Michel Moner "Técnicas del arte verbal y oralidad residual en los textos cervantinos"

En una página magistral dedicada a la prosa de Luis Zapata, Francisco Márquez Villanueva observa que, para el autor de la Miscelánea, el libro no es más que «el substituto obligado de la simple presencia personal, con lo cual dejan los lectores de ser meras abstracciones incorpóreas para convertirse en un corro de contertulios que se divierten escuchándole sus historias». Dicho de otro modo, Zapata no pensaba «en términos de lectores sino de oyentes» y se consideraba —según Márquez Villanueva— no tanto como un escritor, sino como un auténtico «trujamán de un retablo de maravillas».1 De hecho, la referencia a Maese Pedro no puede resultar más oportuna, ya que tales observaciones bien podrían aplicarse a buena parte de los textos cervantinos.

Ahora bien, la integración de técnicas del arte verbal, o simplemente de elementos orales, en una narración en prosa puede afectar a varios niveles en el texto. Teniendo tan poco espacio para dar cuenta de un proceso tan complejo, me limitaré a unos cuantos ejemplos que son otros tantos indicios de interferencias entre la palabra y la escritura.

Indicios auditivos

El grado de oralidad de un texto se suele medir, por lo general, en función de determinados indicios y, muchas veces, a partir de un postulado más o menos implícito —pero en todo caso erróneo, como vamos a verlo— con el que se da por sentado que el texto oral se dirige al oído y el texto escrito a la vista. De ahí que la atención de la crítica se haya centrado en el uso de lexemas o sintagmas considerados como propios de la comuicación oral, o sea, en la presencia de palabras relativas a la percepción auditiva: escuchar, oído, oyente; o muletillas como «olvidábaseme de decir», «como ahora oiréis», etc. De ahí también que se hayan comentado esos indicios sonoros que son las duplicaciones, aliteraciones, rimas, concatenaciones, etc., o sea todos esos juegos acústicos o rítmicos que confieren al texto caracteres prosódicos antes propios de la lengua hablada que no de la lengua escrita.2

Desde luego este material sonoro abunda en los textos cervantinos, si bien su presencia ha sido valorada de diferentes modos. Clemencín o Rodríguez Marín, por ejemplo, suelen censurar tales descuidos o cacofonías —según dicen ellos—; en cambio, H. Hatzfeld y A. Rosenblat se entusiasman por esos juegos fónicos que llegan a ser —en palabras de Hatzfeld— «puro deleite acústico».3 El hecho es que en muchos casos tales juegos no pasan de ser meras repeticiones, como en este ejemplo registrado por Rosenblat: «El malo que todo lo malo ordena y los muchachos que son más malos que el malo […]» (Don Quijote, II, 61). El pasaje más famoso, desde este punto de vista, es la consabida cadena verbal con la que Cervantes evoca una de las tantas riñas confusas que se arman en la venta de Juan Palomeque: «Y así como suele decirse: el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo, daba el harriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa, que no se daban punto de reposo» (DQ, I, 16).

Ya se sabe que dicha cadena verbal procede de un cuento acumulativo ampliamente difundido por toda el área indoeuropea.4 Además, al encabezar la frase con la muletilla «como suele decirse», el propio Cervantes parece remitir explícitamente a la tradición oral, de modo que los anotadores no tuvieron dificultad alguna en identificar este pasaje como un auténtico préstamo tomado de fuentes orales. Ahora bien, Cervantes volvió a utilizar la misma estructura en otra ocasión sin que nadie, por lo visto, reparara en ello. Se trata de este pasaje de La ilustre fregona en el que Tomás —alias Juan de Avendaño— ofrece dinero al ventero para conseguir la libertad de Lope —alias Diego de Carriazo— que ha sido preso a consecuencia de una riña:

Tomó el dinero y consoló a Tomás, diciéndole que él tenía personas en Toledo de tal calidad que valían mucho con la justicia, especialmente una señora monja, parienta del Corregidor, que le mandaba con el pie, y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja, la cual lavandera lavaba la ropa en casa.

—Y como ésta pida a su hija, que sí pedirá, hable a la hermana del fraile que hable a su hermano que hable al confesor, y el confesor a la monja, y la monja guste de dar un billete (que será cosa fácil) para el Corregidor, donde le pida encarecidamente mire por el negocio de Tomás, sin duda alguna se podrá esperar buen suceso.

