José Montero Reguera "Humanismo, erudición y parodia en Cervantes: del Quijote al Persiles"

A Pablo Jauralde Pou

En nuestro Museo del Prado, entre sus centenares, miles de pinturas, se conserva, celosamente cuidada, la con toda seguridad más extensa colección de pintura velazqueña del mundo. Cuadros tan célebres como su posible autorretrato, diversos retratos de Felipe III y Felipe IV, La fragua de Vulcano, Las lanzas, Los borrachos, Las hilanderas, Las meninas, el retrato ecuestre del conde duque de Olivares y un largo etcétera, pueden ser contemplados dentro de los muros de nuestra primera pinacoteca.

Y en esa magnífica colección, entre tantos y tan admirables cuadros, es posible detenerse también ante un lienzo de no excesivas dimensiones (apenas un metro de largo por ochenta y dos centímetros de ancho) que allí permanece desde 1819. Procede del Alcázar de Madrid, donde se encontraba entre 1666 y 1700. De ahí pasó a la torre de la Parada y en 1714 al Palacio del Pardo. Posteriormente regresó al ya entonces Palacio Real, pues figura en los inventarios de 1772 y 1794, hasta que se trasladó al Prado de manera definitiva.

Este lienzo al que me refiero, compuesto en torno a 1644 durante la sublevación de Cataluña, pone ante nuestros ojos un enano vestido como un caballero, todo de negro, elegante, bigote y perilla castaños; sombrero, también negro, un poco ladeado, inclinado sobre la sien izquierda. Al fondo, el campo, con montañas que rozan las nubes blanquecinas. En primer plano, tres gruesos libros en el suelo. Uno de ellos, con hojas sueltas, está abierto y sobre él aparece un objeto negro —acaso un tintero, acaso un tarro de cola—. Entre sus manos, el enano sostiene un enorme infolio de cuya encuademación pergaminesca cuelgan correíllas. El cuadro se denomina El bufón don Diego de Acedo, el Primo.

El personaje plasmado por Velázquez es, en efecto, Diego de Acedo, que no era bufón, sino funcionario de Palacio y debió de ingresar en éste acaso en 1635. Estaba encargado de la estampilla con la firma real, lo cual parece explicar el acompañamiento libresco del retratado.1 Como señaló oportunamente don Emilio Orozco, se trata de una figura ambientada en su medio, que adquiere así «el más profundo sentido de su mundo interior e ideal». «Velázquez —señalaba en 1965 el ilustre profesor granadino— quiso hacer realidad sus manías de grandeza, hacerles vivir como un héroe o un sabio a aquellos pobres desgraciados. No veamos en ello ironía, sino comprensión y amor, de una visión y sentimiento análoga a la cervantina cuando hizo a don Quijote vivir el mundo ideal de su locura durante su estancia en el Palacio de los duques.»2

No han pasado tampoco desapercibidos el cuadro ni el personaje, en relación con Cervantes, para algún crítico, que ha señalado la posibilidad de que el apodo de Diego de Acedo aluda a un personaje del Quijote, el estudiante humanista de la segunda parte de la novela.3

El ambiente libresco que caracteriza al personaje del lienzo no parece ser, sin embargo, razón de suficiente peso para defender tal conexión cervantino-velazqueña, muy nítida en otras ocasiones;4 pero muestra, una vez más, la profunda impronta de la obra de Cervantes, en este caso con respecto a un personaje muy secundario, el cual, sin embargo, no deja de tener su relevancia en el curso de la novela. Sobre este otro primo, el del Quijote, no faltan tampoco lecturas e interpretaciones diversas. Repasemos a continuación esta figura, que acompaña a don Quijote y Sancho durante unos pocos pero importantes episodios de la segunda parte.

En efecto, en el capítulo veintidós del Quijote de 1615, tras haber pasado tres días con Quiteria y Basilio, don Quijote y Sancho se encaminan hacia la fantástica cueva de Montesinos. Para dirigirse hacia allí, el Caballero de la Triste Figura pide un guía al licenciado diestro en el manejo de la espada que había conocido poco antes de iniciarse el episodio de las bodas de Camacho (II, 19). El licenciado les ofrece a su propio primo: «famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerías» y «mozo que sabía hacer libros para imprimir y para dirigirlos a príncipes».5 Él les llevaría gustosamente hasta la «boca mesma de la cueva». Este personaje, en efecto, llevará a don Quijote y a Sancho a la dicha cueva y permanecerá con ellos hasta después del episodio del retablo de Maese Pedro (II, 26).

Nuestro personaje, en primera instancia, presenta una característica definitoria: se le designa siempre como estudiante o como primo, pero nunca con su nombre propio. El anonimato, tan frecuente en las obras medievales y conservado en figuras secundarias de muchas piezas teatrales de nuestro Siglo de Oro, es, en los inicios del siglo xvii, infrecuente. En el Quijote, por contra, son numerosos los personajes, principales o secundarios, que se designan de igual modo: el ama, los duques, el barbero, la sobrina, y otros muchos de trascendencia menor: los arrieros de I, 2; el sedero de I, 9, el alcalde de II, 72, y un amplio etcétera.6 Puede ser considerado así como representante de todo un grupo de personas, esto es, como un tipo, según veremos más adelante.

El primo, además, puede ser incluido dentro de ese grupo de personajes que presenta determinados reflejos quijotescos, en la misma línea que el Caballero de los Espejos y don Diego de Miranda; Montesinos y Durandarte en la cueva del primero; don Álvaro de Tarfe, etc. En este sentido, nuestro personaje es fácilmente relacionable con don Quijote por su —en palabras de Edward C. Riley— «ridícula propensión a confundir la fábula poética y el hecho empírico. Como hombre de letras, es un personaje tan extravagante como lo es el hombre de armas don Quijote».7

Asimismo, entre otros propósitos que ya veremos, a Cervantes le servirá como puente de unión entre las transformaciones que produce el sueño quijotesco en la cueva y la realidad físico-geográfica de las lagunas de Ruidera: tanto el río Guadiana como las lagunas se explican en «términos ovidianos, como si se tratase de personajes metamorfoseados de la leyenda carolingia».8

El primo se autodefine profesionalmente como humanista, con adjetivo que adquiere un carácter irónico muy marcado,9 y dice tener dispuestos para la imprenta tres libros. Uno primero que:

Se intitulaba el de las libreas, donde pinta setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y cifras, de donde podían sacar y tomar las que quisiesen en tiempos de fiestas y regocijos los caballeros cortesanos, sin andarlas mendigando de nadie, ni lambicando, como dicen, el cerbelo, por sacarlas conformes a sus deseos e intenciones.10

Otro segundo:

A quien he de llamar Metamorfóseos, o Ovidio español, de invención nueva y rara; porque en él, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quién fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la Madalena, quién el Caño de Vecinguerra, de Córdoba, quiénes los toros de Guisando, la Sierra Morena, las fuentes de Leganitos y Lavapiés, en Madrid, no olvidándome de la del Piojo, de la del Caño Dorado y de la Priora; y esto, con sus alegorías, metáforas y translaciones, de modo que alegran, suspenden y enseñan a un mismo punto.11

Y un tercero que titula:

Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invención de las cosas, que es de grande erudición y estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de gran sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo.12

Tras la figura del primo —como he señalado, así se le denomina siempre en la obra— diversos estudiosos han querido ver críticas o referencias implícitas a algunos libros o autores de la época. Así, por ejemplo, Juan de la Cueva.

