Bruce W. Wardropper Don Quijote: ¿ficción o historia?

Aunque hoy día llamamos novela al Quijote, Cervantes no lo llamó así. La palabra novela es moderna en español; no existía entonces en el sentido de ficción extensa en prosa y se aplicaba solamente a las narraciones cortas de origen italiano. Otro grupo de palabras que se usaron para designar ficción más extensa en prosa derivan del latín romanice; en Francia, roman incluyó la obra de ficción en prosa, cuando la palabra equivalente en España, romance, tenía ya otros significados.1 No existía, pues, un nombre genérico para las tempranas obras de ficción en prosa.2 Las obras de caballerías y pastoriles se llamaron libros, y las sentimentales, tratados; La lozana andaluza de Francisco Delicado es un retrato, y las obras picarescas son vidas. En las portadas de los dos tomos de su obra maestra, Cervantes se abstiene cuidadosamente de clasificar su obra: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. En el prólogo de la primera parte, el amigo que le aconseja sobre los preliminares de la obra la llama simplemente libro. Si, como el amigo supone, el Quijote es esencialmente una parodia de los libros de caballerías, se podría pensar que el término usado para designar el original —libro— sería el más apropiado a la parodia. Cervantes, sin embargo, lo usa rara vez en el texto. Prefiere llamar a su obra historia, en el sentido, no de invención ficticia, sino de historia verdadera. Naturalmente sabemos que no lo dice en serio; el Quijote puede ser libro de aventuras, novela u otra clase de ficción, pero indudablemente no es historia. Tenemos que hacer frente, pues, a una narración que pretende pasar por historia, una obra que se finge históricamente verdadera, dentro del marco de la ficción. A mi modo de ver, el estudio del Quijote ha de empezar por esta paradoja.

El problema de la falsa historicidad de la obra generalmente se presenta según los principios aristotélicos de la universalidad de la poesía y la particularidad de la historia. «La diferencia entre el historiador y el poeta», dice Aristóteles, «no está en la diferencia entre escribir en verso o en prosa; la obra de Heródoto podría ponerse en verso y seguiría siendo historia, tanto en verso como en prosa. La diferencia está en que una dice lo que ha ocurrido y la otra lo que podría ocurrir. De ahí que la poesía sea más filosófica y de más elevado valor que la historia; porque la poesía tiende más a unificar, mientras que la historia amontona».3 Esta aproximación al Quijote, adoptada por Américo Castro en El pensamiento de Cervantes (Madrid: Imprenta de la Librería y Casa Editorial Hernando, 1925) y con más cautela por E. C. Riley en Cervantes’s Theory of the Novel (Oxford: Clarendon Press, 1962; trad. española de Carlos Sahagún, Madrid: Taurus, 1981, 3.ª ed.), puede parecer sólida a primera vista. El Pinciano expone esta doctrina en su Filosofía antigua poética (1596),4 obra que sin duda alguna conocía Cervantes, y los personajes del Quijote también comentan la literatura desde este punto de vista aristotélico.5 En la terminología de la estética del siglo xvi, puede decirse que la historia es natural, puesto que narra sucesos según acaecieron (es decir, que cada uno sale de los precedentes conforme a la lógica de la Naturaleza),6 mientras que la ficción es artística —artificiosa— ya que hace suceder los acontecimientos de una manera peculiarmente satisfactoria.7 En el Quijote, Cervantes por una parte manipula las aventuras para conseguir un fin artístico, y, por otra, hace que cada aventura fluya naturalmente de la anterior. Llegamos así a la conclusión que la obra es al mismo tiempo poesía e historia, es decir, usando la imagen crítica de Castro, es como la cumbre de una montaña desde la que pueden contemplarse dos laderas, la vertiente poética y la vertiente histórica.8 El problema que plantea este acercamiento aristotélico es que no explica tanto la obra como parte de la teoría al fondo de ella.

Mi aproximación a la obra procede menos de estas consideraciones teóricas que de la historia de la literatura y de la historia de la historia. Este método histórico, por anticuado que sea, puede servir para ilustrar la forma y el sentido temático de la obra maestra cervantina.

Cervantes, pues, pocas veces llama a su libro otra cosa que una historia. ¿Se refiere quizá con ese término a una historia ficticia? La palabra podía servir para denominar una obra de ficción aun a principios del siglo xvii. El mismo don Quijote usa la palabra historia en este sentido en una ocasión: «tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia que nadie pudo pensar en el mundo» (I, XX). Sin embargo, contrarias a esta cita, podrían darse centenares de ellas en que el término se usa en el sentido en que los historiadores usan la palabra historia. Éste es claramente el sentido en que Cervantes usa la palabra normalmente. Cervantes (o su alter ego, el fingido historiador Cide Hamete Benengeli) describe esta historia con gran variedad de adjetivos: sencilla, grande, curiosa, peregrina, apacible, sabrosa, moderna, nueva, imaginada. Pero el que repite una y otra vez es verdadera. El Quijote es una historia verdadera. Tenemos tendencia a descartar estas afirmaciones como la ironía juguetona del autor o como una convención de la época, al igual que las comedias verdaderas que no lo eran.9 ¿Tenemos, sin embargo, una excusa válida para desatender una clave, aunque sea irónica, de la naturaleza de la obra? Un poco de perspectiva histórica nos ayudará a encontrar la respuesta.

Entre las lenguas indoeuropeas, sólo el inglés traza una división clara (aunque no absoluta) entre history como narración de sucesos verdaderos y story, narración de sucesos.10 Ambas palabras tienen el mismo étimo grecolatino, HISTORIA. En otras lenguas, una sola palabra —histoire, historia, storia, Geschichte— denota ambos tipos de narración de sucesos.

En el desarrollo semántico de HISTORIA habrá ocurrido una bifurcación, para posibilitar que la palabra abarque ambos significados, lo acontecido y lo imaginado. La bifurcación lingüística corresponde a un desarrollo, o más bien a repetidos desarrollos, en la historia de la literatura. En los siglos ii y iii por ejemplo, los Erotici Graeci escribieron varias historias imaginarias: la más famosa, la Historia etiópica de Heliodoro, a pesar de lo erudito de su título, fue una de las más inverosímiles obras de ficción que ha conocido el mundo. Importa reconocer que el libro de aventuras bizantino, única obra considerable de ficción en prosa en la Antigüedad, surgió, no de la epopeya, sino de la historiografía. Aunque esta hijastra de la historia encontró buena acogida, fue apenas consciente de su deuda a la historiografía, y su falsa pretensión de ser verdadera irritó tanto a los intelectuales como a los investigadores. Como la historia ficticia de los antiguos carecía de ironía, no llegó nunca a alcanzar la categoría de novela. A Luciano le pareció necesario parodiar este tipo absurdo de libros de aventuras en una obra titulada irónicamente Vera historia, al igual que, en tiempos modernos, Cervantes hubo de parodiar irónicamente otro tipo de libros de aventuras.11 La Vera historia de Luciano fue en cierto modo el Quijote de su cultura.

