José Manuel Martín Morán "El Quijote en ciernes y las fases de elaboración textual"

Quisiera yo que los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran; que si aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto, por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces acrecientan la hermosura del rostro que los tiene.

(Quijote, II, 3)

Breve historia de los descuidos y la crítica

La crítica cervantina, por lo general, no ha dispensado mucha atención durante todo el presente siglo a los descuidos del Quijote. La mayor parte de los estudiosos ignora el problema o, a lo sumo, alude brevemente a él; en el mejor de los casos demuestra que lo ha identificado, pero no llega a tratarlo a fondo. Por el contrario, a lo largo del siglo xix y ya desde el último tercio del xviii tuvo lugar una polémica sobre los descuidos de Cervantes en el Quijote que, a juzgar por el número y la calidad de las intervenciones, gozó de una notable vitalidad. La caída de interés por el fenómeno que se registra a principios de este siglo, en concomitancia poco casual con la revalorización de Cervantes como autor consciente de su arte y de los contenidos ideológicos del mismo,1 y que perdura aún en nuestros días, ha permitido que bajo la etiqueta de descuido se oculten fenómenos que, convenientemente analizados, podrían ofrecer preciosas indicaciones sobre la técnica narrativa de Cervantes. Y así vienen a equipararse, por ejemplo, el cambio de nombre del pretendiente de la hija de Ricote2 con el robo del rucio y su reaparición misteriosa, los dos chichones en la cabeza de don Quijote producto de un único candilazo del cuadrillero [I, 17, 2, 15] con el epígrafe equivocado que promete batallas con vizcaínos y yangüeses [I, 10] no narradas después en el capítulo correspondiente. Estos cuatro errores, y todos los demás, han sido interpretados —e inmediatamente olvidados— como la prueba evidente del desaliño y precipitación de Cervantes al escribir su novela, haciendo caso omiso de la diversidad de los niveles narrativos a los que afectan, probable indicio de distintas operaciones de revisión textual por parte del autor.

El término descuido ha sido enunciado alternativamente con tonos reprobatorios o exculpatorios, según que el crítico de turno propendiera por una u otra de sus acepciones: ‘negligencia’, más o menos culpable, y ‘distracción’, siempre involuntaria. La etiqueta, por su comodidad y poder de generalización, ha mantenido intactas su vigencia y su opacidad tras la que se esconde lo que en principio se presenta como una característica del Quijote frente a las demás obras de Cervantes,3 escritas, según la opinión más difundida entre los críticos, con muchas más precauciones.4

El escaso interés de la crítica contemporánea por el fenómeno, habrá que decirlo en su descargo, halla justificación en el propio texto, por un lado, y en los planteamientos básicos de los estudiosos, por otro. El Quijote favorece, en efecto, la falta de vigilancia del lector a los aspectos organizativos y enunciativos de la historia —todos de responsabilidad del narrador— porque, y no deja de ser una paradoja, hace de la narración uno de los objetos predilectos del relato; la desautorización paródica de la instancia enunciativa contribuye a esconder entre los enrevesados vericuetos de la narración los errores compositivos. Si ya desde la primera salida de don Quijote el narrador no sabe si seguir a los autores que anteponen la aventura de los molinos a la de Puerto Lápice o a los que sostienen lo contrario, y luego rechaza ambas soluciones para narrar, siguiendo los anales de la Mancha, la armazón de caballería de don Quijote [I, 1, 1, 107-108], el lector bien puede atribuir al mismo contraste de fuentes (al menos tres) el hecho de que, por ejemplo, la bacía aparezca rota en el campo [I, 22, 2, 192] y luego recompuesta en Sierra Morena [I, 25, 2, 255]. Si además sabemos que Cide Hamete (apenas la cuarta fuente de la historia) era mentiroso por ser árabe y que su relación fue traducida por otro árabe y readaptada por el segundo autor, la coherencia entre los episodios, o de los personajes consigo mismos, o del narrador para con su historia, dejará de tener la solidez propia del relato histórico que la relación de Cide Hamete pretende ser, para someterse a los caprichos impuestos por las vicisitudes de una transmisión accidentada.

Para los planteamientos de quienes veían la obra como muy superior a su autor —los quijotistas por los que tanto abogaba Unamuno—5 los descuidos de Cervantes fueron la piedra de toque de su inconsciencia, la expresión más genuina del Cervantes ingenio lego. Y como, al fin y al cabo, el mensaje transcendental, profundo del Quijote no sufría ninguna alteración si en superficie se distinguían vistosas huellas de la ineptitud de su autor, no había motivo para investigar a fondo la materia. Así fue como los descuidos contribuyeron a ensanchar la falla entre la transcendencia de la obra y las supuestas intenciones del autor.

En el otro polo de la interpretación transcendente, el de los cervantistas, la cuestión era más delicada, ya que habría podido poner en entredicho la genialidad del arte cervantino, por lo que simplemente se soslayaba, o, como mucho, si se la trataba, se hacía para exculpar al ajetreado recaudador de alcabalas que fue Cervantes.6

Los unos evitan el análisis de los descuidos porque ya a primera vista confirman la hipótesis de la que parten, los otros porque contradicen plenamente su planteamiento de principio. La sensación del lector es que todos obvien el problema escudándose en los apriorismos de los respectivos puntos de vista, con lo que pierden la oportunidad de legitimarlos con el análisis textual de los errores compositivos y el cotejo de las propias posiciones con las de los demás. Y sin embargo, quién sabe si esa confrontación de exégesis sobre tan espinosa cuestión no contribuiría a conjugar los diferentes enfoques y a ir resolviendo lo que se ha dado en llamar el equívoco del Quijote.7