En efecto, el primer modelo literario que se ha señalado con respecto a nuestro primo es el del escritor sevillano Juan de la Cueva, que debió ser muy aficionado a las polianteas, calepinos, etc., pues, según informa Bartolomé José Gallardo, existía —no sé si se conserva— una «officina de Juan Rauisio Textor traducida de lengua latina en Española por Juan de la Cueva y añadida de muchas otras cosas. 1582».13 Entre los diversos libros que compuso se encuentra Los cuatro libros de los inventores de las cosas que, de nuevo según Gallardo, se publicó en Sevilla junto con otras obras del autor en la Segunda parte de las obras de Juan de la Cueva en 1604.14 Hoy en día se conservan tres manuscritos de la obra, uno de ellos, el de la Biblioteca Nacional de Madrid (Ms. 10.182), autógrafo.15 Libro de farragosa y, a veces, inventada erudición, en él dice Cueva:

Con tan corta noticia e recogido essa estoria de los Inventores de las cosas […] i puesto en estilo, i orden diferente del que tuvieron en un principio sus primeros autores, por parecerme más fácil, i conveniente para la inteligencia de la leción, procurando adornalla con alguna más claridad de la que hallara, supliendo con ella algunos yerros que a culpa de la antigüedad, i de las impresiones e hallado. Que no ha sido menos esencial, ni de menos trabajo, pues me obliga a cada passo cotejar los autores latinos, i italianos a quien e seguido, i de donde Polidoro Vergilio trasladó la mayor parte de su obra, aunque le faltan muchas cosas que se hallarán en esta, recogidas de varios lugares, i enmendadas por las istorias i diccionarios, muchos lugares confusos, nombres corrutos, defetuosos, indeterminados, assí en los nombres propios como en la aplicación de las cosas inventadas, atribuyendo las que eran de unos a otras, mudando vozes i etymologías, i letras en los nombres propios, i apelativos, dando las diferentes patrias, i principios que tuvieron, de suerte que iua la verdad tan ofuscada i confusa que no fuera posible aprovecharse de ella.16

Francisco A. de Icaza fue el que asoció el nombre de Cueva y su libro de Los inventores a la figura del primo cervantino:

La burla de Los inventores de las cosas no puede ser más clara y evidente. […] Cueva, rimador fácil hasta cuando escribe de improviso lo que espontáneamente viene a su pluma —díganlo sus cartas en verso—, es increíblemente premioso y desatinado en las obras hechas de encargo como, según propia declaración, compuso Los inventores. Cervantes, que reconoció y alabó en general los méritos de Cueva, no se excede en esas chanzas. Lo cómico de la parodia no llega a lo bufo de la obra parodiada. Diríase que la ironía cervantina espiritualizó en labios de Sancho —que ya en esa parte del Quijote nada tenía de bobo y mucho de bellaco— los grotescos chistes involuntarios de Los cuatro libros de inventores.17

Han sido Beno Weiss y Louis Celestino Pérez, editores modernos del libro de Cueva, los que han defendido con más fuerza la posibilidad de que Cervantes se inspirara en el escritor sevillano al concebir el personaje del primo:

No hay duda de que, como señala Icaza, Cervantes está satirizando a Los inventores de las cosas de Cueva en el personaje del primo, que viaja con don Quijote y Sancho a la Cueva de Montesinos.18

Los argumentos, ahora, sí son de más peso que los expuestos por Icaza:19 Cervantes, primeramente, debía conocer esa obra de Cueva, pues cuando estaba escribiendo el Quijote de 1615 había al menos tres copias manuscritas de Los inventores; en segundo lugar, el lenguaje que el primo utiliza recuerda mucho al de la Dedicatoria de Cueva, donde el poeta escribe sobre su propia erudición y duro trabajo así como de «haver puesto en estilo i orden diferente» el compendio de invenciones de Polidoro: el propio Cueva, incluso, se jactaba de su sabiduría (Cueva en su epístola a Juan de Arguijo escribe: «Que con mi ingenio fácil acomodo / mi voluntad y digo lo que quiero, / y trato en todo y sé hablar de todo»). En tercer lugar, la posible asociación del nombre Cueva (Juan de la Cueva y cueva de Montesinos): «dudamos de que hubiera escrito accidentalmente sobre la Cueva de Montesinos al mismo tiempo que hablaba de un personaje que estaba escribiendo un suplemento al De inventoribus de Polidoro. El juego sobre la palabra Cueva era natural y tentador». Finalmente, otras coincidencias entre los libros de Cervantes y Cueva: éste escribe del primer volteador (IV, vv. 356-60) y también añade al libro de Polidoro Virgilio el nombre de la persona que inventa las cartas, las preguntas de Sancho están muy en la línea de algunas de las trivialidades que Cueva trata en los Los inventores, etc.

Todo ello les lleva a señalar que Cervantes «estaba satirizando específicamente a Cueva, y no libros de naturaleza similar», e, incluso, a sugerir la posible influencia de la crítica cervantina en la propia obra de Cueva: parece ser que el escritor sevillano excluyó la mayor parte del material suplementario a la obra de Polidoro en el manuscrito copiado por él mismo: «podríamos especular —señalan Weiss y Pérez— con la posibilidad de que pudiera haberlo hecho después de que Cervantes completara el episodio de la Cueva de Montesinos. Cueva, dándose cuenta que estaba siendo satirizado por haber escrito un suplemento, pudo haber decidido eliminar sus añadidos y limitarse él mismo estrictamente a la información original encontrada en los primeros tres libros de De inventoribus».20

En 1603 el clérigo sevillano Francisco de Luque Fajardo publicaba en Madrid un curiosísimo libro: Fiel desengaño contra la ociosidad y los juegos. Utilísimo a los confesores y penitentes, justicias y los demás, a cuyo cargo está limpiar de vagabundos, tahúres y fulleros la República Cristiana (Madrid: en casa de Miguel Serrano de Vargas, 1603).21 Obra de afán moralizador, en ella informa de manera extensa sobre la vida y costumbres de los aficionados al juego, registrando el léxico utilizado por tahúres, jugadores, etc., en sus diversos juegos. El Fiel desengaño constituye, en palabras de Martín de Riquer, «uno de los más útiles elementos de que disponemos para comprender determinada zona de la vida y de la sociedad española de principios del siglo xvii y un precioso repertorio del léxico y fraseología de los jugadores».22 Es una enciclopedia del juego de la época, en la que Luque Fajardo nos informa de los juegos que existen y sus variedades, la jerga de los jugadores, la procedencia de tales juegos, sus etimologías posibles… Se trata, pues, de otra obra de erudición, que pretende averiguar, siguiendo en la línea de Polidoro Vergilio, a quien cita alguna vez, los más diversos aspectos relacionados con el mundo del juego. Libro, pues, que cabe emparentar con Los cuatro libros de los inventores de las cosas, de Cueva, o con otros textos a que me referiré más adelante.

Martín de Riquer, editor moderno del Fiel desengaño contra la ociosidad y los juegos, fue el que relacionó este libro con el Quijote: «Cervantes —afirma Riquer—, en la persona del primo, está satirizando la erudición anticuaria de Luque Fajardo en lo que se refiere al origen de los naipes».23

A tal afirmación le llevan dos hechos: la frase hecha paciencia y barajar que Durandarte dice en determinado momento a don Quijote y que éste a su vez cuenta al primo. Luque Fajardo la incluye en dos ocasiones en su libro. La expresión sirve al primo para precisar su teoría sobre la antigüedad de los naipes.24 Por otro lado, el posible paralelismo entre ambas obras que se produce poco después de la aventura de las cortes de la muerte, donde se compara la vida a una comedia. Allí, don Quijote culmina la comparación con esta frase: «Pues lo mesmo acontece en una comedia: pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos los quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura». Sancho, a su vez, lo compara con el juego de ajedrez (II, 12, p. 121), de manera muy similar a como lo hace Luque Fajardo (f. 96 y f. 276, donde la sutituye por el juego).

Éstas y otras posibles relaciones entre las obras de Cervantes y de Luque Fajardo,25 pues, llevan a Riquer a defender que Cervantes leyó26 el libro del clérigo sevillano y que, posiblemente, lo tuvo en cuenta al introducir al personaje del primo en la segunda parte del Quijote.