La misma bifurcación de HISTORIA ocurrió en el territorio de las lenguas románicas en la Edad Media y en el Renacimiento. Al principio, se observó rigurosamente la distinción que hizo la Antigüedad entre prosa y poesía: la poesía —ya fuera épica, lírica o dramática— se usó para la ficción, y la prosa para exponer el pensamiento no imaginado —sobre la astrología, la teología, la teoría lapidaria, etc.—, pero sobre todo se usó para la narración histórica.

Los investigadores tradicionales explican el surgimiento de la novela como una prosificación de la materia épica, con importantes mutaciones genéricas, resultado del cambio de oyente masculino a lectora femenina, de la plaza pública al tocador, de la recitación en público a la lectura privada.12 En sentido estricto, esta explicación abarca solamente la ficción idealizada de los libros de aventuras: narraciones de asuntos caballerescos, troyanos, alejandrinos, y más tarde pastoriles —en suma, asuntos fabulosos—.13 Mientras tanto, la gente del pueblo seguía contando sus cuentos de viva voz y en prosa. Del mismo modo, aunque con propósito didáctico, se importaron cuentos orientales, que se vertieron al latín o a las lenguas vernáculas a beneficio de predicadores o de quienes buscaran ilustraciones morales edificantes. La ficción medieval en prosa —si excluimos la obra de un innovador tal como el Boccaccio— se compuso de libros de aventuras, cuentos folklóricos y exempla. Ninguno de estos tipos de narración se relaciona claramente con la novela moderna. Esta novela se arraiga en la historiografía.14

Los primeros cronistas no pudieron contener completamente su imaginación. Las lagunas históricas se rellenaron de invenciones originales o de materia épica prosificada, que son por definición productos de la imaginación.15 La tragedia de la historiografía es que el historiador no puede nunca operar en un plano estrictamente intelectual u objetivo: imagina motivos; imagina conversaciones; imagina la información que sus fuentes dejan de darle.

En mayor o menor grado, toda historia no hace más que pretender ser histórica.16 Ahora, en el Renacimiento tardío, tenemos un nuevo factor: algunas obras de ficción, como el Lazarillo de Tormes y el Quijote, también pretenden ser históricas.

El escribir prosa llevaba consigo un dilema moral. ¿Tenía un autor el derecho a modificar lo que creía ser la verdad, mezclándolo con los caprichos de su imaginación? Por otra parte, ¿tenía el derecho a presentar los vuelos de su imaginación como verdad? La imaginación, dimensión de la poesía, era la facultad mental propia del mentir. En el siglo xv se llamaba abiertamente mentira a la ficción tanto en poesía como en prosa. Para los críticos ascetas de la Contrarreforma, Garcilaso y Montemayor eran unos mentirosos censurables que sembraban el error en las fértiles mentes de los jóvenes.17 El modo poético al menos no engañaba a nadie, porque había sido ideado a propósito para ese agradable mentir. La prosa, en cambio, vehículo de los documentos jurídicos, los sermones y la historia, se consideraba ahora abusada por los que la usaron para propagar las falsedades de la ficción. Los peligros que contenía la prosa de la ficción eran mayores. ¿Cómo iba a saber el lector de la prosa si el historiador o el cuentista decía la verdad o mentía? Es más fácil engañar al lector cuando se le quitan las defensas de la convención recibida. De ahí se sigue que la responsabilidad moral del prosista es mayor que la del poeta. Pero hay también una consecuencia estética de este análisis que es de mayor importancia aun para nosotros hoy en día. Los problemas que acarrea el escribir ficción en prosa son intrínsecamente asuntos excelentes para la ficción en prosa. El modo prosaico suministra una alegoría ya confeccionada para expresar el dilema moral del hombre, quien tiene que vivir en un mundo donde los límites entre la verdad y la falsedad son imprecisos.

El gran mérito del barroco español consistió en que los escritores de ficción, tanto en prosa como en verso, entendieron la analogía entre su dilema profesional y el de sus lectores, y lo explotaron al máximo.

Este argumento continuo giró en torno a las palabras engaño y desengaño, verdad y mentira. En las letrillas de Góngora, en las comedias de Calderón y en los sueños de Quevedo, se da respuesta clara a la confusa condición humana; se da un hilo para salir de la confusión o el laberinto de este mundo. Diríase que estos autores impusieron una solución artística y formal a un problema existencial. Debido a su naturaleza, sin embargo, la historia se abstiene de organizar y racionalizar el caos y la sinrazón del mundo de los hombres; refleja fielmente la confusión prevaleciente.

Por ser a la vez historiador y novelista, Cervantes era necesariamente menos dogmático que otros artistas contemporáneos suyos, y menos seguro de la línea de separación entre la verdad y el error. El Quijote no desenmaraña la ficción de la historia, sino que, al contrario, enfoca su lente telescópica sobre esa imprecisa frontera. Presenta las pruebas de la incertidumbre de la verdad, y le dice al lector: «¡Juzga tú mismo!». Cide Hamete Benengeli, dudando de la autenticidad del episodio de la cueva de Montesinos (II, XXIV) anota: «Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere». Esta manera de percibir la imprecisa frontera entre historia y ficción, entre verdad y mentira, entre realidad e invención, es lo que constituye el Quijote de Cervantes, es lo que distingue a la novela del libro de aventuras. La novela es el género más consciente de sí mismo y el más introvertido.18 A diferencia de los libros de aventuras bizantinos, la novela es sensible a sus orígenes historiográficos y reconoce la necesidad de manipular su pretendida exactitud histórica con grandes dosis de ironía.

