Stephen Gilman "La novela según Cervantes"

Página 55

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En el mejor de los casos, ésta es una suposición sensata, pero lo seguro es que en el clima incorregiblemente satírico de la Inglaterra del siglo xviii (tan diferente de la viciosa —aunque felizmente estúpida— vigilancia de la España del siglo xvii) la grave ironía de la voz de Cervantes fue amplificada y se volvió claramente audible para una multitud de lectores ingeniosos: Peter Anthony Motteux (1693), Alexander Pope (1728), Walter Harte (1730), Charles Jarvis (1742), William Dodd (1751), Richard Owen Cambridge (de quien hemos tomado el epígrafe de esta sección) (1752) y Joseph Warton (1806), entre otros.1 Fue precisamente en esta sociedad de relativa apertura, oralmente atenta y consciente —en algunos aspectos— de su irreverencia, donde Henry Fielding pudo escribir Joseph Andrews «a la manera de Cervantes». Después de escuchar con divertida admiración la voz de su mentor, Fielding trató de proyectar la suya con mayor fuerza. Atraería a sus lectores por medio de comentarios graciosos y mundanamente duchos, los cuales serían confirmados por las aventuras-experiencias, en ocasiones dolorosas, de Parson Adams y de Joseph, así como por sus ingenuas reacciones a ellas. Y ya que la recepción silenciosa podría darse por sentada, su intención consistió en atrapar los espíritus, uno a uno, para liberarlos de la presión social: de las inhibiciones, de los prejuicios, de los remilgos, de la hipocresía y, lo que es más importante, de la crueldad y de la injusticia que habitualmente se toleraban; o como el propio autor lo afirma: «sostener el espejo de miles, en sus armarios, para que ellos puedan contemplar su deformidad y darse a la tarea de aminorarla (las cursivas son mías)».2 ¡Merced al escritor, ellos pueden soltarse y, con ello, hacerse libres!

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Páginas 86-88

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¿Qué es lo que, de hecho, llevó a cabo Cervantes como inventor poético que puede compararse a lo qué hacían los inventores en el foro? Como veremos más adelante, al emplear las convenciones de otros géneros de ficción como sus topika, Cervantes se dio, de modo metódico, a la composición no de una pieza oratoria ni de una epístola, sino de una nueva clase de narración cuyo destino consistiría en ser reconocida como el padre (o la madre) de la novela. Asimismo, como Cervantes supo después que había realizado su labor de modo tan satisfactorio, pues se trataba de una espléndida invención en prosa, hasta se atrevió a exigir su ingreso en el Parnaso en calidad de egregio poeta. De este modo lo enuncia Juan de la Cueva (dramaturgo y crítico que, hasta cierto punto, fue contemporáneo de Cervantes) en un manifiesto que se compara a El viaje del Parnaso en su intención autocomplaciente: «Estos que en sus poesías se apartaron / de la inventiva son historiadores / y poetas aquellos que inventaron» (verso 250).3

Esta distinción entre el inventor (que explota el pasado a fin de lograr una nueva creación) y el cronista (que sólo compila lo que entonces sucedió) coloca, necesariamente, a la prosa de ficción dentro del gran ámbito de la poesía. Un autor que puede inventar en prosa (en lugar de sólo copiar como lo hicieron aquellos que seguían el Amadís), no obstante las deficiencias, tiene todo el derecho de exigir de Apolo el reconocimiento de que es, también, lo que en alemán se denomina Dichter.

De cualquier modo, Cervantes, en su excurso crítico que concluye la primera parte del Quijote, no duda en atribuir a la prosa de un talentoso inventor todas las virtudes y requisitos de los géneros clásicos de la poesía. Si un narrador de ficción sabe la manera de componer

con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuese posible a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lizos tejida […] Porque la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica tan bien puede escribirse en prosa como en verso.

(I, 47)

Con esta afirmación, Cervantes da inicio a una tradición crítica. A pesar de que no podía saber que su leyenda seca falsamente modesta era la primera novela del mundo, aquellos que comenzaron a seguir sus pasos iban a justificar, de igual modo, un oficio que aún podía ponerse en duda. Para ser preciso, tanto Fielding como Gogol defendieron la originalidad y la respetabilidad de sus innovaciones narrativas al cubrirlas con el manto de la epopeya. Éste es, entonces, el significado fundamental del elogio que Cervantes hace de sí mismo como raro inventor. Pese a sus reconocidas fallas como poeta, dice Cervantes de modo claro y fuerte en El viaje del Parnaso que en su prosa supo buscar y entretejer al menos tan bien como Ariosto.4 Entonces, en tanto narrador, no debería confundírsele con otros creadores de ficción y promotores de la aventura que se limitan a repetir el Amadís una y otra vez. De este modo, también Fielding niega ser del todo responsable de un romance que de aquí se deriva y que tiene como título The Adventure of David Simple. Los verdaderos inventores son los poetas y deberían ser tratados con la admiración que se merecen.