Jean Pierre Etienvre reitera asimismo la sugerencia de Riquer, ampliando el análisis de la frase proverbial paciencia y barajar, la cual, por una parte, rompe el sueño quijotesco en la cueva de Montesinos, y, por otra, expresa resignación. Sirve, asimismo, para introducir el mundo de los naipes en la obra:

Mucho más acertada me parece una sugerencia hecha por Martín de Riquer, hace ya tiempo, en el prólogo a su edición del tratado de Luque Fajardo. La disparatada argumentación del seudoerudito le había conducido a «la sospecha de que Cervantes, en la persona del primo, está satirizando la erudición anticuaria de Luque Fajardo». Sospecha que, mirándolo bien, tiene muy buenos fundamentos, porque el clérigo sevillano no sólo se demora, a lo largo de dos capítulos, en el origen de los naipes, sino que cita efectivamente dos veces (aunque en otros capítulos) a Polidoro Virgilio. Es más: la primera de las dos menciones de la frase Paciencia y barajar que se encuentran en el Fiel desengaño está en uno de los capítulos dedicados a Vilhán, supuesto inventor de los naipes.27

La expresión que comento se convierte entonces, según el investigador francés, en la «burla perfecta y el triunfo de un tópico redivivo sobre un tomazo de erudición naipesca».28

Menos conocida es una obra publicada en Nápoles en 1613. Me refiero a la Parte primera de varias aplicaciones, y transformaciones, las quales tractan, términos cortesanos, práctica militar, casos de estado, en prosa y verso con nueuos hieroglíficos, y algunos puntos morales, de Diego Rosel y Fuenllana, «Sargento Mayor en las Partes de España, y Governador de la Ciudad de Santa Ágata en las de Italia por su magestad, natural de Madrid».29 Que la conocía el propio Cervantes me parece indudable, pues no en vano es autor de uno de los sonetos preliminares en alabanza del autor.30 Se trata de una extensa miscelánea donde Rosel se ocupa de asuntos diversos, muy en la línea del segundo de los libros que el primo quería componer, pues, según señala el propio autor:

Me distes de sugeto tragasse con inuentiua algunas nueuas aplicaciones, y transformaciones, imitando en alguna parte al modelo de nuestro antiguo Metamorfóseos, aunque diferente en los pensamientos, mas hauía de ser con pinsión que fuessen deriuadas de un nombre proprio, para que después de arguyendo ingenio fuessen de utilidad, y gusto del que las oyesse, sobre la cual derivación se hauía de hazer la fábula, o historia aplicándola siempre al animal, o persona del dicho nombre.31

Y así, con el elefante desarrolla el argumento de la envidia, con el avestruz el de la liviandad, con el escarabajo el de la vanidad de los hombres, etc. En la obra se incluyen asimismo poemas, jeroglíficos, discursos moralizantes, etc., elementos todos que han llevado a calificarla como «peregrino y ridículo libro»32 o de «miscelánea estrafalaria».33 Lope de Vega, en 1624, decía que era libro para hipocondriacos: «No era menester buscarle las aplicaciones de don Diego Rosel y Fuenllana, un caballero que se llamaba alférez de las partes de España y que imprimió un libro en Nápoles, De aplicaciones, que no debería estar sin él ningún hipocondríaco».34

La identificación con el primo cervantino ha sido sostenida por el editor moderno del libro de Rosel y Fuenllana, Alan Soons, quien considera este posible modelo más probable que el sostenido por Martín de Riquer. Se trata, sin duda, de un libro muy parecido a los Metamorfóseos que el primo quería componer. Es lógico pensar, pues, que Cervantes pudiera haberlo tenido en mente a la hora de escribir el capítulo veintidós del Quijote de 1615.

También se han señalado, si bien de forma menos rotunda, otros posibles autores y obras. Es el caso de Pero Mexía y su Silva de varia lección (primera edición de 1540), pero en general de todas las misceláneas. Así lo hace, cautamente, Isaías Lerner:

La erudición y el estudio pueden corromperse: en este caso la sátira debe castigar el exceso; los lectores de la época reconocerían los ejemplos apropiados y los nombres no recuperables instantáneamente por el lector moderno. ¿Pensaría Cervantes en algún autor o libro en especial? […] Tal vez en la Silva de Pero Mexía, a quien probablemente satiriza en el capítulo 12 de esta Segunda Parte a propósito de las enseñanzas que los hombres pueden aprender de las bestias. No es improbable.35

Cervantes, en efecto, ha puesto en solfa con frecuencia las polianteas, cuando acude, por ejemplo, al manido recurso de los lugares comunes: al equiparar a los malos encantadores que le manipulan todas sus acciones con «cuantos magos crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía» (I, 47, p. 561), don Quijote introduce una leve modificación que sitúa a estos últimos en lugar distinto al habitual, pues los gimnosofistas, como los brahmanes, proceden de la India. El recurso cómico, paródico, me parece evidente y cabe entenderlo como una muestra más de aquellos casos en los que —con palabras de Aurora Egido— «la poliantea se pone al servicio de la invención jocosa».36

Asimismo es posible que Cervantes pudiera pensar en Cristóbal Suárez de Figueroa y su Plaza Universal de todas ciencias y artes, que, aunque publicada en 1615 (en Madrid, por Luis Sánchez), ya estaba compuesta en 1612.37 En ella, Suárez de Figueroa traduce la obra del italiano Tomás Garzón titulada Plaga Universal de todas profesiones, pues, como él mismo dice:

Me aficioné a su variedad, juzgándole digno de comunicación, como careciesse de algunas cosas, por ventura no bien corrientes en nuestro vulgar. Éstas no puse eligida la traducción, y añadí otras donde me pareció convenía. Publícase pues aora traducido, cercenado, y añadido. Ojalá fuesse antídoto contra el veneno de la crassa ignorancia (F. 2).

Francisco A. de Icaza fue el que sugirió tal posibilidad al ver en ese diálogo entre Sancho, don Quijote y el primo una «sátira que alcanza entre otros libros de Inventores a la Plaza Universal de Suárez».38

Varios son, en fin, los posibles modelos literarios que pudieron inspirar a Cervantes la figura del primo que incluye en el Quijote de 1615. Y todos ellos con argumentos importantes: Juan de la Cueva, Francisco de Luque Fajardo, Diego Rosel y Fuenllana, Pero Mexía, Cristóbal Suárez de Figueroa, etc. ¿Quién sabe si alguno más se nos escapa?

Sin embargo, la cuestión de las fuentes cervantinas o de sus posibles modelos es muy complicada, máxime, como advertía Bataillon, si se tiene en cuenta que Cervantes es autor que se burla de la ciencia libresca y ostentosa.39 A este respecto, por ejemplo, el fino crítico literario que fue Pedro Salinas se mostraba muy poco partidario de los modelos vivos que Rodríguez Marín había señalado con respecto a varios personajes del capítulo dieciocho del primer Quijote.40

E. C. Riley, de igual forma, muestra su cautela ante la cuestión de las fuentes cervantinas:

Lo prudente sería no otorgar demasiada importancia a ninguno de esos precedentes, sean históricos, literarios o pictóricos. Los investigadores, siempre a la caza de fuentes y afinidades, tienen tendencia a infravalorar la originalidad imaginativa de los escritores de ficción. En lo que se refiere a los modelos extraídos de la realidad, Cervantes podría haber sostenido, como Graham Greene, que la «experiencia me ha enseñado que a mí me es dado basar sólo un personaje secundario y momentáneo en un personaje real. Un personaje real es un obstáculo para el poder de la imaginación». Es posible que se pueda decir lo mismo de los principales modelos literarios.41

¿No sería, acaso, conveniente tener en cuenta estas opiniones a la hora de analizar el personaje del primo? Muchos son los modelos y fuentes aportados, y todos ellos con argumentos suficientes para sustentar su validez. Por ello, ¿no sería más fructífero pensar no ya en un individuo en concreto o en una obra determinada, sino, quizás, en todo un tipo de literatura muy en boga en la época?

Jean Pierre Etienvre, en trabajo citado con anterioridad, veía en la expresión paciencia y barajar un procedimiento estilístico cervantino que mediante la ironía permite al escritor burlarse —sin nombrar a nadie, pero con alusiones textuales— de la erudición pedestre y miope de un determinado autor.42 Pero, me pregunto de nuevo, ¿se referirá a una persona concreta en realidad? Los indicios textuales llevan a varias posibles obras y autores. ¿No habría que pensar más bien, no en un autor u obra determinados, sino, como decía, en una crítica de carácter más general, dirigida a todo un tipo de autores, a todo un tipo de literatura?

