George Haley "El narrador en Don Quijote: el retablo de Maese Pedro"

En los libros de caballerías encontró Cervantes un tema pintiparado para la parodia y, con él, un modo de contar que reclamaba el mismo tratamiento que ésta. De tema y modo se sirvió en Don Quijote para lograr la doble finalidad del regocijo cómico y de la enseñanza didáctica. Pero en el proceso de satirizar la técnica narrativa de los libros de caballerías, Cervantes utilizó los procedimientos de éstos y los amplió con tal habilidad que, en sus manos, los gastados moldes recobraron una vez más fresca expresividad. Mediante su manejo del autor ficticio, uno de los tópicos favoritos del género caballeresco, Cervantes se las ingenió para poner ante el lector una novela ya conclusa y, a la vez, todavía en proceso de realización; la interacción dinámica de una historia con sus narradores dramáticos y sus lectores teatralizados. Éste es el aspecto de Don Quijote que quiero examinar.

Paralela a la supuesta historia de las aventuras de don Quijote la novela de Cervantes incluye otra historia suplementaria, con desarrollo autónomo y distinto reparto de actores. Ésta es la historia de cómo las aventuras de don Quijote llegaron a conocerse y transmitirse, con la información sobre los avatares de su existencia en viejos escritos, y sobre las etapas seguidas hasta llegar al libro de Cervantes. Señala los pasos a través de los cuales un fragmento llegó a transformarse en libro completo, proceso que, en la mayoría de los novelistas, si es que ocurre, ocurre en cuadernos de trabajo o en diarios. En Don Quijote, por el contrario, este proceso hecho luz sobre el papel, constituye parte de la novela en cuanto tal. A medida que evoluciona, al albur de las aventuras de don Quijote, esta historia secundaria desarrolla su propia intriga, con sus propios momentos culminantes, que tienen poco que ver con la empresa loca de don Quijote, y mucho con la necesidad de que la historia se remate y llegue a convertirse en libro.

Los personajes de esta historia secundaria están todos implicados en el mecanismo de contar y transmitir la historia de don Quijote. Sus aventuras, no tan violentas como las de don Quijote, pero sí tan fascinantes, se centran en la búsqueda de las fuentes materiales por los archivos de la Mancha, en la creación de una narración con continuidad, partiendo de fuentes fragmentarias, y en ocasiones casi coincidentes, en la traducción de la narración completa, del árabe al castellano, en la refundición de la traducción y en la publicación de la versión refundida, injiriéndose en ella con persistentes comentarios personales. En primer lugar hay un yo anónimo que comienza la narración y que hace la presentación de don Quijote, para tener que cantar la palinodia al final del capítulo octavo, confesando su incapacidad para continuar la historia, dejando a don Quijote con la espada al aire, ya que sus fuentes se agotan en ese preciso instante.

A éste lo sigue un «segundo autor» que asume al yo y la narración con la descripción de su experiencia de lector insatisfecho con los ocho capítulos iniciales, que le habían dejado en ascuas, curioso por saber cómo acababa el episodio. No tuvo mucho que esperar, nos dice, porque la fortuna le hizo dar con el manuscrito original árabe de la historia de don Quijote en el mercado de Toledo. El descubrimiento, sin embargo, le crea un problema nuevo y origina otro momento de expectación. ¿Cómo enterarse de lo que dice el manuscrito? Esta dificultad también queda resuelta pronto, tras requerir los servicios de un morisco para la traducción al castellano. De este modo las aventuras de don Quijote ya pueden continuar.

En el punto en que el «segundo autor» termina su detectivesca historia autobiográfica y vuelve a don Quijote, aún con la espada en el aire, lo que ofrece a sus lectores es la versión del original árabe realizada por el traductor morisco. Y es exactamente aquí donde hace su aparición el autor del manuscrito original: Cide Hamete Benengeli, moro y cronista primigenio de las altas hazañas de don Quijote. Pero Cide Hamete es un autor contradictorio, como ha subrayado E. C. Riley. Es en parte mago, debido a su omnisciencia, que sin embargo hace compatible con el uso de fuentes documentales; en parte historiador, a causa de su decantada devoción por la verdad como él la ve, a pesar de ser moro y, por consiguiente, falaz por definición (en opinión del segundo autor cristiano). Y es, por último, algo poeta, según se desprende de su confesado afán de selección, de originalidad y de coberturas estilísticas.

Con la aparición del moro cronista la perspectiva cambia: de la búsqueda de fuentes se pasa a la tarea de la composición, y la historia de la narración de Don Quijote se convierte esencialmente en la historia de cómo narra Cide Hamete, con evidentes reminiscencias de la presencia refleja de los demás intermediarios. Las advertencias al lector de Cide Hamete constituyen un mosaico variado: opinión sobre el comportamiento de don Quijote, alardes profesionales sobre el virtuosismo de la narración, con sus escollos y sus satisfacciones, revelaciones personales.

A medida que la novela avanza, el empeño narrativo de Cide Hamete se va convirtiendo en una misión tan militante como la caballeresca profesión de su héroe. Con la novela medio escrita, le sale al paso un rival, adversario adecuado para un hombre de letras que acepta el desafío lanzado al final de la primera parte con palabras de Ariosto: «Forse altri canterà con miglior plettro». Ese rival fue Avellaneda, que publicó una continuación espuria de Don Quijote mientras Cervantes preparaba su segunda parte. Cide Hamete da cuenta debidamente de la afrenta, enristra la pluma y se enzarza en duelo verbal con su retador.

La historia de Cide Hamete acaba cuando, tras describir la muerte de don Quijote, aleja su atención del protagonista y el lector, que hasta entonces la habían retenido, para entonar un canto de cisne a su propia pluma. Al arrinconar el instrumento de escritor que ha manejado al mismo tiempo como arma, sugiere el paralelismo obvio con la entrega de su espada por parte del héroe, coincidiendo así, por última vez en la obra, las armas y las letras. La parodia del rito caballeresco es un adiós muy en su punto a la historia de don Quijote, en la cual ya se dijo la de cómo llegó a escribirse. Pero mientras la misión de don Quijote acaba en derrota y desilusión, a los esfuerzos del cronista los corona el éxito: el glorioso triunfo literario de una narración perfectamente conclusa.