La expresión cervantina de la autoconciencia novelística es compleja. Puesto que su tema es ficticio, tiene que recurrir a estratagemas diversas para persuadir, y si es posible convencer, al lector de que don Quijote de hecho vivió y realmente hizo lo que de él se dice que hizo. Hemos notado ya las repetidas pretensiones de que la suya es verdadera historia. Pero hay algo más que esto. El realismo de las ventas y los caminos de la Mancha,19 la perfecta verosimilitud de personajes tales como Maritornes o don Diego de Miranda, la autenticidad histórica comprobada del bandolero Roque Guinart; tales detalles cautivan en el lector la voluntad de no creer. Las alusiones a los Anales de la Mancha, a sus Archivos, al manuscrito que se halló en Toledo, al cofre de plomo lleno de versos que se descubrió en la destrucción de una ermita, las intrusiones del historiador Cide Hamete y de su traductor, todo ello contribuye a la creación de un vasto aparato histórico, que da a todos y a cada uno de los capítulos la ilusión de ser históricamente verificables. Las dudas que suscita el traductor sobre la naturaleza posiblemente apócrifa de la conversación entre Sancho y su mujer o el descenso de don Quijote a la cueva sirven para dar un mayor sentido de exactitud histórica al resto de la narración. Finalmente, gracias a la intervención providencial de Avellaneda, la autenticidad histórica del don Quijote cervantino queda establecida en contra de las falsas pretensiones del ficticio don Quijote que aparece en la segunda parte apócrifa de Avellaneda.20 El don Quijote real e histórico se ve forzado a salir al frente para identificarse.21 El lector del Quijote no quiere creer realmente que lo que se narra es historia; por eso el autor tiene que esforzarse por desgastar su resistencia crítica.

¿Qué ha conseguido Cervantes al hacer pasar su relato por historia? La respuesta neoaristotélica es sencilla: ha conseguido verosimilitud.22 Pero ha hecho algo más: ha borrado la línea divisoria entre lo actual y lo potencial, lo real y lo imaginario, lo histórico y lo ficticio, lo verdadero y lo falso. Hasta el punto que ha tenido éxito, ha eliminado el escrutinio crítico del testimonio. Ha escrito una novela, la primera novela, novela que trata del problema que acarrea el escribir novelas.

Precisamente en esta destrucción de la facultad crítica y en este fallo en discenir entre historia y ficción se basa la locura de don Quijote. La causa de su locura no es tanto la excesiva lectura de libros de caballerías como su manera tergiversada de leerlos y de interpretarlos.23 Juan de Valdés, Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola continuaron perfectamente cuerdos aunque devoraron todos los libros de caballerías que cayeron en sus manos.24 Don Quijote enloqueció porque no supo distinguir entre sucesos ocurridos de verdad a seres vivos y sucesos que ocurrieron solamente en la imaginación de algún autor y a seres que no eran más que criaturas de su imaginación. Don Quijote opinaba que, aunque el Cid Ruy Díaz fue muy caballero, no llegaba a la altura del Caballero de la Ardiente Espada.25 Confundió la dimensión de los hechos con la de la imaginación, la historia con la invención. Cervantes, procurando socavar la facultad crítica del lector, lleva la mímesis a su extremo lógico; trata de hacer participar al lector en la locura del personaje. Dejando aparte la cuestión moral que presenta al intentar hacer perder el juicio al prójimo, cabría preguntarse si ese objetivo era alcanzable. Seguramente lo fue, hasta cierto punto. Cualquier profesor que haya dictado un seminario sobre el Quijote sabe que el estudiante inteligente enloquece un poco cuando discute este libro. Esta especie leve de locura, nos atreveríamos a creer, es parte innata de la condición humana. Por cierto que casi todos los personajes del Quijote —exceptuando solamente el Caballero del Verde Gabán, el capellán de los duques y unos cuantos más— van manchados de esta forma de demencia, que consiste en la incapacidad de distinguir lo ficticio de lo real.26 Tarde o temprano, tenemos que preguntarnos: «¿Ocurrió realmente tal cosa, o es que lo he imaginado yo?». Esta especie de locura prevalece especialemente entre los hombres de letras.27 La verdad histórica no es en absoluto tan cierta como nos gustaría que fuera. ¿Llevó a cabo realmente Lorenzo de Arabia, caballero andante moderno, las empresas que se le atribuyen, o tienen razón sus detractores cuando le presentan como impostor? ¿Hemos de creer a Jean-Jacques Rousseau o a la historia de la literatura sobre si metió a sus hijos en un orfanato?

Un hombre culto lee tanto historia como ficción. Los historiadores hacen que sus historias se lean como novelas; y los novelistas hacen que sus novelas se lean como historias. Los escritores —lo mismo los investigadores que los poetas— conspiran para que el lector pierda el pie en la realidad, para llevarle al borde de la locura. El intelectual, el lector de libros, se ve forzado a preguntarse una y otra vez: «¿Qué es realidad?», o más aún: «¿Qué es verdad?». «El chancero Pilatos», así caracterizado por Francis Bacon, puede que haya hecho esta última pregunta con más seriedad de lo que creemos.

Un hombre analfabeto tiene el mismo problema, pero lo siente con menor intensidad. Él también tiene momentos en que no sabe si «todo lo soñó» o si «de veras ocurrió»; pero como su experiencia no va corroborada por el testimonio de la lectura de mil libros, da por sentada su debilidad humana. Por eso está también más seguro de su percepción de la realidad. En la parte primera de la obra, el analfabeto Sancho Panza no duda de que los ejércitos que ve don Quijote son ovejas, y los gigantes, molinos de viento. Sin embargo, cuando se trata de algo alejado de su experiencia, como el estruendo de los batanes golpeando en la oscuridad, Sancho tiene que enfrentarse con el misterio; siente el terrible miedo de lo desconocido que el intelectual saca de los libros. En la parte segunda, después de haber convivido largamente con don Quijote, espíritu libresco, se le adhieren algunas de las inquietudes del intelectual acerca de la verdad. Aunque, al hacer pasar a una fea aldeana por Dulcinea, es Sancho mismo quien obra el encantamiento con su mentira, las palabras de la duquesa y su autoflagelación acabarán por convencerle de que la moza escogida al azar es verdaderamente Dulcinea. Sabe la verdad, pero al mismo tiempo no puede estar seguro de saberla.28 Cogido en la red del mundo ficticio cervantino, ya no sabe distinguir entre invención e historia, entre la realidad de una aldeana, vista con sus propios ojos, y la mentira que él mismo ha inventado acerca de ella. El texto nos asegura que en la segunda parte Sancho se vuelve tan loco como su amo. Debemos notar que su locura tiene la misma causa y es del mismo tipo.

