Cruel.

El Sancho de la segunda parte del Quijote recuerda varias veces en su plática versos del Romancero: «Aquí morirás, traidor, enemigo de doña Sancha», «Mensajero, sois amigo», «no diga la tal palabra»,7 o alude al romance del conde Dirlos, o al de Calaínos, o al de la Penitencia del rey Rodrigo, o al de Lanzarote, que, según declara, lo aprendió de oírselo a su amo.

Aventuras inspiradas en romances

Pero, además, Cervantes aprovechó el Romancero, no sólo para la fraseología, sino para la invención misma de la novela, aunque en modo muy diverso de como lo había aprovechado en la aventura de los mercaderes toledanos. En esto, como en todo, se ve la excelencia de la segunda parte del Quijote sobre la primera. Savi López, seguidor de la opinión contraria, afirma que la primera parte es predominantemente cómica, mientras en la segunda domina lo grotesco; pero yo creo que, en realidad, sucede todo lo contrario. Ciñéndonos al punto especial que vamos examinando, los elementos grotescos que aparecen en la aventura del romance del marqués de Mantua están totalmente ausentes del episodio inspirado en los romances de Montesinos, que sobresale por su delicado sentimiento cómico.

No una sola aventura, como en la primera parte, sino varias de la segunda, contienen algún recuerdo del Romancero.

Cuando don Quijote entra en el Toboso, aquella noche triste, buscando en la oscuridad el ideal palacio de su Dulcinea, siente acercarse un mozo de mulas, que antes del día madrugaba a su labranza, cantando el romance:

Mala la hubisteis, franceses,

en esa de Roncesvalles;

y su canción, como un mal agüero, sobresalta y preocupa el ánimo del caballero andante.

Después, el recuerdo de otro romance, el de don Manuel de León, que entra impávido en la leonera a sacar el guante de una dama, es invocado para la gran aventura de los leones, donde la tantas veces audaz locura de don Quijote raya en extremos que más tocan en lo épico que en lo cómico; la victoria alcanzada ante el león que se vuelve de ancas es ridícula, pero el valor del héroe manchego, comparable al de don Manuel de León, no está ahora sólo en su imaginación, como otras veces, sino que realmente descuella en medio del temor de todos cuantos presencian el arrojo del caballero ante la fiera libre para acometer. Con razón, él se siente fuerte: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible»; y tan fuera de sí está, que manda a Sancho gratificar con dos escudos de oro al leonero: primera vez que la historia registra el hecho de que don Quijote haya dado una propina. La liberalidad, virtud esencialmente caballeresca, no sobresale sino en la segunda parte de la obra; pero, además, ¿no es bien notorio que aquí el cómico éxito del hidalgo supera con mucho al reiterado molimiento de huesos en que se resuelven las aventuras de la primera parte?

Tampoco hay en ésta un desarrollo tan valioso de la frecuente alucinación quijotesca como hay en la segunda parte, en la aventura del retablo de Maese Pedro, tan sabia y admirablemente comentada por Ortega y Gasset. Ahora sólo una cosa nos interesa observar, recordando lo ya dicho sobre la diferencia entre don Quijote y sus fuentes o sus semejanzas. La alucinación ante un espectáculo teatral era tema vulgar de anécdotas populares viejas y nuevas, y hasta había sido ya incorporada a la fábula quijotesca por Avellaneda, cuando su don Quijote, tomando por realidad la representación de El testimonio vengado, de Lope de Vega, saltaba en medio de los actores para defender a la desvalida reina de Navarra. Cervantes, como si hubiera visto aquí un excelente tema mal desenvuelto, y quisiera tratarlo él dando aun ventaja a su competidor, rebajó e hizo más tenues las excitaciones que recibe el loco; describió la exaltación de don Quijote, no ante una representación de actores, sino de títeres, y no ante una acción dramatizada de nuevo y hábilmente, sino ante la sabidísima aventura de un romance familiar a viejos y a niños, que contaba cómo el olvidadizo don Gaiferos había sacado de cautividad a su esposa Melisendra. El éxito de Cervantes en este caso es un éxito estilístico y de acendramiento psicológico. La pintoresca relación del muchacho que explica las figuras del retablo se anima de fuerza descriptiva tal, que plasma y vivifica aquel pobre mundo titerero y romancístico; sin embargo, don Quijote escucha y mira todo cuerdamente y hasta discute la propiedad arqueológica de la representación. Pero el interés llega a una cima de vértigo, y cuando las palabras del muchacho difunden afectada emoción y angustia por el riesgo que corren los dos amantes fugitivos, la llamarada de la fascinación sube de pronto en la mente de don Quijote y le lanza en medio de la aventura caballeresca a destruir con su espada el retablo por donde cabalgan a más andar los moros de Sansueña en persecución de los amantes. Pronto la realidad vuelve a recobrar al imaginativo caballero y le aprisiona en sus fuertes lazos; ya se aviene don Quijote a la desilusionada tasación y al pago de las figuras de pasta despedazadas, pero ante el más fugaz recuerdo de la peligrosa aventura, de nuevo izquierdea su adelgazada y liviana imaginación, la cual una vez más se escapa a vivir como realidad el mundo de la idealidad, que es el suyo, y del que con pesar se siente desterrada.