En épocas precedentes, cuando la armonía de puntos de vista entre la crítica era mayor, los descuidos cervantinos merecieron un tratamiento más atento. Que en el texto cervantino existieran incongruencias y lagunas narrativas se hizo patente ya desde la publicación de la primera parte; el mismo Cervantes lo reconoce implícitamente al hacerse eco en 1615 de las críticas que suscitó el olvido del hurto del asno y su reaparición en el Quijote de 1605. En el siglo xviii la cuestión de los errores cervantinos cobra nuevos bríos a raíz del renovado interés por el Quijote y su estudio desde puntos de vista científicos. G. Mayans y Siscar publica en 1738 la primera biografía de Cervantes8 y ofrece en ella un juicio de la obra maestra del biografiado; algunas de sus objeciones, en especial las que se refieren a los anacronismos y la falta de verosimilitud de algunas escenas, suscitaron la airada reacción de los estudiosos. El primero en responderle fue V. de los Ríos con su Análisis del Quijote aparecido en 1780 al principio de la edición de la obra que hizo la Real Academia de la Lengua.9 Pero el juicio del censurador no corrió mejor suerte que el del censurado, pues en seguida hubo de sufrir el sarcasmo de la respuesta de A. Eximeno y Pujades.10 Ríos había adjuntado a su análisis un Plan cronológico y geográfico en el que, probablemente contra su propósito inicial, terminaba por constatar la abundancia de anacronismos e imprecisiones geográficas en el Quijote, con lo que en su contestación a las críticas observaciones del ilustrado Mayans paradójicamente terminaban por deslizarse no menos reparos al texto cervantino que los manifestados por el erudito valenciano. Eximeno y Pujades, por su parte, rebate punto por punto todas las críticas de sus dos predecesores, aunque sin conseguir cerrar la discusión sobre el argumento, pues mientras él preparaba y publicaba su obra, ya D. Clemencín había dado a conocer su comentario del Quijote en el que desplazaba el centro de gravedad del problema con sus observaciones preeminentemente lingüístico-estilísticas. La defensa de Cervantes de los ataques de Clemencín corre a cargo esta vez de J. Calderón,11 que no se limita a justificar los presuntos errores estilísticos y busca explicación también para las incongruencias narrativas señaladas por Clemencín, Ríos y Mayans; pero, como el propio título de su obra declara (Cervantes vindicado en ciento y quince pasajes), ha de limitar su empeño a un número restringido de las mismas. Desde Venezuela llega, por último, en 1877 la obra de A. Urdaneta, una apasionada defensa de Cervantes contra todos sus censuradores.12

Todas estas intervenciones en favor del arte cervantino tienen en común el mismo tono apologético (una de ellas incluye la palabra apología en el título) y el mismo procedimiento básico de explicación de los descuidos: todas ellas leen entre líneas el texto del Quijote buscando indicios que justifiquen el descuido, y cuando no los hallan el propio autor de la exégesis se encarga, con un esfuerzo de fantasía, de suplir lo que Cervantes no dijo. Y así por ejemplo, es cierto que Sancho primero dice que sabe firmar y luego lo niega, pero no por ello hay que achacarlo a descuido de Cervantes; se trata simplemente, asegura Eximeno y Pujades, de una mentira de Sancho13 que el autor no declara. También es cierto que Sancho se muestra demasiado discreto en la ínsula Barataria, pero esa discreción le viene de su natural inteligente y de la memoria que guardaba de casos similares ocurridos o narrados en su pueblo;14 que Cervantes no haga referencia a ello no tiene la menor importancia ni para Ríos ni para Urdaneta. Tampoco es descuido que Cervantes diera más de un nombre a la mujer de Sancho; simplemente, dice Calderón, se olvidó de consignar que su nombre completo era Juana Teresa Gutiérrez.15 La labor de estos críticos puede resultar muy útil a la hora de reducir a sus justas dimensiones la inmensa mole de incorrecciones estilísticas que Clemencín y sus continuadores habían anotado hasta entonces en el Quijote; pero resulta de escasa utilidad si lo que se pretende es hallar una explicación plausible a las incongruencias narrativas, precisamente a causa de su pobre atinencia al texto escrito. Por esta razón la gran mayoría de las propuestas de estos autores, aun cuando a veces pudieran parecer aceptables, difícilmente podrán ser tenidas en cuenta en un estudio de los descuidos narrativos que pretenda reconstruir la coherencia textual de la obra.

Un caso aparte, en la desatención generalizada a los descuidos por parte del cervantismo del siglo xx, lo representan los comentaristas del Quijote, quienes, en cumplimiento de la tarea que se proponen, no pueden pasarlos por alto. Y cuando se habla de comentaristas la mención de honor corresponde a Rodríguez Marín, el cual, lleno de comprensión por aquel Cervantes que tanto amaba a su Andalucía natal, justifica, con cómplice afán, casi todos los errores de su admirado; sin perder, empero, la ocasión de reprender sus vicios lingüísticos y señalar de paso los errores que había dejado de anotar Clemencín.16 Pero como parece que es ley que por cada censurador surja al menos un vindicador de Cervantes, también en este caso las reprensiones de Rodríguez Marín encontraron su polemista, y no sólo uno, pues a decir verdad son numerosos los críticos que le reprochan el exceso de rigor en sus correcciones lingüísticas. A. Rosenblat discute gran parte de las enmiendas estilísticas de Rodríguez Marín, sin adentrarse, empero, en el terreno de las incongruencias narrativas.17 Quien sí lo hace es G. B. Palacín,18 recogiendo algunas de las ideas de Calderón y Ríos.

