Edward C. Riley "Teoría de la novela en Cervantes"

La teoría de la novela que hemos reconstruido en las páginas precedentes a partir de las observaciones críticas de Cervantes o deduciéndola, cuando ha sido necesario, de su aplicación práctica de los principios poéticos entonces en boga, es una teoría amplia, pero no exhaustiva; coherente, pero no siempre consecuente consigo misma. Adolece de falta de conclusiones. Nos defrauda también su silencio acerca de gran parte de los rasgos más sobresalientes de su propio arte. Apenas dice nada sobre la naturaleza de lo cómico (tema que el Pinciano había tratado con bastante amplitud) ni sobre las particulares exigencias del cuento, y tampoco explica los procesos que dieron por resultado la creación del Quijote. Pocas cosas nos ofrecen sus directas manifestaciones teóricas que puedan aplicarse a esta novela (aunque algunas de esas manifestaciones, tales como su definición del episodio en la segunda parte, son de gran interés para este tema). Pero lo cierto es que nada de lo que hubiera podido decir sobre la naturaleza de la prosa novelística del siglo xvi constituye una declaración tan elocuente como lo es su propia novela, que narra la historia de un hombre que trató de transformar en vida lo que era ficción. Esta metamorfosis de la crítica en invención imaginativa representa el triunfo final del instinto creador de Cervantes sobre su instinto crítico.

Considerado sólo como teórico de la literatura, no puede parangonarse con Tasso, por ejemplo; pero fue uno de los primeros escritores europeos —quizá el primero— que tuvo una teoría de la novela de considerable importancia. Su contribución más original al tema, a la que nos referiremos en seguida, tomó la forma de un resultado, pero fue un resultado de importancia capital. Además, algunas de sus observaciones críticas, aun no siendo del todo originales, adquirieron dentro de su teoría una significación que no habían tenido hasta entonces: así ocurre, por ejemplo, con sus opiniones sobre los disparates deliberados, sobre el uso de las hipérboles poéticas y sobre la forma en que actuaba la verosimilitud.

Los teóricos contemporáneos, lo mismo que Cervantes, estaban muy interesados en conciliar los principios literarios en pugna. En la propia teoría cervantina se evidencian muy claramente las exigencias dispares del arte y la naturaleza, de la originalidad y la imitación de modelos literarios, del público ilustrado y el vulgo, de la instrucción y el entretenimiento, de la unidad y la variedad, del artificio y la sencillez, de la admiración y la verosimilitud. La mayor parte de estos temas traían consigo otros problemas inmediatos, que él, como novelista, tenía que resolver. Quizá el más importante de todos fuera el tema del arte y la naturaleza (que implicaba el doble problema de someter el talento creador a una disciplina crítica y conseguir una obra de arte utilizando la vida como materia prima).

Las reglas y principios formulados en las poéticas del siglo xvi cambiaron poco en los dos siglos siguientes, pero la actitud frente a ellas fue modificándose lentamente. Como nos recuerda Spingarn, «la historia de esa actitud es la historia de la crítica durante los siglos xvii y xviii».1 La mayoría de aquellos principios siguieron siendo considerados como absolutos, pero de hecho la crítica literaria, incluso en tiempos de Cervantes, se fue haciendo cada vez más relativista. (La influencia dominante del gusto —expresión de las distintas normas particulares de un público selecto, enmascarada bajo la apariencia de una norma de validez universal— en las ideas literarias del siglo xviii, era sintomática de la crisis inminente de la teoría neoclásica.) Es una característica especial de la teoría cervantina de la novela el amplio enfoque que éste da a su crítica, mediante el cual autor y lector quedan mejor encuadrados en ella. Este enfoque está implícito en sus opiniones sobre los disparates deliberados y sobre la forma en que actúa la verosimilitud, y es evidente en sus observaciones sobre la diversidad de las reacciones de los lectores ante las novelas de caballerías. Poco a poco las obras literarias empezaban a ser juzgadas más por las reacciones del lector que según un concepto abstracto de género literario. En el siglo xvi, el interés por los efectos que la literatura pudiera producir en el público vino a influir grandemente en esta evolución.

