Javier Blasco "La Vida de don Quijote y Sancho o lo que habría ocurrido si don Quijote hubiese nacido en tiempo de Miguel de Unamuno"

El trabajo de Unamuno, publicado en 1905, año del centenario cervantino, tiene tras sí un amplísimo corpus de literatura regeneracionista, [1] a cuyo enriquecimiento el propio Unamuno había contribuido decisivamente, con obras como En torno al casticismo y con artículos notables que, con el tema de la regeneración al fondo, habían convertido a don Quijote en centro de reflexión sobre las causas (y sobre las posibles soluciones) de la decadencia y postración españolas.[2] Pero la Vida de don Quijote y Sancho es ya otra cosa y ofrece singularidades reseñables,[3] que, en términos generales y a modo de hipótesis, formulo desde este mismo momento: don Quijote ya no es, como tantas veces había sido en el contexto a que aludo, el “caballero de la regeneración” (o, en su caso, el ejemplo de la decadencia), sino el “caballero de la fe.”

Pero hagamos un poco de historia. El fin de siglo, desde el que escribe Miguel de Unamuno, ha recibido en herencia un Quijote convertido, ya, en mito. El siglo XIX –a impulsos de los románticos alemanes, que lo leyeron en clave idealista[4] -- había hecho del Quijote un libro de alcance universal, susceptible de recibir una carga mitificadora que hay que leer a la luz de una modernidad, en relación con la cual los escritores modernistas necesitan echar mano nuevos mitos sobre los que articular los credos y los dogmas de un tiempo al que la razón ha dejado huérfano de dioses (Nietzsche).[5] En términos generales, cabe decir que la conversión de don Quijote en mito modernista español[6] se inscribe en el marco de un simbolismo laico, que ejemplifica muy bien la lectura que Karl Marx hace del mito de Prometeo como encarnación de una idea de progreso humano, al margen de lo sagrado.

En este contexto, el fin de siglo instrumentaliza la figura de don Quijote haciendo del personaje cervantino una especie de cajón de sastre, en el que cada uno cree ver aquellos valores con los que ideológicamente se identifica.[7] Los regeneracionistas lo convierten en la Biblia de la regeneración y, con ello, abren la puerta a la instrumentalización del texto cervantino desde las más variadas posiciones ideológicas. Así, nos encontramos con lecturas anarquistas,[8] liberales o carlistas,[9] etc. De la figura de don Quijote se echa mano incluso para avalar las posiciones enfrentadas que adoptan nuestros intelectuales ante la primera Gran Guerra.[10]Toda una serie de lecturas políticas, contradictorias entre sí, esgrimen la imagen de don Quijote, convertida en mito de nuestra modernidad, para afianzar una interpretación ideológica del presente.

Conviene recordar que la aproximación de Unamuno al libro de Cervantes viene precedida por la reflexión desarrollada en los años previos por Galdós,[11] Valera,[12] Pereda,[13] Ganivet,[14] Maeztu,[15] Ramón y Cajal,[16]Macías Picabea,[17] Valentín Almirall,[18] Mallada,[19] Silió,[20] y tantos otros. Don Quijote llega a las manos de Miguel de Unamuno convertido ya en mito recurrente del mesianismo finisecular.[21] Sin embargo no es de la herencia recibida por don Miguel de lo que me voy a ocupar. Tampoco insistiré ahora en los cambios que, a raíz de la crisis espiritual padecida por el autor de Niebla, se operan en la lectura que, a lo largo de los años, él hace del libro cervantino. Lo que me interesa es poner el acento en cómo la pluma de Miguel de Unamuno, en la Vida de don Quijote y Sancho, recrea un mito (extraordinariamente operativo en ese momento) desde una óptica claramente diferenciada.

Por mito entiendo todo un complejo sistema semiológico, mediante el cual se le ofrece al lector, preñados de afectividad y con carácter imperativo e interpelante, una serie de valores, que, bajo una formulación ficticia, deben ser reconocidos por la colectividad como realidades estimables y dignas, capaces de sacudir sus motivaciones más profundas. La fuerza de los mitos la conoce muy bien Unamuno, como la conocen todos los regeneracionistas, que, en última instancia, no son otra cosa que unos buceadores del pasado –y del presente—en busca de realidades culturales sobre las que asentar un proyecto colectivo de vida, una vez consumado el fracaso de una historia anclada en un legendario e imposible sueño imperialista.[22] Para los intelectuales del regeneracionismo, de donde viene Unamuno, a don Quijote se le pide una última aventura: la de servir a la creación de un nuevo espacio simbólico en el que se haga factible la realización de un cierto proyecto colectivo.

Pero la posición de Unamuno, arrancando del regeneracionismo, se circunscribe en unos límites muy concretos y específicos, que son los que ahora pretendo analizar. El rector de Salamanca, en su Vida de don Quijote y Sancho, se escapa de la tradicional manera de leer la obra cervantina encarnada por los regeneracionistas. Al recurrir a un mito de gran actualidad (el ensayo unamuniano se publica el mismo año de la celebración del centenario del Quijote), Unamuno no sigue los caminos trillados del regeneracionismo (aunque los asuma), sino que esencialmente se sirve del personaje de don Quijote para definirse a sí mismo en el papel de intelectual que, por esas fechas, está decidido a protagonizar. En la práctica, la Vida de don Quijote y Sancho no es otra cosa que el autorretrato que, adornado con toda una serie de valores (fe, valor, locura, pasión, etc.), Unamuno hace de sí mismo para ofrecérselo al lector como paradigma de un programa vital, que antes es el de Unamuno que el de Cervantes: “fue Cervantes –escribe Unamuno en el prólogo que puso a su edición de 1930-- el que leyó mal y que mi interpretación, y no la suya, es la fiel” (96). Don Quijote es la máscara que, en 1905, elige Unamuno para explicar (y justificar ante sí mismo) su actividad pública. Desde luego, a Unamuno no le interesa, ni poco ni mucho, la interpretación del texto cervantino: “dejo a eruditos, críticos literarios e investigadores históricos la meritoria y utilísima tarea de escudriñar lo que el Quijote pudo significar en su tiempo y en el ámbito en que se produjo y lo que Cervantes quiso en él expresar y expresó” (96).

Ciertamente, no puedo ahora dar cuenta de la totalidad del mencionado programa unamuniano, aunque sí que merece la pena que recordemos cómo, junto a la negación de la entidad del autor (ya lo hemos visto), Unamuno parte en su meditación de una negación de cualquier significado más o menos objetivo en el libro de Cervantes, de modo que su discurso queda circunscrito, exclusivamente, al albur de la subjetividad de cada lector. Teniendo en cuenta esto, creo que merece la pena que nos detengamos un momento en algunas de las técnicas de que se sirve Miguel de Unamuno y que, a lo largo de su comentario del Quijote, resultan recurrentes. En primer lugar, quiero referirme al desprecio unamuniano por el relato cervantino, reducido casi exclusivamente a unas pocas estampas, muy simples, esquemáticas y de fuerte valor evocador en la memoria de los lectores: así, por ejemplo, al comentar el episodio de la cena compartida con los cabreros (Q, I, 11), Unamuno nos pinta a don Quijote “armado de punta en blanco, con su lanzón a la vera, las bellotas en la mano, y sentado sobre el dornajo; dando al aire de que respiraban todos reposadas palabras vibrantes de una voz llena de amor y de esperanza” (153). Todo lo que don Quijote dice, en su discurso a los cabreros, no le interesa en absoluto. Tampoco despierta su atención la secuencia argumental del Quijote que, en la Vida, queda reducida –en la mayor parte de los casos-- a una serie de estampas, de gran plasticidad y alto valor icónico, que Unamuno convierte en reflejo especular de propio yo. Su discurso arranca siempre de una “experiencia” referida por el libro de Cervantes; luego, esta “experiencia” se eleva a categoría y se convierte en doctrina; en un tercer movimiento, finalmente, se desplaza la atención del texto a la vida. Lo escrito en la Vida de don Quijote y Sancho sobre el capítulo 11, de la primera parte del Quijote, resulta muy elocuente: de la valoración de la arenga de don Quijote como heroica (“Y así en esa arenga [la de don Quijote a los cabreros] no es la arenga misma, en sí no poco trillada, sino el hecho de dirigírsela a unos rústicos cabreros que no habrían de entendérselas, lo que hemos de considerar, pues en esto estriba lo heroico de esta aventura,” 153), pasamos en el siguiente párrafo a una generalización (“todo hablar es una suerte, y las más de las veces la más apretada suerte de obrar, y hazañosa aventura la de administrar el sacramento de la palabra a los que no han de entendérnosla según el sentido material,” 153), sobre la que se apoya Unamuno para otorgar a la estampa cervantina un valor paradigmático para el “yo” (explícito en un nos de retórica modestia), que apenas encubre al sujeto de la meditación: “Robusta fe en el espíritu hace falta para hablar así a los de torpes entendederas, seguros de que sin entendernos nos entienden y de que la semilla va a meterse en las cárcavas de sus espíritus sin ellos percatarse de tal cosa” (153). La exégesis que es la Vida abandona, así, el texto cervantino pasando a convertirse en meditación sobre el papel del propio Unamuno, trasfigurado en una especie de nuevo Quijote redivivo: “Es fuerte cosa que por dondequiera que uno vaya en nuestra España, derramando verdades del corazón, le salgan al paso diciéndole que no lo entienden o entendiéndolo al revés de como se explica” (156). Mediante un hábil deslizamiento (bien asentado en los giros que toma el discurso a partir del uso de los pronombres indefinidos, de los pronombres personales de primera persona del plural, o de los pronombres reflexivos), la exégesis del texto cervantino se transforma en una reflexión sobre la dimensión pública del propio exégeta. A la vez, el comentario va cediendo el paso a un discurso apelativo, en unos momentos, o interrogativo, en otros, que sirven para trasladar el centro de gravedad, desplazándolo del texto a la vida y al lector, que está fuera de la materia textual.

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Antes de pasar a otro tipo de conclusiones, quiero llamar la atención sobre el carácter polifónico del discurso unamuniano en la Vida de don Quijote y Sancho, convertido en escenario en el que dialogan el libro cervantino, la vida de Ignacio de Loyola (a partir de la biografía de Rivadeneira), la tradición neotestamentaria de la vida de Cristo y la lectura particular que Unamuno, al hilo secuencial de los capítulos del Quijote, hace de la novela de Cervantes.[23] De este diálogo, ciertamente complejo, bajo la lectura (al trasluz de la vida de Cristo y de la de San Ignacio) del personaje de don Quijote, lo que realmente emerge es la radiografía espiritual de un alma, que se le ofrece al lector como paradigma de una especie de laica santidad; una laica santidad que Unamuno se impone a sí mismo como modelo del papel que, en tanto intelectual, pretende asumir.

Con el fin de conocer un poco mejor el tejido que conforman tan heterogéneos discursos, voy a referirme, aunque sea con brevedad, a los distintos materiales que dan consistencia a la trama: la vida de don Quijote, según Cervantes; la vida de San Ignacio, según Rivadeneira; la vida de Cristo, según las Sagradas escrituras; y, finalmente, la exégesis unamuniana, conformada como meditación sobre las formas de “desencadenar un delirio, un vértigo, una locura cualquiera sobre estas pobres muchedumbres ordenadas y tranquilas...” (101). Cada uno de estos discursos tiene, a lo largo del libro, su propio desarrollo. No son discursos a los que ocasionalmente (como ocurre, por ejemplo, con el Examen de ingenios, las hazañas de Francisco Pizarro, las del Cid, etc.) se recurra a modo de cita autorizadora o argumentativa, sino que tienen una mantenida presencia textual, alimentando por debajo la meditación unamuniana. Como resultado del rozamiento de varias textualidades, muy diferentes entre sí, el discurso de la Vida de don Quijote y Sancho se devana como una compleja polifonía, en la que el entrelazamiento de voces se complica también por una superposición de temporalidades: la vida de Cristo con la del exégeta que en la Vida habla desde el “yo,” pasando por las de don Quijote e Ignacio de Loyola. La suma de invención (don Quijote) y de historia (Ignacio de Loyola) abren un complejo diálogo, en el que la realidad ilumina e ilustra la ficción, a la vez que esta última proyecta su sentido sobre aquella.

Unamuno sigue con puntualidad la trama del Quijote. El texto cervantino es el torcedor sobre el que se enrolla este “polifónico” discurso al que nos estamos refiriendo. La cita textual le permite seleccionar aquellos pasajes que, supuestamente, impresionaron con más fuerza la imaginación del rector de Salamanca, en tanto que resume para el lector aquellas partes de la Historia del Ingenioso Hidalgo que no resultaban sustanciales para sus intereses. Así, del capitulo sexto, de la primera parte del Quijote, aquel que trata de “el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo,” apenas dice lo siguiente: “trata de libros y no de vida. Pasémoslo por alto” (138). Capítulo a capítulo, Unamuno va rescribiendo, a su manera, el libro de Cervantes, sobreponiendo el relato de su propia experiencia, como intelectual, al relato que el alcalaíno hizo de las aventuras de don Quijote. Se trata de una hábil manipulación cuyo resultado merece una reflexión: aparentemente, Unamuno convierte al lector de la Vida de don Quijote y Sancho en lector “privilegiado” de la obra cervantina. Sin embargo, la selección de las citas (muy bien elegidas) y los comentarios con que Unamuno acompaña las mismas trasforman profundamente el sentido de esta lectura “segunda.” Unamuno, en el prólogo que escribió para la edición de la Vida de 1930, ante ciertos reparos de Homer Earle que tenían que ver con ciertas libertades que, en relación al texto de Cervantes, se tomaba el autor de la Vida, escribe:

En todo caso ese texto arábigo del Cide Hamete Benegeli le tengo yo, y aunque he olvidado todo el poquísimo árabe que me enseñó el señor Cordera en la Universidad de Madrid..., lo leo de corrido y en él he visto que en el pasaje a que aludía el profesor Earle fue Cervantes el que leyó mal y que mi interpretación, y no la suya, es la fiel. (96)

De modo que, frente a la Vida de don Quijote según Miguel de Cervantes, lo que la obra que comentamos ofrece al lector es, en realidad, la Vida de don Quijote según Miguel de Unamuno.