Los tres libros que ha escrito el primo coinciden en su amplia erudición, pero en una erudición, al mismo tiempo, vacía, pedantesca, sin sentido ni provecho algunos, empleada en búsquedas absurdas.43

Uno de los libros que compone el primo es, por ejemplo, el de los Metamorfóseos, u Ovidio español. Tal obra se explica en primer lugar por la fama y difusión que las obras de Ovidio, en especial las Metamorfosis, tuvieron durante todo el siglo xvi y aún después. Según los estudios de Theodore Beardsley, entre 1520 y 1611 se pueden encontrar no menos de diez traducciones de obras de Ovidio que alcanzaron un número aproximado de treinta ediciones.44 Metamorfóseos era precisamente título muy usual en las traducciones de la época. Las frases finales («con sus alegorías, metáforas y translaciones») asimismo recuerdan, como explicó Schevill, los finales de muchas de esas traducciones a las que se añadían, en efecto, unas alegorías y se escribía «con las alegorías al fin dellos, con sus alegorías al fin de cada libro, o con el comento y explicación de las fábulas».45 Precisamente, la Parte primera de varias explicaciones y transformaciones, de Rosel y Fuenllana, aporta más luz sobre esta costumbre de la época de intentar explicar los más variados elementos aprovechando para ello las obras ovidianas. Otro ejemplo de literatura de transformaciones lo proporciona el poema heroico El Bernardo, de Bernardo de Balbuena (Madrid: Diego Flamenco, 1624) cuyo título completo dice así: El Bernardo, o victoria de Roncesvalles. Poema heroyco […] Obra toda texida de una variedad de cosas, antigüedades de España, casas, y linages nobles della, costumbres de gentes, geográficas descripciones de las más floridas partes del mundo, fábricas de edificios y suntuosos palacios, iardines, caças y frescuras, transformaciones y encantamentos de nuevo y peregrino artificio, llenos de sentencias y moralidades. El libro, aunque publicado en 1624, estaba escrito muchos años antes, pues la aprobación lleva fecha de 9 de febrero de 1609. Cervantes, siquiera de forma manuscrita, lo pudo haber conocido. Al éxito de este tipo de obras se referirá precisamente —unos años más tarde, en 1642— Baltasar Gracián en los siguientes términos: «Las metamorfosis tuvieron su tiempo y su triunfo, aunque estén hoy tan arrimadas. Todo lo dificultoso es violento, y todo lo violento no dura…».46

Asimismo, el primer libro que dice haber compuesto no es otro que uno sobre las libreas «donde pinta setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y cifras, de donde podían sacar y tomar las que quisiesen en tiempos de fiestas y regocijos los caballeros cortesanos». Un libro tan interesante como poco conocido hasta hace unos años, la Fastiginia de Tomé Pinheiro da Veiga, que relata con agilidad y realismo extraordinarios la vida cotidiana de Valladolid durante unos meses de 1605, aporta datos utilísimos sobre la riqueza, número y variedad de las libreas usadas por esas fechas en que Valladolid era Corte.47

Con todo, ha de notarse en primer lugar la exageración que supone la existencia de setecientas libreas distintas. Pero, además, son exactamente setecientas tres, ni una más ni una menos. ¿Es acaso provechoso para la república —recreo las palabras cervantinas— conocer setecientos tres tipos diferentes de libreas? Me parece, pues, que en este caso la ironía es clara.

Y tras éste y el de los Metamorfóseos, se propone escribir un Suplemento a la obra del humanista Virgilio Polidoro De inventoribus rerum (Venecia, 1499), libro muy difundido y utilizado en la época, a quien Lope de Vega, insigne frecuentador de oficinas y polianteas, dedica un soneto, verdadera «acumulación de tópicos mostrencos», en torno a 1599 ó 1600.48 En tal Suplemento autoriza «con más de veinticinco autores» cosas ciertamente peregrinas: quién fue la primera persona en la tierra que se acatarró o el primero que «tomó las unciones para curarse del morbo gálico». La ironía se agudiza cuando Sancho Panza le pregunta sobre quién se rascó primero la cabeza en este mundo, o quién fue el primer volatinero. El primo intenta responder seriamente a tales preguntas. Pero ¿no es totalmente absurdo y sin sentido buscar el origen de tales hechos? La burla y sarcasmo cervantinos sobre este tipo de humanismo y erudición es evidente. Menos evidente, sin embargo, le pareció al editor dieciochesco Juan Antonio Pellicer, bibliotecario real, que escribió una nota muy larga sobre quién fue el primero que introdujo el mal francés en España, así como a otras posibles invenciones que tendrían cabida en un suplemento a Virgilio Polidoro.49 Otros editores más cercanos como Clemencín y Rodríguez Marín también introducen notas de ese tipo en sus comentarios a este pasaje.

Cervantes, pues, me parece, con el personaje del primo realiza un nuevo ejercicio de crítica literaria, referido en esta ocasión a todo un tipo de literatura que se caracteriza por la erudición pedante, vacía, sin provecho, dedicada a la búsqueda del origen o explicación de las cosas más diversas y peregrinas. Con este tipo de crítica, Cervantes entroncaría además, según ha puesto de relieve la profesora Aurora Egido, con los ataques antiescolásticos al estilo de los que se pueden encontrar en El Crotalón y el Scholástico, con tintes lucianescos y erasmistas al fondo, en los que se ridiculizaban costumbres, maneras de vestir y, también, el «terminismo inútil y la falsa sabiduría».50

La castiza expresión metafórica hacer el primo parece que se forma en época posterior al siglo xvii,51 pero en este caso le viene de perlas a nuestro primo humanista experto en imprimir libros y dirigirlos a príncipes. En efecto, tal y como nos lo ha descrito el autor, nuestro primo hace el primo intentando estudiar y averiguar tales cosas.

Cervantes, en fin, criticaría este tipo de literatura, con su mordaz ironía, acaso por su resistencia al criterio de autoridad en favor de la experiencia que, según Riley, se convierte en tema general del Quijote.52

Acaso también aplicando un criterio terapéutico, para evitar los daños que este tipo de obras podía causar en los lectores: recuérdese la expresión de Lope sobre el volumen de Rosel y Fuenllana: era libro «que no debría estar sin él ningún hipocondríaco».

Por supuesto, también, por ser obras cuyos autores, al decir de Sancho, «no se cansan en saber y averiguar cosas que, después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria». En este sentido, téngase en cuenta la propia pluma cervantina: «[…] bien sé lo que son las tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros».53

Y, acaso, finalmente, porque representaban un tipo de literatura muy en boga por esas fechas de en torno a 1600 que iba por caminos muy diferentes a la literatura que quería hacer Cervantes y que conduciría a la novela moderna. Nuestro escritor había concebido el Quijote como un libro para entretener: «Yo he dado en Don Quijote pasatiempo / al pecho melancólico y mohíno, / en cualquier sazón, en todo tiempo», dice en el Viage del Parnaso.54 En el prólogo a la primera parte del Quijote había expuesto tal propósito con expresión similar: Cervantes dice haber pretendido que «[…] el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla».55 Y muchos de estos libros a que me he referido pretendían pasar también por obras de entretenimiento que mezclaban lo útil con lo dulce, pero, claro está, de manera radicalmente distinta a Cervantes.

Así, el de Rosel y Fuenllana pretende ser una obra de varia lectura en la que el lector

Hallará cortesanos coloquios, agudos pensamientos, diferencia de estados assí de generosos príncipes como de poderosos reyes, cavalleros y escuderos, siervos y oficiales, cortesanas bellas y damas honestas, con recogidas y discretas doncellas y la demás variedad de personas, siendo diferentes en los tratos, procurando hablar con alguna propiedad.56

Suárez de Figueroa ha alterado el original italiano, pues le pareció así «más acertada su diversidad, porque las [materias] menores entremetidas, sirviessen tal vez como de alivio y recreación en la gravedad de las mayores».57

El propio Luque Fajardo, en el prólogo a su Fiel desengaño, advierte «que se ha procurado adornar esta obra con alguna variedad de cosas de ingenio, haciendo plato de curiosidad a los que le tienen y a los demás que carecen dél»,58 etc.

En fin, libros que buscan en la variedad la base de su entretenimiento. Cervantes, que tantas dudas teóricas tuvo sobre la cuestión de la variedad en sus propias obras literarias, ya consciente —en la segunda parte del Quijote— de lo que hay que hacer para conseguir la variedad en un texto literario, no duda en criticar otros métodos y procedimientos, como, quizá, los utilizados por este tipo de obras contra el que arremete en el capítulo veintidós de la segunda parte de su Quijote.