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Páginas 91-92

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Desde nuestra perspectiva actual, lo más importante del «Prólogo» no está en la autocomplaciente historia minúscula del teatro, sino en el hecho de que Cervantes no distinga el descubrir o llegar externo —el cual corresponde a nuestra idea tecnológica de lo que los inventores llevan a cabo— de la visión poética. En la misma frase, y sin transición alguna, Cervantes vindica sus propias aportaciones: «Fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales». Regresaremos después a este aserto debido a su importancia en el arte narrativo del Quijote. Es de suponer que, de momento, esta afirmación sólo sugiere que Cervantes, en tanto que creador y crítico, no distingue claramente forma y contenido. La introducción de una máquina teatral o el mejoramiento de un género literario y la exploración de un alma son todos aportes semejantes: logros literarios conscientes, de los que el inventor puede estar igualmente orgulloso.

De este modo, a pesar de que Cervantes pueda parecer caduco —«un cierto mancebito cuellierguido, / en profesión poeta…» (El viaje del Parnaso, cap. 8)—, no era reaccionario en el sentido de que sólo deseara conservar la tradición. Ya en el «Prólogo» a La Galatea ataca Cervantes «los ánimos estrechos, que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana»,5 es decir, a los que no entienden, ni desean explotar la maravillosa libertad literaria de esa «edad dichosa nuestra». Dejemos, afirma Cervantes, que ellos se den cuenta de las ventajas del «campo abierto, fértil y espacioso» que está ante nosotros y que ofrece nueva «facilidad y dulzura» combinadas con «gravedad y elocuencia», así como una «diversidad de conceptos agudos, graves, sutiles y levantados».

En conclusión, es evidente en estos prólogos, como en cualquier otro texto, que como inventor Cervantes se interesaba sobre todo en afirmar que sabía lo que estaba haciendo: que sus innovaciones eran conscientes e intencionales. Como veremos más adelante, Lope y su generación se presentaban a sí mismos como ingenios innatos capaces de producir sin razonar toda la exuberante diversidad de versificaciones, formas y géneros de su invernadero del Siglo de Oro, mientras que Cervantes estaba decidido a continuar con la meditada experimentación creadora de las décadas anteriores. Y una vez que comenzó, Cervantes demostró lo que deseaba: alteró la forma y la función de los capítulos; incorporó técnicas dramáticas en la narración (como después lo harían Fielding, Stendhal y Gogol);6 jugó irónicamente con su propia —y simultánea— presencia y ausencia en tanto autor; y sobre todo, al redefinir la idea de discusión, tejió a su albedrío los lizos tradicionales del relato en un tapiz sin precedente. En otras palabras, si Cervantes no hubiese advertido de la auto-conciencia de su arte, la maravilla del Quijote parecería un milagro. Los términos Renacimiento y Barroco, no obstante útiles en ciertos contextos, son confusos en otro: al declarar que el autor es el Zeitgeist, encubren lo que en realidad sucede. Sólo estamos abordando la elección que un anciano llevó a cabo —después de mucho meditar—, al inclinarse por Dédalo y rechazar a Orfeo. Si no como cantante, como inventor Cervantes reclama una bienvenida mitológica.

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Página 95

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No puede haber error alguno en la descripción que hace Riley de lo que encontramos en el Quijote; sin embargo, la manera implícita en que lo explica (la anticipación a la ruptura decimonónica de los niveles neoclásicos del estilo a la manera de Hugo o Balzac) me parece errónea. Riley no se percata de que en la España medieval nunca se abandonó la mímesis (tal como la presentó Auberbach): no sólo en la Celestina (la manera corrosivamente irónica que anticipa la lectura humorísticamente irónica del Quijote) sino aun en las exquisitas églogas neovirgilianas y neopetrarquianas del poeta favorito de Cervantes: Garcilaso de la Vega. La consecuencia inevitable de semejante olvido es que Riley aplica a la inventiva de Cervantes unas normas que le son ajenas. El decoro como tal no toma en cuenta lo que el presente ensayo intenta establecer: que estos tres géneros de la ficción impresa del siglo xvii —la caballeresca, la picaresca y la pastoril— constituyen los topika poéticos fundamentales donde Cervantes busca y encuentra los hilos de su designio cada vez más sutil. Aunque cuando los leemos en términos de preceptiva retórica estos géneros parecen representar diferentes niveles de estilo, no corresponden a la «antigua visión del mundo» que Cervantes se preocupa por superar.7 Más bien, fue su propia modernidad (su condición impresa, así como el interés que despertaba en el público) lo que Cervantes se esforzó en emplear.