La cueva de Montesinos

Pero no bastaba a la novela la perfección tantas veces alcanzada en las aventuras de la realidad. Cervantes quería una aventura que saliese del terreno de lo ordinario, «de lo contingible y verisímil» en que se desarrollaban las demás, conformes a la doctrina estética seguida por él; quería ahora una aventura fantástica que sirviese como de centro a la segunda parte; y la preparó en la cueva de Montesinos, cuya vista anuncia con solemne anticipación, relacionándola después con las aventuras siguientes hasta el final de la novela. Como en el episodio, tan profundamente humorístico, de los galeotes asociaba su caballeresco hidalgo a los héroes de la novela picaresca, quería asociarlo también a los verdaderos y venerados héroes de las ficciones medievales; entonces éstos no los buscó en ningún libro de caballerías; otra vez su pensamiento se vuelve a los romances, aunque no, como hemos de suponer, a los de asunto español, sino a los carolingios.

Entre los caballeros de Carlomagno, don Quijote se introduce por segunda vez en una acción romancesca mediante una desvariada ilusión; pero ahora, ¡cuánto más noble y más racionalmente, digámoslo así, que no en la aventura de los mercaderes toledanos! Los romances habían dado a esos primeros capítulos el aspecto de parodia caricaturesca; ahora dan el momento más feliz a la burlesca idealidad de la segunda parte, donde parece que Cervantes quiere resarcirnos de haberse antes dejado arrastrar demasiado por el Entremés.

Los héroes carolingios, que habían tenido en Italia y en España una segunda patria, conquistada para ellos por las guerras de Carlomagno en ambos países, se habían multiplicado en el nuestro con nuevos personajes, como Durandarte y Montesinos; y la Mancha, allá cuando era frontera con los musulmanes y baluarte que defendían tres poderosas órdenes militares, se había hecho digna de ser habitada por figuras poéticas más gallardas y arrogantes, aunque no tan universalmente admiradas como la de su tardío compatriota don Quijote. Cierto arruinado castillo, con su fuente, que había en un peñón, en medio de una de las lagunas de Ruidera, donde nace el río Guadiana, era señalado por la tradición manchega como el castillo maravilloso que cantaba el romance:

al castillo llaman Roca,

y a la fuente llaman Frida;

allí se habían erguido las almenas de plata sobre pie de oro que el romance dice, con aquellas piedras zafiras que relumbraban en medio de la noche lo mismo que soles; allí había vivido la doncella Rosaflorida, desdeñosa hasta que ardió en amor del francés Montesinos y le trajo allí enjoyándole su camino con aljófar y piedras finas. De la cueva inmediata, llamada con el nombre del mismo Montesinos, contaban por todos aquellos contornos cosas admirables que atrajeron la curiosidad de don Quijote; y ésta fue la gran fortuna del río Guadiana, río desdichado, en el que los poetas del Siglo de Oro, tan pródigos con el Duero, el Tajo y el Henares, no acertaron a encontrar ninguna ninfa, sino, acaso, alguna hecha rana en sus cenagosos charcos, como la que malhumoraba a López Maldonado, el amigo de Cervantes. Don Quijote halló en la medieval Rosaflorida la ninfa que pobló de poesía aquellos marjales, convirtiéndolos en encantado alcázar de la caballería de antaño. Laguna y cueva se sublimaron, junto con los polvorientos caminos, los abrasados encinares y la monotonía toda del vasto, desconsolador manchego horizonte, a la dignidad de paisaje poético, familiar y grato a la humanidad, no menos que los sagrados olivares del Ática y las frondosas arboledas del Cefiso, jamás penetradas por el sol estival ni por los vientos invernales, frecuentadas por los coros de las musas y por Afrodita, guiadora del dorado carro.