Queda un intermediario: el agente pasado por alto por aquellos que quieren identificar al segundo autor con Cervantes. El nebuloso personaje que cobra cuerpo al fin del capítulo VIII, para hilvanar el fragmento del primer autor con la aportación del segundo, y que reaparece en el capítulo final de la primera parte para hacer las últimas observaciones. Es el intermediario más distanciado de las aventuras de don Quijote y, al mismo tiempo, el más íntimo, tanto para el libro como para el lector. En realidad este intermediario es quien establece la relación entre el autor implícito y el lector ideal, cuando transmite el deseo del segundo autor de cómo el lector debe dar a la historia «el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo…» (I, LII). El virtuosismo de este palimpsesto revela el interés de Cervantes por jugar con las técnicas narrativas de un modo que sólo osaría utilizar un artista seguro de sí mismo. Cervantes, retórico consumado, demuestra un afán vivo, además, por el efecto que una historia produce sobre los lectores, y eso le lleva a dramatizar el acto de leer. Cada uno de los intermediarios que intervienen en la narración y en la divulgación de la historia de don Quijote, funciona, a la vez, como lector crítico de una versión previa de esa historia. En todos los casos la narración se estructura de acuerdo con la habilidad profesional del escritor que lee y selecciona con criterio crítico sus materiales y con las exigencias propias del acto de narrar. Pero ninguno de los intermediarios olvida al lector que le sigue en sus secuencias. Al principio, Cide Hamete se dirige a un lector hipotético. El traductor es ese lector, identificado en la novela, quien, a su vez, dedica traducción y comentarios a su propio lector, el segundo autor que le contrató para realizar la traducción. El segundo autor es una mezcla del lector hipotético de Cide Hamete y del lector real del traductor, que, de manera semejante, se dirige al hipotético lector de su versión. Gracias a los servicios del último intermediario, el hipotético lector del segundo autor se convierte en el hipotético lector del libro de Cervantes, que (parece obvio) debería asumir las funciones de todos, si no fuera porque nos sale al paso una dificultad. Todos los demás intermediarios refieren en la historia sucesos por venir. La han leído antes de poner manos a su propia versión. Son lectores enterados. El lector que postula el libro de Cervantes, es por el contrario, un lector virgen, para quien están expresamente organizados efectos que dependen de una progresiva inducción, como veremos en seguida. En la historia de las aventuras de don Quijote, la interacción entre historia, narrador y lectores se repite, a mayor o menor escala, de modo diferente, con variantes incontables. Quisiera examinar ahora una de esas variantes, que acaso ofrezca la ilustración más clara de esa mutua interferencia en acción, pues en ella, narrador, relato y auditorio están literalmente dramatizados. Me refiero al episodio del retablo de Maese Pedro al que la tradición folclórica legó la leyenda original ofreciéndole las bases para una adaptación teatral. Cervantes había transformado ya, en el Entremés del Retablo de las maravillas, esta forma de arte popular en una función de ilusionismo. En el retablo de Maese Pedro examina el mismo problema estético desde otra perspectiva y más profundamente.

Maese Pedro llega a la venta con un mono parlante y su retablo, en el momento exacto en que el hombre de las lanzas da fin al relato de una anécdota sobre los dos concejales que rastrearan los bosques en busca del jumento desaparecido. Los regidores rebuznan a coro con tal habilidad que se confunden recíprocamente, no sin fundamento, con el asno. La peregrina historia del hombre de las lanzas se repetirá más tarde, teniendo a don Quijote y a Sancho por actores. De momento viene al pelo como preparación inmediata del público reunido en la venta y para la no menos peregrina representación de Maese Pedro. Después de oír las maravillas del rebuzno edilicio, don Quijote y el resto del «senado y auditorio» pueden pasar sin esfuerzo a la primera parte de la función de Maese Pedro, que ofrece un invertido paralelo de lo escuchado en la destreza de un mono hablador.

La historia de los concejales borriqueles y la exhibición del mono humanizado son una introducción cuidadosamente escalonada del retablo de Maese Pedro. Los dos casos complementarios de remedo subrayan los eslabones precisos en un proceso de deshumanización, que culmina en la representación de Gaiferos y de Melisendra por muñecos de escayola. Son, al mismo tiempo, los escalones ascendentes de una estructuración más refinada, que asciende gradualmente desde el remedo sencillo a un complicado mimetismo, llevada a cabo en una rudimentaria obra de arte. Que Cervantes pretendiera presentar el retablo de Maese Pedro como el clímax de tal estructuración se hace más evidente luego, cuando el lector se entera de que sólo en esta ocasión sigue Maese Pedro el orden indicado («lo primero que hacía era mostrar su retablo, el cual unas veces era de una historia y otras de otra, pero todas alegres, y regocijadas, y conocidas. Acabada la muestra, proponía las habilidades de su mono…» (II, XXVII).

El público, que comienza escuchando la historia del recíproco engaño ingenuo de los regidores rebuznantes, basado en el remedo, se deja encandilar en seguida por la más difícil artimaña del mono parlante, y de este modo se sumerge en una actitud mental propicia para recibir una ilusión mimética, de mayor alcance y complicación, cuando los títeres comiencen. Embotados sus sentidos por la prestidigitación de un charlatán, los espectadores están ahora totalmente entregados a la magia del artista.

Las velas están ardiendo ya sobre el tablado de las marionetas. Ponen contornos a lo que Ortega llama la «frontera de dos continentes espirituales». Maese Pedro se oculta tras el retablo. Su ayudante, varilla en mano, se sitúa frente al escenario. Don Quijote, Sancho y los demás espectadores esperan, excitados por la curiosidad. El ayudante empieza a hablar, pero no llega a los oídos del público lo que está modulando. Su discurso ha sido interrumpido por Cide Hamete, que interviene en este instante, y nos recuerda que estamos leyendo la historia que él está narrando, que estamos contemplando el espectáculo de otro público que asiste a la función de que habla. Se nos promete que lo que dice el trujamán será visto y oído, tanto por los que le escuchan, los espectadores de la venta, como por quien leyere: «lo que oirá y verá el que le oyere, o viere el capítulo siguiente». La irónica disyuntiva o tiene aquí valor de y copulativa. El público sentado en la sala de la venta ha sido ampliado sutilmente para incluir explícitamente al lector, aun cuando ese público está formando parte de la representación desde la perspectiva más amplia del lector.