La preocupación de Cervantes con los problemas de la verdad histórica y su reconocimiento fue estimulada, a mi parecer, por la crisis que estaba pasando el arte del historiador. Si los cronistas medievales habían combinado inocentemente —quizá sin querer— la ficción con la narración de los hechos, a partir del siglo xv los historiadores se habían atareado en una falsificación intencional de la historia. Pedro del Corral, en la Crónica sarracina que compuso hacia 1430, fue tan imaginativo, que su contemporáneo Fernán Pérez de Guzmán dijo de la obra que en vez de una crónica, «más propiamente se puede llamar trufa o mentira paladina».29 Los críticos modernos, más caritativos pero menos exactos, llaman a la obra la primera novela histórica española.30 Lo importante es que pretendió pasar por historia y fue aceptada como tal por historiadores posteriores. Se imprimió en 1499, y tuvo gran número de ediciones hasta la época de Cervantes. Pedro del Corral inició la moda de lo que se ha venido a llamar «la historia novelesca y fantaseada».31

Dicha moda por poco enloquece a los eruditos. Historiadores humanistas como Jerónimo de Zurita (1512-1580) y Ambrosio de Morales (1513-1591) hicieron un esfuerzo heroico por discenir la verdad de la mentira. Estudiando cuidadosamente las fuentes, investigando en los archivos, aportando nuevos tipos de pruebas, como medallas, inscripciones y monumentos, restituyeron a la historia parte de su dignidad perdida. Éstos prepararon el terreno para el más grande y más fidedigno de los historiadores del Siglo de Oro, el Padre Juan de Mariana (1536-1624). Pero estos esfuerzos concienzudos para conseguir la verdad en la historia apenas contuvieron la oleada de la falsa historiografía; hasta es posible que hayan inculcado nuevas ideas en la mente de los falsificadores.

El descubrimiento en el Sacro Monte de Granada, entre 1588 y 1595, de los llamados libros plúmbeos reveló el más monstruoso intento para rehacer la historia anterior a la compilación de la Enciclopedia soviética. Según Ticknor, estas láminas metálicas,

cuando se descifraron, parecían ofrecer materiales en apoyo de la doctrina de la Inmaculada Concepción, favorecida por la Iglesia española, y de la llegada a España del apóstol Santiago, patrón del país, piedra angular de la historia eclesiástica española.

Este craso fraude fue aceptado como historia auténtica por Felipe II, Felipe III y Felipe IV, cada uno de los cuales en un Consejo de Estado […] juró solemnemente ser verdad; de tal modo que, en algún momento de las discusiones, algunos llegaron a creer que los libros plúmbeos llegarían a incorporarse a las Sagradas Escrituras.32

Otro gran fraude fue lo que la historia de la cultura conoce por falsos cronicones, una serie de fragmentos de crónicas que circularon en forma manuscrita desde 1594 y en forma impresa desde 1610.33 Pretendían haber sido escritos por Flavio Lucio Dexter, Marco Máximo, Heleca y otros cristianos primitivos, y contenían afirmaciones importantes y novísimas acerca de la primitiva historia civil y eclesiástica de España. En ellos se crearon a la medida ficciones halagüeñas para revestir hechos reconocidos, como si lo imaginado y lo auténtico estuvieran basados en la misma autoridad. Se inventaron nuevos santos para iglesias mal provistas en el departamento de hagiología; se encontró un origen decoroso a algunas familias nobles, que hasta entonces no habían podido presumir de sus fundadores; y un gran número de victorias y hazañas se insinuaron o se anotaron, las cuales enorgullecieron a la nación entera, tanto más cuanto que hasta entonces nadie había oído hablar de ellas.34

La creencia en estos engaños fue muy persistente. Todavía en el siglo xviii algunos escritores archicrédulos seguían citando los libros plúmbeos y los falsos cronicones, pese a la evidencia en contra, como autoridad para apoyar los supuestos hechos históricos. Mientras tanto, la Iglesia de Roma —hacia mediados del siglo xvii— había declarado que los libros plúmbeos eran falsificaciones, y una España obediente tuvo que dejar de aceptar, a desgana, invenciones que habían pasado por historia. Resultó más difícil deshacerse de las crónicas inventadas. Durante casi un siglo se desencadenaban controversias enérgicas respecto a su autenticidad. El mismo autor de ellas, el jesuita padre Higuera de Toledo, tuvo el descaro de expresar sus propias dudas sobre su veracidad. En la temprana fecha de 1595, Juan Bautista Pérez, obispo de Segorbe, puso de manifiesto el fraude. A pesar de esto, todavía hacia 1667-1675 Gregorio de Argáiz, «hombre de mucha erudición fútil»,35 publicó seis extensos volúmenes en folio en defensa de los falsos cronicones. El golpe de gracia lo recibieron, sin embargo, en 1652, cuando el gran bibliógrafo Nicolás Antonio empezó a escribir su Censura de historias fabulosas, libro que, aunque incompleto e inédito en vida de su autor, no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza y la extensión del fraude del padre Higuera.

Si los eruditos estaban perplejos de la enorme cantidad de historia ficticia que salía de las prensas españolas, ¿qué pensarían los legos? Un ingenuo, como el ventero en el Quijote, creía en la exactitud histórica de las supercherías, basándose en que se habían imprimido con autorización real. Un escéptico, como Cervantes, difería el juicio, y consideraba la dificultad que hay en separar el hecho histórico del engaño ficticio. Y si, también como Cervantes, tenía la mentalidad libre e inquisitiva, reflexionó en el dilema humano que presentaba la incierta frontera entre la ficción y la historia.

Me inclino a creer que en parte el Quijote se inspiró en todavía otro ejemplo de falsa historia: la obra de Miguel de Luna, Historia verdadera del Rey don Rodrigo, compuesta por Albucácim Tárif.36 La primera parte de esta verdadera historia apareció en Granada en 1592 y la segunda en 1600, «tres años antes y cinco después del falso hallazgo de los libros plúmbeos que poblaron de mártires fantásticos el Sacro Monte de aquella ciudad», según preciso comentario de Menéndez Pidal.37 Miguel de Luna, intérprete oficial de árabe de Felipe II, tuvo el atrevimiento de dedicar al rey esta atroz muestra de fraude intelectual. Pretendió ser mero traductor de una obra escrita en el siglo viii por Albucácim Tárif, un moro que se suponía tuvo libre acceso a los archivos del rey don Rodrigo y a las cartas escritas por Florinda y don Pelayo. Para dar a su obra un viso de autenticidad, Luna anotó al margen palabras árabes del fingido original, pretendiendo que eran difíciles de verter al castellano.38 Dado el carácter fraudulento de su empresa, llega casi a la blasfemia cuando en el prefacio hace a Albucácim invocar la ayuda de Dios: «solo Dios criador, y sumo hazedor de todas las cosas criadas en este mundo […], a quien humilmente suplico me dé aliento para que sin género de inuención pueda contar con verdad clara y abierta la historia del suceso de la guerra de España».39 Se apela a Dios que sea testigo de la verdad de esta historia falsificada. Este nuevo enfoque de Luna (o Albucácim) sobre la conquista de España por los árabes sirve para ilustrar innumerables historias escritas posteriormente por historiadores incautos, aunque fueran bien intencionados. 40

Es obvio que no puedo demostrar que Cervantes viera en Albucácim Tárif al progenitor de Cide Hamete Benengeli, pero lo importante es que, al mismo tiempo que Cervantes estaba componiendo el Quijote, se tomaban tales libertades con la historia. Cervantes lleva a cabo, con una agradable ironía, lo que Luna hace con toda la seriedad de un falsificador.41 Una generación entera había perdido el respeto a la verdad histórica.