Lo excepcional, lo único, en esta aventura de la cueva de Montesinos, con tanta insistencia señalada por Cervantes a la atención de sus lectores, consiste, para mí, en que aquí el ideal heroico de don Quijote no se manifiesta, como siempre, contendiendo con la realidad, sino emancipado, libre del molesto y desgarrador contacto con ésta. Don Quijote desciende al fondo de la cueva, y aflojando aquella soga que Sancho y el guía sostienen, única ligadura que le une al mundo exterior, hállase fuera de éste, solo, en medio de la fría oscuridad cavernaria. El antro se ilumina entonces con la luz de la imaginación, tan noble como desbaratada, del hidalgo manchego, y éste, al fin, se encuentra en medio de los héroes de los viejos romances; discurre entre las fúnebres sombras de Durandarte y de Belerma, figuras heroicoburlescas revestidas de deforme idealidad; consuela su ánimo con la apacible y lastimosa aparición de Dulcinea encantada; y en aquella mansión de la antigua caballería, donde, en fantástico cuadro de incomparable belleza y humorismo, se mezclan vigorosamente lo lúgubre y lo cómico, el anheloso espíritu del hidalgo realiza su aspiración suprema, la consagración de su esfuerzo por boca de los maestros admirados. Montesinos8 mismo ensalza al restaurador de la caballería andante, y le confía la hazañosa misión de descubrir al mundo los misterios de la pasada vida heroica y la de desencantar a los antiguos paladines y a la nueva Dulcinea. Don Quijote ha quedado, por única vez, solo en el mundo de «lo inverosímil», sin el correctivo adverso. La mecánica toda de la novela, fantasía-realidad, se suspende en esta sola ocasión.

La cordura de don Quijote y la locura de Ayax

Pero el héroe, al llegar a la cima de su gloria, llega también al borde del abismo. Cuando agarrado a la soga sube don Quijote a la tierra de los mortales y refiere el supremo éxito conseguido, encuentra en su fiel Sancho, como nunca, un descreimiento osado, descomedido, y al fin cae él también en la duda. Aquella alma firme que con tanta energía restauró siempre su idealismo maltratado por los embates despedazadores de la realidad, no sabe en esta aventura sin martirio, en esta aventura de gloria, defenderse de la duda. En vano trata de calmar su incertidumbre interrogando a los adivinos si había sido sueño o verdad lo que le había acontecido con los héroes romancescos en la encantada cueva; la ambigua vulgaridad de las respuestas obtenidas de tales oráculos se le infiltra en el corazón; el abatimiento lo domina. Llega para el hidalgo la hora de quedar reducido al pensar común; se convence de que no logrará la promesa de Montesinos, de que no verá a Dulcinea en todos los días de su vida, y se muere de pena... y de cordura. Ha recobrado la razón; pero ha perdido el ideal en el cual vive y respira, y no le queda sino morir.

En la tragedia de Sófocles, Minerva, ofendida, agita en la mente de Ayax el torbellino de una quimera, y el héroe, enloquecido, acuchilla un rebaño, creyendo degollar a los Atridas que le agraviaron. Al volver de su delirio, y verse rodeado de reses muertas, conoce que aquella sangre derramada infama su esfuerzo invencible, sus hazañas todas, y se atraviesa con la espada. Su locura es divina θείαμανια, porque es un castigo de la divinidad, mientras la de don Quijote es una creación divina de su alma enferma. El héroe salaminio se mata al sentirse risible ante la realidad que contempla, se mata de vergüenza de sí propio; el héroe manchego se muere de tristeza de la vida, al descubrir que la realidad es inferior a él, al ver que los carneros por él acuchillados no eran los malsines que él quería destruir, al ver que la Dulcinea a quien él dio el ser se desvanece para siempre en el mundo del encanto imposible.

Vuelta a caballerías y Romancero

La novela de este loco ¿es un libro de caballerías más, el último, el definitivo y perfecto, como dicen unos? ¿Es la ruina de la caballería y del heroísmo, como dicen otros?

No es al escribir el Quijote la ocasión en que Cervantes quiera producir un libro de caballerías moderno, sino después, al componer su última y por él más estimada obra, los Trabajos de Persiles y Sigismunda, los cuales parece que anuncia el buen canónigo, cuando, maldiciendo los libros causantes de la locura del hidalgo manchego, les encuentra, sin embargo, una sola cosa buena, ésta era «el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiera mostrarse en ellos, pues daban largo espacioso campo por donde, sin empacho alguno, pudiese correr la pluma describiendo naufragios, tormentas, reencuentros y batallas»; todo esto se halla en Persiles, la verdadera novela de aventuras, no sólo por el influjo de la novela bizantina, sino también por el de la novela caballeresca, que presente se halla, hasta en sus móviles habituales, cuando Periandro, al frente del escuadrón de pescadores, va deshaciendo entuertos por la mar adelante; un Amadís marítimo, escrito por el autor del Quijote.