Los otros anotadores contemporáneos del Quijote —deudores todos ellos por una u otra vía de los dos citados— se caracterizan, es sabido, por separar nítidamente la crítica del comentario, y por conceder un mínimo espacio al criterio censor en favor de la labor de dilucidación de los puntos oscuros de la obra. Tal vez por esa misma razón, no dediquen al tratamiento de los descuidos más que alguna alusión esporádica.

En este panorama crítico hace excepción el reciente comentario de V. Gaos,19 quien no evita la polémica sobre las incoherencias narrativas del Quijote y entra en liza con renovado ímpetu apologético. Sus planteamientos, sin embargo, no suelen introducir novedades importantes en el argumento, pues, como tendremos ocasión de comprobar más adelante, ni en lo que respecta a la explicación concreta de los descuidos, ni en lo referente al recurso utilizado generalmente para hallar esa explicación —la lectura entre líneas de episodio y el esfuerzo por suplir el texto, cuando en éste no se halla ningún indicio— se aparta en nada de las argumentaciones de los exégetas del siglo pasado.

Todos los críticos que han tratado el asunto de los descuidos han dado sus explicaciones del fenómeno; han sido casi siempre las mismas, independientemente de que el interesado perteneciese al grupo de los cervantistas o al de los quijotistas: las prisas en la redacción y el destino itinerante de Cervantes hicieron imposible una mayor atención a los detalles; los descuidos en suma serían la demostración palpable del tan socorrido tópico de la genial precipitación con la que Cervantes escribió su obra maestra.20 Estudiosos hay que concretan aún más los motivos del apresuramiento: Cervantes habría acelerado los tiempos de publicación de la primera parte para poder competir con el previsible éxito editorial de la segunda parte del Guzmán de Alfarache;21 la celeridad en dar a la imprenta la segunda parte, en cambio, habría servido para contrarrestar los efectos del Quijote de Avellaneda.22 La motivación que por su parte aduce Menéndez Pidal va más lejos y entra ya en el campo de la idealización del autor; don Ramón consigue hacer de los errores un mérito: habría que distinguir, según él, entre los descuidos que lo son de los que revelan una corrección a medias y, sobre todo, de aquellos que Cervantes deja intencionalmente, y concluye diciendo que «Cervantes quiso dejarla [a su obra] con todas las ligeras inconsecuencias de una improvisación viva».23 J. B. Avalle-Arce se sube al carro de don Ramón y niega que el robo del rucio, reconocido tradicionalmente como el mayor de los descuidos, sea un olvido de Cervantes, llegando a incluirlo entre los episodios que Cervantes habría dejado de escribir voluntariamente.24 En esa misma línea parece situarse Rosenblat, que ve en los descuidos poco menos que una característica racial del español: «son —asegura el profesor Rosenblat— manifestación normal del culto español por la espontaneidad y la exuberancia natural. Revelan menosprecio de la nimiedad y espíritu de grandeza».25

Quizás sea la parte de la crítica que podríamos llamar inmanentista, desarrollada a partir de los años cuarenta, la que más se haya ocupado de los descuidos; aunque en verdad sólo un pequeño sector de ella lo haya hecho, habiéndoles dedicado la mayoría prácticamente el mismo tratamiento que los otros críticos. En su caso podría ser debido al excesivo peso que este tipo de enfoque da a la estructura temática26 a expensas de la estructura formal, que es donde más claramente se podrían apreciar los errores compositivos. A esa minoría de estudiosos atentos al fenómeno pertenece Stagg, quien, en dos artículos en los que toma como punto de partida el estudio de los descuidos,27 sustenta con pruebas textuales la idea pidaliana de las diferentes fases en la elaboración del Quijote.28

Los nuevos métodos de acercamiento al texto como el psicoanálisis, el estructuralismo, la semiótica y otros, durante años parecieron rehuir el cervantismo, pero hoy son ya varios los trabajos que estudian la obra de Cervantes y concretamente el Quijote bajo estas nuevas perspectivas29 —aunque algunas ya no lo sean tanto—. Hay que puntualizar que, si no directamente al menos a distancia, las nuevas tendencias de la crítica hicieron notar su influjo en el cervantismo ya desde los años cuarenta y cincuenta, pues si no se puede decir que los trabajos de Casalduero y Togeby partan de presupuestos estructuralistas, no se podrá negar que su corte inmanentista tiene ecos muy evidentes de las teorías lingüísticas por entonces en boga. Pero a pesar de los avances de la crítica, a estas alturas, cuando empezar un trabajo sobre el Quijote refiriéndose a la inmensa mole de contribuciones se ha hecho un tópico obligado, no contamos aún con un estudio formal de la novela que nos explique las claves de su construcción y nos desvele los entresijos de su estructura discursiva. En este sentido los descuidos de Cervantes pueden hacer de detonante de esa nueva perspectiva y abrir el camino a un juicio de su obra menos apasionado y, justamente por ello, más necesario.

Este trabajo se propone hacer una lectura del Quijote que integre los descuidos en el sentido global de la obra. Un descuido puede suponer que un personaje entre en contradicción consigo mismo, que el tiempo y el espacio se distorsionen, que un episodio ignore la existencia de otro anterior, o que una trama interpolada descubra sus mecanismos de adaptación. El estudio de estos fenómenos me llevará a reflexionar sobre sus posibles efectos en el crecimiento de los personajes, y por extensión sobre el realismo de la obra, y sobre las técnicas de inserción de episodios en la trama principal. Será inevitable el diálogo —polémico a veces— con las voces de quienes han insistido en la evolución gradual de los personajes y la unidad temática y formal de la trama.