Se produce un ulterior aplazamiento, porque un capítulo acaba, recordando al lector una vez más que ésta no es sólo una historia, sino también un libro. El capítulo siguiente comienza con un verso, como la novela misma, aunque en este caso es una cita de Virgilio: «Callaron todos, tirios y troyanos». Este auditorio, no menos heterogéneo que el que escuchara a Eneas relatar la caída de Troya, está integrado por un sedicente caballero andante, su escudero, un ventero, un paje, un primo de alguien y otros más. Y lo integran no sólo los personajes de la historia, sino también los lectores de un libro, que todavía esperan en silencio la función de títeres, que antes de terminar les sugerirá más de un paralelo con la destrucción de Troya. Se oye ruido de trompetas y sonar de la artillería, y el trujamán reanuda su explicación, ya sin interrupciones. Sus palabras fluyen ahora ágiles, y la historia continua tanto para los lectores como para los espectadores del retablo.

La historia es la leyenda de Gaiferos y Melisendra sacada de los romances españoles del ciclo seudocarolingio. Aunque el retablo no tiene título formal, varias veces se alude a él designándole como «La libertad de Melisendra», en obsequio a su final tradicional, que en esta pieza se modifica de manera muy curiosa. Según el ayudante, «La libertad de Melisendra» es una verdadera historia, garantizada por un árbol genealógico que se remonta, a través de los romances españoles, hasta las crónicas francesas. El ayudante menciona ciertos autores que habían puesto manos a la obra en la compilación de esta «verdadera historia», pero no cita a ninguno por su nombre, y solamente aporta trozos de romances como prueba de la historicidad del relato.

La historia es sencilla. Comienza in medias res, lo que no es sorprendente. Pero en esta versión acaba de la misma manera, lo que sí es sorprendente, o al menos digno de subrayarse. La sin par Melisendra, esposa de Gaiferos, está cautiva de los moros, en España. Gaiferos, obligado por Carlos Magno, «padre putativo» de Melisendra, viaja de incógnito para rescatarla, y se las arregla para ponerse en comunicación con Melisendra cautiva en su torre. Melisendra reconoce a su esposo y juntos emprenden la fuga, perseguidos por los moros. Mientras que la leyenda original les sigue a lo largo de su huida, con la victoria de Gaiferos sobre los moros que los acosan, hasta su entrada triunfal en París, la versión de Maese Pedro de la verdadera historia termina bruscamente en el momento en que los moros inician la persecución.

El ayudante de Maese Pedro carece de nombre. Es simplemente el muchacho, o el criado, hasta el comienzo de la representación en la que se le asignan tres nombres diferentes, pero relacionados entre sí e indicadores de sus distintas funciones en el espectáculo: intérprete, declarador, trujamán. Es, etimológica y funcionalmente, un intermediario, un esclarecedor, un traductor. El ayudante está fuera de escena, pero es, no obstante, personaje central del espectáculo. Su ubicación física está indicando que no es parte del reparto, y, sin embargo, la función que realiza fuera de la escena es esencial a la representación. La varilla que maneja no sólo señala gráficamente los títeres que entran en escena, sino también su oficio de «intérprete y declarador». Puesto que los títeres que va señalando con la varilla representan «los misterios de tal retablo» (adviértase la reminiscencia, aquí rica en connotaciones, del origen eclesiástico del nombre empleado para la escenografía), se ofrece además la sugerencia de que el uso de la varilla implica una alusión a la magia. Y, efectivamente, así ocurre, pues la varilla le permite introducirse en la escena, aun permaneciendo fuera de ella. La mayoría de los narradores son personajes jánicos. El ayudante sintetiza esta doble naturaleza, cuando está pendiente de los movimientos de los títeres para traducirlos en palabras y al mismo tiempo observa el efecto en el auditorio de movimientos y palabras. La característica más singular del retablo de Maese Pedro es su forma híbrida. Si por una parte los títeres son los actores, por otra el ayudante es quien narra. Narrar y representar son aquí actos simultáneos, y el retablo es, a la vez, acción narrativa y representación dramática. El mono hablador necesitaba un intérprete para traducir a discurso oral sus inarticulados gestos mímicos. Las palabras eran el factor decisivo en la creación de la ilusión y ellas hacían creíble lo que los espectadores habían visto en el instante de verlo: un mono supuestamente hablando. Lo mismo ocurre con los gestos de los títeres, a pesar de la advertencia de Maese Pedro inmediatamente antes de comenzar la función: «Operibus credite, et non verbis». Al lector de Cervantes no le queda otra salida que atenerse a las palabras. Pero las palabras del retablo no siguen la forma dramática corriente, aplicable también a una función de marionetas. Los títeres no tienen voz, menos aún voz individual, y esa falta debe ser suplida por el titiritero. Ni siquiera hablan en silbidos como acostumbraban a expresarse los títeres en la época de Cervantes, según dice J. E. Varey. Tampoco hay diálogo en la pieza; solamente dos emisiones orales supuestamente moduladas por los personajes actores. Los dos ejemplos son citas de romances, y en ambos hablan por sí mismos los actores. Pero, en contexto, incluso estos ejemplos de locución directa están tan sobrecargados de introducciones narrativas —«dicen que le dijo», «con quien pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen: […] las cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio»— que la naturaleza dramática de tales parlamentos está, si no totalmente preterida, sí notoriamente desdibujada por el estilo informativo del narrador.

La confusión temporal del ayudante muestra una misma cosa de manera diferente, recurriendo de nuevo a los romances, en los cuales ocurre por razones muy distintas. Comienza su narración de los sucesos que van representándose en la escena, haciendo uso del presente, tiempo de todo drama. Pero a medida que la pieza va avanzando, el ayudante recurre en ocasiones al imperfecto, tiempo utilizado normalmente para describir acontecimientos sucedidos en el pasado, prueba de que el estilo narrativo prevalece sobre la misma dramatización. Aunque la obra todavía se está representando, al trujamán se le escapa a veces el pretérito, tiempo de toda historia o leyenda ya sucedidas, pero de ningún modo el de una representación dramática en el acto mismo de estar ocurriendo.

Las continuas exhortaciones del ayudante —«vean vuesas mercedes allí», «miren vuesas mercedes», «vuelvan vuesas mercedes los ojos»— recaban la atención sobre los movimientos patentes en la escena, pero también advierten al público de que está siendo guiado en su experiencia teatral, cosa que no sucede de ordinario en representaciones teatrales, a no ser en las de esta modalidad excepcional de un narrador ajeno a los sucesos que se están representando. De forma que, incluso para el público de la venta, que puede ver lo que el lector de Cervantes tiene que imaginar, el espectáculo es una experiencia por lo menos tan narrativa como teatral.