Junto a esta ficcionalización y falsificación de la historia se produjo un cambio fundamental en el papel del narrador. En la «historia auténtica, el autor se retrae modestamente tras la narración, apareciendo, si acaso, solamente en el prólogo, donde de costumbre menciona sus dotes para escribir la obra. La ficción, sin excluir el libro de aventuras que antecede a la novela, es más autoconsciente que la historia; el autor no puede ocultarse. En los libros de caballerías, como el Amadís de Gaula, el apóstrofe de los oyentes —legado de los juglares medievales— sigue apareciendo en la narración, como luz entre grietas: «como oýdes», «el enano que oýstes», «que sería largo de contar». En el libro de aventuras sentimental Cárcel de amor, el autor desempeña un papel importante en la ficción.42 En La lozana andaluza, el autor aparece en una serie de autorretratos, como pintor que reproduce lo observado en la realidad.43 Con el Lazarillo de Tormes, fingida autobiografía, el autor ficticio pasa a ser el tema principal de la historia, mientras que el autor verdadero se esconde bajo el velo del anónimo. En el libro de aventuras pastoril, el autor se esconde tras la narración, pero la narración y los personajes que la pueblan reflejan sus propias experiencias y problemas personales. Cervantes, que en el Quijote está escribiendo la primera novela, se obliga a complicar enormemente el papel desempeñado por el autor. Así interviene en los sucesos para aconsejar al lector lo que debe creer o para apartarle de la locura total con la frase «y así era la verdad».44 Inventa un seudohistoriador, cuyo crédito es a la vez atacado y defendido. Y este falso historiador desempeña un papel en la novela secundario solamente al de los protagonistas don Quijote y Sancho. Esta novela es, pues, una falsa historia, en la que el historiador toma aún mayor importancia que la del autor en los libros de aventuras. La novela surge de la falsa historia y resulta ser mucho más autoconsciente que los antiguos libros de aventuras.

La cuestión más intrigante es el por qué Cervantes, al inventar la novela accidentalmente, dio con este dudoso asunto del falso cronicón. Una posible respuesta es que era un espíritu satírico. Aunque el blanco declarado de su sátira fueran los libros de caballerías, éste no pudo ser el principal. El más importante fue la credulidad humana —credulidad en cuanto a hechos que pretendían ser históricos—. Pero, como ya hemos visto, prefirió satirizar esta condición humana de una manera arriesgada: estimulando y fomentando hasta cierto punto en su lector el mismo defecto que estaba ridiculizando. ¿Por qué quiso pisar terreno tan peligroso? A mi juicio, lo hizo porque estaba —en la terminología estética antigua— imitando el dilema humano. Hoy día diríamos que estaba recreando el dilema humano, moldeándolo en una forma artística. A pesar del catequismo, el hombre no cree de corazón que la verdad sea categórica; resiste las tendencias dualísticas de la ortodoxia eclesiástica. No escoge entre el bien y el mal, como dicen los moralistas, sino entre diferentes grados del bien y entre diferentes grados del mal. Del mismo modo, tampoco elige entre verdad y mentira, sino entre verdades de diferente escala, más altas o más bajas, y mentiras de diversos grados, más leves o más graves. Así es como Cervantes ve la condición humana. Para él todo lo humano es cuestión de matiz. Hemos visto cómo difiere fundamentalmente a este respecto de los escritores dogmáticos del barroco: Calderón, Quevedo,45 Gracián. El Quijote es, entre otras cosas, una tremenda protesta contra la confianza moral de la España de la Contrarreforma. Es en este sentido que quisiera parafrasear la brillante intuición que tuvo Américo Castro con respecto a la hipocresía cervantina.46 A pesar del furor47 suscitado por esta expresión en mala hora formulada, había algo de verdad en ella. «Protesta irónica contra una excesiva simplificación dogmática» sería mejor manera de expresar la supuesta hipocresía cervantina. La ironía es el modo artístico que escoge Cervantes para protestar contra el dogmatismo tridentino; era perfectamente apropiada a su comprensión seria del complejo mundo moral que se estaba enmascarando. El jugar con la verdad histórica, como todo juego, tiene una base seria.

Cervantes corrió ese riesgo —el riesgo de fomentar la locura que deploraba— porque en esta locura común yacía la prueba de una verdad relacionada con el mundo humano que la Contrarreforma estaba suprimiendo. La verdad, lejos de ser sencilla, es compleja y en último extremo inalcanzable en toda su complejidad. Es imposible abarcar la verdad en su totalidad; se pueden alcanzar solamente diversos aspectos de una verdad parcial. Ésta es la gran lección de la historiografía, si no de la historia misma. De ahí que la obra de Cervantes sea abierta. El loco es también cuerdo. ¿Quién puede decir cuándo empiezan y cuándo terminan los intervalos de lucidez de don Quijote?48 ¿Hemos de simpatizar con el cura de la aldea, cuyas buenas intenciones —el amor a su amigo y el deseo de que se cure— vienen contrarrestadas por su afición al histrionismo? ¿Hemos de condenar al grave eclesiástico, capellán de los duques, cuyo gesto agrio y severidad inhumana hacen de él uno de los más desagradables personajes de la obra, pero que, al mismo tiempo, es el único entre los miembros de la casa ducal que protesta de que los ricos ociosos, para su entretenimiento, atormenten a un loco? Estos personajes, todos los personajes cervantinos, son compuestos de cualidades antitéticas. Ésta es la realidad humana que Cervantes intenta comunicar. La obra misma —fusión de diversos tipos de ficción, caballeresca, sentimental, pastoril, picaresca, cuentos/poesías— es un reflejo fiel de la hechura multifacética del hombre. El medio artístico que elige Cervantes para presentar su sentido complejo de la verdad es naturalmente una obra híbrida.