Una clasificación de los descuidos

Los descuidos se nos hacen evidentes porque un elemento del relato entra en contradicción con otro. Son en sí mismos una marca, un signo, de esa contradicción; es decir, señalan el punto en que el relato abandona la lógica causal y propone una lógica alternativa, basada más en la contigüidad de las situaciones que en su efectiva consecuencialidad. Antes de adentrarnos en el estudio de los descuidos convendrá que esbocemos una clasificación de sus formas de manifestación según los niveles narrativos implicados en ellos. En principio todos sin excepción se presentan, lo hemos dicho ya, como una incoherencia discursiva; algunos limitan a eso su importancia para la novela, a la inadecuación entre porciones de discurso, y éstos serían los del tipo a.:

Descuidos discursivos; he aquí un ejemplo: don Quijote, en el reencuentro con Andrés, dice que su amo lo azotaba con las riendas de una yegua cuando en realidad se trataba de una pretina [I, 31, 2, 431].

Descuidos en el nivel del relato; producen normalmente un conflicto de episodios y apuntan ya hacia la estructura fragmentaria de la novela: Sancho hace notar a don Quijote [I, 19, 2, 61] que la causa de todas sus desventuras puede ser el incumplimiento del voto de «no comer pan a manteles ni con la reina folgar» que había hecho en la pendencia del yelmo de Mambrino; pero el reproche de Sancho no tiene en cuenta la efectiva astinencia de don Quijote en esas comodidades y menesteres hasta ese momento.

Descuidos en el nivel de la historia; casi siempre se manifiestan como una infracción de un personaje a la línea de creencias o comportamientos que iba observando en su papel en la historia; este tipo de infracciones permite comprobar si los cambios en los personajes se deben a su pretendido crecimiento o si se han de imputar a otras causas. Al comienzo de la segunda parte [II, 1, 4, 46], don Quijote propone la solución contra el peligro turco en el Mediterráneo: reunir a todos los caballeros andantes que vagan por España y mandarlos a luchar contra el enemigo común; pero hasta entonces don Quijote se había dado como finalidad de sus hazañas la resurrección de la orden de la caballería sobre la tierra; si ahora reconoce que existen caballeros andantes, quedan sin fundamento y objetivo sus valerosos actos; hay patente contradicción con una de sus convicciones cardinales.

Descuidos de modelo narrativo; son los casos de error compositivo en los que el o los elementos incriminados denuncian su inclusión en un contexto distinto, se nos presentan como residuos de un estado textual diferente escapados a la reelaboración del autor. La desaparición y reaparición del asno de Sancho sería un claro ejemplo de descuido de modelo narrativo.

Entre los tipos reseñados el que mayor interés reviste para nosotros es lógicamente el último, por ser el que más informaciones nos puede aportar sobre el proceso y los criterios de elaboración de la obra. Para analizar las muestras de este tipo de incoherencia, habrá que empezar por identificar el hipotético contexto original del episodio analizado, con el fin de hallar las causas de su desplazamiento y la finalidad de la reelaboración textual que presumiblemente subyace a su traslado. Nuestra tarea se acercará, entonces, al ejercicio filológico de búsqueda conjetural del arquetipo, de reconstrucción ideal del Protoquijote30 que muy probablemente nunca existió, o de ese Quijote alternativo que parecía estar en los planes de Cervantes y que se malogró por quién sabe qué imponderables.

Ese Quijote primigenio, o paralelo, pervive aún en los numerosos indicios de otro rumbo narrativo que no llegan a plasmar en el texto. Veamos algunos: el mozo de campo y plaza que aparece una sola vez,31 los ducados que Sancho halla en la maleta de Sierra Morena, la nueva espada de don Quijote y la misteriosa desaparición de la vieja, la historia del pastor que había de ser trágica y luego no lo es, los hermanos de la ínsula Barataria que se disfrazan sin darle una función a su disfraz, etc., tal vez formen parte de esa porción de historia que Cide Hamete «ha dejado de escribir», o tal vez estuvieran escritos en algunos de los cartapacios que el traductor dejó sin traducir. Lo que sí está claro, fuera ya de elucubraciones con la ficción, es que estos episodios, y los descuidos en general, no son más que el signo superficial de la inestabilidad del texto del Quijote, de su incohesión estructural interna,32 cualidad que no puede resultar extraña en una obra que, al menos en su apariencia externa, está formada por una serie de aventuras sin fuerte conexión mutua, y en la que además se hace una parodia de la instancia narrativa; lo que es más extraño es que se haya insistido tanto en la unidad y la armonía de su estructura formal.

Por encima de las diferencias de nivel narrativo, que, como ya se ha dicho, bien pudieran ser signo de otros tantos tipos de manipulaciones textuales, se percibe un aspecto común en los descuidos: todos ellos hubieran podido ser evitados con una simple revisión detenida del texto, por lo que se puede decir que la causa de todos ellos es, en fin de cuentas, la que ya señalaba De Lollis, o sea, la despreocupación del autor por su relato. Pero aquí no nos ocuparemos de las causas del fenómeno, sino de su importancia para la estructura diegética; y por de pronto habrá que hacer notar que en todos los descuidos se descubre otra característica común, ésta de índole técnica, y es la especial atención al episodio en detrimento de la unidad superior de la trama; los errores dejan de serlo si los consideramos como elemento integrante de un episodio; solamente su inclusión en la mecánica global del relato los hace tales. Los descuidos fragmentan la trama, revelan algo que ya era evidente en la estructura narrativa, o sea la serialidad de su concepción y su composición. Al fragmento, al episodio, se le exige como único requisito para entrar a formar parte del relato que mencione de algún modo a su protagonista; no es necesario que aporte un progreso de la acción, ni que asimile los ya cumplidos por la misma, ni que atribuya una nueva cualidad al personaje; es lo propio en una obra que funda su unidad en la acumulación de episodios. Pero revela algo más, y es la efectiva elaboración fragmentaria del texto, el predominio en Cervantes de la concepción del relato como unidad discreta y no continua, al menos por lo que al Quijote se refiere.