El trujamán es un narrador exageradamente minucioso que deja ciertas preguntas sustanciales sin dilucidar pero que se regodea dando nimias explicaciones de lo obvio. En su afán por suscitar una ilusión de historia, se explaya a sus anchas sobre trivialidades caseras y antiheroicas, como habían hecho a veces los juglares, y esto da un enfoque irreverente, por no decir plebeyo, a la historia de la hija de un emperador y de su no menos noble caballero: la riña entre el suegro, Carlo Magno, y el yerno, Gaiferos, que prefiere seguir jugando a las tablas en vez de afanarse en rescatar a su esposa de los infieles; la demanda de pedir prestada la espada de su primo Roldán, que aquí se niega a cedérsela (contra lo dicho en los romances más conocidos); el beso arrebatado por el moro a los labios de Melisendra y el escupir ella con asco, limpiándose la boca con la manga; el estrafalario descenso de la torre, en que la falda de Melisendra se engancha en los barrotes del balcón, donde sin miramientos se deja a la heroína colgada de su propio faldellín.

Como todos los narradores hasta aquí mencionados, el ayudante no se limita a contar sucesos ya relatados por otros. Los transmite también con comentarios. A veces las apostillas tienden a dar fuerza a un empeño de autenticidad histórica, ya sea relacionando el mundo de la historia referida con el de sus espectadores, o explicando los artilugios del retablo, o simultaneando ambos procedimientos: «en la ciudad de Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza», «se presupone que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería…». Más aún, cuando el trujamán subraya una innovación exclusiva de su versión de la historia, admite que se le haya filtrado en el supuestamente relato fáctico un elemento de poesis: «Miren también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás».

El ayudante se complace en la exposición de puntos de vista personales que permiten al público percatarse de qué lado están sus simpatías y dejarse influir de acuerdo con las mismas. Sus personales favoritismos en dos ocasiones están a punto de convertirse en prolija digresión, cuyos efectos sobre los espectadores pueden colegirse por la crítica que suscitan. Sobre ello volveré más adelante.

En el ayudante presenta, pues, Cervantes un narrador que es, al mismo tiempo, comparsa, agente en el acto creador, además de espectador ideal. ¿Y qué hace el público? Del mudo tropel de «tirios y troyanos» es portavoz don Quijote, que es el principal espectador, y no sólo por ser el protagonista de la novela, sino porque sólo él de todo el grupo reacciona ante lo que ocurre. Don Quijote es el espectador dramatizado, y lo que se pretende es hacer saber al lector el efecto que la representación produce en él.

A causa de su locura, don Quijote no puede discernir con claridad entre literatura y vida. Está convencido de que los héroes de novelas fueron en algún tiempo personas de carne y hueso, y que el relato de sus hazañas en los libros de caballerías es historia pura. Este convencimiento es el que determina su reacción ante los títeres. Tomando al pie de la letra al narrador, lo que a lo sumo exige mínimos ajustes, don Quijote acepta en seguida la premisa de que la leyenda de Gaiferos y de Melisendra es historia. Sus comentarios demuestran que le encanta aceptarla como tal.

Cuando el trujamán hace digresiones con el fin de expresar su indignación moral contra la sentencia de los moros de castigar a los culpables, don Quijote irrumpe en la narración para amonestarle: «Niño, niño… seguid vuestra historia línea recta y no os metáis en las curvas o transversales; que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas».

Luego, cuando el intérprete describe la ciudad de Zaragoza envuelta en un repiqueteo de campanas, don Quijote interrumpe de nuevo la narración (y los juegos de sonoridad de Maese Pedro) para corregir los hechos. No tanto se enfrenta con el narrador como, por encima de su cabeza, con el autor mismo de la pieza: «¡Eso no!… En esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate».

Ya molesto con las digresiones del narrador, don Quijote mismo entra aquí en una. Aparentemente aporta una prueba histórica. Maese Pedro, detrás de las bambalinas, se defiende y ordena al intérprete que siga con la historia. Cuando así lo hace, repite la descripción de Sansueña, pero incorporando a la narración la corrección de don Quijote. Comienza a advertirse que los espectadores no sólo sienten los efectos de la representación sino que a su vez influyen en ella. El espectador que toma parte en el relato es propiamente un socio condigno del narrador que dirige el espectáculo. Éste es, ciertamente, un retablo de maravillas.

La última vez que don Quijote interrumpe la función de marionetas lo hace para hacer ver de forma gráfica el efecto de la reacción del público en el espectáculo. Habiendo corregido el estilo del narrador y modificado el contenido del texto narrativo, y para ello cortado en ambos casos la acción y el clima de ilusión, ahora interviene físicamente. Arrebatado por la descripción de la caballería moruna y el voltear de las campanas fuera de la escena (porque Maese Pedro no ha rectificado los efectos sonoros) don Quijote sucumbe a la ilusión dramática. En su imaginación los títeres se convierten no ya en entes históricos, sino en seres vivos, cuyos destinos se proyectan hacia un futuro aún por vivir, más que a un pasado ya cristalizado en la Historia. Movido por la patética persuasión de que puede alterar el curso de lo que juzga historia revivida, don Quijote carga sobre los moros. Ignora ingenuamente que la feliz huida de Gaiferos y Melisendra está garantizada no sólo por la irreversibilidad de la historia sino, más aún, por lo inalterable de la leyenda. En ambos casos el destino de los amantes está fuera del poder de don Quijote. Sus nobles intenciones, hechas realidad ciega una vez más, producen funestos resultados. Afortunadamente, sólo los títeres sufren las consecuencias. Incapaz de aceptar el arte en cuanto arte, incluso en unas marionetas donde la ilusión de realidad es mínima, don Quijote se empeña en invadir el impenetrable mundo de lo ficticio. El esfuerzo es tan vano como sus múltiples afanes por imponer el mundo de la ficción en la existencia cotidiana de los hombres. El desastre que a continuación ocurre acaba en la total destrucción de la representación y de los títeres por el espectador que, al destruirlos, demuestra cómo él mismo ha caído bajo su hechizo. Se dará cuenta del error demasiado tarde.