El problema central que se planteaba en las poéticas de la segunda mitad de este siglo era el de la relación entre poesía e historia. Pero lo que más claramente se desprende de la versión imaginativa que Cervantes da a esta cuestión en el Quijote es que dicho problema trascendía con mucho los límites de la teoría crítica y pertenecía propiamente a la filosofía. En el siglo xvii, efectivamente, la naturaleza de la verdad y la ficción llegó a ser el objeto primordial de la investigación filosófica.

La aptitud para la objetividad irónica que Cervantes manifiesta se debe en gran parte a su penetrante conocimiento del enigma que esta relación encierra y también a su convicción de que el escritor tiene que tener un propósito racional al escribir sus obras. La mayor crítica que Cervantes hace de los autores de libros de caballerías es acusarles de no ser enteramente conscientes de lo que están realizando en sus propias ficciones. Sus mismas novelas están también llenas de incertidumbres, pero, a diferencia de los otros autores, él se muestra mucho más consciente de esas incertidumbres. Para llegar a tener esta consciencia de lo que está realizando en su obra, el escritor debe ser capaz de mantenerse a cierta distancia de la misma, para observarla como un espectador desinteresado e incluso observarse a sí mismo en el momento de escribir. Cuando Cervantes en el Quijote —como Velázquez en Las Meninas— se sitúa mentalmente fuera de sí mismo y considera desde allí la obra que está realizando, para a continuación ubicar toda la escena —artista, obra, público, todo— en dicha obra, lleva a cabo, de una manera artística, un acto de objetividad mental que es característico del pensamiento europeo de aquellos años de alrededor de 1600. Un acto análogo, ensayado años antes por Montaigne, daría origen al primer axioma de la filosofía de Descartes.

En la ficción de Cervantes, la coexistencia de dos mundos claramente distintos refleja la potencial diversidad que existe entre los dos aspectos de la verosimilitud: lo ideal y lo posible. Al lector moderno le puede parecer desconcertante que estos dos mundos coexistan, sin integrarse, en el ámbito de una única narración como La ilustre fregona. En uno de ellos, la vida está recortada, perfeccionada y, como si dijéramos, organizada de antemano de acuerdo con un modelo ideal; en el otro se representa la vida en el contexto de la más usual experiencia diaria. La diferencia entre ambos mundos es, sólo en parte, expresión de la doctrina tradicional de los estilos que, como ya hemos visto, era observada por Cervantes sólo en algunos aspectos, si bien es cierto que esta doctrina complicaba grandemente las cosas. Realmente, la diferencia entre ambos corresponde a la diferencia entre el Quijote y el Persiles, y no fue casual que en la primera de estas obras Cervantes alterara completamente las normas estilísticas y encontrara al mismo tiempo la relación más armónica que jamás consiguió entre lo poéticamente ideal y lo históricamente posible. En el Persiles, Cervantes deriva hacia lo poéticamente ideal, anulando el modo de relación que había establecido en su obra anterior.