Aceptadas estas premisas, a medida que las consecuencias del fragmentarismo vayan resultando claras, se hará cada vez más difícil seguir manteniendo la linealidad de la trama, y su desarrollo armónico, o el crecimiento de los personajes. Claro que en estas circunstancias cabe preguntarse si estos tópicos de la crítica cervantina no adolecen de anacronismo, y si no responden, más que a una visión ajustada a las características de la obra, a una perspectiva que los lectores modernos nos esforzamos por aplicar a un texto incapaz de recibirla, transponiendo en él unas propiedades del género que reflejan claramente la visión moderna del mismo. Es muy revelador, en este sentido, que a la hora de formular estas valoraciones generalmente no se haya tenido en cuenta una circunstancia a mi entender crucial; me refiero a la posible destinación originaria del Quijote a la lectura oral, tal y como sucedía con los libros de caballerías que parodia; la estructura serial y el fragmentarismo de la composición y de la redacción serían el resultado del acomodo del texto a las exigencias del hipotético público: episodios breves que facilitan la interrupción de la lectura al final de cada uno sin que sufra la comprensión de la estructura global.33 Se objetará que la longitud del episodio y su organización en series se debe a la parodia de los libros de caballerías; lo cual podría ser irrebatible, si no fuera porque la hipótesis y su objeción forman parte de una sola idea; es decir, que la estructura fragmentaria de los libros de caballerías guarda relación directa con su difusión preeminentemente oral y no leída en silencio, y que el Quijote, en cuanto parodia de ellos, adopta esa misma estructura; esto aun a costa de negarse una de las características primordiales del género al que pertenece, a saber: la asimilación orgánica de las nuevas formas de percepción muda de lo escrito34 que le habría proporcionado una mayor linealidad de los episodios.

Y si resultara cierto que la obra estaba destinada en principio a la difusión oral, habría que replantear la cuestión de los descuidos bajo esa nueva perspectiva. Para un oidor, más atento a la coherencia de una situación que a la progresión de la trama, al golpe de efecto que a la lógica cohesiva entre episodios, los descuidos habían de resultar menos evidentes que para un lector. Al lector se le ofrece la oportunidad de volver atrás en el texto y confrontar situaciones, detalles descriptivos, comportamientos de los personajes, deshaciendo la progresión cronológica impuesta por el relato y recomponiendo la unidad textual en función de la recurrencia de significados; de este modo el tiempo de la lectura posibilita el control por parte del lector del código literario.35 El oidor, en principio, no goza de las mismas facilidades y ve sometida su percepción del texto a las imposiciones del tiempo de la lectura, que inexorablemente lo fragmenta en partes de sentido completo, más adecuadas para la comunicación inmediata. Nada de extraño que Cervantes contara con esa relajación de la exigencia unitaria y la relajara también él a la hora de componer su obra. Por eso, quizá, no se preocupa demasiado de integrar en el tejido textual los nuevos añadidos o los retoques.

(*) José Manuel Martín Morán, «Introducción» a El Quijote en ciernes y las fases de elaboración textual, Turín: Edizioni dell’Orso, 1990, pp. 7-21.

(1) No hay duda de que tras la publicación de las obras de J. Ortega y Gasset (Meditaciones del Quijote, ed. de J. Marías, Madrid: Cátedra, 1984 [1.ª ed. 1914]), y A. Castro (El pensamiento de Cervantes, Madrid: Hernando, 1925) en las que ambos autores, cada uno a su manera, refutaban el tópico vigente hasta entonces del Cervantes ingenio lego, todo aquello que sonara a inconsciencia de autor, y los descuidos a eso sonaban, fue desterrado del lenguaje crítico. Hay que decir que las sugerencias de la fundamental obra de Castro suscitaron, ya desde su publicación, notables controversias; una de las críticas más lúcidas que se le han hecho entre los autores contemporáneos se hallará en J. L. Aranguren, «Don Quijote y Cervantes», en Estudios literarios, Madrid: Gredos, 1976, pp. 93-113. El primero en referirse a Cervantes como un ingenio lego fue T. Tamayo y Vargas en Junta de libros, la mayor que España ha visto en su lengua, hasta el año 1624 (citado por P. Cherchi, Capitoli di critica cervantina (1605-1789), Roma: Bulzoni, 1977, p. 59).

(2) He manejado la edición del Quijote de F. Rodríguez Marín, Madrid: Atlas, 1947-1949, 10 tomos. A partir de ahora, para mayor comodidad, me referiré a esta edición utilizando corchetes en los que irán consignados la parte del Quijote en números romanos y en números arábigos, por este orden, el capítulo, el tomo y la página; el episodio al que aludo se halla en [II, 63, 8, 107]. Las dos partes del Quijote, la de 1605 y la de 1615, serán asimismo denominadas por los correspondientes números romanos y la inicial de la palabra en mayúscula, reservando la minúscula para las «partes» en que está dividido el Quijote de 1605.