Y ¿es posible encontrar en el Quijote otros episodios, personajes, párrafos, etc., relacionables con el episodio y personaje que acabamos de analizar, donde este tipo de crítica de la erudición humanista llevada a extremos ridículos se repita? Dicho de otra manera, ¿es posible leer la novela cervantina en esta línea, como una crítica de ese tipo de erudición? Veamos en lo que sigue algunas posibles conexiones.

Uno de los primeros pasajes con los que cabe relacionar lo que hasta ahora he venido exponiendo es el que Cervantes incluye en el prólogo a la primera parte del Quijote. Allí señala el deseo decidido de que su libro aparezca desprovisto «de toda erudición y dotrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros».59 La crítica va dirigida primeramente contra Lope de Vega, que había alardeado y dado muestras de erudición mostrenca y artificial en cuatro libros aparecidos por los años en que se gesta el Quijote: la Arcadia, de 1598; el Isidro, de 1599; La hermosura de Angélica, de 1602; y El peregrino en su patria, de 1604. Sólo así se entiende el ataque descompuesto de Avellaneda en el prólogo al Quijote apócrifo de 1614. Pero la sátira puede llegar más lejos y afectar no sólo a un autor muy conocido del momento —enemigo personal de Cervantes por esas fechas— sino a todo un modo de hacer literatura en la época, contra el que nuestro autor reacciona.

Unido a este deseo —que se convierte en realidad a lo largo de las páginas del Quijote— se encuentra el de no incluir sonetos preliminares al estilo de tantos y tantos libros de la época, «a lo menos —aclara Cervantes— de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos».60 ¿Puede reflejar esta actitud un hecho puntual, a saber, que nadie quisiera figurar al inicio de una obra de Cervantes? Quizás. Mas, no se olvide, esto no sucede en los preliminares de la Galatea, donde aparecen tres sonetos (de Luis Gálvez de Montalvo, de Luis de Vargas Manrique y de Gabriel López Maldonado); ni en el Persiles, donde se incluyen una décima y un soneto dedicados, bien es cierto, a Cervantes ya muerto. Con todo, más bien parece que nuestro autor ataca duramente tal costumbre y para ello elabora unos interesantísimos poemas preliminares ahijados a autores procedentes de los libros de caballerías: Urganda la desconocida, Amadís de Gaula, su escudero Gandalín, don Belianís de Grecia, etc. El no va más llega cuando la serie de poemas se cierra con un soneto dialogado entre Babieca y Rocinante.61

En esta misma línea cabe entender la pretendida historicidad que se otorga a la novela: desde muy al principio se señala que los hechos de nuestro protagonista pertenecen a los anales de la Mancha, hay un cronista encargado de narrarlos (las alusiones en este sentido son continuas), Don Quijote es denominado, sobre todo, historia, término al que Cervantes aplica adjetivos diversos: grande, imaginada, peregrina, sabrosa, sencilla, etc. Mas el que se reitera de manera constante es el de verdadera.62 Como señala E. C. Riley, «simular que una obra había sido traducida de uno o más idiomas extranjeros era un recurso favorito de los autores de libros de caballerías […] Cervantes, desde luego, parodia principalmente este recurso, pero incidentalmente se está burlando también de la pedantería de los eruditos, del culto a la autoridad de los antiguos y del humanismo decadente y libresco».63

En estrecha relación con ello se encuentra el descubrimiento del manuscrito de Cide Hamete, en el capítulo nueve del primer Quijote, y las alusiones al morisco que lo traduce. En este caso, la problemática de la traducción, que asoma en numerosas ocasiones por la obra cervantina, se une a la de la crítica de la erudición, como ha puesto de relieve el hispanista francés Michel Moner: «[…] los tres conceptos [traducción, vana y ostentosa erudición y compilación] llegan a coincidir en una tríada de figuras anónimas —el erudito, el traductor y el compilador— que Cervantes ideó sobre los años 1614-1615 con evidente intención satírica».64

La segunda parte también ofrece algunos ejemplos significativos que contribuyen a fortalecer la lectura del Quijote como —entre otras posibles— crítica de la erudición libresca que vengo pergeñando. Me permito recordar en este sentido la irónica referencia que Cervantes pone en boca de nuestro caballero andante sobre el arzobispo Turpín en el capítulo primero. Tras enumerar una larga y retórica lista de modelos de caballeros —el más honesto, el más acomodado, el más intrépido— don Quijote culmina la retahíla con la pregunta siguiente: «y ¿quién más gallardo y más cortés que Rugero, de quien descienden hoy los duques de Ferrara, según Turpín en su Cosmografía?».65 Sin embargo, tal obra no existe: Juan Turpín, arzobispo de Reims en los tiempos de Carlomagno (murió el año 800), nunca escribió una obra con el referido título. La ironía, pues, parece nítida. Además, Turpín era considerado, según anota Diego Clemencín, «el verbigracia de los embusteros».66 Es una aguda ironía cervantina el autorizar un aserto con un libro que no existe, de un autor considerado, además, como prototipo de escritor mentiroso. De igual forma ha de entenderse la referencia al «verdadero historiador Turpín» del capítulo sexto de la primera parte.67

La conocida alusión a que la obra no necesita comento «porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran […]»68 supone un nuevo ataque a la erudición: bien conocidos son los eruditísimos comentos de Herrera y El Brocense a Garcilaso (recuérdese que Tomás Rodaja, el licenciado Vidriera, cuando marcha para Italia, se lleva sólo dos libros: unas Horas de nuestra señora y un Garcilaso sin comento).69 Que Cervantes declare expresamente que su obra no necesita comentarios que la aclaren supone contraponer «su creación al alcance de todos, a esas lucubraciones literarias que exigían de los lectores la sabiduría de los humanistas».70

Finalmente, es posible relacionar este primo humanista que Cervantes pone en solfa con cuatro personajes que aparecen, tres de ellos, en el Quijote de 1615 y, el cuarto, en el Coloquio de los perros.

En primer lugar, Lorenzo de Miranda, el hijo del Caballero del Verde Gabán, que se muestra como joven estudiante, aficionado a la poesía, un tanto pedante y sensible a la adulación.71 El aspecto con que se presenta hace pensar también en el primo de II, 22, según sugerencia de Aurora Egido.72 Vicente Gaos, por su parte, también relacionó este personaje con el traductor anónimo de la imprenta barcelonesa en el capítulo setenta y dos.73 Michel Moner, en este mismo camino, afirma que el traductor y el erudito «se muestran igualmente convencidos de que sus libros encierran en sí “cosas muy buenas y sustanciales”».74

Fuera del Quijote, en el Coloquio de los perros aparece también un personaje que cabe emparentar con el primo: el poeta loco del Hospital de la Resurrección, autor de una traducción de la Poética de Horacio que no consigue imprimir y, sobre todo, de un libro que «trata de lo que dejó de escribir el arzobispo Turpín del rey Artús de Inglaterra, con otro suplemento de la Historia de la demanda del Santo Brial, y todo en verso heroico, parte en octavas y parte en verso suelto […]».75 En fin, para qué más: tanto los suplementos como lo que dejó de escribir y el arzobispo Turpín nos son ya familiares. No hace falta volver sobre ellos.

Otros ejemplos cabría aducir,76 pero con los ya referidos resulta suficiente.