Pero volvamos a examinar de cerca a Maese Pedro, el saltimbanqui peregrino. Sus títeres son miniaturas deshumanizadas de actores humanos, y él mismo puede representar la caricatura del autor típico del renacimiento español, el empresario de teatro que dirigía su propia compañía y escribía comedias para ella. Maese Pedro ha creado su propia versión de la liberación de Melisendra, valiéndose de escenas de versiones diferentes de un mismo romance viejo para construir una historia unitaria, no sin dejar de añadirle pinceladas personales. Él es, en el sentido más literal, el primer motor de la comedia a la que da vida en su retablo maravilloso. Las cuerdas que van de su mano a las extremidades de las figurillas (J. E. Varey prueba que la descripción de Cervantes está basada, en gran medida, si no exclusivamente, en títeres movidos con cuerdas) son la señal visible de su conexión con los movimientos de éstas y con la acción de la obra. La misma explicitación de tal vínculo entre autor y figurillas debe haber influido en Cervantes cuando eligió para este episodio un retablo de títeres y no un obra convencional, con actores de carne y hueso, como hiciera Avellaneda con absoluta falta de imaginación en el episodio tan sorprendentemente parecido de su espuria segunda parte.

Maese Pedro, haciéndose pregonero de su propia mercancía, invita a los espectadores a sentarse, y a don Quijote le promete: «sesenta mil [maravillas] encierra en sí este mi retablo: dígole a vuesa merced, mi señor don Quijote, que es una de las cosas más de ver que hoy tiene el mundo, y operibus credite, et non verbis, y manos a la labor; que se hace tarde y tenemos mucho que hacer, y que decir, y que mostrar». Hacer, decir y mostrar. Así describe el espectáculo su propio creador. La mecánica de la representación es tan importante como la historia en sí. El relatarla se le encomienda al ayudante, como hemos visto ya. La exhibición en función de ambos, del narrador, que muestra las figuras, y de Maese Pedro, que las pone en movimiento. Pero la acción es tarea exclusiva de Maese Pedro, y de ella depende todo lo demás. El epigrama latino está, en este contexto, cargado de ironía, ya que el relato depende del espectáculo, las palabras de las obras, y todo de la manipulación de Maese Pedro. Pregonado su anuncio, Maese Pedro desaparece tras el retablo. La mayoría de los autores se contentan con permanecer allí en silencio. Incluso Pirandello en su obra famosa, que tanto Castro como Livingstone han comparado con nuestro retablo, prefiere observar desde los laterales el conflicto de los personajes en busca de su identidad, de una obra y de un autor. Maese Pedro no se satisface con un papel tan pasivo, ni deja que la obra hable por sí misma. Sí, ciertamente él permanece oculto, inmanente, diríamos, pero su participación como autor está tan dramatizada como la del narrador y la del público. Maese Pedro, al igual que los espectadores, interviene en la obra para ofrecer sus comentarios sobre la narración en marcha. Cuando don Quijote aconseja al trujamán que cuente su historia sin filigranas, Maese Pedro secunda su consejo: «Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles». No es frecuente que un autor se encuentre en situación tal que le permita oír los comentarios del público, y mucho menos ponerse de su parte, mientras la obra está representándose. El que así ocurra en este caso parece debido a su desacuerdo con la falsificación estilística de sus intenciones, que el trujamán se permite. El ayudante, un mero mandado, debe obedecer.

En el momento en que el ayudante arenga a los amantes fugitivos, «vais en paz, oh par sin par de verdaderos amantes…», Maese Pedro corta los gerundianos párrafos, para, desde la parte de atrás (como si hablara entre las nubes) dar una segunda lección sobre el arte de narrar la historia, hasta en el instante en que está siendo contada por otro: «¡Llaneza, muchacho; no te encumbres; que toda afectación es mala!». Nuevamente introduce en la representación un elemento que no le pertenece.

El comentario más extenso de Maese Pedro ocurre al oírse criticar por tocar campanas en Sansueña. En esta ocasión no sólo traspasa el sacrosanto dintel de la historia, sino que él mismo se sale de quicio. El creador, que controla los títeres, se encara tanto con el narrador como con el público, e introduce en su pieza teatral un elemento verdaderamente inesperado: la confesión de su propia falacia, su credo materialista. Y precisamente donde, aunque fuera artístico, el hecho de proclamarlo él mismo le hace quedar fuera del tiesto: «—No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni siquiera llevar las cosas tan por el cabo, que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? —Prosigue, muchacho—, y deja decir; que como yo llene mi talego, siquiera represente más impropiedades que tiene átomos el sol». Maese Pedro entra de nuevo en contradicción con su delegado-narrador. Acaba de confesar que tampoco él cree en la decantada integridad histórica, que, con tanto empeño y tan en vano, se ha esforzado el ayudante en recabar para la obra. Tampoco defiende la impropiedad; la desdeña, como una nimiedad sin importancia —en poesía—. ¿Quién, no siendo don Quijote, podría permanecer hechizado tras confesión tan cínica? Porque, aunque esto puede ser cierto respecto a muchas obras, proclamarlo tan descaradamente en la obra misma, es envenenar la ilusión del auditorio en su mismo manantial.

Con la violenta irrupción de don Quijote en el retablo, el final de esta versión de «La libertad de Melisendra» se altera drásticamente. En lugar de presenciar la vuelta triunfal de la heroína a París, los espectadores de la venta asisten, por el contrario, a la destrucción del tinglado de Maese Pedro, y, por un pelo, escapa Maese Pedro a la suya. Y únicamente en este que pudiéramos calificar de último acto, un final que ni la leyenda ni Maese Pedro había previsto, se menciona la reacción de los demás espectadores: «Alborotóse el senado de los oyentes, huyóse el mono por los tejados de la venta, temió el primo, acobardóse el paje y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo, porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había visto a su señor con tan desatinada cólera».