En cuanto al Quijote, no podemos menos de considerarlo, lisa y llanamente, como antagonista de los libros de caballerías, los cuales trata de hacer olvidar satirizando, no sólo su composición tosca y descuidada, sino también su materia misma, amasada de maravillas infantiles, de esfuerzo increíble, de pasiones elementales.

Mas, por otra parte, como esos libros, muy lejos de ser esencialmente exóticos al pueblo español, están íntimamente impregnados de algo de su espíritu, que es la exaltación de sentimientos universales de desinterés abnegado y de honor, la sátira de Cervantes no quiere vulnerar el eterno ideal de la nobleza caballeresca, y cuando mira a este ideal malparado al choque con la vida cotidiana, no hiere tanto en él como en la misma cotidiana realidad, que no acierta a ser según la anhela el alma heroica. Lejos de querer destruir ese mundo, decorado con los más puros sentimientos morales, Cervantes nos lo abre a nuestro respeto y simpatía, descubriéndonos sus ruinas envueltas en luz de esperanza suprema, como elevado refugio para el alma. Dulcinea del Toboso queda siempre la más hermosa mujer del mundo, según proclama su desdichado caballero, aun cuando cae vencido en tierra y pide la muerte a su vencedor.

En fin, lejos de pugnar Cervantes con el espíritu y con las ficciones de la poesía heroica, recibió del Romancero el primer impulso para pintar la ideal locura de don Quijote, y en el Romancero buscó gran parte de la inspiración y del ornato de la obra. Así, la poesía heroicopopular asistió a la creación que, destruyendo los moldes en que la novela caballeresca se fraguaba, arrancando sus ficciones al mundo de la quimera y trayéndolas a contender en el mundo de la cotidianidad, forjó el primero e inasequible modelo, al cual se subordina de cerca o de lejos toda novela moderna.

España, clima intelectual de los frutos tardíos, produjo el último florecimiento de la literatura caballeresca en Europa, haciendo penetrar los ideales caballerescos por las puertas de la Edad Moderna. Así fue posible que, ya avanzada la nueva edad, un magno artista, sintiendo hondamente el conflicto entre esos ideales eternos y la realidad efímera en que se estrellan, poetizase, por cima de la popular comicidad de tal conflicto, la añorada nobleza que perpetuamente late en él.

(*) Ramón Menéndez Pidal, «Un aspecto de la elaboración del Quijote», en De Cervantes y Lope de Vega, Buenos Aires-Madrid: Espasa-Calpe, 1948, 4.ª ed.; 1964 (1920), pp. 9-60.

(1) La frase del odio heredado «saña vieja alçada» se halla en el poema de Fernán González, 215 (compárese L’Épopée Castillane, 1910, p. 47, n.). La frase del Amadís ocurre en el cap. XII de la 1.ª parte.

(2) Desde hace mucho se niega a los libros de caballerías carácter español y popularidad; véanse principalmente Durán, Romancero General, Madrid: Rivadeneyra, 1849, Biblioteca de Autores Españoles, t. X, p. xx; Menéndez Pelayo, Estudios de crítica literaria, IV, Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1907, pp. 36-44, y Orígenes de la novela, I, Madrid: Bailly-Baillère e Hijos, 1905, pp. 290-293.

(3) Véase Franco Sacchetti, Le Novelle, núm. 64. Acaso esta novela se funde en un suceso realmente ocurrido, pues Agnolo di Ser Gherardo existió en realidad, figurando en 1299 como «capitaneus notarius», según indica Letteiro di Francia, Franco Sacchetti, novelliere, Pisa: Niatri, 1902, p. 198. Ezio Levi, «Don Chisciotte è nato a Firenze?», en Mélanges offerts à Henri Hauvette, París, 1934, pp. 149-160, amplía mis observaciones sobre Agnolo di Ser Gherardo, el loco a quien Sacchetti dedica, además de la novela 64, la 192, y siete sonetos, alusivos sobre todo a la manía de los altos cargos. —El caso del estudiante de Salamanca, a que aludo en seguida, y otras alucinaciones padecidas por lectores de libros de caballerías, véanse en Menéndez Pelayo, Estudios de crítica literaria, IV, o. cit., pp. 53-55 (y Orígenes de la novela, I, o. cit., p. CCXCIV). —En el Saber por no saber y Vida de San Julián, el criado de un mal caballero se refugia en un convento, creyendo que había muerto a un hombre; pero San Julián lo tranquiliza, diciéndole que las estocadas habían sido dadas en un cuero de vino (parte 28 de las Comedias de Lope de Vega, fol. 287).