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Páginas 116-117

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El público lector tenía un siglo de edad. Entre sus miembros tendría que haber (y a decir verdad así era) individuos capaces de comprehender. He aquí la invención de Cervantes, inmensamente osada y ambiciosa: una nueva y sutil forma de ficción, en la que los lizos trazados a partir de los tres géneros habituales de la lectura pueden compensar, merced a un proceso de mutua interrupción (de allí la metáfora de la urdimbre), la inverosimilitud de cada uno entre sí. La picaresca bajaría a tierra los géneros caballeresco y pastoril; la caballeresca elevaría las miras de la picaresca; y el género pastoril, como hemos visto, haría posible que la totalidad adquiriera forma armoniosa al proporcionar un adecuado mundo narrativo, en el cual los otros dos pudiesen coexistir, por lo menos parcialmente. En otras palabras, el proceso de la invención retórica dio como resultado una invención: el Quijote mismo, una lección literaria ejemplar para una época de desbocado ingenio y de inverosímil falsedad.

De este modo, la verosimilitud no es un fin en sí misma. No se trata de una sustitución censora o melancólica de lo ideal por lo real, de lo típico por lo psicológico o, sobre todo, de lo extravagante por lo vulgar. Cervantes no se propuso escribir Eugénie Grandet, La princesa de Clèves, o esa patética novela titulada Mr. Bailey, Grocer, a la que uno de los personajes de George Gissing dedicó toda su vida de creación. La verosimilitud —de acuerdo con los preceptos del vicario de Cervantes y de sus célebres fuentes— nada tiene que ver con la descripción de ambientes, con el análisis psicológico o con la llamada vida real. Se trata, más bien, de una credibilidad inventada e hipócrita, que por medio de la maliciosa selección y de la astuta yuxtaposición salvaguarda lo admirable, el gusto y el goce que proporciona la vieja lectura, de la inherente locura y la repetición que son propias de este género literario.8 Su propósito es hacer posible que los lectores maduros vuelvan a experimentar el placer de la antigua seducción de sus romances favoritos sin tener que caer en una segunda infancia. Como muchas otras novelas notables —Aventuras de Huckleberry Finn, Moby-Dick, La cartuja de Parma, Casa desolada, Esplendores y miserias de las cortesanas, Don Segundo Sombra, Cien años de soledad, La guerra y la paz—, por sólo mencionar algunas, el Quijote, con su juego intrincado de posibilidad y probabilidad, con su comprometedora confluencia de aventura y experiencia, es un clásico juvenil para los lectores maduros, o a la inversa, un clásico de madurez para niños tan excepcionales como Heinrich Heine, Gustave Flaubert y Henri Beyle.

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(*) Stephen Gilman, La novela según Cervantes, trad. de Carlos Ávila, México: Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 55, 86-88, 91-92, 95 y 116-117.

(1) Véase Norman Knox, The Word Irony and Its Contexts, 1500-1755, Durham, N.C.: Duke University Press, 1961, pp. 167-171.

(2) Introducción a Joseph Andrews. Acaso estoy dando por sentada la perspicacia de Fielding. En Du côté de chez Swann, Marcel Proust aún se sorprende de la solitaria intimidad dentro de la que funcionan las novelas: «Qu’importe des lors que les actions, les émotions de ces êtres d’un nouveau genre nous appairaissent comme vrais, puisque nous les avons faites nôtres, puisque c’est en nous qu’elles se produissent… tandis que nous tournons fiévreusement les pages du livre, la rapidité de nôtre respiration, et l’intensité de notre regard?» (París: Gallimard, 1954, p. 105). («Después de esto, no importa que las acciones, los sentimientos de este nuevo género de criaturas se nos muestren como verdaderos, ya que los hemos hecho nuestros, ya que suceden en nosotros… mientras damos la vuelta, febrilmente, a las páginas del libro, con nuestra respiración agitada y la intensidad de nuestra mirada.»).

(3) Juan de la Cueva, Ejemplar poético, ed. de F. de Icaza, Madrid: Clásicos Castellanos, 1941, p. 124.

(4) Como Beth Tremallo, destacada estudiante de grado, me señaló, Ariosto emplea con frecuencia esta comparación. Por ejemplo, en II, 30 encontramos lo siguiente:

Or a poppa, or all’orza hann’il crudele,

che mai no cessa, e vien più ognor crescendo:

essi di qua di là con umil vele

vansi aggirando, e l’alto mar scorrendo.