La Vida de don Quijote y Sancho transforma, sustancialmente, el texto cervantino. Y no se trata sólo de que, frente a la interpretación o interpretaciones que puedan derivarse del texto cervantino, el rector de Salamanca imponga la suya propia. Va más allá. Lo que hace, o lo que al menos pretende hacer, es liberar a don Quijote de la cárcel de la ficción, para hacerlo caminar de nuevo por las sendas de la realidad. A este propósito responde la continuada e insistente irrupción, en el texto unamuniano, de la vida de Ignacio de Loyola a la que Unamuno otorga un valor especular respecto a de don Quijote. El texto de la Vida del bienaventurado Padre Ignacio de Loyola, en el que Rivadeneira hace el retrato del fundador de los jesuitas, invade, en muchos de sus capítulos, la Vida de don Quijote y Sancho, propiciando el salto de la ficción a la historia y reorientando la lectura de la Historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha:

¿No os recuerda esta salida la de aquel otro caballero, de la Milicia de Cristo, Iñigo de Loyola, que después de haber procurado en sus mocedades de “aventajarse sobre todos sus iguales y de alcanzar fama de hombre valeroso, y honra y gloria militar,” y aun en los comienzos de su conversión, cuando se disponía a ir a Italia, siendo “muy atormentado de la tentación de la vanagloria,” y habiendo sido, antes de convertirse, “muy curioso y amigo de leer libros profanos de caballerías,” cuando después de herido en Pamplona, leyó la vida de Cristo, y las de los Santos, comenzó a “trocársele el corazón y a querer imitar y obrar lo que leía”? Y así, una mañana, sin hacer caso de los consejos de sus hermanos, “púsose en camino acompañado de dos criados” y emprendió su vida de aventuras en Cristo, poniendo en un principio “todo su cuidado y conato en hacer cosas grandes y muy dificultosas… y esto no por otra razón sino porque los Santos que él había tomado por su dechado y ejemplo habían echado por este camino.” (119-120)

De varios modos se produce la reorientación que Unamuno hace del texto cervantino: de una parte, tiñe de espiritualidad la locura del caballero y otorga a los repetidos fracasos de don Quijote una trascendencia que, en el texto cervantino, no poseen; de otro lado, igualando las dos locuras –la caballeresca de don Quijote y la religiosa de Ignacio de Loyola (114, 119, 126, 127, 130, 133, 138, 141, etc.)—crea el paradigma, en el que el yo del discurso unamuniano (y, por extensión, el yo de cada uno de los lectores) debería encontrar unas señas de identidad en las que reconocerse.

Más difícil resulta explicar la presencia de las Sagradas Escrituras en este contexto. Las citas literales de los Evangelios son menos frecuentes que las del Quijote o las de la Vida del bienaventurado Padre Ignacio de Loyola. No es tampoco fácil reducir a una única clave la articulación de las referencias evangélicas en el discurso unamuniano (117, 118, 120, 131, 138, 142, etc.) Lo esporádico de su aparición podría hacer pensar al lector que, en este caso, su funcionalidad no es diferente a la de otras muchas citas (el Poema de Mío Cid, Santa Teresa de Jesús, Juan Huarte de San Juan, etc.) que salpican el texto. Sin embargo, creo que eso no es así. La apelación a la vida de Cristo está implícita desde el mismo nombre con el que Unamuno, en muchos lugares de su libro, se refiere al personaje cervantino: Nuestro Señor don Quijote. El discurso de la Vida de don Quijote y Sancho se sustenta, en su totalidad, sobre el parangón de las figuras de don Quijote y Cristo, aprovechando la confluencia de regeneracionismo y mesianismo que, en varios momentos, el fin de siglo había propiciado. Las locuras de don Quijote y de Ignacio de Loyola son variaciones sobre un paradigma que se universaliza en la figura de Cristo, en una clave de lectura –tan moderna y modernista (a la vez de regeneración y de mesianismo)—que ensaya el fin de siglo: “Como Cristo Jesús, de quien fue siempre don Quijote un fiel discípulo, estaba a lo que la aventura de los caminos le trajese” (120).

Sobre estos mimbres se construye una meditación que, con el pretexto de servir a una personal exégesis del texto cervantino, pone el verdadero foco de atención sobre el presente en el que se inscribe el yo, sujeto de la meditación. Un ejemplo es suficiente para concretar lo que pretendo decir y, en este sentido, el comentario del capítulo quinto, de la primera parte del Quijote, resulta muy elocuente. En él, Unamuno, a partir del “Yo sé quien soy” (sentencia con que don Quijote responde a su vecino Pedro Alonso), hace la radiografía espiritual del héroe moderno:

Puede el héroe decir “yo sé quien soy,” y en eso estriba su fuerza y su desgracia a la vez. Su fuerza, porque como sabe quién es, no tiene por qué temer a nadie, sino a Dios, que le hizo ser quien es; y su desgracia, porque sólo él sabe, aquí en la tierra, quién es él, y como los demás no lo saben, cuanto él haga o diga se les aparecerá como hecho o dicho por quien no se conoce, por un loco (134).

El texto cervantino sustenta la interpretación de Unamuno que, una vez formulada como ley general, se convierte en horma para la existencia de ese “yo plural,” generalizador, en el que tantas veces, en este ensayo, se refugia el yo singular del propio Unamuno:

Y es el quicio de la vida humana toda: saber el hombre lo que quiere ser. Te debe importar poco lo que eres; lo cardinal para ti es lo que quieras ser. El ser que eres no es más que un ser caduco y perecedero, que come de la tierra y al que la tierra se lo comerá un día: el que quieres ser es tu idea de Dios….Y si tú, que así reprochas su arrogancia a don Quijote, no quieres ser sino lo que eres, estás perdido, irremisiblemente perdido” (135-136).

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Me interesa ahora analizar alguno de los recursos sobre los que se construye esa meditación que es la Vida de don Quijote y Sancho. Pero antes hay que subrayar el hecho de que, como reflejan bien las citas que acabamos de recordar, el verdadero objeto de la misma es, más allá de los límites del texto cervantino que le sirve de pretexto, el presente en el que se produce la meditación y, sobre todo, el “yo” (sujeto de la meditación), que asume como propio el paradigma de vida, encarnado por Ignacio de Loyola y Alonso Quijano, en tanto actualizaciones –en la historia y en la ficción—del mismísimo Cristo; un “yo” que se define como “héroe” y que es un “yo” expandido, que incorpora también la referencia al “tú” del lector, como se puede observar en la última cita.

El método de exégesis que sigue Unamuno, en la lectura del Quijote ensayado por su libro, está marcado, ciertamente, por la literatura regeneracionista y por el mesianismo finisecular (“quisiera vivir entre los espasmos del milenario,” 101). Disparada por el texto cervantino, la meditación unamuniana deriva casi siempre en la elaboración de una axiología –la pobreza (113), la ociosidad (115), el poder redentor de la locura (116, 123), la honra (117, 121), la defensa del ideal (126), la fuerza creadora de la fe frente al sentido común y a la razón roma de los mercaderes (131, 142), el poder de la voluntad (135), la humildad (141)--, cuyo trasfondo emana del análisis de los males de la “patria” que el propio autor había llevado a cabo en su ensayo titulado En torno al casticismo. Finalmente, la meditación unamuniana deriva en la construcción de un modelo de acción, que apela a la conveniencia de convertir el texto en auténtica experiencia vital. A partir de tal experiencia, los gigantes que ve don Quijote, donde sólo había molinos, “hoy no se nos aparecen ya como molinos, sino como locomotoras, dínamos, turbinas, buques de vapor, automóviles, telégrafos con hilos o sin ellos, ametralladoras” (143). De la misma manera, “el miedo sanchopazesco, nos inspira el culto y veneración al vapor y a la electricidad…, nos hace caer de hinojos ante los desaforados gigantes de la mecánica y la química, implorando de ellos misericordia. Y al fin rendirá el género humano su espíritu agotado de cansancio y hastío al pie de una colosal fábrica de elixir de larga vida” (143). Por el contrario, la locura de don Quijote, locura contagiosa, salvadora del miedo, apunta en otra dirección idealista, que es por la que el propio Unamuno apuesta como modelo de vida. “Y el molido don Quijote vivirá, porque buscó la salud dentro de sí y se atrevió a arremeter a los molinos” (143).

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Conformada por los movimientos que se acaban de describir, movimientos que indefectiblemente llevan del texto a la vida, la meditación unamuniana se asienta en una serie de mecanismos, cuyo origen me parece que hay que buscarlo en el texto de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Los cuales constituyen, en primer lugar, una serie de protocolos (silencio, retiro, soledad, silencio, etc.), destinados a propiciar el clima interior necesario para que la meditación resulte efectiva y se traduzca felizmente en actos. Tales protocolos tienen la finalidad de convertir al ejercitante en una especie de “tabula rasa,” sobre la que pudieran venir a imprimirse ciertos escenarios imaginativos –los de la pasión de Cristo, por ejemplo-- sobre la base de la “imitación.” La finalidad de los ejercicios espirituales, tal y como fueron establecidos por Ignacio de Loyola, es introducir al ejercitante en un proceso meditativo y de experiencias interiores de gran fuerza conductista. La meditación que propician los Ejercicios convierte al ejercitante en actor de una historia bajo la estricta guía del director de los ejercicios. En efecto, cada “ejercicio” supone un texto (procedente de la vida de Cristo tal y como la narran los Evangelios), en el que se apoya el director de los ejercicios, y una actuación o vivencia (la ejercitación que sobre el texto anterior realiza el ejercitante), que consiste en un diálogo implícito con la divinidad, susceptible de traducirse en una suma de meditaciones, gestos y prácticas y que debe concretarse en imágenes e imitaciones, con capacidad de conformar pautas posteriores de conducta y de experiencia.

Para decirlo con palabras de los propios Ejercicios, el ejercitante debe “contemplar” (esto es, “verlos con los ojos de la imaginación”) los escenarios de la vida de Cristo, debe “fijarlos en su imaginación.” La “compositio loci,” que constituye el núcleo fundamental de lo que son las actuaciones del ejercitante en los Ejercicios, presuponen algo que las artes de la memoria había experimentado desde antiguo: la fuerza asociativa de los “lugares” y de las “imágenes.” Desarrollan varios mecanismos (binarismos, antítesis, oposiciones) para tratar las imágenes y para articularlas en sintagmas hasta construir virtuales paradigmas de conducta. Una vez articuladas las imágenes deben ensamblarse y, en este punto, la forma de ensamblaje que los Ejercicios privilegian (además de la repetición reglada) es la del relato, que se forma sobre la plantilla de la historia de Cristo, a la que el ejercitante deberá incorporarse, no ya como espectador de la misma, sino como actor (“demandar dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado”). Así el relato deviene auténtico psicodrama, con el ejercitante integrado en el reparto que teatraliza el guión imaginario. Así, por ejemplo, en la llamada “segunda contemplación,” que trata del nacimiento de Cristo, tras la oración preparatoria, Ignacio de Loyola en el segundo preámbulo propone “con la vista imaginativa ver el camino desde Nazareth a Bethlém, considerando la longura, la anchura, y si llano, o sí por valles o cuestas sea el tal camino: asimismo mirando el lugar o espelunca del nacimiento, quán grande, quán pequeño, quán bajo, quán alto, y cómo estaba aparejado.” Y, a continuación, añade: “El primer punto es ver las personas, es a saber, a nuestra Señora, y a Joseph, y a la ancilla, y al niño Jesús después de ser nacido, haciéndome yo un esclavito, indigno, mirándolos, contemplándolos, y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me hallase.” [24] Todo está preparado para que el ejercitante se represente a sí mismo, y su finalidad última es la provocar la imitación en la existencia del ejercitante de cada una de las escenas del relato: “que vea Cristo nuestro Señor comer con sus Apóstoles, y cómo bebe, y cómo mira, y cómo habla; y procure imitarle.” El ver y el contemplar se completa con el imitar. Pero entre el “ver,” al que se encaminan las “compositio loci,” y el “imitar,” que apunta hacia la vida, se encuentra la auténtica “meditación,” cuya finalidad tienen que ver con la creación de una axiología encarnada en una forma de vida.

Los Ejercicios dan nombre a un verdadero psicodrama, que se traduce o debe traducirse en acción. La finalidad de los ejercicios es, siempre, provocar una praxis en relación con la cual la meditación que alumbran supone, en sí misma, el establecimiento de un proyecto de conducta. Los Ejercicios podemos verlos como una gramática reguladora de la morfología y de la sintaxis de las imágenes, de cara convertirlas en actividad sicológica, en vivencia mental. La finalidad de los ejercicios es introducir al ejercitante en un proceso meditativo y de experiencias que va a transformar las pautas de su conducta.

Desde luego, la deuda de la Vida de don Quijote y Sancho con los Ejercicios de Ignacio de Loyola es mucho más profunda de lo que han querido ver aquellos que se han fijado tan sólo en la continuada comparación que Miguel de Unamuno establece entre la vida de don Quijote y la Vida de san Ignacio, escrita por Rivadeneira. En su Vida, Unamuno asume muchos de los principios de San Ignacio. Hay en Unamuno, por ejemplo, idéntico desprecio de la sensualidad que en San Ignacio. Si los ejercicios, en un primer momento, tienen por objeto eliminar todas las imágenes que llegan del mundo, con idéntica finalidad, el yo que enuncia la prosa de las páginas iniciales de la Vida le aconseja al amigo al que interpela: “Si alguno intenta durante la marcha tocar pífano o caramillo o vihuela o lo que fuere, rómpele el instrumento y échale de filas, porque estorba a los demás oír el canto de la estrella” (107). Otra de las normas del pensamiento de los jesuitas, que comparte el Unamuno de la Vida, es la indiferencia, entendida como “no querer nada por sí mismo,” estar tan disponible como un cadáver, el “buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida.”[25]Se trata, en definitiva, de que el ejercitante esté siempre dispuesto a lo que Dios decida. Esta misma indiferencia es la que caracteriza el errático viaje de don Quijote y ello no pasa desapercibido para Miguel de Unamuno que escribe al respecto:

Resuelto don Quijote a hacerse armar caballero del primero que topase, se quitó y prosiguió su camino sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. Y creyendo muy bien al creer así. Su heroico espíritu igual habría de ejercitarse en una que en otra aventura: en la que Dios tuviese a bien depararle” (120).

Pero tampoco estas coincidencias agotan la deuda del ensayista bilbaíno con Ignacio de Loyola. La verdadera influencia de este se observa, cuando se lee la Vida como una propuesta regeneracionista, elaborada a la manera de unos laicos y civiles ejercicios espirituales. Dicha influencia, en la Vida de don Quijote y Sancho, se hace evidente, sobre todo, en el método que sigue el rector de Salamanca para convertir el texto de Cervantes en disparadero de la propia imaginación sobre el presente[26] y transformarlo en “oración”: “Habla a los cabreros –recomienda Unamuno en su meditación sobre el capítulo 11 de la primera parte del Quijote-- como hablas a tu Dios, del hondo del corazón y en la lengua en que te hablas a ti mismo a solas y en silencio.” Las aventuras de don Quijote, en la Vida, constituyen el fondo de relato a partir del cual Unamuno lleva a cabo un peculiar ejercicio de “compositio loci,” que, antes de convertirse en texto, tiene como escenario la propia conciencia del autor (“en la lengua en que te hablas a ti mismo a solas y en silencio.”) La Vida de don Quijote y Sancho no es sino una meditación sobre el propio yo. Si la vida de San Ignacio prefigura, en la lectura de Unamuno, la actuación de don Quijote, en el ensayo unamuniano el héroe cervantino se convierte en el hilo de Ariadna que le sirve de guía a don Miguel de Unamuno para poner en acto, a la manera de los Ejercicios, toda una serie de mecanismos (binarismos, antítesis, correlaciones) sobre los que articular el mito de don Quijote, hasta convertirlo en paradigma de lo que él entiende que debe de ser el compromiso del intelectual con su tiempo. Sobre la pauta de lo aprendido en los Ejercicios, el texto de Cervantes le proporciona a Unamuno toda una serie de “lugares” y de “imágenes,” estandarizadas y –siempre-- de alto valor evocador, consciente de que “los que meditan… desean se les den algunos puntos en que puedan ocupar su pensamiento provechosamente.”[27]Las aventuras del relato unamuniano, formadas sobre la plantilla de la historia de don Quijote escrita por Cervantes, constituyen la textualización de un auténtico psicodrama (laico, en este caso), en el que Unamuno se representa a sí mismo, en su papel de intelectual comprometido con su tiempo. La abundancia, en el discurso de la Vida, de apelaciones a los personajes cervantinos, de interrogaciones retóricas y de apóstrofes revelan hasta qué punto Unamuno se implica (e intenta implicar al lector) en el relato de Miguel de Cervantes. Juntos (don Quijote e Ignacio de Loyola) le ofrecen a Unamuno el personaje (la máscara y el papel) en que Unamuno se reconocerá como intelectual moderno, sacando así provecho del valor estandarizado y mítico que el personaje de don Quijote había alcanzado en el fin de siglo.