(4) Adolfo de Castro, Varias obras inéditas de Cervantes, Madrid: A. de Carlos e Hijo, 1874, pp. 132-133, dice, sin ningún fundamento, que el Entremés se representó con La noche toledana, de Lope de Vega, y equivoca de paso la fecha del nacimiento de Felipe IV y la de la muerte de Isabel de Inglaterra. Yo digo que el Entremés de los Romances debió de ser escrito hacia 1591, y he aquí los fundamentos de esta afirmación. Se insertan en el Entremés versos de treinta y tres romances, no populares, sino artificiosos, y treinta de ellos se encuentran en el Flor de varios y nuevos romances, 1.ª, 2.ª y 3.ª parte, publicada en Valencia, 1591, y reimpresa en 1593 [a]. Estos treinta romances del Entremés no se vuelven a hallar reunidos en ningún otro romancero posterior ni anterior. En la primera época de publicación del Romancero (desde 1550 a 1688), en el Cancionero de romances, en la Silva de romances, en Timoneda, en Padilla, etc., faltan casi todos los que cita Bartolo; en la tercera época, cuando apareció el Romancero General, en 1600, reuniendo «las nueve partes de Romanceros», esto es, las nueve partes de la Flor que andaban separadas, se suprimieron siete de los romances citados por Bartolo. Bien se echa de ver que el Entremés pertenece claramente a la secunda época; el entremesista trabaja teniendo a la vista el romancero entonces en boga, una edición de la Flor de varios, 1.ª, 2.ª y 3.ª parte (1591), cuando no había aún comenzado la boga del Romancero General, de 1600 a 1614.

Este indicio se fortalece con otra consideración más decisiva: la locura de Bartolo consiste en quererse hacer soldado y embarcarse para ir a guerrear con los ingleses; responde, pues, a las mismas ideas que eran dominantes cuando se escribió el romancillo «Hermano Perico», incluido íntegro en el Entremés (época de Drake y de la reina Isabel). Ahora bien: los principales armamentos y expediciones para desembarcos en Inglaterra e Irlanda fueron en 1588 (la Invencible), 1596, 1597, 1601 y 1602 (ésta fue la última expedición); en cuanto ocurre la muerte de Isabel (24 de marzo 1603), se empieza a hablar de paz. Antes, pues, de 1602 tuvo que ser escrito el Entremés, pues sería salirse de lo ordinario y corriente el creer que éste hubiese colocado sus alusiones y su ambiente en un pasado histórico; mientras no haya positivas pruebas en contrario, hay que suponer que el teatro cómico se mueve dentro de la época actual y de la vida diaria y familiar a todos. Ciñéndonos más a este principio, podíamos pensar que el Entremés fue escrito no sólo en tiempo de expediciones contra Inglaterra, sino en vida de Drake (muerto el 28 de enero de 1596), ya que dramatiza todo el romance de «Hermano Perico» con su alusión al famoso capitán y entonces, coincidiendo con la fecha de la Flor 1.ª, 2.ª y 3.ª, tenemos que en 1591 fue cuando don Alonso de Bazán venció a los ingleses en las Azores, capturó la Vengeance, galera capitana de Drake, y excitó el entusiasmo español, tanto que se pasó en renovar la tentativa de invasión en Inglaterra. Poco después de esta victoria es la fecha más probable del Entremés.

Esta fecha que señalo y las relaciones que establezco entre el Entremés y el Quijote fueron, como es de suponer, muy discutidas, sobre todo por los cervantistas que ya habían expuesto otras opiniones.

E. Cotarelo, Últimos estudios cervantinos, Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1920, VIII, 66 pp., fue el primero en contradecir, y copio a continuación algo de la nota crítica con que le contesté en la Revista de Filología Española, VII (1920), pp. 389-392:

Los modelos vivos del tipo quijotesco buscados hasta ahora entre los Quijadas de carne y hueso que vivieron en Esquivias o en otro cualquier lugar no satisfacen al señor Cotarelo (p. 50); mas, sin embargo, cree que para penetrar en los orígenes de la novela no hay que escudriñar la literatura, como hizo Menéndez Pelayo en su memorable discurso de 1905 sobre la Cultura literaria de Cervantes, o como hice yo en mi otro discurso de 1920 sobre tema más modesto, Un aspecto en la elaboración del Quijote; otra cosa decide el señor Cotarelo: «hay que volver los ojos, no a los documentos literarios, sino a los archivos de Esquivias, a los documentos privados» (p. 61). Sin embargo, no se nos alcanza qué va a ganar el conocimiento íntimo del Quijote el día grande en que se descubra, en un documento de Esquivias, que un Quijada, Quesada o Quijano fue verdaderamente un loco de remate conocido de Cervantes. Difícilmente esos documentos podrían descubrirnos algo quijotesco de ese pobre loco.