En efecto, de los datos aquí aportados cabría deducir la posibilidad de una lectura del Quijote —y quizá de alguna otra obra cervantina, verbigracia el Coloquio de los perros— como crítica de la erudición vacía y sin provecho, de esa erudición tan en el estilo del Manierismo, donde, según Emilio Orozco, siempre hay «una especial complacencia y alarde en demostrar el saber y la superación de la dificultad».77

Así cabe considerar, pues, los ejemplos señalados: su frecuencia y la sensación que producen en su conjunto lo permite. Pero tal aserto puede llevar a un error, esto es, el pensar que Cervantes, antes que nada hombre de su momento histórico, pese a su radical modernidad en tantas cosas, despreciaba la erudición.78 Nada de eso. Algunos ejemplos extraídos del Persiles ayudarán a explicar mejor esta cuestión. Como es sabido, el Persiles fue la obra de Cervantes «más estudiada, aquella para la cual hizo más indagaciones y lecturas»,79 la obra en la que, según dice el privilegio para la impresión, Cervantes «había puesto mucho trabajo y estudio».80 Y, por ello, no es infrecuente encontrar citas eruditas al uso entre las páginas de la novela: «También es opinión de Plinio, según lo escriue en el lib. 8, cap. 22, que entre los arcades hay un género de gente […]».81 En otra ocasión se puede leer: «También te he dicho cómo en la última parte de Noruega, casi debaxo del Polo Ártico, está la isla que se tiene por última en el mundo, a lo menos, por aquella parte, cuyo nombre es Tile, a quien Virgilio llamó Tule en aquellos versos que dizen, en el libro I Georg.: […] Ac tua nautae / numina sola colant: tibi seruiat ultima Thule».82

Algunas otras citas podrían espigarse. Mas, para ser justos, en general, todo ese bagaje erudito se incorpora a la obra sin que se aprecie claramente: es difícil encontrar citas de libros, polianteas, etc. —aunque alguna hay, como las señaladas hace un momento—. Ese saber y estudio se diluyen en la obra y se acumulan en los dos primeros libros —de redacción bastante anterior— mientras que en el tercero y cuarto «se encuentra alguna que otra cita, casi siempre traída de memoria y no umbilicalmente libresca».83

En mi opinión, lo que sucede es que Cervantes desprecia y, en consecuencia, critica los medios con que habitualmente la erudición se introducía en obras que pasaban a engrosar el catálogo de obras de entretenimiento, independientemente de que, en algún caso concreto, los dardos vayan dirigidos de manera directa a Lope de Vega o no: «Aunque la erudición constituya un ornamento adecuado y deseable de la literatura imaginativa, debe subordinarse, por encima de todo, al propósito artístico de la obra».84

La erudición, pues, en las obras de entretenimiento no ha de tener un fin en sí misma, que es lo que parece mostrar, por ejemplo, Lope en El peregrino en su patria y tantos otros.

Cervantes, en el Quijote, no tiene inconveniente en criticar, a través del primo, libros muy semejantes a uno —el de Rosel y Fuenllana— para el que había compuesto un soneto en los preliminares. Y lo mismo cabe decir de todas esas poesías que compuso para preliminares de libros, alguno tan peregrino como el del doctor Díaz, Tratado nuevamente impreso de todas las enfermedades de los riñones, vexiga y carnosidades de la verga y urina, de 1588; costumbre que Cervantes, por cierto, critica sin piedad en el prólogo al Quijote de 1605.85

Pero una cosa son las convenciones literarias y, quizá, el deseo cervantino de estar en candelero, y otra el reducido espacio de la literatura, en el que Cervantes se maneja como pez en el agua y donde se permite dejar traslucir sus verdaderos pensamientos sobre tantas y tantas cosas.

Por esas fechas de hacia 1600 Cervantes estaba creando un género nuevo, una nueva manera de hacer literatura. Nada más exacto que decir que hay un antes y un después de Cervantes en la historia de la literatura universal. En su Quijote encontramos el embrión de la novela moderna: con él nace la novela tal y como la entendemos hoy. Y convenciones como la de los sonetos preliminares o el culto a una erudición ya mostrenca, concebida como un fin en sí misma, sin otro propósito que el alardear de un saber que en realidad no se posee, se critican en diversos lugares de su magna obra: ya no tenían lugar dentro de los límites de ese género nuevo que Cervantes está creando.

Y aunque se mantenga, reducidamente, en algunas de sus obras, en especial el Persiles, hay que tener en cuenta también las circunstancias en que éste se escribe: Los trabajos de Persiles y Sigismunda es obra de época, sujeta a las constricciones del género de la novela de aventuras peregrinas, esto es, el género por excelencia en la narrativa del momento, en el que Cervantes quiere triunfar, superar incluso al modelo: «libro que se atreve a competir con Heliodoro», dice en el prólogo a las Novelas ejemplares. Y de ahí la introducción de citas eruditas al uso. Es, sin duda, uno de los tributos que se ha de pagar por elaborar una obra de tal género.

El tiempo da y quita razones: hoy, casi cuatro siglos después, seguimos leyendo y admirando el Quijote, se ha convertido en un clásico, quizás nuestro clásico por excelencia; el Persiles, por contra, ha quedado reducido a lectura de eruditos y especialistas.

(*) José Montero Reguera, «Humanismo, erudición y parodia en Cervantes: del Quijote al Persiles», en Edad de Oro, XV (1996), pp. 87-109.

(1) V. sobre esta figura y su apodo —sobre el que hay diversas opiniones— José Deleito y Piñuela, El rey se divierte [1935], Madrid: Alianza Editorial, 1988, pp. 124-126; José Moreno Villa, Locos, enanos, negros y niños palaciegos: gente de placer que tuvieron los Austrias en la Corte española desde 1536 a 1700, Ciudad de México: Ed. Presencia, 1939; Joaquín de Entrambasaguas, «Hacer el primo», en los Estudios dedicados a Menéndez Pidal, Madrid: CSIC, 1951, vol. III, pp. 67-68, n.; y José Camón Aznar, Velázquez, Madrid: Espasa-Calpe, 1964, vol. II, pp. 653-658.

(2) Véase Emilio Orozco Díaz, El barroquismo de Velázquez, Madrid: Rialp, 1965, p. 122. Del mismo, Cervantes y la novela del Barroco, ed., introd. y n. de José Lara Garrido, Granada: Universidad de Granada, 1992, p. 71.

(3) Véase Antonio Domínguez Ortiz, Alfonso E. Pérez Sánchez y Julián Gallego, Velázquez. Catálogo de la exposición celebrada en el Museo del Prado del 23 de enero al 31 de marzo de 1990, Madrid: Ministerio de Cultura, 1990, p. 330.

(4) Véase H. Hatzfeld, «Cervantes y Velázquez», en El Quijote como obra de arte del lenguaje, Madrid: CSIC, 1960, 2.ª ed. esp. refund. y aum., pp. 285-303.

(5) El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ed. de Luis Andrés Murillo, Madrid: Castalia, 1991, 5.ª ed., vol. II, p. 205. Es la edición que sigo en este trabajo.

(6) V. a este respecto Dominique Reyre, Dictionnaire des noms des personages du Don Quichotte de Cervantes. Suivi d’une analyse structurale et linguistique, París: Étitions Hispaniques, 1980, p. 187.

(7) E. C. Riley, Introducción al Quijote, Barcelona: Crítica, 1990, p. 158.

(8) Son palabras de Juan Bautista Avalle-Arce, «Don Quijote o la vida como obra de arte», en G. Haley (ed.), El Quijote de Cervantes, Madrid: Taurus, 1981, p. 226. Cf. A. Egido, Cervantes y las puertas del sueño, Barcelona: PPU, 1994, p. 154: «Y el primo ofrece a pedir de boca el engarce de las lagunas de Ruidera con las metamorfosis que el sueño provoca»; y, finalmente, A. J. Close, Cervantes. Don Quixote, Cambridge: Cambridge University Press, 1990, p. 106. Sobre otras posibles influencias ovidianas en I, 37, J. E. Dudley, «Don Quijote as Magus: The Rethoric of Interpolation», en Bulletin of Hispanic Studies, XLIX (1972), pp. 355-368, esp. 363-368.

(9) V. a este respecto Isaías Lerner, «Quijote, segunda parte: parodia e invención», en Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXVIII (1990), pp. 834-836. Martín de Riquer ha recordado que Humanista es palabra muy reciente en el español de principios del siglo xvii (Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, ed., introd. y n. de Martín de Riquer, Barcelona: Planeta, 1992 [ed. revisada y puesta al día], p. LXXI). En efecto, J. Corominas y J. A. Pascual dan la fecha de 1613 como primera documentación de esa palabra en castellano, precisamente en las Novelas ejemplares. Es palabra procedente del italiano umanista, de donde se propagó a otras lenguas. (Véase su Diccionario crítico-etimológico castellano e hispánico, Madrid: Gredos, 1992 [3.ª reimpr.], vol. III, p. 425b.)

(10) Quijote, II, 22, ed. cit., vol. II, p. 205.

(11) Ib., p. 206.

(12) Ib.