En efecto, el capítulo que con el título “El sepulcro de don Quijote” sirve de prólogo a esa extensa “compositio loci” (recreación de una escena con la aplicación de los cinco sentidos), que es la Vida de don Quijote y Sancho, esconde permanentes pistas que apuntan hacia el “yo” como único protagonista de la meditación a la que sirve el discurso, una meditación pautada –en su gramática y en su sintaxis—por el relato de la vida de don Quijote. Cuando, en este texto inaugural de la Vida, el autor le escribe al amigo, su ficticio interlocutor, que “si nuestro señor don Quijote resucitara y volviese a esta su España, andarían buscándole una segunda intención a sus nobles desvaríos,” Unamuno (confundido con el yo que habla) identifica su propia locura de intelectual reformador con la de don Quijote, como lo confirma la transformación, en seguida, de la hipótesis en rotunda aseveración: “A nadie le importa nada. Y cuando alguno trata de agitar aisladamente este o aquel problema, una u otra cuestión, se lo atribuyen o a negocio o a afán de notoriedad” ...; si uno denuncia un abuso o persigue a injusticia, fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿qué irá buscando en eso?” (101). Los impersonales, en las frases que se acaban de citar, apenas velan el carácter autorreferencial de un discurso, en el que la meditación sobre la figura de don Quijote que promete el título se convierte en meditación sobre un “yo,” que se interroga sobre su papel público. Enseguida descubrimos que es éste, y no la interpretación del Quijote, el tema dominante de toda la meditación. Los ejemplos, que podrían multiplicarse hasta el infinito, son suficientes para situar la totalidad de la Vida de don Quijote y Sancho bajo la sombra de una meditación en torno al yo, que, a través de la figura mítica de don Quijote, se cuestiona sobre su función en un mundo, que “es una completa miseria” y en el que a “nadie le importa nada” (101).

En la Vida de don Quijote y Sancho, Unamuno se convierte en una especie de Ignacio de Loyola del siglo XX y, como aquel, diseña un manual de ejercicios espirituales laicos desde los que provocar una nueva fe.[28] Sobre la imagen del “soldado de Cristo,” encarnada por Loyola, Unamuno crea la imagen del “soldado de don Quijote”: “¿No crees, mi amigo, que hay por ahí muchas almas solitarias a las que el corazón les pide alguna barbaridad, algo de que revienten? Ve, pues, a ver si logras juntarlas y formar escuadrón con ellas y ponernos todos en marcha…” (105). El destino de tal escuadrón no es otro que el de “intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la razón” (103). En estos laicos ejercicios, que son la Vida, el soporte de la meditación ya no se establece sobre las escenas de la pasión de Cristo, sino que son las escenas de la pasión de “nuestro señor don Quijote” las que la potencian. Sobre el fondo imitable que configuran los mitos de Cristo, San Ignacio y don Quijote (unidos los tres por la afirmación de un yo que, frente a la lógica institucional, se define por la locura), Unamuno tiende el lienzo de ese “yo plural” en torno al cual gravita el discurso de una meditación, que parte de una serie de premisas: el mundo en el que se inscribe es un mundo en el que “no se comprende... ya ni la locura” (101); un mundo en el que cada acción, cada palabra, necesita razones en las que justificarse. De lo que se trata, según se especifica en las páginas que sirven de presentación de la Vida, es encontrar “¿qué locura colectiva podríamos imbuir en estas pobres muchedumbres? ¿Qué delirio?” (103), porque la misión primera de la santidad laica a la que aspira Unamuno es la de romper “esos menguados eslabones lógicos con que tratan de atar sus menguados recuerdos a sus menguadas esperanzas. La ilusión de su pasado a la ilusión de su porvenir” (103). Y más adelante insiste:

Y tú y yo estamos de acuerdo en que hace falta llevar a las muchedumbres, llevar al pueblo, llevar a nuestro pueblo español, una locura cualquiera, la locura de uno cualquiera de sus miembros que esté loco, pero loco de verdad y no de mentirijillas. Loco, y no tonto.” (104)

Desde luego, la Vida de don Quijote y Sancho no es un libro que persiga el establecimiento de un programa de regeneración nacional, aunque su textualidad presuponga todo el discurso regenerador que lo precede. Y no lo es, porque arranca de una premisa fundamental, antiutilitarista: “No hay porvenir; nunca hay porvenir. Eso que llaman el porvenir es una de las más grandes mentiras. El verdadero porvenir es hoy. ¿Qué será de nosotros mañana? ¡No hay mañana! ¿Qué será de nosotros hoy, ahora? Esta es la única cuestión.” (102). Puesto que “hablar” (y ese es el vehículo del intelectual) es ante todo “orar,” de lo que se trata no es de ofrecer al lector un programa regenerador concreto. Escribe Unamuno, en su meditación sobre el capítulo XI, de la primera aparte del Quijote: “Todo eso [lo que los políticos ofrecen a sus receptores]… les entra por un oído y por el otro les sale; lo que ellos buscan es el elixir para curar el mal de muelas o el reuma, o para quitar manchas de la ropa; el cocimiento regenerativo, el bálsamo católico, el revulsivo anticlerical, el emplasto aduanero o el vejigatorio hidráulico. A esto llaman soluciones concretas. Estiman que el habla no se hizo sino para pedir o para ofrecer algo, y no hay manera de que sientan lo que tiene de revelación la música interior del espíritu” (155). En este punto, efectivamente, radica la cuestión que nos permite entender la posición en que, como intelectual, Unamuno quiere situar su discurso: la conquista de un discurso cuya finalidad es “revelar la música interior del espíritu” y no la de “pedir o para ofrecer algo.”

En la posición intelectual en la que se sitúa Unamuno en la Vida, se asume la escritura a la contra que, en gran medida, fue la totalidad de la literatura regeneracionista. En este sentido, el texto destila no poca amargura e inequívoca desazón hacia la incomprensión del entorno social que rodea su trabajo (“la ramplonería ambiente que por todas parte me acosa y aprieta..., las salpicaduras del fango de la mentira en que chapoteamos…, los arañazos de la cobardía que nos envuelve,” 103). Poco se puede hacer, pues, ante cualquier acción reformadora, “se preguntan los esclavos: ¿qué irá buscando en eso? ¿a qué aspira? Unas veces creen y dicen que lo hace para que le tapen la boca con oro; otras que es por ruines sentimientos y bajas pasiones de vengativo o envidioso; otras que lo hace no más que por meter ruido y que de él se hable, por vanagloria; otras, que lo hace por divertirse y pasar el tiempo, por deporte” (101-102). Con estos presupuestos, Unamuno no encuentra otra vía de canalizar su actividad intelectual que la de volcar la totalidad de las fuerzas regeneradoras hacia el propio yo. Don Quijote le sirve le paradigma y los Ejercicios espirituales le proporcionan el método. Ignacio de Loyola, en el preámbulo de los Ejercicios explica en que consisten: “Ejercicios espirituales se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mentalmente, y de otras espirituales operaciones…, porque, así como el pasear, caminar y correr son ejercicios corporales, por la misma manera todo modo de preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida, para la salud del alma, se llaman Ejercicios espirituales.”[29] Basta recordar la frecuencia con la que Miguel de Unamuno repite, en su ensayo, términos como oración, contemplación o meditación, para trabajar sobre la hipótesis de un parentesco entre los textos de la Vida y de los Ejercicios. En el universo racional en el que inscribe su discurso M. de Unamuno, preparado exclusivamente para entender razones, el lenguaje es sólo ornato o herramienta. En san Ignacio el lenguaje es anterior al hombre, al que atraviesa, fundando sus actos, como si fueran inscripciones. Se trata, ciertamente, de la misma concepción del “habla” que ya hemos examinado en Unamuno, quien llega a afirmar: “todo hablar es una suerte, y las más de las veces la más apretada suerte de obrar” (153). Pero las coincidencias entre ambos textos no se quedan aquí: ese “hallar la voluntad divina en la disposición de su vida” encuentra en Unamuno una traducción, casi literal, en su “Y ese sufrimiento [el de “no ser en lo eterno y lo infinito”]… no es sino la pasión de Dios, en nosotros, Dios, que en nosotros sufre por sentirse preso en nuestra finitud y nuestra temporalidad” (102-103). Lo sustancial en ambos textos reside en la concepción de la palabra como vehículo de revelación de la propia conciencia y, en segunda instancia, como instrumento para “desencadenar un delirio, un vértigo, una locura.” Frente a las tesis sobre las que se construía el discurso de En torno al casticismo, en este momento Unamuno no cree en las soluciones concretas, como no cree tampoco en las soluciones colectivas; o, mejor dicho, cree que tales soluciones –las colectivas-- pasan necesariamente por una reforma del “yo” y su Vida de don Quijote y Sancho es el “ejercicio espiritual” que ofrece a sus lectores para intentar dicha reforma; pero, sobre todo, don Quijote (teñida su imagen por la de Ignacio de Loyola) le proporciona a Unamuno la máscara pública sobre la que articular una imagen del intelectual en la que reconocerse como “caballero de una fe laica.”

En este marco de pensamiento es en el que, creo, debe de interpretarse la aportación unamuniana al mito modernista de don Quijote. Don Miguel echa mano de este mito en razón, de su actualidad. Es verdad. Pero, además (y yo diría que sobre todo), le interesa el mito por su operatividad; quiero decir, por su capacidad para movilizar las conciencias y para provocar, desde tal movilización, un cambio de actitud. En todo mito podemos distinguir un componente cognitivo (que, en el caso que nos ocupa, se concreta en la forma –más o menos—racional de percibir la creación cervantina como hecho de cultura); un componente afectivo (que se concreta en la suma de sentimientos o emociones que tal creación suscita); y un componente conductual (que se concreta en la capacidad de esta misma creación para provocar una tendencia o disposición a actuar). A Unamuno, de la creación cervantina, no le interesa apenas el componente cognitivo. El contenido de la arenga a los cabreros, por ejemplo, no le merece sino un vago comentario, pues “no es el discurso de Don Quijote lo que hemos de desentrañar. No valen ni aprovechan las palabras del Caballero sino en cuanto son comentarios a sus obras y repercusión de ellas” (152). Todo interés se concentra en los componentes afectivos y conductuales del mito. Los apóstrofes y interrogaciones retóricas a los personajes cervantinos y a lector, que salpican la totalidad del discurso de la Vida y que rompen continuadamente los límites que separan vida y ficción, apuntan en esta dirección. En el mismo sentido puede interpretarse también la reducción de las aventuras de don Quijote a unas pocas estampas, bien fijadas en la memoria y en la imaginación del lector por el texto cervantino y por las ilustraciones que abundan ya en las ediciones del fin de siglo. Unamuno –bien aleccionado por su admirado Ignacio de Loyola-- es consciente de que tales estampas, grabadas en el imaginario colectivo y convertidas en sostén de un mito fuertemente cargado de afectividad, poseen poder para orientar hacia la acción y para desencadenar una forma de conducta determinada: “con madera de recuerdos armamos las esperanzas,” afirma don Miguel. Y, en el mismo sentido, debemos entender también la permanente apelación del discurso de la Vida a la persuasión, antes que a la convicción. Cuando afirma que “no fueron las rebuscadas retóricas de Don Quijote lo que alumbró la mente a los cabreros, sino fue el verle armado de punta en blanco, con su lanzón a la vera, las bellotas en la mano, y sentado sobre el dornajo; dando al aire de que respiraban todos reposadas palabras vibrantes de una voz llena de amor y de esperanza” (153), Unamuno apuesta decididamente por un irracionalismo que se concreta en la valoración de la locura, frente al sentido común y frente a la razón, y en la valoración de la palabra como “mágico” despertador de una ebriedad, que apunta decididamente hacia la acción,[30] dentro de unos parámetros en los que la “locura” se percibe como un valor necesario y en los que a la palabra se le pide que “embobe y suspenda.”[31]

Unamuno es hombre de su tiempo y su tiempo está empezando a vislumbrar, con esperanza, las posibilidades de un pensamiento liberado de la tiranía de la razón, divinizada por la ciencia; de la “ramplonería” del sentido común burgués; del utilitarismo de los políticos y de la lógica de los bachilleres. Frente a todos ellos –bachilleres, mercaderes, políticos--, Unamuno apuesta (esa es su gran propuesta regeneradora) por una religión sin eclesiásticos. La escena de la vida de Ignacio de Loyola, que cita para ilustrar la escena de don Quijote ante el eclesiástico, en casa de los duques, es muy elocuente:

Recordemos aquí, lector, que esta reprimenda del grave eclesiástico a Don Quijote no deja de tener parentesco con la reprimenda que el vicario del convento de dominicos de San Esteban, de Salamanca, de esta Salamanca en que escribo y en que se graduó el bachiller Sansón Carrasco, enderezó a Iñigo de Loyola según nos cuenta su historiador en el capítulo XV del libro I de su Vida. Cuando le invitaron a que fuese a aquella casa, pues los frailes tenían gran deseo de oírle y de hablarle, y fue, y después de haber comido lo llevaron a una capilla, y preguntó el vicario a Ignacio en qué estudios se había criado y qué género de letras había profesado, y dijo luego: «Vosotros sois unos simples idiotas, y hombres sin letras, como vos mismo confesáis; pues ¿cómo podéis hablar seguramente de las virtudes y de los vicios? [...] ¿Cómo, sin licencia, ni título, ni grados conferidos por tribunal ordinario, cómo se atrevía así Ignacio a hablar de la virtud y del vicio? Y a Don Quijote, ¿quién le dio licencia para meterse a caballero andante, o con qué derecho se entrometía a enderezar tuertos y corregir abusos, aunque no lo hicieren los graves eclesiásticos que para hacerlo cobraban su salario?