Fijándose después sólo el señor Cotarelo en una de mis afirmaciones, resúmela así (p. 51): «el origen y primeras aventuras del Quijote fueron recibidos de un modestísimo y trivial entremés anónimo, titulado de Los romances», y añade que ésta «es exactamente la opinión expuesta por don Adolfo de Castro». Las palabras acaso tienen para el señor Cotarelo un valor muy especial; este adverbio exactamente quiere decir que A. de Castro afirmaba que el entremés no era anónimo, sino del mismo Cervantes, y que éste no había recibido del entremés la primera aventura del Quijote, sino que la había dado por vez primera en dicha composición teatral. Siendo imposible negar la estrecha relación de parentesco entre el Quijote y el Entremés, se había expuesto ya, además de la opinión de A. de Castro, otra opuesta, o sea que el Entremés era una imitación del Quijote, opinión sostenida, entre otros, por Cotarelo, hijo. A mí me parece esta suposición tan inaceptable como la de A. de Castro, y creo que lo único que da completa claridad al problema es suponer que el Entremés no es de Cervantes, pero que le inspiró. Llamar por esto plagiario a Cervantes, o suponer que sus coetáneos se lo iban a echar en cara, es desconocer en qué estriba la originalidad del artista y es, además, desconocer el siglo xvii, creyendo que entonces tuvo que ser censurado Cervantes por haber tomado los juicios de Sancho de muy conocidos cuentos populares, o recriminado Calderón por haber tomado su Alcalde de Zalamea de la comedia de Lope de Vega.

Y aún tengo que señalar —por más que bien lo siento— otras dos inexactitudes principales que me achaca el señor Cotarelo. En las pp. 55-56 indica, con dos equivocaciones, mi opinión sobre la fecha del Entremés; yo ni remotamente me fundo en «el más antiguo de los romances que en él se citan», y el párrafo que textualmente copia de mi discurso aparece falto de sentido, por mutilado y por alterado en su puntuación. En la p. 59, los textos de mi discurso están asimismo malamente aislados contra su sentido y adulterados con un paréntesis inexacto: véanse en el original. En fin, en la p. 57 se supone que la idea del protagonista del Entremés, Bartolo, a pelear con los ingleses, sólo se halla en el romancillo «Hermano Perico», siendo así que se encuentra también en los versos propios dal Entremés. Lamento la precipitación con que el señor Cotarelo procede al tratar una cuestión delicada.

Como acabamos de decir, el señor Cotarelo, hijo (Teatro de Cervantes, Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1916, p. 723), había expresado ya la opinión de que el Entremés era posterior al Quijote, pues cree que inferir de tales alusiones a la guerra con los ingleses y que la obra se compuso en tiempo de esa guerra, valdría tanto como creer que Walter Scott fue amigo de Luis XI, y Jorge Ebers súbdito de los faraones. Contra este criterio, que desconociendo extrañamente la clara diferencia entre el arcaísmo fundamental de la novela histórica y el actualismo de la comedia de la vida cotidiana, imposibilitaría todo estudio cronológico de nuestro teatro, [b] protesté ya en nota a mi discurso. Mas a defenderlo acude ahora el señor Cotarelo, padre, volviendo a afirmar que el Entremés es parodia del Quijote (pp. 57 y 58). ¡Extraña parodia que no contiene la menor alusión al personaje cervantino, famoso ya antes de editarse el Quijote, y que, en cambio, pone en acción los personajes y las situaciones de multitud de romances, como «Ensíllenme el potro rucio», «Hermano Perico», «Cabizbajo y pensativo», «El marqués de Mantua», etc.! Declaro que más razonable me parece el modo de ver la cuestión de A. de Castro que el de los señores Cotarelo.

El teatro entremesil parodió, sí, el comienzo del Quijote, y lo hizo, como era natural, de modo que se reconociese por todos la parodia; en Los invencibles hechos de don Quijote (publicados en 1617) salen a relucir los tipos conocidos de todos: don Quijote, Sancho y el ventero. Es inconcebible una parodia del Quijote que no nombre al caballero manchego, pues se hizo inmediatamente famosísimo e insustituible.