(13) Bartolomé José Gallardo, Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, Madrid: Gredos, 1968, ed. facs. en 4 vols. de la ed. de 1863-1889, vol. II, n.º 1967. Cf. José Simón Díaz, Bibliografía de la literatura hispánica, Madrid: CSIC, 1971, vol. IX, p. 201, n.º 1780.

(14) Bartolomé José Gallardo, o. cit., vol. II, n.º 1.965, p. 716.

(15) Contamos ahora con una edición crítica por Beno Weis y Louis Celestino Pérez, Juan de la Cueva’s Los inventores de las cosas. A Critical Edition and Study, Pennsylvania: The Pennsylvania University Press, 1980.

(16) El texto procede de la dedicatoria «A Doña María de Guzmán», de Los cuatro libros…, ed. cit. de Beno Weis y Louis C. Pérez, pp. 51-52.

(17) Francisco A. de Icaza, Obras, México: Fondo de Cultura Económica, 1980, vol. II, p. 82. Había sido publicado primeramente bajo el título «Juan de la Cueva y Cervantes» en su libro Sucesos reales que parecen imaginados: de Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva y Mateo Alemán, Madrid: Sucesores de Hernando, 1919.

(18) Ed. cit., p. 25.

(19) Véase p. 26.

(20) Ed. cit., p. 45.

(21) Véase Francisco de Luque Fajardo, Fiel desengaño contra la ociosidad y los juegos, ed. y pról. de Martín de Riquer, Madrid: Real Academia Española, 1955 («Biblioteca Selecta de Clásicos Españoles», serie II, volumen XVI).

(22) Ed. cit., pp. 9-10.

(23) Ed. cit., p. 16. Riquer ha reiterado esta suposición en sus dos ediciones del Quijote (Ed. Juventud y Ed. Planeta) y en su Nueva aproximación al Quijote (Barcelona: Teide, 1989, 7.ª ed. refund.), p. 121.

(24) Como apunta Jean Pierre Etienvre, Gonzalo Correas incluye dicha expresión en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales, de 1627. Véase J. P. Etienvre, «Paciencia y barajar: Cervantes, los naipes y la burla», en Anales de Literatura Española, 4 (1985), p. 144.

(25) V. ed. cit., pp. 16-18.

(26) Daniel Eisenberg incluye dicho libro en su hipótesis de reconstrucción de la biblioteca de Cervantes: «La biblioteca de Cervantes», en Studia in honorem prof. M. de Riquer, Barcelona: Quaderns Crema, 1987, vol. II, p. 293.

(27) Etienvre, art. cit., p. 146.

(28) Ib., p. 147.

(29) El volumen fue publicado en Nápoles, por Juan Domingo Roncallolo, en 1613. Con licencia y privilegio de Barcelona y Nápoles. Tiene 528 páginas.

(30) Es el soneto que empieza «Jamás en el jardín de Falerina…». V. la ed. por Elías Rivers de Miguel de Cervantes, Viage del Parnaso. Poesías sueltas, Madrid: Espasa-Calpe, 1991, p. 279.

(31) Véase Diego Rosel y Fuenllana, Parte primera de varias aplicaciones, y transformaciones, las quales tractan, términos cortesanos, práctica militar, casos de estado, en prosa y verso con nueuos hieroglíficos, y algunos puntos morales (Nápoles: Juan Domingo Roncallolo, 1613), f. 13.

(32) Marcelino Menéndez Pelayo, «Prólogo a la Historia de la literatura española de Jaime Fitzmaurice-Kelly», en sus Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, Santander: Gráficas Aldus, 1941, t. I, p. 98.

(33) Alan Soons en el prólogo a su edición de Obras selectas de Diego Rosel y Fuenllana (Madrid: Talleres de Artes Gráficas Soler, 1970, Estudios de Hispanófila, Department of Romance Languages, University of North Carolina, 1970), p. 12.

(34) Véase Lope de Vega, Novelas a Marcia Leonarda, ed. de Francisco Rico, Madrid: Alianza Editorial, 1968, p. 144. La cita procede de la novela Guzmán el Bravo, que se publicó en La Circe, de 1624.

(35) Isaías Lerner, «Quijote, segunda parte: parodia e invención», en Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXVIII (1990), p. 835. V. asimismo E. C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes, Madrid: Taurus, 1989, reimpr., p. 127.

(36) Aurora Egido, Cervantes y las puertas del sueño, o. cit., p. 107. V. asimismo la erudita nota de Carlos Romero («Tres notas al Quijote», en Donatella Pini Moro [ed.], Don Chisciotte a Padova, Padua: Editoriale Programma, 1992, pp. 123-147), en la que, sin descartar del todo el propósito humorístico que sostengo yo aquí (p. 129), ve en la enumeración más bien una «contaminación con otra serie de noticias que inducen a nuestro autor a distinguir entre los brahmanes de la India y los “gimnosofistas de la Etiopía”» (p. 130).

(37) La aprobación del jesuita Juan Dicastillo lleva fecha de primero de mayo de 1612 (f. 2v).

(38) Francisco A. de Icaza, El Quijote durante tres siglos, Madrid: Imp. de Fortanet, 1918, p. 25.

(39) Véase Marcel Bataillon, Erasmo y España, México: Fondo de Cultura Económica, 1966, 2.ª ed. en español, corr. y aum., p. 800.

(40) Véase Pedro Salinas, «La tristeza del positivismo», en Ensayos de literatura hispánica (Del Cantar de Mío Cid a García Loma), Madrid: Aguilar, 1961, 2.ª ed., pp. 135-136: «Vio don Francisco [Rodríguez Marín] en nuestra aventura [la de los molinos de viento], y en esos nombres, rebozadas alusiones de Cervantes a personajes de fuste de su época, a los que ponía, solapadamente, en ridículo. En las notas del capítulo XVIII y el apéndice XIV de su edición póstuma se da no poca pena, con su saber e ingenio, para identificar a Pentapolín y a Timonel de Carcajona con ciertos conocidos señorones de su tiempo, duques los dos. El intento plantea gravísima cuestión en la que se juzga no poco, entre otras cosas, la calidad del alma de Cervantes. Si Rodríguez Marín tiene razón, sería hombre de condición cautelosa y vindicativa, que hasta en un vuelo de su imaginación creadora recuerda ojerizas o agravios, y se venga de ellos por malos rodeos. Y la creación poética estaría siempre lastrada, conforme a eso, de minucias tristes, sin que su arrebato sirva al poeta para librarse de lo que tiene de más pequeñamente humano. No lo puedo sentir así: veo a Cervantes jugando por estos renglones, poetizando resueltamente, con su poesía, empapada de humorismo superior, no de maledicencias… Es el poeta en ejercicio de su alma genial e infantil, y no el encubierto rencoroso, que tira la piedra y esconde la mano. No cabe aquí transacción: o se busca en los archivos y en las gacetillas del tiempo letra muerta con que rebajar a un poeta; o se le sigue en su propia letra viva, continuamente, entregada el alma a las invenciones sin baja malicia de espíritu. Sí, Cervantes casi siempre dice las cosas con segunda: pero la segunda que hay que encontrarle, es de primera». V. ahora el documentado trabajo de Francisco Florit Durán, «Pedro Salinas y el Quijote», en el Homenaje al profesor Antonio de Hoyos, Murcia: Real Academia Alfonso X el Sabio, 1995, pp. 183-189.

(41) E. C. Riley, Introducción al Quijote, Barcelona: Crítica, 1990, p. 61.

(42) Art. cit., p. 146.

(43) V. a este respecto el artículo de Pablo Jauralde Pou, «Producción y transmisión de la obra literaria en el Quijote», en Anales Cervantinos, XXI (1983), pp. 26-27 y 46.

(44) Véase Theodore S. Beardsley, Jr., Hispano-Classical Translations Printed Between 1482 and 1699, Pitsburgo: Duquesne University Press, 1970. Ténganse presentes también el clásico estudio de R. Schevill, Ovide and the Renascence in Spain, University of California Publications in Modern Philology, 4, 1 (1913), y J. A. Maravall, Utopía y contrautopía en el Quijote, Santiago de Compostela: Editorial Pico Sacro, 1976, pp. 169-174 y n. 7 de pp. 228-229. Más datos y bibliografía en José Montero Reguera, «Los clásicos en el Siglo de Oro: Ovidio en tres pasajes cervantinos», en Estudios Segovianos, XXXV, 91 (1994), Número Homenaje al Excmo. Sr. Don Juan de Contreras y López de Ayala, Marqués de Lozoya, pp. 797-798.