La primera parte del Quijote apareció el mismo año en que Bacon publicaba The Advancement of Learning y en que Kepler acababa de terminar su Astronomia nova. En tiempos de Cervantes, el acontecimiento que había de tener más importantes consecuencias era el nacimiento de la ciencia, y la característica predominante del pensamiento europeo en los primeros años del siglo xvii fue su ambivalencia ideológica. El universo medieval comenzaba a declinar; su centro había sido desplazado y ahora giraba alrededor del sol. Pero el modelo mecánico de Newton todavía no había reemplazado al antiguo esquema ideal. Las viejas teorías sobre el mundo eran esencialmente poéticas; aquellas otras que comenzaban a insinuarse eran esencialmente científicas. Las oscilaciones de Cervantes entre sus dos mundos de ficción reflejan en cierto sentido la ambigüedad que existía frente a estas dos concepciones del mundo. El pensamiento español del siglo xvii, en líneas generales, derivó rápidamente hacia una postura rígida, aunque decorativa, de adhesión a las viejas ideas. Quizá el Persiles y Sigismunda represente la decisión final de Cervantes de unir firmemente la novela a la poesía, porque lo más importante era la verdad poética, y la grandeza de la épica ejercía una poderosa atracción. Pero si tenemos en cuenta su repugnancia a tomar decisiones finales y la manera en que se aferra a la verdad histórica incluso en esta novela, podemos llegar a una conclusión más plausible: la de que, como muchos enigmáticos autores de la época isabelina, Cervantes obedecía simplemente al mismo impulso que había conducido a Kepler, un científico, a continuar su revolucionaria Astronomia nova con el De harmonia mundi, libro que (a excepción de la tercera ley del movimiento de los planetas) es, desde el punto de vista científico, un cuento fantástico claramente idealista.

La principal contribución de Cervantes a la teoría de la novela fue un producto, nunca formulado rigurosamente, de su método imaginativo y crítico a un tiempo. Consistía en la afirmación apenas explícita de que la novela debe surgir del material histórico de la experiencia diaria, por mucho que se remonte a las maravillosas alturas de la poesía. Aunque el novelista sólo podía ser veraz a la manera en que lo era el poeta, necesitaba conocer la historia en mayor medida que el poeta. Lo cual, más que una mera repetición del dogma de la verosimilitud, era el esbozo de una importante —y casi indispensable— función de la novela moderna: la de dar una idea de lo que Hazlitt llamó «la trama y la estructura de la sociedad como realmente es». Es aquí donde se produce la divergencia entre novela y poesía.

De esta manera, Cervantes situó la novela más allá del concepto de prosa épica, que, aunque continuaba siendo la mayor garantía de honorabilidad para el género novelístico, no era de mucha utilidad ni siquiera cuando se le amañaba según el gusto popular. Todo ello condujo, por ley natural, a la desaparición de los libros de caballerías. Sólo como épica burlesca, en manos de Fielding (precedido siempre por el ejemplo del Quijote), logró tener una continuidad literaria la noción de prosa épica. La eficaz revisión que Cervantes hizo de este concepto tuvo su origen en su interés humanístico por la inviolabilidad de la verdad histórica, que ni siquiera la justificación aristotélica de la ficción poética había logrado destruir. De este mismo interés habían surgido los métodos de la moderna investigación científica, y aunque el ambiente ideológico en que éstos florecieron fue, a la larga, pernicioso para la poesía, no sucedió lo mismo con la novela. Bargagli había insinuado que lo sobrenatural estaba fuera de lugar en la novella, aunque no sucediera lo mismo en la épica. Pero la novela moderna debe a Cervantes más que a ningún otro autor la revisión del concepto de prosa épica, aunque esta revisión haya que atribuirla más a su ejemplo que a sus preceptos y aunque el mismo Cervantes sólo llegara a intuir las implicaciones de dicha revisión.

Los problemas de la verdad y la ficción, la realidad y la ilusión, que preocuparon al siglo xvii como preocuparon a Cervantes, eran para él problemas críticos en uno de sus aspectos. Cervantes supo captar imaginativamente, más como novelista que como teórico, todo lo que estos problemas implicaban. Pero, al ser consciente de que se trataba de problemas críticos, pudo conseguir en el Quijote esa extraordinaria ilusión de experiencia humana que no es una reducción ni una deformación de esa experiencia humana, sino un esclarecimiento de su naturaleza.

(*) Edward C. Riley, «Conclusión» de Teoría de la novela en Cervantes, versión castellana de Carlos Sahagún, Madrid: Taurus, 1989 (1962), 3.ª reimpr., pp. 339-345.

(1) J. E. Spingarn , «The Origins of Modern Criticism», en Modern Philology, I (1904), p. 493.