Ma perchè varie file a varie tele

uopo mi son, che tutte ordire intendo,

lascio Rinaldo e l’agitata prua,

a torno a dir di Bradamante sua.

«Aumentando sin cesar en intensidad, el viento ataca a la débil nave tan pronto por la popa como por la proa; mientras que los marineros, maniobrando las velas bajas, van corriendo la tempestad. Pero como para las obras que ha emprendido necesito urdir varios hilos y diferentes telas, dejo a Reinaldo y su combativo bajel, y vuelvo a ocuparme de su Bradamante», Ludovico Ariosto, Orlando furioso, trad. de Francisco J. Orellana, Barcelona: Font y Torrens, 1883 y 1885. Véase también VII, 2; XIII, 81; y XXXIV, 90. Sin embargo, en el libro de mi colega Jules Brody acerca de Montaigne, Lectures on Montaigne (Lexington, Ky.: French Forum, 1982), aprendí hasta qué punto era común esta metáfora.

(5) Cervantes se refiere, aparentemente, al tradicionalista Cristóbal de Castillejo y a sus seguidores, quienes entablaban una acerba polémica (en el último capítulo de este libro examinaremos sus consecuencias) en contra de la innovación: es decir, italianización en el verso y en el vocabulario. Empero, sesenta y cuatro años después de la muerte de Castillejo, Cervantes mismo expresaba en El viaje del Parnaso su pesimismo acerca de las nuevas tendencias. Para él, Castillejo era lo que ahora se denominaría un Jeremías prematuro.

(6) F. W. G. von Schelling en su Philosophie der Kunst (1802) afirma: «In dieser Beziehung könnte man den Roman auch ais eine Mischung des Epos und des Drama beschreiben» (Sämmtliche Werke, ed. de K. F. A. Schelling, primera parte [Stuttgart y Augsburg, 1859], 5: 674). («En esta relación, se puede describir la novela como una mezcla de epopeya y de drama.») Jill Syverson desarrolla esta idea en relación con el Quijote en una excelente tesis doctoral presentada en la Universidad de Harvard (1980), Theatrical Aspects of Cervantes’s Prose, y que pronto habrá de publicarse. Entre tanto, véase su «Theatrical Aspects of the Novel: Don Quijote, Joseph Andrews and the Example of Cervantes», en Revista de Estudios Hispánicos, 9 (1982), pp. 241-248.

(7) Ahora, en efecto, no se les denominaría niveles de estilo, sino códigos, o, como Bajtín mismo lo haría, lenguajes.

(8) Don Quijote destaca la admiración y el suspenso (admiran y suspenden) en su defensa de los romances de caballería. Ambos constituyen los efectos retóricos buscados por Ariosto —en contraste con la verosimilitud propuesta por los teóricos— con que tanto le gustaba embromar. (Véase, por ejemplo, XXXVIII, 33 y 34.) Para una análisis sesudo, véase Daniel Javitch, «Cantus interruptus in the Orlando furioso», en Modern Language Notes, 85 (1980), pp. 66-80.

Ignacio Arellano "Don Quijote y Sancho a sus aventuras van"