Todo en el ensayo de Unamuno apunta a un irracionalismo que, por cierto, a lo largo del siglo XX acabará por imponerse: Nietzsche,[32] Marx,[33] Freud,[34] Saussure,[35]Borges,[36] Heidegger.[37] En esta clave, don Quijote es para Unamuno otro Ignacio de Loyola, el santo llamado a encarnar una propuesta de regeneración que busca en una forma de religión laica (antes que en la economía, en la política o en la ciencia) “una visión del pasado” que “nos empuje a la conquista del porvenir” (152).

De todos modos, seríamos injustos si, a la vista de nuestro presente, hiciésemos crítica de su postura. La vida política, tal como se anunciaba en varios proyectos de aquel tiempo, pretendía fundarse en la razón, en la fuerza de la convicción y en la confrontación de las ideas. Sin embargo, transcurridos cien años desde el momento en el que don Miguel escribió su Vida de don Quijote y Sancho, nuestras democracias formales burguesas parece haber renunciado a toda posibilidad de convicción (de acción comunicativa, en sentido habermasiano). Y el poder recurre, sin arrebolarse en exceso, a una acción persuasiva, convertida en religión, en fascinación, en magia, en puro voluntarismo. En el mito de don Quijote, tal y como aparece tratado en la Vida, Unamuno anticipa el papel del intelectual en un mundo, el nuestro, en el que la plaza pública ya no existe y en el que la convicción corre el riesgo de ser reemplazada por la ficción, por la propaganda y por la manipulación. El discurso de esta Vida es un discurso abierto e imprevisible, desde el momento en que se presenta como palabra de alguien que se halla poseído:

Muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que te confío ni yo sé lo que quieren decir... Hay alguien dentro de mí que me las dicta, que me las dice. Le obedezco y no me adentro a verle la cara ni a preguntarle por su nombre. Sólo sé que si le viese la cara y si me dijese su nombre me moriría yo para que viviese él. (104)

Destacaré sólo unas pocas notas: “todo hablar –escribe Miguel de Unamuno-- es una suerte, y las más de las veces la más apretada suerte de obrar,” porque “el espíritu produce espíritu, como la letra letra, y la carne carne”; “porque todo hablar es una suerte, y las más de las veces la más apretada suerte de obrar, y hazañosa aventura la de administrar el sacramento de la palabra a los que no han de entendérnosla según el sentido material” (154-155). Esta palabra, de la que habla Unamuno, se opone, en clara referencia a los discursos de los regeneracionistas, a la palabra de los charlatanes que

buscan ante todo esas que llaman soluciones concretas, y en cuanto se ponen a escuchar a alguien van a oír qué remedios ofrece para los males de la patria o para otros cualesquiera males. Se han hecho los oídos oyendo a los charlatanes que, subidos en un coche, en la plaza del mercado, venden frascos de cualquier droga, y así apenas alguien les habla, espera que saque la droga enfrascada. Mientras se les habla, callan y comen bellotas, y se preguntan luego: bien y en concreto, ¿qué? Todo eso del siglo de oro les entra por un oído y por el otro les sale; lo que ellos buscan es el elixir para curar el mal de muelas o el reuma, o para quitar manchas de la ropa; el cocimiento regenerativo, el bálsamo católico, el revulsivo anticlerical, el emplasto aduanero o el vejigatorio hidráulico. A esto llaman soluciones concretas. (155)

Frente a esta palabra, caracterizada por su valor instrumental, Unamuno cree descubrir en la de don Quijote la fuerza creadora de la palabra primigenia, cuyo poder reside en “lo que tiene de revelación la música interior del espíritu.” Desde la primera línea de la Vida de don Quijote y Sancho se hace explícita la intencionalidad del largo ensayo unamuniano: “Me preguntas, mi buen amigo, si sé la manera de desencadenar un delirio, un vértigo, una locura cualquiera sobre estas pobres muchedumbres ordenadas y tranquilas...” (101).[38] A la palabra de los charlatanes enfrenta don Miguel el valor órfico de la palabra verdadera, una palabra cuya misión es la de “derramar las verdades del corazón” sin atender a si es, o no es, entendida, porque de lo que se trata es de “desencadenar un delirio, un vértigo, una locura.” Esa es la finalidad de la palabra a la que aspira el propio Unamuno; esa es la finalidad de una palabra que, en última instancia, se resuelve un discurso que aspira a provocar la ebriedad, antes que a convencer. Se trata, pues, de una palabra ante la cual cobra vida “la música interior del espíritu.” Esa es, en definitiva, la palabra que debe perseguir el verdadero intelectual, convencido “de que sin entenderos os entienden” (156). Confiado en la fuerza de esta palabra, el intelectual podrá –como don Quijote-- cumplir con su alta misión “sacramental” y podrá, asimismo, afrontar todas las burlas de quienes, al estar poseídos por la otra palabra (aquella que es mero vehículo de significados), no entienden a quien “derrama verdades del corazón” y le salen al paso, “diciéndole que no lo entienden o entendiéndolo al revés de como se explica” (156).[39]

Desde tal concepción de la palabra, la misión del intelectual queda definida en un trabajo que nada tiene que ver ni con la política, ni con la economía, ni siquiera con la ideología. Es así como, instrumentalizando la figura de don Quijote, Unamuno define un espacio social para el intelectual, frente al mundo de bachilleres, de filisteos mercaderes, de políticos, ideólogos y eclesiásticos. En el comentario-meditación sobre el episodio en el que don Quijote, en casa de los duques, se enfrenta al eclesiástico, Unamuno sentencia: “Ya estás, señor mío, frente a la encarnación del sentido común. Y no nos quepa duda de que si Cristo Nuestro Señor hubiese en tiempo de Don Quijote vuelto al mundo, o si hoy volviese a él formaría aquel grave eclesiástico entonces o formarían hoy sus sucesores entre los fariseos que le reputarían por loco o dañino agitador y le buscarían nueva muerte afrentosa” (289). La superposición de temporalidades (y de textualidades), en la Vida de don Quijote y Sancho, provoca un deslizamiento desde la vida de don Quijote hacia la vida del propio exégeta, mediante la conversión del texto cervantino en soporte de una meditación, que sigue puntualmente la técnica de los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola y que, frente a aquellas lecturas que en la letra del Quijote sólo ven letra, se postula como fórmula para la conversión de la letra en espíritu. Si Cervantes escribió la Historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Unamuno, volviendo la vista hacia su persona y basándose en su propia experiencia, puso en pie una serie de “compositiones loci” que tratan de lo que hubiera ocurrido, “si don Quijote hubiese en tiempo don Miguel vuelto al mundo.”

NOTAS

[1] Véanse un enfoque general en Calvo Carilla, José Luis, La otra cara del 98, Cátedra, Madrid, 1998; Tierno Galván, Enrique, Costa y el Regeneracionismo, Editorial Barcelona, Barcelona, 1961; E. Inmann Fox, Ideología y política en las letras de fin de siglo, Madrid, Espasa-Calpe, 1998, y, sobre todo, La invención de España. Nacionalismo liberal e identidad nacional. Madrid: Cátedra, 1997; Litvak, Lily, Transformación industrial y literatura en España (1895-1905), Madrid Taurus,. 1980; AA. VV., Regeneracionismo y generación del 98. Los universos de una crisis, Madrid, Endymión, 1998; Pérez de la Dehesa, R.: El pensamiento de Costa y su influencia en el 98. Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1966.

[2] Véanse al respecto, especialmente, los trabajos de Helene Tzitsikas, El quijotismo y la raza en la generación de 1898 (Buenos Aires, Plus Ultra, 1988); Cecilio Alonso, “Mitos y parodias quijotescas en torno al novecientos,” Anales cervantinos, XXV-XXVI (1987-88), 33-45, y de María Ángeles Varela Olea, Don Quijote, mitologema nacional (Alcalá, Biblioteca de Estudios Cervantinos, 2003). Véase también mi artículo "El Quijote de 1905 (apuntes sobre el quijotismo finisecular),” Anthropos, 98-99 (1989).

[3] Sigo la edición de la Vida de don Quijote y Sancho de las Obras completas, IV, Madrid, Afrodisio Aguado, 1950, pp. 93-393.

[4] Véase a este respecto el excelente trabajo de Anthony Close, Miguel de Cervantes: Don Quixote, New Cork, Cambridge University Press, 1990.

[5] Dentro de este contexto, resulta muy interesante, en concreto, ver la figura de don Quijote a la luz de la reivindicación de lo latino frente a lo sajón. Véase al respecto Litvak, Lily, Latinos y anglosajones: Orígenes de una polémica (La idea panlatina de la derrota francesa de 1870 y el desastre español de 1898. El renacimiento latino de fin de siglo. La reacción nacionalista. Reflejo en Iberoamérica del enfrentamiento de latinos y anglosajones. Manifestaciones literarias de la polémica), Barcelona, Puvill Edit., 1980.

[6]Varela Olea, op. cit., pp. 69-70. Véase un temprana percepción de las dimensiones míticas del personaje cervantino en Blanca de los Ríos, Los grandes mitos de la Edad moderna: don Quijote, don Juan, Segismundo, Hamlet, Fausto, Madrid, Tipografía de El Liberal, 1916.

[7] Muy gráfico resulta, al respecto, el trabajo de Roberto Alcover, “La catolicidad de Cervantes,” El siglo futuro, Madrid, 28 de abril de 1916.

[8] Por ejemplo, Alfredo Calderón, “Don Quijote anarquista,” La publicidad (6 de mayo 1905) y, un poco más tardío, Manuel Lugilde, Figuras anarquistas vistas a través del Quijote, Madrid, Felipe Peña Cruz, 1918.

[9] Véase, a modo de ejemplo, Benito Pérez Galdós, De Oñate a la Granja (1898), en Obras completas (Madrid: Aguilar, 1971).

[10] Mariano D. Berruela, “¡Don Quijote, neutral!,” Nuevo Mundo, XXII, n. 1096 (9 enero 1915).

[11] Rubén Benítez, Cervantes en Galdós (Literatura e intertextualidad (Universidad de Murcia: 1990).

[12] Discurso sobre el Quijote y las diferentes maneras de comentarle y juzgarle, Madrid, Imprenta de Manuel Galiano, 1864.

[13] Esbozos y rasguños: el cervantismo, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1943.

[14] Idearium español, ed. E. Imman Fox, Madrid, Espasa-Calpe, 1990.

[15] “Ante las fiestas del Quijote,” Alma española, 13 de diciembre de 1903; y “Don Quijote en Barcelona,” Alma española, 20 de diciembre, 1903.

[16] “Psicología de don Quijote y el quijotismo,” en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1947.

[17] El problema nacional, ed. Andrés de Blas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1996.

[18] España tal y como es, ed. Antoni Jutglar, Barcelona, Anthropos, 1983.

[19] Los males de la patria y la futura revolución española, ed. J. Flores Arroyuelo, Madrid, Fundación Banco Exterior, 1990.

[20] Los problemas del día, Madrid, Victoriano Suárez, 1900.

[21] Maeztu, por ejemplo, llegará a su lectura de la figura de don Quijote a partir de ese mesianismo, bien perfilado ya en “Estudio sobre Sudermann”: “Es preciso que surja un hombre-idea que sea al mismo tiempo el hombre voluntad…, el mago hipnotizador que agrupe en torno suyo a cuantos anhelamos una vida más grande, más noble, más intensa;… es preciso que surja el sobrenombre mesiánico, cuyo valor heroico nos mueva a desprendernos de esa joroba del pasado que nos impide realizar nuestros sueños” (en La España moderna, 113 (1898), 15-16.

[22] Sobre la crítica a la rémora que supuso para historia de España el anclaje de la política española, desde los austrias, una añorante leyenda dorada, véase Emilia Pardo Bazán, La España de ayer y de hoy. La muerte de una leyenda (Madrid, Administración de San Bernardo, 1899), así como el editorial que, comentando las posiciones de la escritora gallega publica Vida nueva, 46 (1899).

[23] Bajo este trasfondo que se acaba de describir, todavía se perciben las notas de otras partituras que, más o menos veladas, contribuyen a dar trabazón a la urdimbre final. Los textos se entrecruzan, se construyen y reconstruyen, abren en el texto comentado nuevas posibilidades ficticias, potencian las interpretaciones apócrifas, generan metáforas nuevas a partir de las metáforas del texto originario y generan una permanente apertura del texto hacia lo no dicho.

[24] Véase Jaime Gutiérrez, Manual de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola (Zaragoza, 1912), 109-110.

[25] Manual de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, op. cit. 5.

[26] “En esto de la pobreza de nuestro hidalgo estriba lo más de su vida, como de la pobreza de su pueblo brota el manantial de sus vicios y a la par de sus virtudes. La tierra que alimentaba a don Quijote es una tierra pobre, tan desollada por seculares chaparrones, que por dondequiera afloran a ras de ella sus entrañas berroqueñas. Basta ver cómo van por los inviernos sus ríos apretados a largos trechos entre tajos, hoces y congostos y llevándose al mar en sus aguas fangosas el rico mantillo que habría de dar a la tierra su verdura. Y esta pobreza del suelo hizo a sus moradores andariegos…” (pp. 113-114)

[27] Comentario de los Ejercicios a cargo del padre L. de Palma, Historia de la Sagrada Pasión, en Obras (Madrid, 1967), p. 96.

[28] En esta clave, aunque sin desarrollar plenamente la asociación unamuniana, se sitúa el trabajo de Rafael Ruiz López, Guía espiritual de “El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha,” Buenos aires, Laso, Pardo y cia., 1916.

[29] Jaime Gutiérrez, Manual de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola (Zaragoza, 1912), 3-5

[30] “Esas gentes no hacen sino censurar a los que de veras hacen algo. Cuando alguien tiene cuita, acude a los caballeros andantes y no a ellos, ni «al perezoso cortesano que antes busca nuevas para referirlas y contarlas que procura hacer obras y hazañas para que otros las cuenten y las escriban,” como dirá más adelante el mismo Don Quijote cuando se le presentó Trifaldín, el heraldo de la Dueña Dolorida” (p. 291)

[31]El don Quijote de Unamuno no se halla muy lejos del personaje “alucinado” que critica duramente Arturo Campión en “La regeneración y la verdad,” recogido en E. Pardo Bazán, La España de ayer y la de hoy, op.cit. pp. 13-30.

[32] Recordemos, por ejemplo, en Nietzsche, que, junto a la defensa de la intuición y frente al lenguaje conceptual, reivindica la exaltación de la mentira, de la capacidad de fingir y de escenificar ante los demás y ante uno mismo un papel, como mecanismos encaminados a disfrazar lo insignificante de nuestra existencia.

[33] Karl Marx pone de relieve cómo los valores (morales, religiosos, etc.) son la manifestación de una superestructura ideológica que se nos impone y que condiciona nuestra interpretación de la realidad. Frente a tal superestructura, apuesta por lo irracional-material como verdadero motor del mundo.