Por olvido, sin duda, el señor Cotarelo escribe sin mencionar en su apoyo la opinión análoga, pero más claramente concebida, de Rodríguez Marín (Quijote, Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1916, I, p. 202). Supone éste que el entremés es obra de un imitador, que acudió al Romancero General [c] para hacer lo que Cervantes había hecho acudiendo a los libros de caballerías. Pero entonces resulta casi milagroso el hecho de que Cervantes, pensando acudir a los libros de caballerías, hubiese en realidad acudido a los romances del marqués de Mantua y otros para escribir la primera salida de don Quijote, pues habría que tener ésta como una equivocación providencial, destinada a facilitar la tarea de un futuro imitador, que no había de querer tratar la locura de los libros de caballerías, sino la de los romances. Y todavía la equivocación de Cervantes resultaría más inconcebible suponiendo, como supone Rodríguez Marín, que el plan primitivo del Quijote no abarcaba más que los cinco o seis primeros capítulos, en que la parodia en acción es más de romances que de libros de caballerías. Aun además, ¿se concibe una parodia del Quijote que no nombrase ninguna vez al famosísimo manchego, para compararlo a Bartolo, si éste fuese un imitador? Evidentemente, no hay más remedio que reconocer que el Entremés es anterior, y pensar en una impresión dominante indeleble y excesiva que de esa piececilla dramática recibió Cervantes.

Por último, el señor Cotarelo nos comunica (p. 61) la verdadera solución, la que él da al problema de la formación del Quijote: Cervantes «en un principio no quiso hacer más que una novela ejemplar de loco, como El licenciado Vidriera», y luego fue añadiendo capítulos. Esta opinión que nos da el señor Cotarelo apoyada en una mala interpretación de las palabras del capítulo noveno, en nada se opondría a que esa novela ejemplar tuviese un episodio inspirado en el Entremés. Tal opinión sólo se refiere a las primitivas proporciones que Cervantes pensó dar a su obra, las cuales creo fueron mayores. Yo había pensado bastante en la idea de la novela ejemplar, y al fin la deseché por parecerme que el primitivo plan de Cervantes no podía terminar ni en el capítulo quinto o sexto ni en el noveno: el primer capítulo, sin recordar otros pasajes convincentes, anuncia ya una novela mayor. Y digo que yo había pensado en la idea de la novela ejemplar, no porque a mí se me hubiese ocurrido antes que al señor Cotarelo, sino porque aunque éste nos la da inadvertidamente como suya, es, sin embargo, antigua; y lo más chocante es que nos la enuncia con las mismísimas palabras con que nos la enunció hace quince años H. Morf: «El Quijote fue originariamente una novela, la novela ejemplar de un loco, como la otra de El licenciado Vidriera».[d]

Nada de particular tiene que el señor Cotarelo haya padecido olvido también esta vez; el estudio de Morf, publicado en un periódico alemán, bien puede creerse no se difundió apenas, sino por envío del autor a algún afortunado amigo. Con razón echa de menos el señor Cotarelo —olvidando, sin embargo, también el tomo III de la Bibliografía de Ríus (Leopoldo Ríus, Bibliografía crítica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra, Madrid: Murillo, 1895-1904, 3 t.), donde la bibliografía que desea el señor Cotarelo está realizada ya en el año 1904— una recopilación de juicios críticos acerca del Quijote, pues si se la tuviese a mano, como el señor Cotarelo dice con oportunidad, «no se apropiaría nadie, quizás involuntariamente, pensamientos ajenos… Una literatura que en esta parte cuenta centenares de números, exige ser conocida antes de lanzarse a añadirle un número más».

Después de Cotarelo, F. Rodríguez Marín en su edición del Quijote (Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1927-1928, t. VII, pp. 159-103) vuelve a tratar del Entremés de los Romances, concluyendo que para abandonar o no su opinión, reseñada por nosotros aquí, p. 57, espera la respuesta de Cotarelo a estas páginas mías que anteceden. Tal respuesta no se dio.

También E. Schevill en su Quixote (Madrid: Gráficas Reunidas, 1928, t. I, pp. 416-418), trata la cuestión presente, y se inclina a suponer el Entremés posterior a la novela. Sin hacerse cargo de mi argumento sobre la improcedencia de losromances como enloquecedores de don Quijote, alega dos razones. Una es la originalidad de Cervantes, quien asegura que sus invenciones no eran «imitadas ni hurtadas», sobre lo cual ya he dicho algo; el ingenio más original jamás crea de la nada, y cualquiera reconocerá que para sacar del Entremés los primeros capítulos del Quijote se necesita un colosal esfuerzo creador, excluyendo la idea de plagio. El señor Schevill se funda además en que Bartolo enloquece «de leer el Romancero», y este título no era frecuente antes de publicarse el Romancero General; observación ya replicada por Millé (Sobre la génesis del Quijote, Barcelona: Araluce, 1930, p. 135), a lo cual yo añado que las Flores llevaban por título completo Romancero intitulado Flor de romances. Sería siempre algo extraño que el entremés, si fuese posterior a 1600, tuviese en cuenta las Flores y no el divulgadísimo Romancero General, pero sería de todo punto inconcebible que si fuese posterior al Quijote, no aludiese para nada a la obra de Cervantes, famosísima desde el momento de su publicación.

