Alban K. Forcione "Cervantes, Aristotle and the Persiles"

Todo estudioso de la producción literaria de Cervantes debe considerar en algún momento las teorías que inspiraron el proyecto y la creación de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, puesto que, de entre todas las obras cervantinas, el Persiles es la que se relaciona más directamente con una conciencia de teoría literaria por parte del autor. Al concebir su composición épica en prosa, Cervantes pretendía resolver los problemas estéticos básicos que preocupaban a los teóricos de su época y también pretendía crear una obra maestra acorde con su visión ideal de la épica, el género literario más elevado. William Atkinson ha escrito, refiriéndose a Cervantes, que «el descubrimiento de Aristóteles, aunque fuera por fuentes de segunda o tercera mano, con la revelación de que la literatura tenía sus propios preceptos, sus normas, fue la gran experiencia estética de su vida».1 Cualesquiera que sean los méritos artísticos del Persiles, esta obra representa el tributo de Cervantes a la estética clásica que su época había erigido sobre la doble base del Arte poética de Horacio y la Poética de Aristóteles.

Me propongo analizar la evolución de los problemas literarios asociados a los libros de caballerías, a la irrupción de las tensiones teóricas centradas en la recreación de la épica clásica y al desarrollo durante el siglo xvi de la evaluación crítica de la Historia Etiópica de Heliodoro. Con ello, espero, por una parte, situar el Persiles en sus circunstancias literarias históricas y, por otra, responder a la opinión, todavía extendida, de Menéndez Pelayo, el cual, subordinando la interpretación de la historia a sus preferencias personales, escribió que «corta gloria era para él [Cervantes] superar a Heliodoro, a Aquiles Tacio y a todos sus imitadores juntos, y da lástima que se empeñase en tan estéril faena».2 Al mismo tiempo, intentaré aclarar un problema fundamental mucho más complicado, la relación de Cervantes con el gran movimiento crítico que afectó de una u otra manera a todos los escritores, teóricos y círculos académicos de su época.

A partir del descubrimiento por parte de Giuseppe Toffanin de la importancia de las teorías aristotélicas en la génesis del Quijote, diversos estudios han tratado el tema, desde el de De Lollis Cervantes reazionario (1924) hasta el de Riley Teoría de la novela en Cervantes (1962). Aun cuando estas contribuciones han sido muy valiosas, creo que todavía hay mucho que decir sobre el asunto. Casi todos estos trabajos han caído en la tentación de sacar de contexto las diversas afirmaciones discursivas de Cervantes sobre cuestiones literarias y presentarlas como un sistema abstracto o un corpus de ideas literarias. El resultado general ha sido el retrato de Cervantes como un teórico mediocre, que era más o menos clásico y conservador en sus gustos literarios y que no tenía una teoría real sobre lo que estaba haciendo cuando creaba la novela moderna. Los estudios tratan con detalle la tendencia clásica de Cervantes, pero descuidan su tendencia anticlásica o, dicho de otra manera, su respuesta crítica a Aristóteles.

Mientras que es innegablemente cierto que Cervantes no tenía teorías novelísticas como las que trescientos años más tarde iban a formular Ortega y Gasset y Américo Castro a partir de las obras del propio Cervantes, su posición sobre la teoría literaria es bastante más compleja y sofisticada de lo que sugieren las etiquetas conservador o clásico. Lo cierto es que solo se le puede evaluar adecuadamente si se vuelve al método de Toffanin de analizar el contexto que siempre enmarca la aparición de una idea literaria. Al considerar las ideas tópicas tal como funcionan en el Quijote, Toffanin concluyó que el gran logro de Cervantes al descubrir las posibilidades poéticas de la realidad histórica —la cual los clasicistas habían excluido del tratamiento literario serio, en deferencia a la distinción aristotélica entre la verdad poética e histórica y a la tendencia idealizadora general del dogma horaciano-aristotélico— era consecuencia precisamente de su interés e independencia simultáneos con respecto a la posición aristotélica.3

Por consiguiente, la mayor parte de mi estudio se refiere al compromiso de Cervantes con Aristóteles. Prefiero ver este compromiso como un diálogo más que como un conflicto, porque la relación de Cervantes con el dogma clásico resulta al final ambivalente. En sus esfuerzos creativos y teóricos cobraron vigencia dos tendencias opuestas. La primera le condujo al mundo normativo representado por el ideal clásico en literatura, responsable tanto del juicio crítico del canónigo de Toledo sobre los romances y el teatro de Lope, como del proyecto literario de Cervantes y sus aspiraciones en la concepción del Persiles. La segunda tendencia le llevó al mismo tiempo al mundo de la libre fantasía (lo que dio lugar a la parodia reiterada del concepto sagrado de la mimesis tal como lo entendía la interpretación orientada empíricamente de los aristotélicos renacentistas) y al de la realidad histórica (responsable del Quijote). Excepto en las primeras obras, el diálogo con Aristóteles es uno de los rasgos más recurrentes de la escritura de Cervantes, desde la formulación más completa y discursiva en el debate literario entre don Quijote y el canónigo de Toledo hasta su expresión dramática y compleja en la extensa relación de Periandro en la corte del rey Policarpo, en el Persiles.