[34] Freud demuestra cómo, más allá de la conciencia, existen toda una serie de pulsiones subconscientes (y, por lo tanto, fuera del dominio de la razón) que rigen nuestra vida.

[35] Saussure construye su análisis de la lengua a partir de la constatación de la arbitrariedad que vincula significante y significado, poniendo de relieve la creatividad del habla dentro del sistema de la lengua.

[36] En "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius,” Jorge Luis Borges nos propone una lectura del mundo las ficciones determinan el cambio de la realidad.

[37] Heidegger reivindica la validez cognoscitiva de la metáfora y de lo no dicho.

[38] Ganivet, en Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, había escrito algo semejante: “Estas invenciones [las materiales] dan dinero y poder, pero esto de qué vale?... Si yo supiera crear fuego en todos los corazones e ideas nobles y generosas en todos los cerebros, ¡esta sí que sería una invención maravillosa!” Y, en consecuencia, de lo que se trata es poner fuego en los corazones.

[39] “Difícil es hablar a los Sanchos, nacidos y criados en lugares donde sólo se oyen comadrerías de solana y sermones, pero más difícil aun es hablar a bachilleres. Lo mejor es tener por oyentes a cabreros, hechos y acostumbrados a oír las voces de los campos y de los montes. Los otros os saldrán con que no os entienden o entenderán a tuertas lo que les digáis, porque no reciben vuestras palabras en silencio interior ni en atención virgen, y por mucho que agucéis vuestras explicaderas no aguzarán sus entendederas ellos” (p. 155).

Antonio Rey Hazas “El Quijote y la picaresca: la figura del hidalgo en el nacimiento de la novela moderna

Don Quijote es un hidalgo de aldea, «de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor», que tiene, además, «en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza» (I-i, pp. 30-31).1 Esta descripción cervantina se corresponde con la habitual de un característico hidalgo campesino, pues fray Antonio de Guevara, por ejemplo, los había descrito, asimismo, en posesión de «una lanza tras la puerta, un rocín en el establo, una adarga en la cámara […] y una moza que les ponga la olla».2 Pero no es un hidalgo común, sino que pertenece a la más prestigiosa rama de la hidalguía, a la de los denominados hidalgos de solar conocido, que eran, según las convenciones de la época, los de más antiguo linaje y de mayor nobleza, superiores en rango y categoría a los que formaban parte de las otras dos divisiones jerárquicas existentes, esto es, a los hidalgos notorios y a los hidalgos de ejecutoria.3 Él tiene conciencia muy clara de su pertenencia a dicho grupo: «Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de devengar quinientos sueldos»4 (I-xxi, p. 205) —afirma, orgulloso—. Y añade, a renglón seguido: «y podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia que me hallase quinto o sesto nieto de rey». Palabras muy pertinentes, que demuestran un conocimiento perfecto de la noble ranciedad de su hidalguía, puesto que el desconocimiento de su origen es, curiosamente, lo que sitúa la condición hidalga de don Quijote en el punto más alto de su clase, ya que «los hijosdalgo cuanto más lejos de su comienzo tanto más es su pureza»,5 porque «llamamos hidalgos de sangre a aquellos que no hay memoria de su principio ni se sabe por escriptura en qué tiempo comenzó, ni qué rey hizo la merced; la cual escuridad tiene la república recibida por más honrosa que saber distintamente lo contrario».6 Nos encontramos, pues, ante un personaje literario perfectamente definido en la estructura social de la época por su pertenencia al más prestigioso segmento jerárquico de la hidalguía, al de los llamados hidalgos de sangre, o de solar conocido, o de devengar quinientos sueldos: que estas tres denominaciones reciben los únicos hidalgos considerados nobles de verdad por la aristocracia media y alta.7

No obstante, tal afirmación sólo es aceptable si nos referimos exclusivamente al estatuto jurídico de nuestro héroe, pero no lo es tanto cuando detenemos nuestra atención en su situación económica, o en el prestigio social de su rango. Porque lo cierto es que, desde estas nuevas perspectivas, la posición de nuestro hidalgo se ve sustancialmente modificada. No podemos olvidar que la nobleza se definía verdaderamente por la asociación de estos tres factores que venimos considerando, pues era necesario poseer, simultáneamente, no sólo un estatuto jurídico privilegiado, sino también un cierto nivel económico (capaz de sostener una vida concorde con dicho privilegio) y un reconocimiento social (unido a los dos anteriores y dependiente de su función en la sociedad), para ser identificado como miembro de la élite nobiliaria.8

De hecho, don Quijote no cumple las seis condiciones que el Floreto de anécdotas exige a los hidalgos; que son las siguientes: «La primera y más principal es el valor de la propia persona en prudencia, en justicia, en ánimo y en valentía […] La segunda […] es la hacienda, sin la cual ninguno vemos ser estimado en la república […] La tercera es la nobleza y antigüedad de sus antepasados […] La cuarta es tener alguna dignidad o oficio honroso […] La quinta […] es tener buen apellido […] Lo sexto […] es buen atavío de su persona, andar bien vestido y acompañado de muchos criados». 9 A nuestro personaje le faltan dos o tres: es un hidalgo que no tiene oficio alguno, ni va acompañado de muchos criados, ni, sobre todo, posee la hacienda suficiente para ser estimado en la república. Carece, por tanto, de una condición medular, imprescindible: de dinero. Problema central que se ve, además, agravado desde el primer momento, puesto que la falta de una profesión digna (otra carencia) lleva a nuestro héroe al ocio, y «los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías […] Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías» (I-i, p. 31). Don Quijote, pues, se empobrece aún más. Y no es casual que su empobrecimiento coincida con su locura caballeresca, ya que la carencia de bienes económicos acentúa todavía más la dificultad de su pretensión primordial: la de ser caballero. Como le dice su sobrina, el grado mayor de su locura no estriba tanto en haber dado «en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida que se dé a entender que es valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado», cuanto, «sobre todo» —dice—, en pensar «que es caballero, no lo siendo; porque, aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres» (II-vi, p. 579). Ella, que obviamente conoce bien la situación patrimonial de su tío, ratifica su pobreza, y la relaciona directamente con su rango social: don Quijote es un hidalgo de solar conocido, pero no puede ser un caballero, por más que él lo sustente, a causa de su pobreza. Esta interpretación debía de ser, sin duda, la habitual para cualquier lector contemporáneo de nuestro héroe más o menos familiarizado con las cuestiones nobiliarias, y, sobre todo, obviamente, para los caballeros e hidalgos que leyeron el texto cervantino en su época y se vieron necesariamente inmersos en el problema que planteaba. Porque lo cierto es que, cuando don Quijote se hace armar caballero andante, y lo hace, además, de manera harto satírica y burlesca, a manos de un pícaro ventero ayudado por dos prostitutas, está planteando un grave problema de jerarquía nobiliaria, y más para los caballeros auténticos, que pudieron sentirse expresamente aludidos, y no para bien, a causa del contexto ridículo de la disparatada ceremonia.

No se trataba, además, sólo de eso, ya que existían otros elementos de burla caballeresca igualmente duros y escarnecedores para los caballeros auténticos de principios del xvii, que, seguramente, se sintieron satirizados y ofendidos por la inmortal novela cervantina, a consecuencia también de las pocas fuerzas y muchos años del hidalgo enfermo y loco que se pretendía caballero, dado que, por decirlo con palabras de J. Salazar Rincón, «el hombre que ha de empuñar las armas, ha de tener, según las propias leyes de la caballería, mocedad, brío, riqueza, linaje y sano juicio; y así se indica expresamente en el Código de las Partidas y en las reglas que rigen la conducta de los caballeros. Don Quijote, en cambio, es “seco de carnes y enjuto de rostro” (I, 1), viejo y débil, y tan pobre de fuerzas como de hacienda. Su escaso vigor para empuñar las armas se remata con el ridículo aspecto de su figura y vestimenta: un rocín que apenas se tiene en pie, unas armas llenas de orín y moho, una celada de cartón y una bacía de barbero. La locura de Alonso Quijano […] consiste en creerse caballero esforzado y valiente, siendo en realidad un pobre hidalgo, viejo y enfermo».10

Los lectores nobles y allegados a la nobleza del siglo xvii sabían que el estamento aristocrático estaba formado, básicamente, por tres categorías, aparte de la cúspide que implicaban los grandes de España; a saber: hidalgos, caballeros y señores de título. Lógicamente, se podía ascender de una a otra y medrar en la escala nobiliaria, sobre todo, se podía pasar de la hidalguía a la caballería, pero con unas condiciones inexcusables. Los hidalgos habían sufrido una considerable devaluación durante el siglo xvi que culmina a principios del xvii, por las fechas de nuestra inmortal novela.11 Los caballeros habían consolidado, a la inversa, su posición y se habían situado por encima de los hidalgos. La hidalguía ya no era suficiente por sí sola, había perdido buena parte de su prestigio social, se había depauperado y se había visto sobrepasada por los labradores ricos y los burgueses ennoblecidos. El hidalgo, poco a poco, había acabado por convertirse en un parásito. Su número era excesivo: entre 1590 y 1600 había 134.223 hidalgos en Castilla, lo que, si se aplica el coeficiente 4.5, da un total de 604.004 personas ligadas a lo que esta clase representa; es decir, más del 10 por ciento de la población y el 90 por ciento de la nobleza.12 Su pobreza era proverbial. Escuchemos, simplemente, a Cervantes: «Pues ya por pobres son tan enfadosos los hidalgos» (El juez de los divorcios, p. 728);13 «Un tal Fulano de Oviedo, / hidalgo, pero no rico: / maldición del siglo nuestro, / que parece que el ser pobre / al ser hidalgo es anejo» (La gran sultana, vv. 2.254-2.258, p. 437). O mejor, oigamos a las Cortes de 1593: «[…] viene con esto a causarse a los hidalgos pobres, como de ordinario lo son la mayor parte dellos, una total imposibilidad para seguir sus hidalguías…».14

Y aquí radica, como venimos insistiendo, el eje del problema, porque para ser caballero no era suficiente poseer sólo el estatuto jurídico —que don Quijote cumple con creces—, sino también los medios económicos suficientes para desempeñar el papel que la sociedad asignaba a los nobles, el dinero necesario para mantener el rango aristocrático con dignidad. Multitud de textos coetáneos insisten en lo mismo. Veamos algunos, sin más comentario: «A los hidalgos ricos llaman caballeros» —dice Antonio de Torquemada—.15 «Los ricos hacendados tienen una calidad que les ilustra y perficiona sus noblezas: por las riquezas son más conocidos y estimados, y los hijosdalgo cobran epítetos y renombres más altos, como es de caballero […] y los pobres apenas son llamados escuderos» —asegura fray Benito de Peñalosa—.16 «Verdad es que si llamamos caballero al que es hijodalgo de sangre y solar, denotamos en él por este nombre de caballero una cierta cualidad, que demás de la hidalguía, denota nobleza, antigüedad, o patrimonio, o todo junto. Y en esta significación es más ser caballero que hidalgo» —en palabras de J. Arce de Otálora—.17 «[…] los hijosdalgo eran ricos […] y hoy es calidad de hidalguía la riqueza […] Y por eso la nobleza es causa de las riquezas […], y sin ellas apenas y con gran dificultad se conserva la nobleza» —reitera y acentúa B. Guardiola—.18 El propio Cervantes, en fin, sostiene la misma opinión en Los trabajos de Persiles y Sigismunda: «Junto a la villa que me dio el cielo por patria vivía un hidalgo riquísimo, cuyo trato y cuyas muchas virtudes le hacían ser caballero en la opinión de las gentes».19 Los testimonios son, pues, abrumadores: la riqueza era una condición imprescindible para que un hidalgo de solar conocido pudiera ser considerado caballero; la pobreza, a la inversa, hacía imposible tal consideración e impedía el ascenso a la caballería. Don Quijote, a pesar de ello, se convirtió en caballero andante. El problema estaba servido.

Por si no era suficiente, don Quijote, además, arremetía con frecuencia contra los caballeros cortesanos, lo cual era totalmente lógico desde su perspectiva de esforzado caballero andante, o, lo que es lo mismo, desde su locura caballeresca; pero no lo era tanto, antes al contrario, desde la óptica de la realidad social contemporánea, esto es, desde el punto de vista de los caballeros auténticos de principios del siglo xvii español, fundamentalmente cortesanos. Porque lo cierto es que, desde el acceso a la monarquía de Felipe III y la consiguiente llegada al poder del duque de Lerma, la nobleza española se fue haciendo básicamente cortesana: «a medida que los grandes y pequeños nobles se trasladaban a la Corte, eran seguidos por miles de personas que ocupaban o aspiraban a ocupar un lugar a su servicio […] Los segundones y los hidalgos arruinados acudían en tropel a la Corte con la esperanza de hacer o reponer sus fortunas».20 Todos, en efecto, acudían a Madrid por las fechas del Quijote, porque, como decía Fernández Navarrete, los aristócratas abandonaban el campo para «venirse a gozar descansadamente su hacienda en la Corte, donde los que no son nobles, aspiran a ennoblecerse; y los que lo son, a subir a mayores puestos». Navarrete había detectado con precisión el cambio que se estaba produciendo en la jerarquía de valores sociales: «Cuando […] llegan a tener caudal con que poder fundar un mayorazgo, no le fundan en sus lugares, como se solía hacer, comprando en ellos viñas, dehesas y otras heredades, para que los hijos que no siguiesen las letras o las armas volviesen a cultivarlas […]; y así, con la comodidad de comprar juros, casi todos los ministros que llegan a mejorar de hacienda y fortuna, fundan en la Corte sus casas y mayorazgos». Para solucionar el grave problema, era imprescindible, por tanto, que volviesen a sus lugares de origen, como pedía nuestro autor: «los que deben salir son los Grandes y Señores, y los Caballeros y gente desta calidad», porque su vida ociosa en la Corte «tiene para ellos grandes daños, y para ella (la Corte) grandes inconvenientes».21 Huelga decir que no hicieron caso alguno de tan juiciosas recomendaciones, ni de otras semejantes de Mata, Cellorigo, etc.

Don Quijote, obvio es decirlo, defensor a ultranza de la vieja caballería andante, se encontraba más cerca de la postura de Navarrete que de la que ofrecía la realidad social de su época, y por ello, desde su altura superior, desdeñaba la nueva situación de los caballeros cortesanos: «Bien parece un gallardo caballero, a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de resplandecientes armas, pasar la tela en alegres justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos parece mejor un caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, sólo por alcanzar gloriosa fama y duradera.22 Mejor parece, digo, un caballero andante, socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano caballero, requebrando a una doncella en las ciudades» (II-xvii, p. 664). Declaraciones de esta índole pudieron levantar ampollas entre los directamente implicados, es decir, entre los verdaderos caballeros cortesanos. Era lógico que nuestro héroe abogara por la superioridad de su profesión sobre la vida muelle de la Corte; más aún, era imprescindible, dado que él necesitaba del campo abierto y libre, donde sus andanzas caballerescas, sin someterse a otra ley que la que le dictaban sus propios fueros personales, pudieran campar por sus respetos. Su utópica misión restauradora de la edad dorada era incompatible no sólo con el poder opresor y supranacional que emanaba de Madrid, sino también con las limitaciones que para sus movimientos cotidianos implicaban las convenciones cortesanas23 y las leyes ciudadanas. Sin embargo, es muy probable que ni la mencionada lógica, ni su locura caballeresca aneja, fueran captadas en toda su magnitud por los lectores expresamente aludidos en los juicios quijotescos, esto es, por los caballeros cortesanos auténticos.