Esta manera mía de ver es apoyada por G. Girot, en el Bulletin Hispanique, XXXI (1929), p. 1, y XXXIII (1931), p. 261.

También la apoya J. Millé y Giménez, Sobre la génesis del Quijote, o. cit. En estudio detenido, rebate las opiniones de Cotarelo, Rodríguez Marín y Schevill, para sostener que el Entremés es fuente del Quijote. Usando la misma clase de argumentos que yo uso (fecha de la Flor; alusión actual a la guerra contra Inglaterra), piensa que el Entremés pudo ser escrito en 1588, pues cree que la Flor 1.ª, 2.ª y 3.ª tuvo edición de ese año, ya que la licencia del tomito es de 2 de agosto de 1588; pero esa licencia corresponde sin duda sólo a la 1.ª parte, no a las otras dos. El señor Millé, haciendo un valioso estudio de varios romances, sugiere que el Entremés debe ser sátira contra Lope de Vega, cuando éste en 1588 se embarcó en la Invencible a poco de casado; pero el partir a la guerra Bartolo recién casado es cosa exigida por el romancillo «La más bella niña» («hoy es viuda y sola, ayer por casar») y el Entremés no hace sino poner ese romancillo en acción. El romancillo es de 1580 y no tiene la menor conexión con Lope de Vega.

(5) Esta circunstancia de achacar al caballo la culpa de la caída del caballero tiene importancia sólo por hallarse, tanto en el Entremés como en el Quijote, en igual forma y en igual momento de la serie de coincidencias. Por lo demás, era un lugar común. Sin salir de los textos citados, Sacchetti hace decir a su malparado caballero: «s’io avessi avuto un buon cavallo»; y Angélica dice a Sacripante vencido y caído: «Che del cader non è la colpa vostra, Ma del cavallo», Orlando furioso, I, 67.

(6) Puede sospecharse que el Quijote de Avellaneda circulaba en manuscrito, como tantas obras entonces, y que Cervantes tuvo de él conocimiento desde que empezó a componer su segunda parte (véanse las dudas que apunta Clemencín (ed.), Quijote [Madrid: Aguado, 1833-1839], t. IV, pp. 63, 246, etc.). Avellaneda, al imprimir su obra, añadiría el prólogo agresivo, el cual, al ser leído por Cervantes, halló repulsa en el capítulo LIX del verdadero Quijote. Aquí don Quijote, abandonando su viaje a Zaragoza, manifiesta expresamente el propósito de no coincidir con Avellaneda, pero tal propósito es en Cervantes muy anterior.

(7) Entre los romances aludidos por Sancho, el «no diga la tal palabra» (II.ª, 10.º) queda inadvertido de los comentaristas, pero procede del romance «Morir vos queredes padre». Las otras alusiones se hallan en II.ª, 9.º, 10.º, 20.º, 31.º, 33.º y 60.º

(8) Para el comentario de la cueva de Montesinos puede servir el artículo de Ph. Stephan Barto:The subterranean Grail paradise of Cervantes (en las Publications of the Modern Language Association of America, XXVIII [1928], pp. 401-411), donde se indican la corte subterránea del Graal (la cueva); el guardián del Graal que está herido, esperando quien le liberte (Durandarte, cf. Libros de caballerías, ed. de A. Bonilla y San Martín, Madrid: Bailly-Baillière, 1907-1908, Nueva Biblioteca de Autores Españoles, VI, p. 806a); la procesión de doncellas, una de las cuales lleva el Graal (Belerma), etc.

(a) El pormenor demostrativo de esta afirmación lo daré al tratar del Entremés en el Romancero cuya publicación preparo. Provisionalmente basta lo que dije en la segunda edición de este trabajo mío, y lo que dice Millé, Sobre la génesis del Quijote, teniendo en cuenta que el romance «Cabizbajo y pensativo» se halla en el índice de la segunde parte de la Flor, en el ejemplar de la Biblioteca Nacional R-9799.

(b) Precisamente el señor Cotarelo es maestro en fijar la fecha de nuestras comedias por las alusiones a sucesos históricos en ellas contenidos.

(c) Ya sabemos que no acudió al Romancero General, sino a la Flor de Romances, anterior en fecha.

(d) Frankfurter Zeitung, 29 (jan. 1905). Repítelo en Die Kultur dar Gegenwart, Herausg, von P. Hinneberg, 1, XI, 1, pp. 211-212. «Don Quijote war ursprünglich wohl eine Novelle, die Novela ejemplar von einem narren, wie die andere vom gläsernen Assessor».