Mi método consiste en someter a un análisis detallado los textos del diálogo de Cervantes con Aristóteles, considerando especialmente la manera en que acción, personajes, escenario, lengua y estilo se relacionan con las ideas literarias y con la fiabilidad de los portavoces que Cervantes utiliza en sus obras. Este tipo de análisis presupone tener en cuenta las cuestiones literarias suscitadas y aludidas en los relatos intercalados. La parte introductoria de mi estudio, que trata las bases teóricas que subyacen a la concepción cervantina del Persiles, tiene la función adicional de establecer un marco de referencia para el análisis subsiguiente. Allí rastreo la evolución histórica de ciertos problemas estéticos fundamentales en todos los exámenes críticos que Cervantes realiza del dogma aristotélico. De esta manera, intento hacer lo que Wayne Booth afirma que ha dejado incompleto el libro de Riley Teoría de la novela en Cervantes: el examen analítico de la función de las ideas literarias en la ficción de Cervantes. Y comienzo mi análisis intentando aclarar el punto que Booth, acertadamente, piensa que es esencial para entender las ideas de Cervantes sobre la ficción, es decir, la fiabilidad crítica del canónigo de Toledo.4

El examen del problema general del diálogo de Cervantes con Aristóteles es relevante para comprender el Persiles desde diversos puntos de vista. La prosa épica de Cervantes refleja ciertamente la perspectiva fundamental de los objetivos literarios generales y de los principios específicos de la ficción narrativa extraídos por los teóricos del siglo xvi en sus exégesis de la Poética. Al mismo tiempo, sin embargo, también aparecen algunos de los más importantes diálogos de Cervantes con Aristóteles, así como afirmaciones de una posición estética anticlásica. Además, en ocasiones el Persiles rompe con las teorías que nutrieron su propia concepción, y esta ruptura está relacionada estrechamente con el rechazo del clasicismo literario en favor del realismo histórico, rechazo que hizo posible la creación del Quijote. Y, finalmente, el tronco común de estructuras y temas revelado por el análisis de los episodios intercalados en el Quijote y el Persiles nos lleva a cuestionar el concepto ampliamente aceptado de que las dos obras no tienen nada en común. La afirmación más vigorosa de esta idea equivocada, que usualmente deja en un lugar desfavorable al Persiles frente a los rasgos sobresalientes del Quijote (por ejemplo, la novelística, personaje, historia, realidad), se encuentra en la opinión de Mack Singleton de que en el Persiles no hay «prácticamente ninguna de las preocupaciones del Cervantes maduro» y de que «el Persiles es tan terriblemente ajeno a Don Quijote que, si lo hubiera firmado otra persona, no puedo imaginar una labor crítica más ardua que la de atribuírselo a Cervantes».5

En cierto sentido, mi detallado análisis de los numerosos episodios intercalados en las obras de Cervantes se une al proceso de descodificación, de descubrir en afirmaciones realizadas por los narradores y los personajes las alusiones a ideas que hacía tiempo que habían dejado de ser patrimonio del público lector culto. No es sorprendente que el más complejo tratamiento de estas ideas por parte de Cervantes, la extensa narración de Periandro, haya sido calificada por un comentarista moderno del Persiles como uno de los misterios más raros de una obra rara y de manera sistemática haya sido o bien pasada por alto o bien malinterpretada por los exámenes críticos de la novela.6 Al descodificar estas escenas, espero no solo aclarar la posición de Cervantes sobre cuestiones estéticas y la creación del Persiles, sino también enriquecer el texto del Quijote al iluminar un área que ha estado oscurecida por los gustos cambiantes de épocas sucesivas.