El Quijote es un compendio de todos los géneros literarios anteriores, y supone la continua eliminación de fronteras imprecisas, al mismo tiempo que desdibuja los límites entre la historia y la ficción. Ésta es la principal intuición sobre la que Cervantes construye su novela. El comprender esta intuición es hallar respuesta a la más inquietante pregunta que cabe hacerse sobre la obra: ¿cómo es que a través de los siglos no haya podido haber dos personas de acuerdo sobre el sentido del Quijote?

(*) Este artículo fue originalmente y en forma más breve una ponencia dada ante la sección de lenguas románicas en la reunión de la Modern Language Association que tuvo lugar en Nueva York el 28 de diciembre de 1964. [Modern Philology, 63 (1965), pp. 1-11; trad. de Isabel Civil.]

(**) Bruce W. Wardropper, «Don Quijote: ¿ficción o historia?», en G. Haley (ed.), El Quijote de Cervantes, Madrid: Taurus, 1984 (1965), pp. 237-252.

(1) Romance significaba ‘lengua vernácula’ y también un tipo de poesía narrativa popular.

(2) En el original se hace hincapié en la importante distinción entre las palabras inglesas romance y novel, distinción imposible de expresar en castellano. «La crítica de lengua inglesa ha utilizado habitualmentc el término romance para referirse a la forma predominante de la narrativa medieval. El romance es una historia de aventuras, con combates, amores, búsquedas; separaciones y reencuentros, viajes a otros mundos, todo ello en variadas combinaciones. El mundo en el cual sucede la acción está alejado del público en tiempo, espacio o clase social, y muy a menudo en las tres categorías. El romance no debe confundirse con la novela, por más que la tradición española no disponga de una terminología precisa para los diversos géneros narrativos y tienda a llamar novela a toda ficción en prosa» (Alan Deyermond, Edad Media, t. I de la Historia y crítica de la literatura española, ed. de Francisco Rico, Barcelona: Crítica, 1979, p. 381). Huelga decir que, aunque el romance tuviera su origen en el Medioevo, no es privativo de dicha época. En la versión al castellano de este ensayo se emplea el término libro de aventuras para traducir romance, término nuevo que no es más que un pis-aller, puesto que en los romances sentimentales y pastoriles hay poca aventura. Novel se traduce ‘novela’; aquí, pues, novela denomina únicamente una ficción en prosa que represente el mundo imaginado como si fuera real. [Nota del autor, añadida para esta traducción.].

(3) Aristóteles, On the Art of Fiction, trad. de L. J. Potts, Cambridge: Cambridge University Press, 1953, p. 29.

(4) Alonso López Pinciano, Philosophía antigua poética, ed. de Alfredo Carballo Picazo, 3 vols., Madrid: CSIC, 1953; vol. I, pp. 203-204, 206, 265-268; vol. III, pp. 165-67.

(5) Especialmente en los capítulos LXVII y LXVIII de la parte I. Pero sobre algunas reservas acerca de la sinceridad del aristotelismo cervantino en estos capítulos, véase mi artículo «Cervantes’ Theory of the Drama», en Modern Philology, LII (1955), pp. 217-221.

(6) Raymond S. Willis, Jr., en su admirable estudio estructural The Phantom Chapters of the Quijote, Nueva York: Hispanic Institute, 1953, pp. 98-100, sostiene que la frase «dice la historia», que sirve para restablecer la fluidez de la narración aparentemente dislocada, se refiere a la idea platónica de la historia de don Quijote, que es mítica, perfecta y completa.

(7) Véase mi artículo «The Pertinence of El curioso impertinente», en Publications of the Modern Language Association, LXXII (1957), pp. 587-600.

(8) El pensamiento de Cervantes, o. cit., p. 30. Aubrey F. G. Bell, en su Cervantes, Norman, Oklahoma: University of Oklahoma Press, 1947, p. 88, escribe: «Don Quixote is both true and imaginary: it is a historia verdadera and it is a historia imaginada (I, 22). Cervantes bends his whole genius to reconcile the two worlds» [‘Don Quijote es al mismo tiempo verdadero e imaginario: es una historia verdadera y es una historia imaginada (I, 22). Cervantes emplea todo su genio con el fin de reconciliar los dos mundos’].

(9) Algunos autores, naturalmente, no ven nada trascendental, no ven más que una convención divertida en la pretensión de la ficción de ser verdad histórica. El héroe ficticio de Estebanillo González advierte al lector que su autobiografía «no es la fingida de Guzmán de Alfarache, ni la fabulosa del Lazarillo de Tormes, ni la supuesta del Caballero de la Tenaza, sino una relación verdadera» (Madrid: Atlas, 1950 —Biblioteca de Autores Españoles, XXXIII—, p. 286; las cursivas son mías).

(10) Esta distinción ordinariamente no crea problemas, pero no debemos olvidar que a veces tendemos a confundirlos. Un cuento para niños puede titularse The Story of Ancient Rome (en vez de The History); H. G. Wells pudo escribir una (ficticia) History of Mr. Polly.

(11) Es interesante notar que para el Pinciano los libros de caballerías son cuentos milesios modernos: «las ficiones que no tienen imitación y verisimilitud no son fábulas, sino disparates, como algunas de las que antiguamente llamaron Milesias, agora libros de caballerías, los quales tienen acaescimientos fuera de toda buena imitación y semejança a verdad» (Philosophía antigua poética, ed. cit., II, 8).

(12) Véase, por ejemplo, Karl Vossler, «La novela en los pueblos románicos», en su libro Formas literarias en los pueblos románicos, Madrid: Espasa-Calpe, col. Austral, pp. 91-106.

(13) En este artículo sigo la distinción entre libro de aventuras y novela delineada en el siglo xviii y clarificada en nuestro tiempo por Northrop Frye en su Anatomy of Criticism, Princeton: Princeton University Press, 1957, pp. 304-307.

(14) Frye ve la conexión entre novela e historia, pero cree que la novela es un libro de aventuras que se orienta a una forma historiográfica: «La novela trata de extenderse hasta ser un acercamiento ficticio a la historia. La solidez del instinto de Fielding al llamar a Tom Jones historia se confirma por la regla general que, cuando más se agranda el esquema de la novela, más claramente se manifiesta su naturaleza histórica» (o. cit., p. 307). Phillip Stevick («Fielding and the Meaning of History», en Publications of the Modern Language Association, LXXIX [1964], pp. 561-568) no se concierne con la novela como historia; se interesa más bien en la historia intelectual que informó la noción del proceso histórico en Fielding.