(NE, t. III, pp. 71-72)

Bien se echa de ver que estamos en presencia de una cadena verbal del todo parecida a la precedente, sólo que en este caso —a diferencia del ejemplo anterior— Cervantes ya no la usa como simple cita, sino que la aprovecha como recurso estilístico propio, lo que representa un grado superior en el proceso de integración y asimilación de las técnicas del arte verbal, tan perfecto además, que ni siquiera llamó la atención de los comentaristas. Pero así y todo, estos materiales sonoros o rítmicos han sido, en conjunto, correctamente valorados por la crítica, de modo que no hay para qué insistir demasiado en este aspecto. En cambio existe un amplio sector de investigación, hasta ahora poco aprovechado, sobre el que quisiera llamar la atención.

Indicios visuales

Tal vez no sea inútil recordar aquí que el texto oral no se reduce, ni mucho menos, al plano meramente auditivo. De hecho, tal narración participa de unas técnicas complejas en las que la mirada y el gesto tanto importan como el manejo del verbo y forman parte de una poética original de la que no acabamos de descubrir las enormes potencialidades expresivas. Ahora bien, tampoco es necesario ser perito en esa «poética de la oralidad» —como se la llama hoy en día— para enterarse de que el relato oral es algo más que un simple fluir de palabras destinadas al oído. Basta observar, por ejemplo, a cualquier cazador que esté contando una proeza cinegética para tener una idea de ello.5 En una breve encuesta realizada hace unos años en la provincia de Ciudad Real, tuve ocasión de comprobar repetidas veces que los narradores de la tradición oral dominan perfectamente toda una técnica de captación de la mirada y de reconstrucción del espacio, que no es sino una auténtica dramatización del texto, con lo que éste se convierte en un apasionante espectáculo.6 Huelga decir que tales técnicas se siguen observando hoy en día en todas las áreas en las que perdura o sobrevive la tradición oral. De modo que, teniendo en cuenta el carácter relativamente inmutable y universal de dicha tradición, bien podríamos arriesgar la hipótesis de que igual se usarían —en formas más o menos parecidas— en los siglos xvi o xvii, entre los narradores e histriones de la plaza pública.7 ¿Llegarían a influir en la narrativa del Siglo de Oro?

Por cierto no es nada fácil rastrear en el texto escrito huellas de esta gestualidad o teatralidad primitiva, pero los pocos indicios que se registran no dejan de ser reveladores. Observamos, por ejemplo, el empleo —relativamente frecuente bajo la pluma de Cervantes— del sintagma de actualización «veis aquí»:

—«[…] veis aquí do vuelve el estudiante trasudado y turbado de muerte […]».

—«Pero veis aquí cuando a deshora entraron por el jardín cuatro salvajes […]».

—«[…] veis aquí a deshora entrar por la puerta de la gran sala dos mujeres […]».8

Como bien se echa de ver, la muletilla tiene una función muy precisa: la de hacer surgir ante los ojos del lector la imagen de un personaje, en el momento preciso en que éste está a punto —por decirlo así— de salir a la escena. De ahí que la muletilla se use sistemáticamente con verbos de movimiento sinónimos de entrar o llegar, como en aquellos versos famosos del romancero: «Helo, helo por do viene / el moro por la calzada […]».9 ¿Acaso no es el mismo procedimiento?

Igual se puede decir del uso peculiar del demostrativo enfático aquel en determinados giros, que hasta podrían considerarse como verderos tics de la escritura cervantina:

—«[…] comenzaron a correr por aquel campo con las hachas encendidas […]».

—«[…] comenzó a correr por aquel llano que no le alcanzara el viento […]».

—«[…] dio a correr por aquella cuesta arriba con tanta prisa que no le alcanzara un galgo».10

Todos estos giros, en los que el demostrativo funciona como deíctico, son otros tantos gestos verbales que bien parecen copiados de esas técnicas de construcción del espacio y de captación de la mirada a las que acabo de aludir. El ejemplo más sugestivo, desde este punto de vista, es el tercero —sacado de La ilustre fregona— donde bien se transparenta, además del gesto subyacente, el ritmo octosilábico tan característico del romancero: «Por aquella cuesta arriba». De hecho, existen en los romances tradicionales cantidades de versos cortados del mismo paño:

—«Por esas puertas romanas […]».

—«Por aquel postigo viejo […]».