Como es bien sabido, el humor es uno de los fenómenos de la experiencia humana que más depende de las circunstancias del momento histórico concreto. Como prueba, es suficiente recordar cómo la Francia del siglo xvii se reía al ver en el Quijote una sátira dirigida contra la civilización oscurantista de la Edad Media, mientras que Inglaterra celebraba con entusiasmo la comedia de situación que se desarrollaba en las numerosas escenas de farsa.7 Desde comienzos del siglo xix, el mundo ha contenido su risa con el Quijote, que ha dejado de ser un libro esencialmente divertido. Podría decirse que las lágrimas de compasión derramadas por los pájaros, arroyos y flores en el jardín de Heinrich Heine, mientras el joven poeta se sentaba a leer Don Quijote en voz alta, simbolizan una época nueva para la obra maestra de Cervantes, una época en la que la reacción del lector hacia la obra se ha visto condicionada por su propia conciencia de ser, al igual que el caballero andante perturbado, un vagabundo, perdido en algún lugar entre el mundo como le gustaría que fuera y el mundo como sabe que es.8 Sin necesidad de imponernos las indagaciones metafísicas de Friedich Schlegel, tenemos que acarrear, como toda nuestra cultura, el sentimiento de tensión entre lo ideal y lo real, infinitud y finitud (Unendlichkeit y Endlichkeit), que solo son reconciliables en su oposición. Aunque rara vez lleguemos a los extremos de la sombría lectura de Unamuno, tendemos sin embargo a leer el Quijote en los términos de nuestras propias preocupaciones y a concentrarnos en lo trágico, o por lo menos en las implicaciones tragicómicas de los esfuerzos baldíos del protagonista. El humor copioso de la obra, que los contemporáneos de Cervantes disfrutaron sin duda en sus lecturas, está en cierto modo fuera de lugar en nuestra época ansiosa. Los elementos de parodia literaria que podemos entender porque se explican a sí mismos, como por ejemplo lo ridículo de los libros de caballerías, nos aburren a medida que se van repitiendo. Las escenas de farsa nos pueden divertir en ocasiones. Otros elementos de humor se nos escapan por completo.

Sería tan injusto criticar a nuestra época por sus gustos como esperar que respondiera al Quijote igual que lo hicieron los contemporáneos de Cervantes, pero, al mismo tiempo, la historia literaria está obligada a preservar aquellas dimensiones de las grandes obras que no tiene en cuenta el lector ocasional. Daré por satisfactorio mi estudio si contribuye a que se aprecie la rica capa de humor refinado y académico que hay en el Persiles y en el Quijote, un humor que resulta depender en buena medida de las preocupaciones de los teóricos literarios del Renacimiento y que, precisamente por esta dependencia temática, divirtió a los lectores del siglo xvii.

(*) Alban K. Forcione, «Introducción» a Cervantes, Aristotle and the «Persiles», Princeton: Princeton University Press, 1970, pp. 3-8. Trad. de Marcos Cánovas.

(1) «Miguel de Cervantes», en Fortnightly Review (noviembre 1947), p. 375.

(2) «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote», en Discursos (ed. de José María de Cossío, Madrid: Espasa-Calpe —Clásicos Castellanos, 140—, 1956), p. 132. Vale la pena recordar las palabras de F. Baldensperger sobre la importancia de unos cimientos objetivos para la historiografía literaria. Observando las limitaciones del método de estudio literario de Brunetière, cuando este hace énfasis en «les oeuvres maîtresses et les grands courants actuellement mémorables», pregunta: «A ne prendre, en effet, que les résultats filtrés aujourd’hui, et d’ailleurs toujours provisoires, de la notorieté et de la réputation, comment savoire ... qu’Heliodore importe autant peut-être qu’Eschyle dans le legs de l’Antiquité?» («Littérature comparée: le mot et la chose», en Revue de Littérature Comparée, I [1921], p. 24).

(3) La fine dell’Umanesimo, Milán: Fratelli Bocca, 1920, cap. XV. Mi estudio representa en parte una exploración y amplificación de la conclusión de Toffanin de que el Quijote es «la risposta più profonda data da un poeta, ed in poesia, al questionario aristotelico» (p. 218). Además, como dejan claro las páginas siguientes, me parece provechoso llevar hasta el límite de sus implicaciones la sugerente antítesis de Toffanin: «Le fonti teoriche di lui [Cervantes] furon proprio le medesime che tormentarono il Tasso. […] Fra il Tasso e il Cervantes ci fu questa sola diferenza: che dove l’uno pianse e si disperò, l’altro, genio sublime, sorrise» (p. 213).

(4) Reseña de Teoría de la novela en Cervantes en Modern Philology, LXII (1964), pp. 163-165.

(5) «El misterio del Persiles», en Realidad, II (1947), p. 240.

(6) Pedro de Novo y F. Chicarro, Bosquejo para una edición crítica de «Los trabajos de Persiles y Sigismunda», Madrid: Gráficas Reunidas, 1928, p. 99.

(7) Ver Werner Brüggemann, Cervantes und die Figur des Don Quijote in Kunstanschauung und Dichtung der Deutschen Romantik, Münster: Aschendorff, 1958, pp. 31-41.

(8) Ver Sämtliche Werke, ed. de E. Elster, Leipzig: Bibliographisches Institut, n. d., t. III, pp. 422-424.