(15) Cf. Pero Mexía, Historia del Emperador Carlos V, ed. J. de Mata Carriazo (Madrid: Espasa-Calpe, 1945), p. 7: «Los antiguos ystoriadores que escriuieron las vidas e ystorias de los grandes príncipes y rreyes, todos procuraron y trauaxaron de dar linajes y deçendencias muy ilustres y altas, a las vezes fingiéndolas quando las ciertas no eran a su contento, e aprovechándose de las fábulas poéticas para este efecto, haciendo ansimismo sus naçimientos y crianças de algunos dellos muy extrañas y llenas de misterios». Con frecuencia se afirma, siguiendo la opinión de Menéndez Pidal, que la épica española es históricamente exacta. Con demasiada frecuencia esta afirmación lleva a los estudiosos a pasar por alto lo esencialmente poético, su dependencia de la imaginación. Fue la tarea de Pedro Salinas («La vuelta al esposo», en sus Ensayos completos, Madrid: Taurus, 1983, t. III, pp. 27-37) y de Leo Spitzer («Sobre el carácter histórico del Cantar de Myo Cid», en Romanische Literaturstudien, Tübingen: Niemeyer, 1959, pp. 647-663) el rectificar las conclusiones erróneas que se derivaron de la conocida teoría de Menéndez Pidal.

(16) Mi colega Richard L. Predmore (El mundo del Quijote, Madrid: Ínsula, 1958, p. 21) hace una brillante observación al notar que Cervantes insiste en «el contraste […] entre la vida y cualquier intento de registrarla con exactitud».

(17) Cf. Pedro Malón de Chaide, quien en el prólogo a La conversión de la Madalena dice: «¿qué otra cosa son libros de amores, y las Dianas y Boscanes y Garcilasos, y los monstruosos libros y silvas de fabulosos cuentos y mentiras de los Amadises, Floriseles y Don Belianís, y una flota de semejantes portentos como hay escritos, puestos en manos de pocos años, sino cuchillo en poder del hombre furioso?» (Biblioteca de Autores Españoles, XXVII, p. 279).

(18) Excelentes ejemplos de la autoconciencia de la novela, pueden encontrarse en novelas policiacas, que repiten ad nauseam fórmulas tradicionales. Por ejemplo, en The Body in the Library de Agatha Christie, el coronel Bantry, al ser informado de que se ha cometido un crimen en la casa, supone que su esposa lo ha imaginado, como resultado de su afición a leer novelas policiacas y dice: «En los libros, el cadáver de la víctima se encuentra siempre en la biblioteca, pero no he conocido ningún caso que ocurra así en la vida real». En la misma obra, un niño de nueve años le pregunta al subjefe de policía Harper: «¿Le gustan a usted las novelas policiacas? A mí me gustan mucho. Las leo todas y tengo autógrafos de Dorothy Sayers, Agatha Chistie, Dickson Carr y H. C. Bailey». La mención del nombre del autor es, en este tipo degenerado de la novela, equivalente a la aparición de «un tal Saavedra» en el Quijote.

(19) Los caminos son evocados más bien que descritos, como lo señaló ya Flaubert: «Comme on voit ces routes d’Espagne qui ne sont nulle part décrites!».

(20) El Quijote de Avellaneda también pretende haber sido escrito por un seudohistoriador, Alisolán, «historiador no menos moderno que verdadero». Pero a diferencia de Cervantes, Avellaneda cae en el más craso relativismo en su actitud hacia la verdad en la historia ficticia: «En algo diferencia esta parte de la primera suya [sc. de Cervantes]; porque tengo opuesto humor también al suyo; y en materias de opiniones en cosas de historia y tan auténtica como ésta, cada cual puede echar por donde le pareciere» (prólogo; las cursivas son mías).

(21) El problema de Cervantes es el reverso del del novelista histórico. El lector de una novela histórica cree en la base histórica del argumento y acepta ingenuamente los añadidos no históricos.

(22) Es interesante comparar la defensa aristotélica de la verosimilitud por el canónigo de Toledo —«tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera»; «la verisimilitud y [&] la imitación en quien consiste la perfección de lo que se escribe» (I, XLVII)— con la actitud del historiador Cide Hamete, aferrado apasionadamente a la verdad: «las escribió [sc. las locuras de don Quijote] de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por las objeciones que podían ponerle de mentiroso» (II, X). Un aspecto diferente de la relación entre la historia, la verdad y la verosimilitud aparece en el Elogio, escrito por Alonso de Barros al Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, donde nos dice que «por su admirable disposición y observancia en lo verosímil de la historia, el autor ha conseguido felicísimamente el nombre y oficio de historiador» (Biblioteca de Autores Españoles, III, p. 187).

(23) Esta explicación de la locura de don Quijote parece contradecir la afirmación de Cervantes que «del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio» (I, 1). De hecho es totalmente consciente con las dos cosas que sugieren: 1) que el hidalgo leía demasiado, y 2) que estaba predispuesto fisiológicamente a la locura. Otras afirmaciones, en el primer capítulo, y en el resto de la novela, añaden a esta información básica el hecho de que confundía la historia y la ficción.

(24) Américo Castro presenta testimonio de la imitación de lo leído en los libros por Santa Teresa y San Ignacio («La palabra escrita y el Quijote», en Hacia Cervantes, 3.ª ed., Madrid: Taurus, 1967, p. 380). Pero dejando aparte el hecho de que San Ignacio «vivió en su mocedad muy a tono con el espíritu de los libros de caballerías», ambos imitaron libros de devoción y no de ficción. Ignacio, en su juventud, adoptó los nobles ideales de los caballeros de ficción; pero no trató de llevar a cabo fazañas.

(25) I, i. Otro ejemplo de cómo don Quijote confunde ficción e historia lo encontramos en sus propias palabras confusas, después de que atacara los títeres de Maese Pedro: «a mí me pareció lodo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra; que Melisendra era Melisendra; don Gayferos, don Gayferos; Marsilio, Marsilio, y Carlo Magno, Carlo Magno» (II, XXVI). En cada caso la primera mención del nombre se refiere al personaje ficticio y la segunda al histórico.

(26) Casi todos los personajes cultos (y aun los medio cultos como el ventero) son ávidos lectores de libros de caballerías. Hay muchos matices en la manera de que aceptan lo ficticio como real. El cura de la aldea le dice al ventero que don Felixmarte y don Cirongilio son fingidos: «todo es compostura y ficción de ingenios ociosos que los compusieron para el efecto que vos decís de entretener el tiempo» (I, XXXII). Por su parte, el ventero está seguro de que son históricos. A veces cogemos al canónigo de Toledo desprevenido: «de mí sé decir que cuando los leo, en tanto que no pongo la imaginación en pensar que son todos mentira y liviandad, me dan algún contento» (I, XLIX).