—«Por aquellos prados verdes […]».11

Así que no hay mayor peligro en conjeturar que este tic cervantino bien pudo originarse, directa o indirectamente, de la tradición oral. ¿Se trataría de simples residuos o bien cabe sospechar que Cervantes usaba conscientemente los mismos procedimientos que los narradores de la plaza pública? La presencia de indicios estructurales antes parece abogar a favor de esta última hipótesis.

Indicios estructurales

Sabido es que los romances y las antiguas epopeyas suelen presentarse en forma de fragmento o con finales truncos debido a las vicisitudes de la conservación de los textos: fallos de memoria, manuscritos perdidos o estropeados, etc. Los archivos de la memoria, siendo menos de fiar, a pesar de todo, que los de tinta y papel, no es de extrañar que los géneros que sufrieron un proceso de tradición oral presenten lacras de este tipo. Pero es preciso advertir que el texto oral también necesita ser fragmentado por otras razones. Y es que el juglar o el narrador que actúan frente a un público de oyentes, necesitan pausas, siquiera para descansar la voz o volver a tomar aliento. Ahora bien, el problema que se les plantea —especialmente si se trata de profesionales— es que la gente no se les vaya en el momento del descanso, con lo que se perdería la ganancia. De hecho la dificultad queda resuelta con tal de que el relato se corte en el momento oportuno —desde luego el más palpitante—, de modo que los oyentes tengan que esperar a que se reanude el cuento, so pena de quedar defraudados del desenlace. Lo curioso es que tales prácticas, que se siguen observando hoy en día en la tradición oral contemporánea, llegaron a influir por lo visto en la estructura de los textos medievales, y especialmente de las epopeyas francesas donde se verifica un desajuste sistemático entre la unidad métrica y rítmica, que es la estrofa, y la unidad narrativa, que es la secuencia o el episodio.12 Es de sospechar, por tanto, que el juglar hiciera la pausa después de cantar una estrofa, con lo que se preservaba la unidad métrica y rítmica del poema a la vez que se mantenía despierta la expectativa del público, de tal forma que el narrador bien podía pasar a colectar dinero sin que la gente, colgada del final de la historia, tuviera ganas de marcharse. El mismo truco podía utilizarse, desde luego, para que los oyentes volvieran, por ejemplo, después de cenar o incluso el día siguiente. Pues bien, basta hojear el Quijote o el Persiles para comprobar que el capítulo cervantino raras veces coincide con una unidad narrativa. Antes se suele cortar en el lugar menos pensado. He aquí unos cuantos ejemplos de estas cesuras abruptas con las que bien se echa de ver que lo que le importa al autor es mantener en pie la expectativa del lector o tal vez —¿por qué no?— de un círculo de oyentes:

—el trujamán comenzó a decir lo que oirá y verá el que le oyere o viere el capítulo siguiente.

(DQ, II, 25)

—donde les sucedió lo que se contará en el capítulo venidero.

(DQ, II, 28)

—lo que les sucedió en ellas se dirá en el siguiente capítulo.

(DQ, II, 62)

—quitándole a su padre las palabras de la boca, dijo las del siguiente capítulo.

(Persiles, I, 12)

Sabido es que la estratagema ha sido sistematizada en el libro de Las mil y una noches así como en las novelas de caballería, de donde pudo tomarla Cervantes. Pero el entronque de estos libros con la tradición oral —cuento o epopeya— antes parece confirmar que tales procedimientos han de relacionarse con las técnicas del arte verbal. ¿Los tomaría Cervantes directamente de fuentes orales o tan sólo llegaría a conocerlos a través de la lectura de las novelas de caballería? La pregunta, desde luego, no es fácil de contestar. Pero el ejemplo siguiente, sacado del Quijote, ya no deja lugar a dudas sobre este punto.

Se trata del capítulo 20 de la primera parte en el que Sancho entretiene a su amo con un cuento de nunca acabar, en medio de la espantosa noche que sirve de marco a la famosa aventura de los batanes.13 Ya se sabe que dicho cuento pone en escena a un pastor que está huyendo con un hato de cabras y tiene que hacerles pasar el río Guadiana, una por una, en una diminuta barquichuela. La gracia está en que Sancho advierte a su amo que tiene que llevar la cuenta de las cabras que van pasando el río, «porque si se pierde una de la memoria se acabará el cuento». Por supuesto don Quijote no iba a reparar en tales niñerías, de modo que, al comprobar Sancho que su amo no lleva la cuenta de las cabras, interrumpe el cuento en el acto, dejando a don Quijote defraudado del final de la historia. La moraleja queda bien clara: el caballero ha sido castigado por no haber escuchado el cuento de su escudero con la debida atención. Ahora bien, esta exigencia del narrador que castiga a los oyentes distraídos no es ninguna invención de Cervantes ni tampoco del autor de la Disciplina clericalis, donde se refiere un cuento parecido:14 se trata de una práctica corriente en las asambleas tradicionales.