El pavor de estos espectadores, que en el caso de Sancho se entrevera de lástima, es indicio de que, para ellos, la historia de la liberación de Melisendra en su imprevisto desenlace, se ha convertido en algo parecido a una tragedia de Séneca. Es en este último acto del espectáculo donde la atención de público se centra en el titiritero. Después de la violenta intromisión del mundo externo, el creador se queda estático ante el escenario, rodeado de sus descalabradas figurillas. A Maese Pedro difícilmente se le identificaría como personaje trágico siguiendo los cánones aristotélicos, pero sí guarda un paralelismo con éstos su llantina por la pérdida de su tinglado, que constituía su único medio de vivir. Su llanto por la pérdida de todos sus haberes eleva la compasión a más complejas problemáticas, tema de todas las elegías. Comienza como una glosa al romance en que don Rodrigo llora la pérdida de su reino. Maese Pedro, en cuanto propietario de un teatro de títeres, era también señor de reyes y de emperadores hasta hace apenas un momento. Ahora, sin embargo, está reducido a la miseria. El lenguaje figurado de Maese Pedro es un eco de las metáforas teatrales que, como advierte Curtius, han sido lugares comunes desde la antigüedad. Incluso le son familiares a Sancho, a través del predicador de su pueblo. Pero no obstante estar puesto en boca de un impostor, ser inadecuado para tal situación y estar aplicado a un simple espectáculo de títeres, evoca serias implicaciones. La manera misma en que Maese Pedro se traslada de un escenario de marionetas a un reino, recuerda los planos descritos por otro mago, Próspero, al remontarse «desde la fábrica sin base de esta visión», a través de «las torres envueltas por las nubes», hasta «el inmenso globo mismo». Por cínicos que sean sus motivos, Maese Pedro es el creador del retablo. Y aunque al mismo tiempo que actúe de ese modo reclame de don Quijote el pago de los daños, ello no invalida el hecho de estar afirmando una relación con sus creaturas, ya reliquias, que personalizaron misterios en su retablo maravilloso: «Y estas reliquias que están por este duro y estéril suelo, ¿quién las esparció y aniquiló sino la fuerza invencible dese poderoso brazo? ¿Y cúyos eran sus cuerpos sino míos? ¿Y con quién me sustentaba yo sino con ellos?». Los mutilados títeres son, después de todo, y aunque por motivos mercenarios, otros tantos cuerpos de Maese Pedro, otros él, acaso con más entidad que los espíritus de Próspero, que se esfuman en el aire. Ellos son las criaturas utilizadas por este demiurgo codicioso para producir sus falaces ilusionismos. Con todo, Maese Pedro es sólo eso, un demiurgo, un creador por delegación, y su pequeño mundo, hecho añicos, está contenido en otro más amplio, gobernado por Cide Hamete, que está capacitado para dar un informe completo sobre el titiritero.

El lector implícito, con quien se intenta identificar al lector del libro de Cervantes, tiene la ventaja de una distancia y un conocimiento superiores a los del auditorio de Maese Pedro, así como sobre los del creador y el narrador del retablo. Sabe que la historia de Gaiferos y Melisendra es una ficción, y está inmunizado contra las insistencias de veracidad histórica de que alardea el ayudante. Y ve, además, la ficción como una sátira contra una leyenda concreta y contra todo asunto caballeresco en general. Observa cómo la pieza teatral se atomiza en divisiones, que son parodias de actos, no por necesidad interior, sino porque, durante esta caricatura de representación dramática, uno de los espectadores y el mismo autor de la obra no cesan de interrumpir al narrador, rompiendo con ello su continuidad. Advierte, también de un modo que se escapa a los espectadores, la destructiva admisión de fraude por parte del autor. Estos detalles en conjunto equivalen a lo que Brecht llamaría Verfremdungseffekte, y le inmunizan contra el embrujo de la ilusión de Maese Pedro. Él observa simplemente cómo los demás son embaucados por un charlatán.

Pero aunque el lector observe el espectáculo desde este punto de vista privilegiado, en la información es superado a su vez por el cronista y los intermediarios, que comparten un ulterior secreto, todavía por revelar. Aun cuando el lector no se deje engañar por las maravillas del retablo de Maese Pedro, es víctima a su pesar de otra ilusión preparada por Cide Hamete y sostenida por los intermediarios.

Después de asistir a la destrucción de las marionetas de Maese Pedro y de compartir, en cierta medida, la compasión de Sancho por las pérdidas ocasionadas a su dueño, el lector encuentra muy lógica la indemnización satisfecha por don Quijote como justa compensación al titiritero por la ruina a que lo redujo. Es justo que el orate, que no supo valorar la obra en lo que era, pague por el utillaje perdido. El mismo don Quijote admite la justicia del resarcimiento. Mas inmediatamente después de que la compasión del lector haya sido provocada, al lector se le revela algo sobre Maese Pedro, que modifica su enfoque de la cuestión. Se entera de que Maese Pedro no es tal Maese Pedro, sino Ginés de Pasamonte con quien ya se había encontrado previamente. Por si no lo recuerda, el cronista le pone en autos de que es el mismísimo villano Ginés, que había correspondido a la nobleza de don Quijote de librarle de la cuerda de galeotes con una cerrada carga de pedruscos; el mismo Ginés que, a renglón seguido, robara el rucio a Sancho, perpetrando una injusticia no solamente contra éste, sino contra el autor del libro, quien tuvo que sufrir críticas acerbas por el hecho de que al impresor se le pasara por alto este pasaje en la primera parte, donde se describe el hurto.

También en la vida real es Maese Pedro un impostor, y ahora se le quita la careta. El lector ha sido engañado por el cronista que en este momento le abre los ojos. Los demás intermediarios colaboran en el infundio al ajustarse en sus versiones al orden de las aventuras ideado por Cide Hamete. Teóricamente cualquiera de ellos pudiera haber descubierto el disfraz desde un principio y de ese modo ahorrado al lector el despilfarro de su lástima.

Acaba de probársele al lector cuán fácil es dejarse encandilar por una ilusión, en el momento exacto en que podía regodearse por no haber sucumbido al influjo de la anterior. Escarmentado en cabeza propia, no lo olvidará fácilmente, pues tal advertencia le será imprescindible para entender correctamente la novela de Cervantes. Este nuevo y sutil toque de alerta dado al lector es inmediatamente utilizado en la información sobre la identificación de Maese Pedro. El cronista moro se hace responsable del desenmascaramiento. Lo jura sobre su conciencia, como un cristiano auténtico. El segundo autor transmite palabra por palabra la traducción del juramento y la explicación del traductor morisco sobre que «el jurar Cide Hamete como católico cristiano siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que así como el católico cristiano cuando jura, jura o debe jurar verdad y decirla en lo que dijere, así él la decía, como si jurara como cristiano católico…» (II, XXVII). ¿Pero cómo puede el lector confiar en tan extraño juramento hecho por un moro sospechoso y transmitido por un morisco no más digno de crédito? El hecho de que se le ocurra formularse este interrogante es en sí una protección contra la ingenua credulidad de don Quijote acabada de poner en evidencia, en la función de marionetas. Una protección necesaria contra la continua oscilación entre claridad y confusión que percibe en Don Quijote.