El propio Cervantes tenía conciencia muy clara del problema social que podía plantear la lectura de su libro en dos ámbitos nobiliarios muy determinados, el de la hidalguía y el de la caballería. De ahí que, nada más comenzar la segunda parte de su inmortal novela, el héroe pregunte a su criado: «[…] y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros?». A lo que Sancho responde: «Los hidalgos dicen que, no conteniéndose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde» (II-ii, p. 552). Las dos respuestas coinciden en lo mismo, en la oposición contra el ascenso de don Quijote a consecuencia de su falta de dinero. Y en esto, tanto los hidalgos como los caballeros no hacían otra cosa que sustentar la ideología ortodoxa y dominante al respecto: la necesidad de una posición económica adecuada para medrar con dignidad dentro de la nobleza. El novelista sabía muy bien en qué radicaba el problema, sabía que ni a los hidalgos ni a los caballeros les interesaba que se transgrediera el sistema, sólidamente establecido, de la movilidad social dentro de la clase nobiliaria. Por eso es ahora, y sólo ahora, en la segunda parte de su novela, consolidado el ascenso caballeresco de don Quijote ya desde el título —El ingenioso caballero, frente a la anterior, El ingenioso hidalgo—, cuando el libro intenta equilibrar los excesos que tan heterodoxo medro implicaba. Nace, así, la figura de don Diego de Miranda.

Y lo hace con plena coherencia, ya que es en la segunda parte cuando don Quijote y Sancho adquieren conciencia de su dimensión real, de vida auténtica, gracias a la aparición del bachiller Sansón Carrasco, que ha leído la primera, y, no obstante, conversa con ellos de igual a igual. En ese momento, nuestros héroes de ficción adquieren la misma categoría vital que su lector real, dado que se mueven en el mismo plano que él. Así, ubicados junto a los lectores de sus vidas, los personajes traspasan las barreras de la ficción y se salen de ella, por así decirlo, para introducirse en la realidad. Y ya desde la vida recién conquistada, preguntan a su interlocutor y lector acerca de muy diversas cuestiones sobre su historia, manifiestan su desacuerdo sobre los muchos palos recibidos por el héroe, hablan de Dulcinea, dan feliz solución a la desaparición del asno, e incluso se permiten censurar a su autor, sobre todo cuando conocen que es moro, pues los de esta raza son «embelecadores, falsarios y quimeristas», etc. Pues bien, en este preciso contexto, y sólo en él, es cuando don Quijote indaga sobre la opinión de hidalgos y caballeros. Y ello porque ésta es una cuestión que afecta de verdad a la jerarquía social de la nobleza española, a la de carne y hueso. De ahí que se haga desde la vida real, y no desde la ficción literaria, una vez anulados los límites entre ambas, en virtud del genial hallazgo de Cervantes. Poco después, en buena lógica, a la altura del capítulo XVI, aparece don Diego de Miranda.

Don Diego es un hidalgo de aldea, como nuestro héroe, y de su misma edad, además, pero sólo coincide con él en esos dos rasgos, y ello para que se establezca la comparación entre ambos; porque es un hidalgo modélico, «más que medianamente rico», casado y familiar —«paso la vida con mi mujer, y con mis hijos, y con mis amigos»—, que no conoce los libros de caballerías —«los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas»—, prudente y discreto —«no escudriño las vidas ajenas»—, buen cristiano —«oigo misa cada día»—, caritativo y generoso —«reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras»— (II-xvi, pp. 651-652), etc. Nuestro don Quijote, en cambio, es todo lo contrario: pobre, soltero y sin descendencia, loco por los libros de caballerías, entrometido, aventurero e indiscreto. El otro es rico, padre de familia, sedentario, equilibrado, sereno y cuerdo. Don Diego no sabe nada de caballeros andantes, ni es aguerrido, ni esforzado, ni valiente, como demuestra ante los leones; su ideal de vida procede del humanismo, del menosprecio de corte, de la dorada mediocridad, de la moral erasmista y del epicureísmo cristiano.24 Don Diego es un contraste de don Quijote en casi todo; pero, sobremanera, lo es desde una óptica social. El arquetípico hidalgo que encuentra nuestro héroe es un modelo ideal desde todos los puntos de vista, tanto desde la tradición cultural del humanismo, como desde la jerarquía social contemporánea. En su modo de vida coinciden las exigencias utópicas de los pensadores renacentistas del xvi (Erasmo, Vives, Valdés, Torquemada, Guevara, etc.), con las peticiones de los tratadistas socio-económicos del xvii, como Navarrete, Cellorigo, Mata, etc. Pero sobre todo, repito, es la contrafigura social de don Quijote, al menos para los hidalgos y caballeros coetáneos, pues nace con el fin, entre otros, de que, al cruzarse los dos hidalgos manchegos, todos pudieran ver «lo que va de uno a otro: del hidalgo fuera de su lugar al hidalgo en su sitio, satisfecho de ser lo que es».25 Don Diego, en efecto, cumple, a plena satisfacción, todas las exigencias que podían pedirse a un hidalgo para ser caballero, pues tiene linaje, dinero, posición y virtud —tanta, que Sancho se refiere a él como al «primer santo a la jineta que he visto» (II-xvi, p. 652)—. No es raro, por tanto, que el propio don Quijote le denomine caballero: «a quien don Quijote llamaba el Caballero del Verde Gabán» (II-xvii, p. 665). Tampoco debe extrañar que el novelista haga lo propio: «Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico» (II-xviii, p. 666). Y ello porque éste sí puede ser caballero de verdad, a pesar de su condición de hidalgo, y en cambio no pretende serlo y se encuentra a gusto con su estado. Don Quijote, a la inversa, no puede serlo, no reúne las condiciones, y, muy significativamente, afirma su caballería, a contrapelo de las normas sociales, y ejerce como tal, a pesar de su escarnecedor y paródico espaldarazo.26 Cervantes, pues, había realizado el contrapeso de su disparatado caballero, había equilibrado su figura con la de don Diego de Miranda, para que hidalgos y caballeros pudieran captar su función de contraste y así no se sintieran necesariamente aludidos ni atacados por las locuras del héroe. Es obvio que, sabedor de las ampollas que había levantado entre algunos de ellos, quién sabe si intencionadamente,27 quería sanarlas, acentuando la excepcionalidad poco generalizable de su peculiar personaje mediante el contraste con un hidalgo más común. Sin embargo, ya era tarde para rectificar, y «si muchos de los espléndidos y ricos cortesanos únicamente fueron capaces de reír indolentemente con las aventuras cervantinas, hubo quienes se mostraron preocupados ante la carga destructora de quien ponía en riesgo su honor, hacía befa de la caballería y los ponía en evidencia».28 Lo más probable es que ni unos ni otros tuvieran tiempo de leer el mencionado intento equilibrador de las relaciones hidalgo-caballerescas, dado que sólo había tenido lugar en la segunda parte, ya en 1615, mientras que la respuesta antiquijotesca de los caballeros contemporáneos había aparecido un año antes, en 1614, como Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, bajo la autoría de un tal Alonso Fernández de Avellaneda. Obviamente, ni éste ni los caballeros que se ocultaban detrás de su máscara29 tuvieron tampoco ocasión de leer la transformación final del héroe cervantino, y no pudieron ver, en consecuencia, cómo recuperaba su cordura, olvidaba su locura caballeresca y, por tanto, su condición de caballero, y volvía a ser el hidalgo de aldea del principio, aunque sólo fuera para morir cristiana y barrocamente en su cama. Porque lo cierto era que, en efecto, don Quijote de la Mancha desaparecía y ocupaba su lugar Alonso Quijano el Bueno. Este hidalgo, al igual que don Diego de Miranda, no ofrecía peligro alguno para los caballeros auténticos; pero el contraataque de éstos ya se había publicado, y no había lugar para volverse atrás: el segundo tomo de Avellaneda era un réplica en toda regla contra los elementos anticaballerescos de El ingenioso hidalgo de Cervantes. No tanto, obvio es decirlo, contra los esfuerzos equilibradores de su Ingenioso caballero.

Martín Quijada, el contrahéroe avellanesco, no registra oscilación alguna en el nombre ni en los apellidos, como tampoco su lugar de nacimiento se desconoce, sino que se trata de Argamasilla de Alba. Toda la rica y libre ambigüedad cervantina desaparece, porque no interesa nada la literatura. Se trata de una mera cuestión de clase social: presentar a un hidalgo concreto, bien identificado, y pobre —y ya sabemos lo que significa la pobreza— que pretende medir sus fuerzas con las de los caballeros de verdad en unas justas asimismo auténticas. Lo cual, visto desde los caballeros, es un disparate condenado al fracaso. Como así sucede, ya en Zaragoza, donde el bueno de nuestro héroe hace el ridículo a que estaba destinado desde el principio, y es objeto de diversión y risa por parte de los caballeros, que le tratan como a un bufón. Como bien dice Nicolás Marín: «La oposición cervantina verdad/mentira, realidad/fantasía, vicio/virtud, ha quedado reducida a algo más simple: el cortesano de la España del 600 frente a la figura envilecida del hidalgo».30 Por eso, es un caballero auténtico, Álvaro Tarfe, quien le presta sus armas, dado que él las había perdido —lo que sucedería a un caballero auténtico—, y le anima a dejar Argamasilla para ir a Zaragoza; por eso el mismo caballero granadino lo saca de la cárcel de la ciudad del Ebro, le organiza una sortija en su casa, anima a don Carlos a que haga lo propio, forma parte de los que planean su viaje a la Corte, y, finalmente, se hace responsable de todo y le lleva, rematadamente loco, por fin, a la casa del Nuncio (que todavía se llama hoy así al manicomio) de Toledo. A través de don Álvaro Tarfe, caballero auténtico y, por eso, verdadero motor de la acción, Avellaneda lleva a su Quijote con frecuencia a ciudades y pueblos grandes, cosa que no había hecho nunca Cervantes, para que el personaje haga el ridículo y resulte escarnecido. Incluso lo conduce a la corte, para que se convierta en verdadero y singular bufón de los cortesanos, cosa que sucede, nada más llegar al Prado de San Jerónimo, donde su mero y estrafalario aspecto físico organiza un alboroto considerable. Y es que el hidalgo avellanesco es un pobre pelele ridículo que anhela igualar las grandezas de los auténticos caballeros, como don Álvaro Tarfe, y fracasa siempre en sus intentos: para que no haya dudas sobre su calidad despreciable como caballero falso. Desde el principio, además, Dulcinea desaparece del ámbito avellanesco, y Martín Quijada se convierte en el Caballero Desamorado, con el objeto de resaltar que el personaje carece de otro de los atributos fundamentales y definitorios de los caballeros: la capacidad del sentimiento amoroso, reservada sólo a la aristocracia. Por eso se le niega también al hidalgo de Avellaneda, para que ninguna cualidad caballeresca le adorne.31

El Quijote de Avellaneda, pues, es una réplica inmisericorde y destructiva hecha desde la perspectiva de los caballeros auténticos y cortesanos de la España de la época contra el Quijote de Cervantes, lo cual demuestra que la inmortal novela no sólo se leyó en su momento como un libro cómico y divertido,32 sino también como una obra polémica y crítica que atentaba contra los privilegios de los caballeros. El apócrifo ofrece, así, una excelente pauta de recepción para analizar la novela cervantina desde la óptica de su conflictividad social, centrada en torno a la figura del hidalgo y a sus deseos de medro.

Esta situación, conforme a la cual, según hemos visto, ni los hidalgos ni los caballeros auténticos y coetáneos podían aceptar el ascenso caballeresco de don Quijote, a causa de que no poseía el patrimonio económico adecuado para sostenerlo; esta situación, reitero, guarda una extraordinaria semejanza con la que habitualmente se produce en las páginas de la novela picaresca, donde también el hidalgo ocupa el lugar medular en torno al cual gira la polémica de la recepción social contemporánea del género, a principios del siglo xvii, cuando nace como tal.33

Bien es verdad que en la picaresca, a partir ya del Lazarillo, el hidalgo que se cuestiona es, usualmente, el escudero, es decir, el más pobre de todos (recuérdense las palabras de fray Benito de Peñalosa), el «hidalgo escuderil» (en términos cervantinos, que no tenía ni para limpiarse los zapatos), que ocupaba el más bajo escalafón de la hidalguía misma y, por ende, de la nobleza. Pero, en todo caso, es un hidalgo, que es de lo que se trata. Porque no es ninguna casualidad que, tanto en el Quijote como en la novela picaresca, la cuestión de la movilidad social se centre en la figura del hidalgo.

Y es que la situación social del escudero era sumamente paradójica, pues, por un lado, estaba integrado de derecho, y pertenecía a la clase privilegiada, ya que no pechaba; por otro, en cambio, estaba marginado de hecho, puesto que no poseía la necesaria solvencia económica con que mantener una posición nobiliaria, y su precariedad implicaba en ocasiones un status similar incluso al de cualquier pícaro.34 De hecho, ya en el Lazarillo, por mencionar la primera narración picaresca, el hidalgo pasa más hambre que el propio Lázaro de Tormes, que es, curiosamente, quien le proporciona algún mendrugo que llevarse a la boca. Al final, Lázaro tiene que aceptar la barragana de un clérigo como mujer, pero come, y lo hace mucho mejor que su amo, el escudero, cuando vivía en Toledo. El propio pícaro, además, se había burlado de su exagerada presunción y había censurado su concepto de la honra meramente externo y superficial, basado únicamente en apariencias vanas, como la capa que dobla cuidadosamente a diario y mete debajo de la enjalma o el palillo de dientes que se pone a la boca para dar a entender que ha pasado algo por sus muelas, etc.: todo falso y banal. A pesar de ello, el hidalgo parecía un pariente del conde de Arcos, según Lázaro, porque era condición de la hidalguía sobrellevar las penalidades materiales con el orgullo de la herencia de sangre, del linaje y de la honra, por más que todo este andamiaje se mantuviera apenas con meras apariencias. Las críticas que se dirigen contra la hidalguía, con todo, no son ahora de caballeros, y menos de otros hidalgos, como acaecía en el Quijote, sino que proceden de los burgueses y conversos que escribieron las primeras novelas picarescas, a quienes se cerraba o, en cualquier caso, obstaculizaba el acceso a la nobleza, por cuestiones de herencia de sangre, ya que no de dinero, mientras que formaban parte de ella, de la aristocracia, los hidalgos pobres. De ahí que estos burgueses, de origen judío o no, se pregunten con insistencia, en las páginas de la picaresca, acerca de qué elementos implicaban la aparente superioridad de los «hidalgos escuderiles» sobre ellos. No es casual que Guzmán sea muy superior a los hidalgos y viva, una vez establecido en Madrid, como un rico comerciante, ni que la burla que hace en Génova a sus parientes afecte, a la vez, al dinero y a la honra, dado que se pretende hacer ver cómo ambas cosas están ligadas. Menos debe extrañar que Justina Díez, La pícara, acabe casada con un hidalgo linajudo, como todos: «era mi marido […] pariente de algo y hijo de algo —dice—, y preciábase tanto de serlo, que nunca escupí sin encontrar con su hidalguía»;35 ella, precisamente ella, que se burla de la España de las tres castas y de las tres religiones, y, siendo de origen absolutamente judío («De los otros abuelos de parte de padre —dice—, no sé otra cosa más de que eran un poco más allá del monte Tábor, y uno se llamó Taborda. Y así, si no se hallaren en este catálogo, hallarse han en el que hizo el presidente Cirino», 1, p. 178),36 hereda a una vieja morisca en Medina de Rioseco, ella, repito, se casa con un hidalgo. ¿Hay más ironía?