Los etnólogos que se interesan en la sociabilidad del texto oral y las técnicas del arte verbal saben de sobra que los juglares o cuentistas se han dotado de toda una serie de estratagemas en vistas a evaluar el grado de atención del público y, en todo caso, a mantener a sus oyentes bajo control. En algunos sitios, por ejemplo, cuando alguien bosteza o se está durmiendo entre el auditorio, el narrador suele intervenir con un grito ¡Cric! y los oyentes deben contestar enseguida ¡Crac! ¡Crac! Basta pues un intercambio de sílabas para que se compruebe en el acto el grado de interés del auditorio. Este intercambio ritual también sirve en algunos casos de clave onomatopéyica para abrir y cerrar el cuento. Se trata por tanto, en alguna manera, de un verdadero pacto entre el narrador y su público, que se obsequian así recíprocamente palabra y silencio, narración y atención. Por cierto el pacto, como cualquier contrato, puede romperse, pero en este caso, según observan los encuestadores, también se rompe el hilo del relato.15 Y es precisamente lo que ocurre en el texto cervantino con el cuento de Sancho; sólo que en este caso la ruptura del pacto está prevista de antemano y hasta cuidadosamente provocada por las largas dilaciones del escudero. Pero si don Quijote queda defraudado, también lo es, en cierta medida, el lector de este curioso capítulo en el que Cervantes nos tiene urdida una trampa del todo parecida, al fin y al cabo, a la que Sancho tenía preparada a intención de don Quijote. Basta para convencerse de ello con prescindir de nuestra cultura cervantina y volver a leer el episodio con la mirada ingenua del lector inmediato que acaba de abrir el libro. Comprobamos entonces que los primeros párrafos del capítulo nos hunden literalmente en una auténtica atmósfera de pesadilla o de cuento de espanto.16

Es de noche. Una noche oscura en la que se oyen ruidos misteriosos y hasta espantosos, con un «cierto crujir de hierros y cadenas», evocador, por supuesto, de apariciones de ultratumba:

[…] llegó a sus oídos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás con un cierto crujir de hierros y cadenas, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.

Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido, de manera que la soledad, el sitio, la oscuridad, el ruido del agua, con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba.

(DQ, I, 20, t. I, p. 237)

Pero esos rumores inquietantes no son los únicos ruidos que se oyen en esta espantosa noche de pesadilla. Ocurre, en efecto, que el pobre Sancho, agarrado a su amo, llega a sentir el deseo de «hacer lo que otro no pudiera hacer por él». Pero ¿cómo llegar a satisfacer su necesidad «sin hacer algún estrépito y ruido»? Bien trata de disimular el desdichado escudero, pero «al cabo, al cabo, vino a hacer un poco de ruido bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo». Así es como en lo más profundo de esta noche llena de rumores espantosos y en la que puede surgir, de un momento a otro, algún abominable fantasma, se oye de repente el ruido más trivial y más ridículo que se pueda imaginar —con perdón sea dicho—: el pedo.

Esta nota irrisoria, que hace contrapunto al misterioso estruendo, es como un pinchazo en un globo demasiado inflado. De hecho, nos deja sospechar el final risible del episodio, donde el lector descubre, por fin, después de tantas dilaciones, el motivo en el que se sustenta este sutilísimo edificio verbal. Recordemos, en efecto, que el rimbombante epígrafe del capítulo nos promete alguna inaudita aventura: De jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo como la que acabó el valeroso don Quijote. En realidad, no hay tal aventura: el espantoso y misterioso estruendo con el que se excita la curiosidad y la impaciencia del lector se resuelve, por fin, en el ruido bien inofensivo de seis mazos de batán que dan alternativamente en el agua del río. Dicho de otro modo, este capítulo, en el que Sancho cuenta a su amo un cuento de engañabobos, ha sido concebido a su vez como un auténtico cuento de engañabobos cuidadosamente elaborado en vistas a defraudar la expectativa del lector. No es de extrañar, por tanto, que el narrador —y tal vez, en este caso, sea más conveniente hablar del autor— triunfe y hasta se permita tomarle el pelo al lector al entregarle, por fin, la clave del enigma con el que le mantuvo suspenso y caviloso a lo largo del capítulo:

Y eran —si no lo has, ¡oh lector!, por pesadumbre y enojo— seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban.