(3) Cf. M. Menéndez Pelayo, «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote», en Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, t. I, pp. 255-420 (ed. de E. Sánchez Reyes), en Obras completas, vol. VI (ed. de M. Artigas), Madrid: CSIC, 1941, pp. 323-356 [pp. 337-338]. De esta misma opinión es R. Menéndez Pidal, «Un aspecto en la elaboración del Quijote» (1920), en España y su historia, vol. II, Madrid: Minotauro, 1957, pp. 179-211 [pp. 192]; y G. Stagg, «Revision in Don Quixote, Part I», en Hispanic Studies in Honour of I. González Llubera, Oxford, 1959, pp. 347-366 [he utilizado la versión española «Cervantes revisa su novela (Don Quijote, I Parte)», en Anales de la Universidad de Chile, 140 (1966), pp. 5-33 (p. 6)].

(4) En contra de este parecer reacciona C. de Lollis (Cervantes reazionario, Firenze, Sansoni, 1947 [1.ª ed. 1924], p. 48), quien llega hasta el extremo de ver en Cervantes el escritor de los descuidos, el novelista desentendido por antonomasia de su propia creación; según él, los descuidos demostrarían que Cervantes no volvía sobre su trabajo una vez escrito. Ahora bien, si por un lado la afirmación de De Lollis parece indiscutible, por otro habrá que decir que en muchas ocasiones la conclusión a la que llega el lector, después de examinar algunos descuidos, es precisamente la contraria, o sea, que Cervantes volvía sobre lo escrito e intercalaba nuevos episodios o bien otros ya redactados.

(5) Cf. M. de Unamuno, «Sobre la lectura e interpretación del Quijote», en AA. VV., El Quijote de Cervantes, ed. de G. Haley, Madrid: Taurus, 1987, pp. 375-386 [p. 381]. Cf. también J. Blasco, «El Quijote de 1905 (apuntes sobre el quijotismo finisecular)», en Anthropos, 98-99 (1989), pp. 120-124.

(6) Valga un ejemplo por todos: así ventila la cuestión E. C. Riley (Teoría de la novela en Cervantes, Madrid: Taurus, 1962, p. 52 [1.ª ed. inglesa 1962]): «la leyenda que considera a Cervantes como un genio sonriente y descuidado ha sido sustituida, en general, por una mejor apreciación de su capacidad reflexiva y crítica».

(7) El feliz término fue acuñado, se sabe, por Ortega en 1914, en sus Meditaciones del Quijote, ed. cit.; con él se refería a la imposibilidad de la crítica en ponerse de acuerdo sobre el significado último de la gran novela. La pretendida inadecuación entre sentido transcendente del Quijote y las intenciones declaradas de Cervantes, interpretada a la luz de la historia del cervantismo, parece surgir de una acomodación al texto de principios éticos o estéticos propios del crítico de turno; el equívoco del Quijote nace más de una especie de narcisismo crítico que de un problema textual. A mediados del siglo pasado Valera planteaba ya el problema en términos parecidos (J. Valera, «Sobre el Quijote: y sobre diferentes maneras de comentarlo y juzgarlo», en Obras escogidas, t. XIV (Ensayos), Madrid: Biblioteca Nueva, 1928, pp. 9-74 [pp. 13-14]: «Tasado tan alto Cervantes, por fuerza tuvieron los críticos que dar razón de la tasa, fundándola en algo que se midiese por las reglas de su escuela y que cuadrase y se ajustase con toda exactitud al ideal de perfección que ellos del escritor habían formado. Hicieron, pues, de Cervantes […] un ídolo, en suma, adecuado a la religión que ellos profesaban y a quien pudiesen rendir culto y hasta adoración, sin abjurar de sus creencias ni pasar por apóstatas». Para V. Nabokov (Lezioni sul Don Chisciotte, Milano: Garzanti, 1989, p. 49 [Lectures on Don Quixote, 1983]) la clave del problema está en que los críticos no se ponen de acuerdo porque también ellos son quijotes y sanchos. Un tratamiento más reciente de la cuestión se encuentra en A. del Río, «El equívoco del Quijote», en Hispanic Review, XXVII, 2 (1959), pp. 200-221. V. también M. Robert, «Robinsonnades et donquichotteries», en Roman des origines et origines du roman, París: Bernard Grasset, 1972, pp. 131-234. Al lado de este fenómeno se produce otro de signo contrario, y que ha sido puesto en evidencia por C. Real de la Riva («Historia de la crítica e interpretación de la obra de Cervantes», en Revista de Filología Española, 32 (1948), pp. 107-150): algunos juicios sobre el Quijote se repiten de manera acrítica ya desde el siglo xvii.

(8) Hacen una evaluación crítica de los aportes de esta obra al cervantismo A. Sánchez, «La biografía de Cervantes: bosquejo histórico-bibliográfico», en Anthropos, 98-99 (1989), pp. 30-40 [pp. 31-33]; y F. Aguilar Piñal, «Cervantes en el siglo xviii», en Anthropos, 98-99 (1989), pp. 112-115 [pp. 113-114].

(9) He consultado esta obra en la edición del Quijote hecha por la Imprenta Nacional (Madrid) en 1863, donde aparece como Juicio crítico del Quijote.

(10) A. Eximeno y Pujades, Apología de Miguel de Cervantes sobre los yerros que se han notado en el Quixote, Madrid: Imprenta de la Administración del Real Arbitrio, 1806.

(11) J. Calderón, Cervantes vindicado en ciento y quince pasajes del texto del «Ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha», Madrid: Imprenta de J. Martín Alegría, 1854.

(12) He consultado la edición moderna de esta obra. A. Urdaneta, Cervantes y la crítica [Caracas, 1877], Caracas, 1975.

(13) V. Eximeno y Pujades, o. cit., p. 51.