Y es que, en efecto, hidalgos y picaros aparecían casi indiferenciados, con toda intención, para que se viera que la hidalguía no implicaba superioridad verdadera alguna, sino todo lo contrario: hermanamiento con la picaresca. La verdad era que escuderos pobres y antihéroes compartían muchos elementos comunes, como los siguientes: la pobreza, en primer lugar, por la que todos se veían obligados a servir para sobrevivir —los trabajos manuales eran deshonrosos—, aunque a distintos niveles sociales y con diferentes perspectivas. Dado que no podían trabajar con sus manos, intentaban mantener unos (los hidalgos) y alcanzar otros (los pícaros) una honra igualmente vacua, aparente y superficial, en los unos por falta de dinero, y en los otros por falta de abolengo y de virtud. A ninguno se le pasaba por las mientes la realización de labor productiva alguna, ya que eso iba contra la honra, y hasta los pícaros emulaban el comportamiento honroso de los nobles en esto («llámome Marcos de Obregón; no tengo oficio, porque en España los hidalgos no lo aprenden, que más quieren padecer necesidad o servir que ser oficiales»).37 Unos y otros, en fin, tenían que sobrevivir como podían, generalmente de milagro, por más que los pícaros pidieran limosna al natural, tan desharrapados como eran, mientras que los escuderos se vieran obligados a mantener como fuera su aspecto externo para sobrellevar la miseria con dignidad —no olvidemos que al quevedesco don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán y a los suyos se les pasa el tiempo remendándose adecuadamente, vistiéndose a propósito e incluso paseando una vez al mes a caballo, y otra al año en coche, etc., porque no tienen más remedio que aparentar como sea su hidalguía, aunque para ello tengan que recoger de noche huesos de carnero, mondaduras de frutas, plumas y pellejos de conejos, «para honrarnos con ello de día»38 (dice don Toribio), mientras que Justina, como buena pícara, busca un manto viejo y de baja calidad para pedir limosna como «romera envergonzante», y lo hace con éxito, sin mayores escrúpulos—. Así pues, la verdad era que, en cualquier caso, sólo vanas y falaces apariencias establecían una mínima separación entre pícaros e hidalgos pobres; o, lo que es lo mismo, entre plebeyos y nobles. De este sutil modo, los burgueses conversos que iniciaron la novela picaresca querían que se viera con claridad hasta qué punto no había apenas diferencias reales y auténticas entre pícaros e hidalgos. Deseaban que el lector se hiciera preguntas como la siguientes: ¿en qué reside, entonces, la superioridad que otorga, al menos teóricamente, la hidalguía? ¿Por qué tienen privilegios los hidalgos pobres sobre los ricos que no son hidalgos? ¿Qué razones objetivas obstaculizan el acceso a la nobleza de los adinerados que no son hidalgos? Etc., etc. Lo que en verdad querían, obvio es decirlo, es que se les allanaran los obstáculos que dificultaban su acceso a dicha categoría nobiliaria. Porque ahí radicaba el problema, ahí se hallaba el meollo del asunto: en que los burgueses, conversos o no, integrados de hecho, a causa de su dinero, entre las clases privilegiadas, no lo estaban de derecho, a causa de su herencia de sangre, mientras que sí eran nobles de verdad los desgraciados hidalgos pobres. Y es que, en efecto, los hidalgos constituían el gozne intermedio de esta configuración social: ellos tenían, como clase social, la clave que abría, hacia arriba o hacia abajo, la sociedad contemporánea, ubicados, como estaban, en el punto justo, en el medio exacto entre la clase aristocrática y el pueblo llano, a medio camino, pero formando parte, claro está, de la nobleza y disfrutando de sus prebendas.39

La importancia del hidalgo como personaje axial de la novela picaresca era tanta, su visión crítica negativa resultaba tan obvia, que Vicente Espinel escribió su novela picaresca, la única que salió de su pluma, la Vida del escudero Marcos de Obregón (1618), con la intención primordial de rehabilitar su figura, la del escudero, precisamente dentro de los cauces del género que la denostaba sistemáticamente. De ahí las peculiaridades formales y semánticas de su novela, cuyo héroe, Marcos de Obregón, no está configurado como un pícaro, sino como un escudero (tal y como reza en el título), pero cuya autobiografía no tiene sentido si no es como una novela picaresca, puesto que se trata de demostrar —dentro de sus cánones, para que tenga verdadero sentido y efectividad de respuesta válida— que el personaje actúa de manera opuesta radicalmente a la visión negativa del tópico establecida por el género picaresco. La novela intenta y consigue demostrar la posibilidad que tiene un hidalgo pobre de sobrevivir con dignidad, sin abdicar un ápice de su nobleza ni de su honra, llegando incluso a convertirse en ayo o maestro ejemplar, que predica con la ilustración de su propia virtud. Y ello mediante una vida que, no obstante las concesiones a la picaresca, puede desenvolverse conforme a patrones aceptables y verosímiles de honradez y moralidad.

Como se puede observar, la picaresca se centraba en la figura más baja de la clase hidalga, en la del escudero, en la del hidalgo pobre, personaje que no coincidía exactamente con el de Cervantes, cuyo hidalgo era de la más rancia prosapia de la hidalguía, esto es, «de solar conocido» y «de devengar quinientos sueldos», aunque no muy rico tampoco. La diferencia entre los dos tipos de hidalgo era lógica, no obstante, ya que el hidalgo cervantino amenazaba a los caballeros de verdad, ubicados por encima de él en la escala social, en la misma medida en que el escudero picaresco representaba una amenaza contra los intereses ennoblecedores de burgueses (conversos, o no) enriquecidos, situados por debajo de él, aunque deseosos de superarlo. Desde arriba o desde abajo, en cualquier caso, su lugar central acarreaba la conflictividad social de que venimos hablando.

Pero es que incluso entre los caballeros se utilizó la novela picaresca contra la hidalguía, pues, desde una óptica mucho más parecida a la de Avellaneda, lo hizo don Francisco de Quevedo en la única novela que salió de su pluma, en El buscón, escrita hacia 1604. Porque lo cierto es que Pablos de Segovia no desea llegar a la hidalguía, sino que, desde pequeñito, todo su afán de medro se encamina a ser caballero. Tal es su obsesión archirreiterada una y otra vez: alcanzar la condición de caballero. Y no deja de ser curioso que ni una sola vez se le pase por las mientes ser hidalgo, aunque sólo fuera como tránsito hacia la caballería, pues era el paso habitual en la época, como hemos visto ya en el caso del hidalgo que es don Quijote, al fin y al cabo, antes de su encumbramiento caballeresco, o incluso en el escudero del Lazarillo, cuando piensa en la posibilidad de servir a «caballeros de media talla», aunque no le gusten demasiado. Pero lo cierto es que este pícaro redomado, descendiente de conversos por los cuatro costados, hijo de un barbero ladrón, borracho y cornudo y de una bruja, alcahueta y prostituta, los dos de ascendencia judaica, para mayor baldón; este abyecto despojo social, harto significativamente, desprecia la hidalguía hasta el punto de que ni siquiera piensa en ella como escalón intermedio para llegar a ser caballero. No hay mayor desprecio que éste. Más aún, el pícaro supera con facilidad al hidalgo paupérrimo con el que se encuentra, a don Toribio, y le deja en la cárcel, mientras él escapa de ella, y, tras usurpar la identidad de un falso comerciante rico, intenta hacerse pasar por un caballero de verdad, por un noble rico. El pícaro fracasa, a la postre, en su intentona, pero supera con creces al hidalgo y, repito, ni siquiera menciona la hidalguía como fase intermedia de su ascenso. El menosprecio es absoluto. ¿Por qué? Porque a don Francisco de Quevedo, caballero de la Orden de Santiago, noble auténtico, que se pasó la vida pleiteando para acrecentar su aristocracia, le parecía que los hidalgos indigentes desprestigiaban a la nobleza verdadera, y, por tanto, a los caballeros como él, sobre todo, dada su cercanía de clase, a consecuencia de que se veían obligados a vivir como pobres de solemnidad, como auténticos desheredados, por lo que podía fácilmente confundírselos con ganapanes y vagabundos.

En definitiva, el problema fundamental, como hemos visto, radicaba en el patrimonio económico. La situación social dependía, fundamentalmente, de la salud monetaria. En este sencillo análisis coincidían curiosamente el Quijote y la novela picaresca, pues no sólo se trataba de la ubicación central del hidalgo en la escala social barroca, sino también, simultáneamente, de una cuestión de dinero, o, por mejor decir, y en los mismos términos que utilizan todas estas novelas, se trataba de «tener o no tener»: «Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener» —dice el Quijote (II-xx, p. 691)—. «Dime, ¿quién les da la honra a los unos que a los otros quita? El más o menos tener» —asegura el Guzmán de Alfarache (I-ii, p. 4, Rico, p. 273)—. «Verdad es que algún buen voto ha habido de que en España, y aun en todo el mundo, no hay sino solos dos linajes: el uno se llama tener y el otro no tener —reza, en fin, La pícara Justina (I-ii, p. 1, Rey, pp. 165-166)—. No deja de ser significativa la semejanza casi total entre Cervantes, Mateo Alemán y Francisco López de Úbeda, o entre el Quijote y la novela picaresca, si se quiere. En definitiva, todo era cuestión de dinero, en efecto, pues, como decía don Toribio, el vapuleado hidalgo de El buscón quevedesco, «Veme aquí v. m. un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar montañés, que, si como sustento la nobleza, me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre y, por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada, y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada».40

Como decía González de Cellorigo en su Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república de España, se había perdido el imprescindible equilibrio social entre las clases, por haber «venido nuestra república al extremo de ricos y pobres sin haber medio que los compase, y a ser los nuestros o ricos que huelgan o pobres que demanden, faltando los medianos que ni por riqueza ni por pobreza dejen de acudir a la justa ocupación que la ley natural nos obliga».41 La ausencia de medianos que notaba Cellorigo era, precisamente, el gran problema de España: la falta de una clase media hacía, en efecto, a nuestro país diferente de los de su entorno. ¿Pero qué grupos constituían, en la época, los medianos? ¿Qué individuos podían configurar esa clase media inexistente y necesaria? ¿Quiénes, en todo caso, al margen de que no existiera una clase media diferenciada, estaban verdaderamente en medio de la pirámide social? Los hidalgos, desde luego. Junto a otros grupos sociales,42 o solos; pero los hidalgos, sin duda. Oigamos a Alonso López Pinciano, que no nos dejará mentir: «el estado medio ocupan los hidalgos —dice— que viven de su renta breve y los ciudadanos y escuderos dichos y los hombres de letras y armas constituidos en dignidad»43 (Philosophía antigua poética, ed. de A. Carballo Picazo, 3 t., Madrid: CSIC, 1953, t. II, p. 166).

Los hidalgos se hallaban en el centro del arco social áureo. De ahí que su figura se encuentre, asimismo, en la base de la novela moderna. No es casual que fuera así, ya que la hidalguía constituía el gozne que abría o cerraba el paso hacia la nobleza, máxima aspiración de todos los que tenían dinero para intentarlo, apetecible siempre por el prestigio y los privilegios que comportaba. Los hidalgos, ciertamente, estaban en medio, como decía el Pinciano, y eran censurados por todos: por unos, los de abajo, los burgueses, porque no entendían las razones de su superioridad; por otros, los de arriba, los caballeros, porque su miseria desprestigiaba a la clase nobiliaria. Por fas o por nefas, arremetieron contra ellos desde ambos lados de la contienda, a consecuencia de su posición central, a consecuencia de que eran medianos. Quienes dieron cauce a la novela moderna, quienes, por las mismas fechas, crearon el Quijote y la novela picaresca, detectaron tales tensiones sociales y las llevaron, con sensibilidad extraordinaria, al centro de la mejor y más original prosa de nuestro Siglo de Oro. La novela, intuitivamente, aunque sin perfiles claros ni bien definidos, estaba ya atisbando y entreviendo con acierto pleno, en todo caso, que en los grupos sociales intermedios, y en torno a ellos, en sus aledaños, se hallaba la clave de las inquietudes sociales de su época, y que tales inquietudes eran tema preferente de su quehacer literario, o, si se quiere, novelesco.

Nada hay de casualidad en ello, sobre todo si lo analizamos desde el futuro de la novela española, pues algo muy parecido, aunque más sólido y mejor cimentado, iba a suceder entre doscientos cincuenta y trescientos años después, cuando el considerable paso del tiempo había originado ya la existencia de una clase media de verdad, bien conformada y con conciencia diferenciada de clase. Galdós afirmó entonces sin paliativos que sus problemas eran la médula de la novela realista decimonónica, de la gran novela de costumbres que él aspiraba a realizar en España, como lo había hecho Balzac en Francia. Un Galdós casi adolescente aseguró con firmeza: «la clase media […] es el gran modelo, la fuente inagotable. Ella es hoy la base del orden social; ella asume, por su iniciativa y por su inteligencia, la soberanía de las naciones, y en ella está el hombre del siglo xix, con sus virtudes y sus vicios […] La novela moderna de costumbres ha de ser la expresión de cuanto bueno y malo existe en el fondo de esa clase […]» («Observaciones sobre la novela contemporánea en España», en Revista de España, XV [1870], pp. 162-172).