Con la última revelación sobre la identificación de Maese Pedro al lector se le abren los ojos para ver el episodio del retablo desde la ventajosa atalaya del cronista, por muy poco de fiar que tal punto de mira pueda ser. Leída la novela en su totalidad, se percata, además, de ciertas coincidencias entre las partes y el todo, que mutuamente se esclarecen. A estas coincidencias vuelvo ahora. Ginés de Pasamonte es un literato en la misma medida en que es un criminal. Es un autor, aun cuando lo sea de libros inéditos. Se nos anticipa este detalle cuando aparece por primera vez en la aventura de los galeotes de la primera parte, al discutir él y don Quijote sobre la autobiografía escrita con sus propios pulgares: La vida de Ginés de Pasamonte. La información sobre el grueso volumen en que relataba sus crímenes se repite, no se nos escape, en la explicación del disfraz de Maese Pedro. En el retablo, Pasamonte se desenvuelve en un ambiente distinto. Ya no es el narrador en primera persona de una autobiografía que pudiera verosímilmente comportar autenticidad histórica, pero sí es el autor de «La libertad de Melisendra», a la que, disfrazado de Maese Pedro, da vida, aunque se la entregue a otro narrador para contarla. En otras palabras, Ginés de Pasamonte ha asumido primeramente una personalidad ficticia, el disfraz de Maese Pedro, y después confía a su ayudante el relato de su creación híbrida, porque así lo exige este género de arte. Si interviene en la representación, es porque tanto el narrador como el público escapa de su control, pero interviene como Maese Pedro, un personaje creado por él mismo en la comedia viva que es su vida, que ahora está viviendo como otro. Al organizar el esquema narrativo de Don Quijote, ¿qué otra cosa ha hecho Cervantes sino algo similar a esto? Cide Hamete confiesa en cierta ocasión (II, XLIV) que hablar «por las bocas de pocas personas» es algo insufrible para él. De igual modo lo es para Cervantes, quien, en vez de narrar por sí en su propio nombre, delega la función de autor de la supuesta historia en Cide Hamete, y, además, añade un traductor e intérpretes para declarar —traducir y narrar— la historia. La relación que guarda el autor-criminal Ginés de Pasamonte con el titiritero Maese Pedro, y éste a su vez con su ayudante, es, en lo esencial, la misma que se da entre Cervantes y el cronista Cide Hamete, y, de igual modo, entre éste y su traductor e intérpretes. Ginés de Pasamonte, el personaje histórico de su propia biografía, no figura en el reparto del retablo de Maese Pedro. Tampoco Cervantes se asigna a sí mismo una función explícita como autor de Don Quijote. Su intención al excluirse de la novela (excepción hecha de las ocasionales referencias en el diálogo de algunos personajes) no fue, como muchos parecen opinar hoy todavía, la de eludir cautelosamente sus responsabilidades autoriales, sino la de hacer de su novela una creación artísticamente auto-suficiente.

Únicamente teniendo en cuenta este plural dédoublement tan ingeniosamente organizado, puede el lector de Don Quijote darse cuenta de la trascendencia de la observación que, como autor, hace Cervantes en el prólogo de la primera parte: «Pero yo, que, aunque parezco padre soy padrastro de don Quijote…».

En su totalidad la novela presenta incluso réplicas de don Quijote, que interrumpe y corrige la obra de Maese Pedro, y del ayudante, que observa la función y a los espectadores y a la vez relata los sucesos de aquélla. Tales son los intermediarios que funcionan simultáneamente como lectores dramatizados y como narradores intrusos. Las discrepancias entre el titiritero y su ayudante, entre palabras y acción, equivalen a las inexactitudes de la traducción en la novela: «Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito…» (II, XLIV). Finalmente se dan otras impresionantes semejanzas entre el todo y las partes de la novela. Éstas se refieren a la historia. «La libertad de Melisendra» es un taraceado de romances. Como lo es Don Quijote en los capítulos iniciales de la primera parte. Según Menéndez Pidal, lo que Cervantes se propuso en un principio fue tan sólo hacer una breve sátira de los romances; luego, percatándose de las posibilidades que ofrecía el tema romanceril, decidió ampliar su perspectiva, incluyendo en la obra los libros de caballerías. La forma irreverente con que trata a Gaiferos y Melisendra es eco del tono heroico-burlesco con que presenta las relaciones don Quijote-Dulcinea. Ciertas coincidencias de detalle parecen elegidas para hacer el paralelismo explícito. Melisendra, cautiva en el palacio moro, debe ser rescatada por Gaiferos, exactamente igual que Dulcinea, prisionera por maleficio de un encantador, según cree don Quijote, debe ser rescatada por éste de la cueva de Montesinos —o más propiamente desencantada por Sancho, quien se muestra tan renuente a su propio vapuleo como don Gaiferos a privarse de su partida de tablas. El salto de Melisendra a la grupa del caballo de Gaiferos, en el que cae «a horcajadas como hombre», suscita la comparación con el episodio más temprano en que la moza lugareña (Dulcinea, según Sancho), derribada de su montura, toma carrerilla para saltar a lomos del asno, sobre el que «quedó a horcajadas, como si fuera hombre» (II, X). Todo el tinglado levantado en torno al faldellín de Melisendra al deslizarse de la torre, evoca el faldellín (y se trata de esta mismísima prenda) que la moza lugareña Dulcinea ofreciera a don Quijote como garantía de un préstamo en la cueva de Montesinos. Tales coincidencias son suficientes para justificar la simpatía de don Quijote por los amantes fugitivos, en la función de los títeres, aunque únicamente su locura fuese culpable de transformar la simpatía en fe ciega y ésta en acción denodada.

El retablo de Maese Pedro es, pues, una analogía de la novela vista en su totalidad. Y no sólo por el hecho de que la leyenda burlesca recreada por Maese Pedro en su retablo sea una reductio ad absurdum de los mismos materiales caballerescos que Cervantes satiriza por medio de sus personajes, sino también porque reproduce en miniatura las relaciones fundamentales que se dan entre narrador, historia y público, según se aprecian en el esquema general de la obra. Analogía, sin embargo, no equivale a total identidad, y las diferencias, en este caso, son tan significativas como las coincidencias. El retablo de Maese Pedro es la creación de un charlatán que no persigue otro fin que el de embaucar a los incautos y sacarles algún dinero, mientras que Don Quijote es la creación de un escritor, que aspira a un género de entretenimiento más noble, encaminado a instruir al lector tanto como a deleitarle. Maese Pedro se dirige a un público inculto y supersticioso y a un loco simpático; Don Quijote tiene por destinatario a un lector implícito capaz de ser instruido, que es potencialmente sensato. En la función de Maese Pedro, a uno de los espectadores le hace salir de sus casillas la ilusión; en la novela de Cervantes los efectos del constante distanciamiento le impiden permanecer embelesado durante mucho tiempo.