Todo el mundo sabe que don Quijote es un héroe. Un héroe ridículo, cierto, que no hace nada a derechas. Los tuertos que endereza se quedan más tuertos que nunca, y las injusticias que quiere reparar no hacen casi nunca otra cosa que perjudicar más a las víctimas. Las victorias con las que sueña no parecen llegar: palos y pedradas le rompen los dientes y le bruman las costillas. Pero hace falta valor para salir a enfrentarse con tanto gigante como anda por esos mundos. Y no se diga que es loco, porque esa locura es parte de su heroísmo. No es poca la voluntad necesaria para transformar el mundo y hacer damas de las prostitutas y mozas de mesón, o para librar a los encadenados: que sean galeotes, asesinos y ladrones, poco importa al loco, que se atiene al deber de socorrer al oprimido. Y si flaquea en algún momento, Sancho le asegura. Maltrecho de los golpes con que los galeotes han pagado su libertad, don Quijote se queja: «Siempre, Sancho, he oído decir que el hacer bien a villanos es echar agua al mar; pero ya está hecho; paciencia y a escarmentar para desde aquí adelante». ¿Escarmentar? ¿Es que don Quijote va a regatear su ayuda a los necesitados a menos que estudie muy bien el expediente administrativo pertinente? Claro que no: «Así escarmentará vuestra merced como yo soy turco» dice Sancho, en una frase que entusiasma a Unamuno en su pretenciosa Vida de don Quijote y Sancho: «¡qué bien calaste, Sancho heroico, Sancho quijotesco, que tu amo no podía escarmentar de hacer el bien y cumplir la justicia verdadera!». Y no obstante de Sancho no suele decirse que sea un héroe. Se le reconocen algunas virtudes a vueltas con sus defectillos: hombre práctico, interesado pero leal a su amo, algo cazurro y socarrón, buen hombre a fin de cuentas... Pero ¿no será este Sancho algo menos práctico de lo que parece y algo más héroe de lo que se dice? Si buenos son los escudos que le pagan y los pollinos que saca a su amo, buenos palos le cuestan. ¿Y qué hombre práctico e interesado se va a creer lo de las ínsulas y los reinos de la Trapobana, y las dignidades gobernadorescas? Este Sancho es otro loco. ¿O no actúa por interés sino por razones menos materiales? Quizá Sancho sea otro héroe, tanto más heroico cuanto menos blasona de caballerías ni hazañas. Más quijotismo prueba, dice Unamuno otra vez, seguir a un loco un cuerdo que seguir el loco sus propias locuras. Sirve fielmente a don Quijote y con él va en busca de aventuras peligrosas sin echarse atrás a pesar del miedo que a veces le domina. Defiende a su amo ante los enemigos y calumniadores. Sancho no traiciona. ¿Qué más heroísmo cabe pedir a este campesino metido a escudero andante de un botarate como su amo, que piensa que puede enderezar el malhadado mundo de los hombres?

El mayor heroísmo de don Quijote y Sancho no se muestra, sin embargo, en las maravillosas aventuras de los gigantes o molinos de vientos, ni en los ejércitos o rebaños de ovejas, o de los barcos encantados y los Clavileños voladores...Se muestra en su sufrimiento de los políticamente correctos que les quieren volver al buen camino, sacándolos de sus peregrinaciones para reducirlos a la vida de la masa: el ama, la sobrina, Sansón Carrasco, clérigos y barberos... «Válame Dios -le dice su sobrina-, que vuestra merced dé en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo... Pero, ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven tresquilados»... Y nada menos que don Quijote ha de soportar que «una rapaza que apenas sabe menear doce palillos de randas» se atreva a poner lengua y a censurar las historias de los caballeros andantes, y a aconsejarle sensatez al caballero de los Leones. ¡Claro! Es que don Quijote es ya viejo: debería estar jubilado, con doce horas de televisión al día, y dejarse de moler ¡pardiez!, que sus locuras avergüenzan a sus amigos y a su familia y a su patria. Y don Quijote, que será loco, pero hombre cabal y héroe sin mancilla, celoso de su libertad, se sulfura: «Por el Dios que me sustenta -dijo don Quijote-, que si no fueras mi sobrina derechamente, como hija de mi misma hermana, que había de hacer un tal castigo en ti, por la blasfemia que has dicho, que sonara por todo el mundo». Y Sancho está de acuerdo. Sancho no quiere a don Quijote retirado, porque hay mucho que hacer, y lo primero cumplir su destino de hombres, esto es, libres, y apaleados y manteados y molidos y asendereados, no quieren encerrarse a ver pasar las iniquidades del mundo, o lo que es peor, a cerrar los ojos para no verlas. Quieren cabalgar a sus aventuras en Rocinante y el rucio compañero. Sansón Carrasco creyó vencer a don Quijote y el mismo caballero creyó morir en su cama, curado de locuras: «Señores -dijo don Quijote-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno». Pero estaban los dos equivocados. Pues es condición propia de los héroes resistir con tesón y ser inmortales. «No se muera vuestra merced, señor mío -le dice Sancho-, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía». Y don Quijote no se muere. Ni Sancho Panza tampoco: ahí siguen trotando por los caminos, siempre apaleados, sí, pero más vivos que nadie, y sin ninguna intención de meterse en un asilo, a pesar de todos los arrieros y galeotes, duques necios y amas, y clérigos y barberos y entrometidas sobrinas y bachilleres del mundo: lo dijo el maestro Rubén en su Letanía de nuestro señor don Quijote:

Noble peregrino de los peregrinos,

que santificaste todos los caminos

con el paso augusto de tu heroicidad,

contra las certezas, contra las conciencias,

y contra las leyes y contra las ciencias,

contra la mentira, contra la verdad...

Ora por nosotros, señor de los tristes,

que de fuerza alientas y de ensueños vistes,

coronado de áureo yelmo de ilusión;

que nadie ha podido vencer todavía,

con la adarga al brazo, toda fantasía,

y la lanza en ristre, toda corazón...

Que así sea.