(14) V. Ríos, o. cit., p. 84; Urdaneta, o. cit., p. 217.

(15) V. Calderón, o. cit., p. 29.

(16) El empeño preceptista de Rodríguez Marín encuentra así un doble objeto en que ejercitarse: corregirá a Cervantes y enmendará las enmiendas de Clemencín; actitud que se puede apreciar en muchas de sus eruditas anotaciones, en las que no es raro encontrar juicios tan terminantes como éste: «con tanto desaliño se escribió la mejor novela del mundo». Madariaga concuerda con Rodríguez Marín en el desaliño de la escritura de algunos episodios (cf. S. de Madariaga, Guía del lector del Quijote,Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1947 [1.ª ed. 1923-1925], p. 101).

(17) A. Rosenblat, La lengua del Quijote, Madrid: Gredos, 1971, pp. 243-345.

(18) G. B. Palacín, En torno al Quijote, Madrid: Ediciones Leira, 1965, pp. 188-211. También trata el argumento, aunque sin profundizar en él y limitándose a enumerar y comentar algunos casos de descuido, E. Moreno Báez, Reflexiones sobre el Quijote, Madrid: Prensa Española, 1968, pp. 62-65.

(19) Edición del Quijote de Gredos (Madrid), 1987. En el tercer volumen dedica un apéndice a «Los errores de Cervantes», pp. 201-234, y en muchas de sus notas al texto sale al paso de las correcciones a Cervantes.

(20) Menéndez Pelayo («Cultura literaria de Miguel de Cervantes…», ed. cit., p. 337) reacciona contra lo que él llama «vulgaridad crítica» porque según él Cervantes no improvisaba lo que escribía, como sugieren las correcciones al manuscrito Porras de la Cámara presentes en la versión definitiva de las dos Novelas ejemplares que contiene, y la segunda parte del Quijote.

(21) Lo sostiene Stagg, «Cervantes revisa su novela...», art. cit., p. 33. E. C. Riley («Romance y novela en Cervantes», en AA. VV., Cervantes, su obra y su mundo, dir. de M. Criado de Val, Madrid: Edi-6, 1981, pp. 5-13 [p. 12]), es un poco más cauto cuando dice que en cierto sentido el Quijote era una respuesta al Guzmán. Para otros, los descuidos de la primera parte serían debidos a que fue escrita en buena parte en una cárcel; cf. Rosenblat, o. cit., p. 342.

(22) Cf. Madariaga, o. cit., p. 19. El profesor M. Criado de Val («Don Quijote como diálogo», en Anales Cervantinos, V [1955-56], pp. 183-208 [p. 206]) habla de la precipitación de los últimos capítulos de la segunda parte, aunque sin hacer referencia a los descuidos, y da como probable causa la publicación de la segunda parte de Avellaneda.

(23) Menéndez Pidal, o. cit., p. 193. Para Palacín (o. cit., p. 209) los descuidos son parte de la técnica cervantina.

(24) Cf. J. B. Avalle-Arce, Nuevos deslindes cervantinos, Barcelona: Ariel, 1975, p. 70.

(25) O. cit., pp. 343-344.

(26) Estoy pensando en los conocidos trabajos de J. Casalduero, Sentido y forma del Quijote, Madrid: Ediciones Ínsula, 1949, y K. Togeby, La composition du roman Don Quijote, Copenhague: Munskgaard, 1957.

(27) Stagg, o. cit., y «Sobre el plan primitivo del Quijote»,en Actas del primer congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Oxford: Dolphin Book, 1964, pp. 463-471. Un punto de vista análogo al de Stagg lo desarrolla R. M. Flores en los artículos «Cervantes at work: the writing of Don Quixole Part I», en Journal of Hispanic Philology, III (1979), pp. 135-160, y «El caso del epígrafe desaparecido: capítulo 43 de la edición príncipe de la primera parte del Quijote»,en Nueva Revista de Filología Hispánica, XXVIII (1980), pp. 352-359; también recoge esta línea de investigación J. A. Ascunce Arrieta, «Valor estructural de las digresiones narrativas en la primera parte del Quijote», en Anales Cervantinos, XIX (1981), pp. 15-41.

Trabajos como el de Stagg tienen el mérito de abrir las puertas de la erudición cervantina al dinamismo de una nueva perspectiva que deja de considerar al Quijote como un texto inamovible, sin fisuras, completo y cerrado sobre sí mismo; sus investigaciones se apartan de la interpretación simbólica —que aún daba señales de vida tras más de un siglo de agonía— y de la concepción romántica y noventayochista, todavía viva en los años cincuenta, que veía en el Quijote una especie de condensado del alma hispana, y devuelve a la novela cervantina su valor literario de obra que puede ser estudiada en su estructura e incluso en su proceso de elaboración, sin que por ello pierda sus significados.

(28) Menéndez Pidal, «Un aspecto…», o. cit.; cf. también «Cervantes y el ideal caballeresco» [1920], en España y su historia, II, Madrid: Minotauro, 1957, pp. 212-234 [pp. 224-225].