Desde los comienzos de la novela queda sentado que la locura de don Quijote se debe a una sobredosis de ficción y que las crisis son más agudas dondequiera que entra en escena esa ficción, especialmente si está relacionada con los libros de caballerías. El texto sigue los repetidos intentos y fracasos del personaje en su afán por revivir del modo más literal la caballería andante: viviéndola y exhortando a otros a seguir su ejemplo, por motivos distintos de su mera diversión a expensas de los disparates de un loco. En la representación de los títeres don Quijote se encuentra cara a cara con la ficción presentada como historia. Reacciona, como hemos visto, según era de esperar, porque es un loco. Pero el lector sabe a qué atenerse, o al menos lo sabrá, cuando Cervantes haya terminado de aleccionarle. Y la función del retablo le recuerda este hecho una vez más, pero ahora con una analogía que es aplicable al modo de leer la novela en su totalidad.

La intención expresa (aunque no necesariamente la única) de Cervantes al escribir Don Quijote fue desacreditar las novelas de caballerías. Lo afirma reiteradamente en los más variados tonos. Hablando como autor y usando palabras propias en el prólogo de la primera parte, sigue el consejo del amigo que irrumpe en su estudio para echarle la arenga que él hace suya allí mismo: «En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más…». De este sentimiento se oye un eco al final de la novela cuando habla otro de los muchos dobles de Cervantes. Cide Hamete se sincera cuando declara que «no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna» (II, LXXIV). El lector ha aprendido a ser cauto frente a tales «verdaderas historias» y el retablo de Maese Pedro le ha ayudado a precaverse.

Con todo, estas declaraciones deben leerse con reservas. Don Quijote es prueba fehaciente del placer que los libros de caballerías proporcionaban a sus múltiples lectores. El cura y el barbero libran de la hoguera a varias de esas novelas. Las que escapan al holocausto deben su amnistía al mérito singular, por su técnica o por su arte que supera, a juicio de los censores, la extravagancia de las historias que en ellas se relatan. El canónigo de Toledo fustiga los libros de caballerías en general, pero confiesa que le ha encantado leer algunos, e incluso que él mismo ha enristrado la pluma para escribir uno que dejó sin terminar. Estos personajes y otros parecidos son, a pesar de sus manías, gentes de reconocida sensatez, lo que hace perdonables otras flaquezas que pudieran tener. En esto se parece al lector que Cervantes tenía in mente al escribir su historia: un lector discreto, que aprende a ser avisado por medio de la experiencia, y para el que la arrebatada intervención de don Quijote en los títeres es un mal ejemplo que hay que evitar.

Al proponerse desacreditar los libros de caballerías, Cervantes no sugiere que no se lean, sino que se lean debidamente y se tomen por lo que son, extravagantes, y muchas veces bellas mentiras; ficción y no historia. A fin de conseguir este propósito, muestra cómo se estructuran tales ficciones disfrazadas como historia, poniendo al desnudo el armazón de su interior inconsistencia. Comenzando con una historia inventada de este tipo, escrita por un cronista moro sospechoso e insistiendo a continuación en la falta de credibilidad del mismo, probándola por las posibilidades de error y por la falta de comprobación histórica que se van multiplicando en cada etapa de la transmisión de la historia al libro, Cervantes da una lección objetiva sobre el modo de crear la ficción, con las mismas técnicas utilizadas por los que escriben Historia, una palabra, además, tan ambigua en español.

Si no se ha percatado de antemano del proceso, el lector puede verlo a lo vivo, pues se le repite, una y otra vez, en múltiples variantes. Es testigo ocular de la ilusión de una historia verosímil, que se monta y se destruye ante sus propios ojos; no puede, por consiguiente aceptar la ilusión en sentido literal, a menos que sea tan loco como don Quijote. El modo de presentación garantiza su distanciación, pues Cervantes sabía que la creencia en la verdad de la ilusión artística puede interferirse y hasta destruir, la captación por el lector del humor agridulce y de la intención retórica a quienes sirve. Pero las técnicas de distanciamiento, a la vez mediatizan identificación y credulidad, proyectan inevitablemente la atención del lector sobre la naturaleza artificial de la invención, pidiendo su admiración (como frecuentemente hace Cervantes por medio de sus personajes, en tantas locuciones) y sobre todo su valoración de la ficción como ficción. El amigo del prólogo de la primera parte lo explica de este modo: «Procurad también que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla». La invención es la tarea del novelista. Aceptándola exactamente como es, el lector corresponde al virtuosismo del creador con una reacción estética pareja.

(*) [Modern Language Notes, 80 (1965). Trad. del R. P. Licinio González, O. S. A.]

Esta conferencia fue pronunciada por vez primera el 12 de noviembre de 1964 en el Festival dedicado a Shakespeare y el Renacimiento por la Universidad de Chicago, y se repitió en el Bryn Mawr College, el 9 de marzo de 1965. El material aquí presentado es parte de un estudio más amplio en el que aparecerá ligeramente revisado. Por eso no hemos intentado hacerlo ahora. Las citas del Quijote están tomadas de la Nueva edición crítica, de Francisco Rodríguez Marín (Madrid: Atlas, 1947-1949). Solamente se identifican la parte y el capítulo de los pasajes que no pertenecen al prólogo o al episodio mismo de Maese Pedro (II, XXV-XXVI).

Las obras críticas y de especialización a que el texto se refiere son, por este orden: E. C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes (Madrid: Taurus, 1981, 3.ª ed.), esp. pp. 316-327; José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, en Obras completas, I (Madrid: Revista de Occidente, 1946), p. 380; J. E. Varey, Historia de los títeres en España (Madrid: Revista de Occidente, 1957), esp. pp. 232-237; Américo Castro, «Cervantes y Pirandello», en Santa Teresa y otros ensayos (Santander, 1929), pp. 219-231; Leon Livingstone, «Interior Duplication and the Problem of Form in the Modern Spanish Novel», en Proceedings of the Modern Language Association, LXXIII (1958), p. 397; Ernst Robert Curtius, European Literature and the Latin Middle Ages, trad. de Willard R. Trask, Bollingen Series, XXXVI (New York, 1953), pp. 138-144; Ramón Menéndez Pidal, Un aspecto en la elaboración del Quijote (Madrid, 1924).

(**) George Haley, «El narrador en Don Quijote: el retablo de Maese Pedro», en G. Haley (ed.), El Quijote de Cervantes, Madrid: Taurus, 1984 (1965), pp. 269-287.