(27) Leo Spitzer, aunque no se ocupa de la historia como tal, subraya la importancia del libro como el tema principal discutido en el Quijote: «a theme which informs the whole novel: the problem of the reality of literature» (en «Perspectivism in Don Quijote», en su Linguistics and Literary History, Princeton: Princeton University Press, 1948, p. 51). Véase también su conferencia «On the significance of Don Quijote», en Modern Language Notes, LXXVIII (1962), pp. 113-129.

(28) Una experiencia paralela para don Quijote es la visión de la cueva de Montesinos: cree saber lo que vio y al mismo tiempo duda de saberlo (como resultado del escepticismo de Sancho, los dichos enigmáticos del mono de Maese Pedro, etc.). Esta afirmación sobre la naturaleza de la verdad y su reconocimiento difiere algo de teorías enunciadas anteriormente: verdad prismática, verdad objetiva, perspectivismo. La verdad se presenta paradójicamente y con ambigüedad en el Quijote: la tenemos y al mismo tiempo no la tenemos. Este aspecto paradójico de la verdad está en armonía, en mi opinión, con la tesis tan persuasivamente mantenida por Manuel Durán en La ambigüedad en el Quijote (Xalapa: Universidad Veracruzana, 1960).

(29) Generaciones y semblanzas, Madrid: Atlas, 1953 (Biblioteca de Autores Españoles, LXVIII), p. 697.

(30) Cf. Marcelino Menéndez Pelayo, Orígenes de la novela, Buenos Aires, 1943, t. III, p. 171, y Ramón Menéndez Pidal, Floresta de leyendas heroicas españolas, Madrid: Espasa-Calpe, («Clásicos Castellanos»), 1973, I, LXXXIX.

(31) Alonso Zamora Vicente, en Diccionario de literatura española, Madrid: Revista de Occidente, 1953 p. 764.

(32) George Ticknor, History of Spanish Literature, Boston, 1879, 4.ª ed., p. 215, n. 15.

(33) Véase J. Godoy Alcántara, Historia crítica de los falsos cronicones, Madrid: Rivadeneyra, 1868.

(34) Véase Ludwig Pfandl, Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro, Barcelona: Sucesores de Juan Gili, 1952, pp. 590-592.

(35) Ticknor, l. cit.

(36) El título completo de la «septima impression» (Madrid, [¿1676?]) que he consultado en la biblioteca de la Duke University, es como sigue: Historia / verdadera / del Rey don Rodrigo, / en la cual se trata la causa / principal de la pérdida de España, y la conquista / que de ella hizo Miramamolin Almançor, Rey / que fué de el África y de las Arabias; / y vida del Rey Jacob Al- / mançor. Compvesta / Por el sabio Alacayde Albucacim Tarif, / de Nacion Arabe. / Nuevamente traducida / de Lengua Arabiga por Miguel de Luna, veçino / de Granada, Intérprete [sic] de el Rey / nuestro Señor. Menéndez Pelayo, o. cit., t. III, p. 185, n. 2, dice: «Hay, por lo menos, nueve ediciones de este libro, que todavía es muy vulgar en España. Casi todos los catálogos de libros antiguos empiezan por él».

(37) O. cit., t. II, p. XLIII.

(38) Por ejemplo: «Cetro Real llama al Arabigo, harimalmulq» (ed. cit., p. 4). En las apostillas al margen se da cuidadosa consideración a las fechas, que se traducen libremente de la Hégira al calendario gótico «Era de César» y a la era cristiana Anno Domini. Algunas de las apostillas son semejantes a las de Cide Hamete en su historia; a propósito de una carta que se supone escrita por la Reina Anagilda al rey Rodrigo, Luna escribe: «Esta carta fue traducida por Abentarique, de Lengua Castellana en Arabiga y aora se bolviò à traducir de Arábigo en romance, y fue hallada en la Cámara del Rey Don Rodrigo, en la Ciudad de Cordoua» (p. 8).

(39) Pp. 1-2. Las cursivas son mías.

(40) Cf. Menéndez Pelayo, o. cit., t. III, p. 186: «logró […] una celebridad escandalosa, teniéndole muchos por verdadera historia y utilizándole otros como fuente poética».

(41) Cf. R. Menéndez Pidal, o. cit., t. II, p. XLIV: «La única preocupación de Miguel de Luna parece ser la de dar a luz un estupendo descubrimiento que le acredite en su oficio de docto arabista. Por eso no ceja en desfigurar o contrariar siempre las tradiciones históricas más recibidas, para dar a su relato una continua novedad. Todo falsario tiene un poco de perturbado, pero Luna tiene un mucho; sus invenciones aturden y marean al lector, como las de un loco, pues desquician y contradicen sin finalidad ni fundamento todo cuanto por tradición estamos habituados a tener como cosa sabida».

(42) Véase mi artículo «Allegory and the Role of El Autor in the Cárcel de Amor», en Philological Quaterly, XXXI (1952), pp. 39-44.

(43) Véase mi artículo «La novela como retrato: el arte de Francisco Delicado», en Nueva Revista de Filología Hispánica, VII (1953), p. 475-488.

(44) Cf. Richard L. Predmore, «El problema de la realidad en el Quijote», en Nueva Revista de Filología Hispánica, VII (1953), pp. 489-498.

(45) Para el caso del dogmático Quevedo, Carlos Blanco Aguinaga ha presentado brillantemente el testimonio de que la fachada monolítica del conformismo podía ser traspasada alguna rara vez por una angustia existencial: véanse «Dos sonetos del siglo xvii: amor-locura en Quevedo y sor Juana», en Modern Language Notes, LXXVII (1962), pp. 145-162.

(46) En El pensamiento de Cervantes, Castro dijo (aunque más tarde se retractó) que «Cervantes es un hábil hipócrita» (o. cit., p. 244). Con menos fuerza y con más sutileza expresa la misma idea en la p. 240 y en términos más aceptables: «Cervantes era un gran disimulador, que recubrió de ironía y habilidad opiniones e ideas contrarias a las usuales».

(47) Compendiado por Otis H. Green, «A Critical Survey of Scholarship in the Fiel of Spanish Renaissance Literature, 1914-1944», en Studies in Philology, XLIV (1947), p. 254, n. 120.

(48) El hijo poeta de don Diego de Miranda usa esta frase: «él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos» (II, XVIII).