El joven Galdós tenía muy claras las ideas sobre la materia novelesca cuando escribía estas palabras, pero no las tenía tan claras acerca de la mencionada clase social, porque lo cierto es que, no ya en esas fechas, sino incluso veintisiete años después, un Galdós bastante más maduro pensaba que la sociedad española todavía no había definido perfectamente a la nueva clase media. De ahí que, en su discurso de ingreso en la RAE, dijera que «La llamada clase media […] no tiene aún existencia positiva, es tan sólo informe aglomeración de individuos procedentes de las categorías superior e inferior, el producto, digámoslo así, de la descomposición de ambas familias: de la plebeya, que sube; de la aristocrática, que baja».44 Y esto, curiosamente, así enunciado, no dista demasiado de la situación del hidalgo, como ya hemos visto (noble que baja y es superado a veces por los pecheros que suben), situado en la intersección del pueblo y de la nobleza, sufriendo las tensiones de unos y otros. Y es que, salvadas las distancias enormes, los muchos años y las diferentes y distantes situaciones sociales y literarias, Cervantes, Alemán, Quevedo, Espinel y López de Úbeda no tenían las ideas narrativas menos claras que Galdós. De hecho, aunque no lo manifestaran, sí hicieron del estado medio, de la hidalguía, reiterada e insistentemente, uno de los temas fijos de sus incipientes novelas modernas, las cuales, a despecho de las diferencias temáticas abismales que separan la tradición caballeresca de la picaresca, coincidieron en sus análisis de las tensiones básicas de la realidad social seiscentista. Y así las reprodujeron, de manera harto parecida, significativamente, tanto el Quijote, como el Lazarillo, el Guzmán, el Buscón o La Pícara Justina.

(*) Antonio Rey Hazas, «El Quijote y la picaresca: la figura del hidalgo en el nacimiento de la novela moderna», en Edad de Oro, XV (1996), pp. 141-160.

(1) Cito siempre, a partir de ahora, por mi edición, Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas (eds.), Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1994; que reproduce, bien que «revisada y ampliada», la anterior de Miguel de Cervantes, Obra Completa, I, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1993.

(2) Menosprecio de corte y alabanza de aldea, VII, ed. de A. Rallo, Madrid: Cátedra, 1984, p. 181.

(3) Según el Gran Memorial (1624) del conde duque de Olivares, por ejemplo, existían los tres grupos mencionados, con el mismo orden jerárquico: «hidalgos solariegos y descendientes dellos; hidalgos notorios, que no tienen solar, ni más origen aquella nobleza que haber sido tenidos y estimados por tales; hidalgos de privilegio», en Memoriales y cartas del Conde Duque de Olivares, ed. de J. H. Elliott y J. F. de la Peña, Madrid: Alfaguara, 1978, I, p. 60.

(4) «[…] cuando un hidalgo recebía agravio de algún otro, podía vengar; conviene a saber, recebir de su adversario por condenación de juez competente, en satisfación de su injuria, quinientos sueldos» (Covarrubias, Tesoro, s. u. hidalgo).

(5) Según afirma el Floreto de anécdotas y noticias diversas que recopiló un fraile dominico residente en Sevilla a mediados del siglo xvi, ed. de F. J. Sánchez Cantón, en Memorial Histórico Español, XLVIII, Madrid: Real Academia de la Historia, 1948, p. 355.

(6) Ib., 357.

(7) Así lo afirma, por ejemplo, Pedro Salazar de Mendoza en La Monarquía de España (1603-1606). V. Ricardo Sáez, «Hidalguía: essai de définition», en VV.AA., Hidalgos & hidalguía dans l’Espagne des xvie-xviie siècles, París: Centre National de Recherche Scientifique, 1989, pp. 23-45.

(8) V. Joseph Pérez, «Réflexions sur l’hidalguía», en Hidalgos & hidalguía…, o. cit., pp. 11-22.

(9) Floreto de anécdotas y noticias diversas…, ed. cit., pp. 360-362.

(10) El mundo social del «Quijote», Madrid: Gredos, 1986, p. 158.

(11) V. Vicente Llorens, «Don Quijote y la decadencia del hidalgo», en Aspectos sociales de la literatura española, Madrid: Castalia, 1974, pp. 47-66.

(12) V. Ricardo Sáez, art. cit.

(13) Cito la página de nuestra edición, Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas (eds.), Cervantes. Teatro completo, Barcelona: Planeta, 1987.

(14) Actas de las Cortes de Castilla, XIII, p. 64.

(15) Coloquios satíricos, en Marcelino Menéndez Pelayo, Orígenes de la novela, Madrid: Bailly-Baillière e Hijos (Nueva Biblioteca de Autores Españoles, VII), 1907, p. 662a.

(16) De las cinco excelencias del español (1629), apud N. Salomon, Recherches sur le thème paysan dans la «comedia» au temps de Lope de Vega, Burdeos: Institut d'Études Ibériques et Ibéro-Américaines, 1965, p. 771.

(17) Summa nobilitatis hispanicae, Salamanca, 1559, fol. 267.

(18) Tratado de nobleza y de los títulos y ditados que hoy día tienen los varones claros y grandes de España, Madrid, 1591, fol. 66v.

(19) III-iii, p. 1214. Cito por nuestra edición, Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas (eds.), Miguel de Cervantes Saavedra. Obra Completa, II, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1994.

(20) En palabras de J. H. Elliott, La España Imperial. 1469-1716, Barcelona: Vicens Vives, 1965, pp. 342-343.

(21) P. Fernández Navarrete, Conservación de monarquías, Madrid, 1626, pp. 11-16, 84-86 y 172-173; apud Francesco Benigno, La sombra del rey, Madrid: Alianza Editorial, 1994, pp. 111-112.

(22) Nadie puede poner en tela de juicio la virtud caballeresca de nuestro héroe, su valor a toda prueba, su honestidad sin tacha, su moralidad, su decisión presta para ayudar al primer menesteroso que se encuentra, etc.; nadie puede dudar, en efecto, de la virtud de don Quijote. De ahí que, desde la óptica del Floreto de anécdotas… quinientista [«aora se llama hijo de sus obras, de donde tuvo origen el refrán castellano que dize: Cada uno es hijo de sus obras, y porque las buenas y virtuosas llama la Divina Escriptura “algo” y a los vicios y pecados “nada” […], compuso este nombre hijodalgo, que querrá dezir aora descendiente del que hizo alguna extraña virtud» (p. 358)], don Quijote sea un hidalgo incuestionable y un sólido aspirante a caballero, ya que, en efecto, y como él mismo dice tantas veces, es un verdadero «hijo de sus obras» virtuosas y caballerescas. Desde este planteamiento, pues, él puede ser, perfectamente, caballero legítimo. Lo que sucede es que éste es un planteamiento meramente teórico, heredero de la tradición del pensamiento renacentista y humanista, cuya capacidad de traspasar los límites de la teoría y llegar al ámbito de la realidad social quinientista o seiscentista era más que discutible, en general. No digamos ya, en particular, en el caso concreto de don Quijote, donde la hipótesis del ejercicio de la virtud, más que dudosa, resulta verdaderamente inviable, a consecuencia de la locura caballeresca de nuestro personaje. Y ello, porque los resultados prácticos de sus intervenciones justicieras, siempre bien intencionadas, son, a menudo, imprevisibles y pueden ser absolutamente negativos para los implicados, como sucede con el niño al que apalea, tras irse el héroe, Juan Haldudo, el rico de Quintanar, en I-iv, y que, cuando vuelve a encontrarse con don Quijote en I-xxxi, le dice a nuestro caballero que «si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo» (p. 321). Huelga todo comentario. La virtud caballeresca de don Quijote puede, incluso, ser peligrosa para los seres reales, de carne y hueso. Vista desde la realidad, pues, no es tal virtud, sino locura.

(23) Me he ocupado de estas y otras cuestiones conexas en «La omisión de Madrid en El Quijote», en Anales Cervantinos, XXXI (1993), pp. 9-25.

(24) V. F. Márquez Villanueva, «El caballero del verde gabán y su reino de paradoja», en Personajes y temas del Quijote, Madrid: Taurus, 1975, pp. 147-227.

(25) Por decirlo con palabras de Nicolás Marín, en su artículo, imprescindible para estas cuestiones, «Alonso Quijano y Martín Quijada», en Estudios literarios sobre el Siglo de Oro, Granada: Universidad, 1994, pp. 199-230; en concreto, p. 211.

(26) Los dos, para que no haya dudas, son hidalgos de aldea, pues, como decía el Floreto de anécdotas y noticias diversas…: «por maravilla salen hombres muy hazañosos o de grande ingenio para las ciencias y armas, que no nazcan en aldeas o lugares pajizos y no en las ciudades muy grandes» (p. 360).

(27) Lo más probable es que sí tuviera intención crítica y burlesca, porque suponer que Cervantes lo había hecho inocentemente, sin darse cuenta, es pensar en lo excusado. Ahora bien, eso no significa que deseara ridiculizar a todos los hidalgos ni a todos los caballeros, sino a algunos en concreto, posiblemente con nombres y apellidos, sobre todo a los que ostentaban unas ínfulas nobiliarias desproporcionadas, como Lope de Vega y su escudo famoso, por ejemplo, del que tanto se reía Góngora. Lope siempre se consideró hidalgo, porque su padre era de La Montaña, aunque un simple bordador, y siempre deseó ser caballero, cosa que no consiguió nunca dentro de España, y sí fuera, tardíamente, pues el Papa acabó por nombrarle de la Orden de Malta, a consecuencia de La corona trágica. Pero Cervantes no llegó a saberlo, pues había muerto ya por esas fechas. El Fénix, además, era enemigo de nuestro autor y amigo de Avellaneda, como éste dice explícitamente en el prólogo de su falso Quijote. La mención de su nombre no es, por tanto, ociosa, en la cuestión que nos ocupa. Porque eran comportamientos de esta índole, incluido el de Lope, por supuesto, los que le interesaban y le hacían afilar sus dardos. Nada más. Por eso, para evitar malentendidos e impedir que se pudiera generalizar la burla, rectificó y equilibró la figura de su héroe con la contrafigura de don Diego Miranda. Ello demuestra que nunca quiso hacer universal su sátira, y que no deseaba que nadie lo interpretara así, en primer lugar, porque él tampoco lo entendía de ese modo, y, en segundo término, porque su dependencia del patronazgo y del mecenazgo aconsejaba no aventurarse en exceso por terrenos pantanosos.

(28) Por decirlo, otra vez, con los términos de Nicolás Marín, art. cit., p. 214.

(29) V. Martín de Riquer, Cervantes, Passamonte y Avellaneda, Barcelona: Sirmio, 1988. Aunque dista de ser definitiva la identificación de Jerónimo de Pasamonte con Avellaneda.

(30) Art. cit., p. 219.

(31) Véase, en fin, el tantas veces citado artículo de Nicolás Marín, que nos ahorrará detenernos más en este apartado.

(32) V. P. E. Russell, «Don Quijote y la risa a carcajadas», en Temas de La Celestina, Barcelona: Ariel, 1978, pp. 405-440.

(33) No sé si será necesario recordar que la novela picaresca surge como tal género a principios del xvii, concretamente entre las dos partes de la novela de Mateo Alemán El Guzmán de Alfarache, esto es, entre 1599 y 1604. Verdaderamente, el éxito del propio Lazarillo de Tormes, antes olvidado, se debe al de la mencionada novela de Alemán, como bien documentara Claudio Guillén en «Luis Sánchez, Ginés de Pasamonte y los inventores del género picaresco» (en Homenaje a Rodríguez-Moñino, I, Madrid: Castalia, 1966, pp. 221-231), donde se constata que editores, público y autores sancionan el nacimiento del género picaresco por las mismas fechas de aparición del Quijote. No en vano, en 1602 se ha impreso la segunda parte apócrifa del Guzmán, de Juan Martí, y se ha escrito El guitón Honofre, de Gregorio González, hacia 1604 se escribe El buscón, de Quevedo, en 1605, el mismo año de la inmortal novela, se publica La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda, etc.

(34) Las ideas que siguen, y a veces incluso las palabras, proceden de Antonio Rey Hazas, «Poética comprometida de la novela picaresca», en Nuevo Hispanismo (Universidad Menéndez Pelayo), I (1982), pp. 55-76; o de La novela picaresca, Madrid: Anaya, 1990.

(35) Cito por mi edición de la novela: Francisco López de Úbeda, La pícara Justina, Madrid: Ed. Nacional, 1977, vol. 2, p. 721.

(36) Cirino, quien, por si no se recordara, era el gobernador de Siria el año en que nació Jesucristo, y fue quien ordenó, ese mismo año, hacer el empadronamiento de los hebreos de Judea. Tal es el catálogo donde figuran los ancestros de Justina.

(37) Vicente Espinel, Vida del escudero Marcos de Obregón, ed. de S. Gili Gaya, Madrid: CC, 1970, vol. II, p. 63.

(38) Cito por mi edición de Francisco de Quevedo, Historia de la vida del Buscón, Madrid: SGEL, 1982, p. 195.

(39) La presunción y soberbia de los hidalgos originó a veces una guerra declarada entre villanos y nobles. Las Cortes de 1598 dicen, por ejemplo: «que en la mayor parte de Castilla la Vieja en este año ha habido grandes revueltas y escándalo entre el estado de los caballeros e hijosdalgo, y el de los pecheros…» (Actas de las Cortes de Castilla, XIII, p. 65).

(40) Cito por mi edición (cit.), p. 193.

(41) Apud J. H. Elliott, La España Imperial, o. cit., p. 337.

(42) Los juristas y hombres de leyes también formaban parte de ese indefinido grupo social medio, pues así lo dice el gran poeta y humanista don Diego Hurtado de Mendoza, no obstante su noble origen familiar, pues era hijo de don Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla y marqués de Mondéjar, en su Guerra de Granada (ed. de B. Blanco-González, Madrid: Castalia, 1970, p. 105): «letrados, gente media entre los grandes y pequeños, sin ofensa de los unos ni de los otros».

(43) Además del héroe, el Quijote ofrece sendos modelos ejemplares del ejercicio de las armas y de las letras en los dos hermanos Pérez de Viedma, el capitán y el oidor, de origen hidalgo, que se encuentran casualmente, después de muchos años sin verse, en la venta de Juan Palomeque el Zurdo. Por medio de ellos entra la realidad de las dignidades que aportaban armas y letras a los españoles del Siglo de Oro. Porque lo cierto era que, mediante su ejercicio, los plebeyos podían acceder a la hidalguía, y los hidalgos a dignidades más altas, como la caballería, por supuesto. Éstos son, significativamente, hijos de un hidalgo montañés. De hecho, «[…] el hombre por uno de dos caminos reales viene a disponerse, y merecer que el rey le conceda la nobleza, e hidalguía, y éstos son, o por saber, o por bondad de costumbres […]; en el camino del saber, se comprehende todo género de letras […], y en el otro camino de la bondad de costumbres se incluyen las armas» —dice Bernabé Moreno de Vargas en sus Discursos de la nobleza de España, Madrid, 1621, fols. 12-13—. Y en ello coincide con don Quijote, para quien «dos caminos hay […] por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas» (II-vi, p. 580). Lo que sucede es que, aunque estos análisis son válidos para la realidad, no lo son para don Quijote, cuya locura se constituye en obstáculo insuperable, como ya hemos analizado. V. nota 22.

(44) Menéndez y Pelayo-Pereda-Galdós, Discursos leídos ante la Real Academia Española en las recepciones públicas de 7 y 21 de febrero de 1897, Madrid: Est. Tip. de la Viuda e Hijos de Tello, 1897, p. 18.