(45) Rudolph Schevill, o. cit., p. 174.

(46) Baltasar Gracián, Agudeza y arte de ingenio, discurso n.º 56. V. la ed. de Obras completas a cargo de Arturo del Hoyo, Madrid: Aguilar, 1960, p. 478, 2.ª ed.

(47) Tomé Pinheiro da Veiga, Fastiginia, trad. y n. de Narciso Alonso Cortes, Valladolid, 1913-1916. Manejo la reed. de Valladolid: Ámbito, Ayuntamiento de Valladolid, 1989. V. por ejemplo el capítulo titulado «Trátase de los criados que el Rey tiene y de las libreas con que salieron», pp. 87b-89b y pp. 105b-108b, etc.

(48) Es el soneto 134 de sus Rimas: De los inventores de las cosas, «Halló Baco la parra provechosa...». V. ahora en la Edición crítica de las Rimas de Lope de Vega por Felipe B. Pedraza Jiménez, Madrid: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1993, pp. 480-481.

(49) Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, nueva ed. corr. de nuevo, con nuevas notas, con nuevas estampas, con nuevo análisis, y con la vida del autor nuevamente aumentada, por Juan Antonio Pellicer, Madrid: Gabriel de Sancha, 1797, vol. IV, pp. 237-241.

(50) Aurora Egido, Cervantes y las puertas del sueño, o. cit., pp. 171-173 y 219.

(51) Véase Joaquín de Entrambasaguas, «Hacer el primo», art. cit., pp. 55-94.

(52) Véase E. C. Riley, Introducción al Quijote, o. cit., pp. 216-217.

(53) Quijote, segunda parte, ed. cit., vol. II, p. 34. La cita procede del prólogo.

(54) Cap. IV, vv. 22-24.

(55) Quijote, ed. cit., vol. I, p. 58. El arte novelesco cervantino reconciliaría lo verosímil con lo maravilloso en aras a conseguir la admiración y entretenimiento del lector. Véase al respecto el párrafo inicial del capítulo XLII de la primera parte del Quijote, verdadera síntesis de la novelística cervantina.

(56) V. la ed. cit. de Alan Soons, p. 22.

(57) Cristóbal Suárez de Figueroa, Plaza Universal de todas ciencias y artes, Madrid: Luis Sánchez, 1615, f. 4v.

(58) Ed. cit., p. 34.

(59) Quijote, I, pról., ed. cit., vol. I, p. 52.

(60) Quijote, I, pról., ed. cit., vol. I, p. 53.

(61) Esta crítica es la misma que refleja el soneto de El autor a su pluma que aparece en el Viage del Parnaso. V. al respecto José Montero Reguera, «Los clásicos en el Siglo de Oro…», art. cit., p. 784. Por otra parte, Guillermo Carrascón ha puesto de relieve la crítica del mecenazgo en la dedicatoria de la primera parte con la que se efectúa en II, 22. V. su trabajo «En torno a la dedicatoria de la primera parte del Quijote», en Anales Cervantinos, XXIX (1991), p. 175, n. 27.

(62) Véase Bruce W. Wardropper, «Don Quijote: ficción o historia», en George Haley (ed.), El Quijote de Cervantes, Madrid: Taurus, 1980, p. 239.

(63) E. C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes, ed. cit., p. 130.

(64) Michel Moner, «Cervantes y la traducción», en Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXVIII, 2 (1990), p. 524.

(65) Quijote, II, 1, p. 49.

(66) Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Edición IV Centenario, adornada con 356 grabados de Gustavo Doré, enteramente comentada por Clemencín y precedida de un estudio crítico de Luis Astrana Marín, más un índice resumen de los ilustradores y comentadores del Quijote por Justo García Morales, Valencia: Editorial Alfredo Ortells, 1980, p. 1064b. Cf. 1514b y 1515a.

(67) P. 114.

(68) Quijote, II, 3, p. 64.

(69) Manejo la edición de esta novela ejemplar según el tomo II de la obra completa de Miguel de Cervantes Saavedra a cargo de Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas (Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1994), p. 651. Sobre su posible autobiografismo, véase Víctor Eduardo Munguía García, «El licenciado Vidriera y don Quijote», en Anales Cervantinos, XXX (1992), pp. 160-161.

(70) Son palabras de Celina Sabor de Cortázar, «El Quijote, parodia antihumanista. Sobre la literatura paródica en la España Barroca», en Anales Cervantinos, XXII (1984), p. 60. V., desde otra perspectiva, el artículo de Hanna Dziechcinska, «Humanisme et parodie dans Don Quichotte de Cervantes», en A. Redondo (ed.), L’humanisme dans les lettres espagnoles, París: Vrin, 1979, pp. 327-336.

(71) Quijote, II, 18, pp. 174-175. V. asimismo E. C. Riley, Teoría de la novela, ed. cit., p. 127. Cf. A. Egido, Cervantes y las puertas del sueño, ob. cit., p. 173, n. 93.

(72) O. cit., p. 154.

(73) V. su ed. del Quijote, Madrid: Gredos, 1987, vol. II, p. 892, n.

(74) Michel Moner, «Cervantes y la traducción», art. cit., p. 522. Del mismo, «El relato auricular: algunos aspectos de la narrativa cervantina», en Aurora Egido e Y. R. Fonquerne (eds.), Formas breves del relato, Zaragoza: Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Zaragoza, 1986, pp. 167-176.

(75) Véase el Coloquio de los perros según la edición ya citada de Sevilla-Rey, p. 958.

(76) Citaré sólo dos ejemplos procedentes del Persiles: el escritor cuyo trabajo consiste en «enmendar y remendar comedias viejas», en el lib. III, cap. 2 del Persiles (ed. Sevilla-Rey, p. 1206); y el autor en «trage de peregrino», «hombre curioso: sobre la mitad de mi alma predomina Marte y sobre la otra mitad Mercurio y Apolo», que aparece en el capítulo primero del libro cuarto (ed. cit., pp. 1327-1328). Es autor de un libro de aforismos peregrinos que incluye algún pensamiento muy cervantino: «Más hermoso parece el soldado muerto en la batalla, que sano en la huyda». Ha de tenerse precaución con este personaje, pues se ha supuesto trasunto del propio Cervantes. Véase Emilio Orozco Díaz, Cervantes y la novela del Barroco, o. cit., p. 317. Desde luego, la sátira evidente que se puede encontrar en los otros personajes que analizo aquí no aparece en este caso: el peregrino es gallardo, sus aforismos «hicieron sabrosa la conversación y cena», la posible ironía está muy diluida o casi no se nota, si es que realmente la hay.

(77) Emilio Orozco, Cervantes y la novela del Barroco, o. cit., p. 367. V. también Pablo Jauralde Pou, «El estilo cervantino», en VV. AA., Cervantes, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1995, pp. 138-154. Desde otra perspectiva, Ramón Menéndez Pidal, La lengua castellana en el siglo xvii, Madrid: Espasa-Calpe, 1991, pp. 40-53.

(78) Julio Caro Baroja (Los hombres y sus pensamientos, San Sebastián: Ed. Txertoa, 1989, pp. 9-19) define a Cervantes como hombre del Renacimiento precisamente por su actitud ante el primo de II, 22.

(79) Son palabras de E. C. Riley en su Teoría de la novela en Cervantes, ed. cit., p. 294.

(80) Frase también tópica, que se repite por ejemplo en el privilegio de La Galatea.

(81) Persiles, I, 18. Manejo la siguiente edición: Miguel de Cervantes Saavedra, Obra completa. II. Galatea. Novelas Ejemplares. Persiles y Sigismunda, ed. de Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1994, p. 1065.

(82) Persiles, IV, 12, ed. cit., p. 1372.

(83) La cita es de R. Schevill que tomo de Emilio Orozco, Cervantes y la novela del Barroco, o. cit., p. 299, n.

(84) Son palabras de E. C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes, ed. cit., p. 131.

(85) Sobre ello he llamado la atención en mi trabajo, ya citado, «Los clásicos en el Siglo de Oro…», pp. 785-786.