(29) He aquí un pequeño muestrario de algunos trabajos inspirados en la metodología semiológica: C. Sogre, «Costruzioni rettilinee e costruzioni a spirale nel Don Chisciotte», en Le strutture e il tempo, Torino: Einaudi, 1974, pp. 183-219. F. Martínez Bonati, «Cervantes y las regiones de la imaginación», en Dispositio, II, 1 (1977), pp. 28-53. F. Martínez Bonati, «El Quijote: Juego y significación», en Dispositio, III, 9 (1978), pp. 315-336. F. Martínez Bonati, «La unidad del Quijote», en AA. VV., El Quijote de Cervantes, ed. de G. Haley, Madrid: Taurus, 1987, pp. 349-372. A. A. Fox, «Escena novelística y dramatismo en el Quijote», en Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, III, 3 (1979), pp. 237-246. M. C. Ruta, «Aspetti della composizione del Don Quijote», en Codici sociali e codici culturali, Quaderni del Circolo Semiologico Siciliano, II (1979), pp. 19-30. L. Bianchi, «Verdadera historia e novelas nella Prima Parte del Quijote», en Studi Ispanici (1980), pp. 121-168. J. Urrutia, «La técnica de la narración en Cervantes», en AA. VV., Cervantes su obra y su mundo, o. cit., pp. 93-101. Ascunce Arrieta, o. cit. A. Ruffinatto, «La última frontera del Quijote: Réel o discours?», en Crítica semiológica de textos literarios hispánicos, Actas del Congreso internacional sobre Semiótica e Hispanismo, Madrid, 1985, pp. 181-187. A. Ruffinatto, «Teoría y práctica de la novela: la lógica de los disparates según Cervantes», en Homenaje a Pedro Sáinz Rodríguez, t. II, Madrid, 1986, pp. 595-608. J. M. Paz Gago, «El Quijote: Narratología», en Anthropos, 100 (1989), pp. 43-48. H. Weich, «Narración polifónica: el Quijote y sus seguidores franceses (siglos xvii y xviii)», en Anthropos, 98-99 (1989), pp. 107-112. I. M. Zavala, «Cervantes y la palabra cercada», en Anthropos, 100 (1989), pp. 39-43.

De entre los estudios inspirados por el psicoanálisis merecen ser destacados: R. Girard, Mensonge romantique et vérité romanesque, Paris: Grasset, 1961. L. Roux, «À propos du Curioso impertinente», en Revue des Langues Romanes, 75 (1963), pp. 173-194. C. Bandera, Mímesis conflictiva: ficción literaria y violencia en Cervantes y Calderón, Madrid: Gredos, 1975. Robert, o. cit. L. Combet, Cervantes ou les incertitudes du désir, Lyon: PUL, 1980.

(30) Y aquí la mención de la novela en una carta de Lope de 1604 nos hará soñar imposibles: «De poetas no digo. Muchos en ziernes para el año que viene; pero ninguno hay tan malo como Zervantes, ni tan nezio, que alabe a don Quixote». La carta es del 14 de agosto de 1604 e iba dirigida, pero no es seguro, al duque de Sessa. Apud L. Ríus, Bibliografía crítica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra, III, New York: Burt Franklin, 1970 [1.ª ed. 1904], p. 383. Y no es el único ejemplo; como se recordará también La pícara Justina, obra publicada en 1605 con una aprobación fechada en 1604, incluye una alusión al Quijote. La idea de que el Quijote hubiera sido editado ya antes de 1605 tuvo firmes mantenedores; véase a este propósito J. Oliver Asín, «El Quijote de 1604», en Boletín de la Real Academia Española, XXVIII (1948), pp. 89-126.

(31) Aunque D. Alonso no los cita en su artículo «La novela española y su contribución a la novela realista moderna» (Cuadernos del idioma, 1 [1965], pp. 17-43), no hay duda de que forman parte de ese arte detallista que, según él, caracteriza el temprano realismo español. A. Ruffinatto («La última frontera del Quijote…», art. cit., p. 182) menciona el caso del mozo de campo y plaza y lo incluye entre los detalles inútiles que producen ese efecto de realidad característico de la novela moderna que ya se puede apreciar en el Quijote.

(32) Según Valera (o. cit., p. 45) en el Quijote no hay unidad de acción porque no hay una progresión hacia un desenlace.

(33) M. Frenk («Lectores y oidores. La difusión oral de la literatura en el Siglo de Oro»,en Actas del séptimo congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (ag. 1980), Roma: Bulzoni, 1982, pp. 101-123 [p. 109]), aduce un argumento de mayor peso aún para la defensa de la difusión oral del Quijote: la brevedad y regularidad de extensión de los capítulos le hacen suponer que estuviesen pensados para durar una sesión de lectura.

(34) Según M. Bachtin (Estetica e romanzo, Torino: Einaudi, 1979, p. 445 [Voprosy literatury i estetiki, 1975]), al ser la novela el único género literario más moderno que la escritura y el libro es el único que integra en su estructura orgánica la difusión leída; los demás prevén aún una difusión oral. Conviene recordar que la lectura silenciosa y solitaria no se convierte en hábito general hasta mucho después de la invención de la imprenta (cf. P. Zumthor, Semiologia e poetica medievale, Milano: Feltrinelli, 1973, p. 39 [Essai de poétique médiévale, 1972]), y que la transmisión oral era la dominante todavía para la cultura del Siglo de Oro (cf. Frenk, art. cit., p. 114). Siguiendo los pasos de Frenk, M. Moner (Cervantes conteur. Écrits et paroles, Madrid: Casa de Velázquez, 1989) ha estudiado la oralidad del Quijote, rastreando en el texto los indicios de esa supuesta difusión oral.

(35) C. Segre (Avviamento all’analisi del testo letterario, Torino: Einaudi, 1985, pp. 190-191) señala como operación específica de la lectura la del reconocimiento de los elementos formales del texto mediante la comparación de los actuales con los ya identificados en porciones anteriores. Así se va componiendo la síntesis memorial necesaria para la interpretación de lo leído. Segre no opone explícitamente la lectura a la audición, pero parece obvio que la ha tenido presente para definir la especificidad de la primera.