(DQ, I, 20; t. I, p. 248)

Pesadumbre y enojo. Tales son, en efecto, los sentimientos que debería experimentar el lector al llegar al final de esta graciosa versión de Much noise about no-thing. La inaudita aventura que había empezado como un cuento de espanto, con crujidos de hierro y cadenas espectrales, en una noche de pesadilla, termina como una farsa: con carcajadas y garrotazos. Y con esto también termino yo, confiando en que estos pocos ejemplos resulten lo suficientemente significativos como para no dejar lugar a dudas en cuanto a la importancia del fenómeno estudiado: el texto cervantino no sólo presenta huellas de oralidad residual, sino también claros testimonios de que Cervantes conocía y manejaba perfectamente las técnicas del arte verbal.

(*) [Artículo traducido al italiano en: «Tecniche dell’arte verbale e residui di oralità nei testi cervantini», en Mariarosa Scaramuzza Vidoni (ed.), Rileggere Cervantes. Antologia della critica recente, Milán: LED, Edizioni Universitarie di Lettere Economia Diritto, 1994, pp. 221-232.]

Las referencias a los textos cervantinos Don Quijote (DQ), Novelas ejemplares (NE) y Persiles remiten a las correspondientes ediciones en la colección «Clásicos Castalia»: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ed. de Luis Andrés Murillo, Madrid: Castalia, 1978, 3 t.; Novelas ejemplares, ed. de Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid: Castalia, 1982, 3 t.; Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ed. de J. B. Avalle-Arce, Madrid: Castalia, 1969.

(**) Michel Moner, «Técnicas del arte verbal y oralidad residual en los textos cervantinos», en Edad de Oro, VII (1988), pp. 119-127.

(1) Fuentes literarias cervantinas, Madrid: Gredos, 1973, p. 118.

(2) El lector que esté interesado en estas cuestiones encontrará más datos en un trabajo de mayor amplitud: Cervantes conteur: écrits et paroles, Madrid: Casa de Velázquez (Bibliothèque de la Casa de Velázquez, n.º 6), 1989.

(3) El Quijote como obra de arte del lenguaje, Madrid: CSIC, 1972, 2.ª ed., p. 146.

(4) Véase El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, nueva ed. crít. […] por F. Rodríguez Marín, Madrid: Atlas, 1947-1959 (10 vols.), t. I, p. 436.

(5) Gustave Doré también nos da una buena muestra de ello en su grabado «Le récit du torero après la victoire» (véase Charles Davilliers, L’Espagne, París, 1874, p. 81).

(6) Los resultados de esta encuesta, realizada en colaboración con Julio Camarena, serán publicados en la Revista de Filología Española.

(7) De hecho hay testimonios de que esas prácticas ya se usaban entre los juglares de la Edad Media y hasta entre los rapsodas de la Antigüedad. Para una bibliografía sobre el tema, véase Paul Zumthor, Introduction à la poésie orale, París: Seuil, 1983.

(8) DQ, II, 41 (t. II, p. 344); II, 52 (t. II, p. 433); Rinconete y Cortadillo (NE, t. I, p. 230).

(9) Agustín Durán (ed.), Romancero general […], Madrid: Atlas, 1945, n.º 858. Cf. n. os 294, 666 y 1892.

(10) DQ, I, 19 (t. I, p. 231); I, 21 (t. I, p. 254); La ilustre fregona (NE, t. III, p. 85).

(11) A. Durán, o. cit., n. os 575 y 804; R. Menéndez Pidal, Flor nueva de romances viejos […], Madrid: Espasa-Calpe, 1965, 20.º ed., p. 75.

(12) Véase Jean Rychner, La Chanson de Geste. Essai sur l’art épique des jongleurs, Genéve-Lille: Giard, 1955, p. 109 y ss.

(13) Ya tuve ocasión de comentar este pasaje en una comunicación titulada «Cervantes y Avellaneda: un cuento de nunca acabar (DQ, I, 20/ DQA, 21)», en La réception du texte littérairie, ed. de J. P. Étienvre y L. Romero Tobar, Madrid: Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Zaragoza-Casa de Velázquez, 1988, pp. 51-59.

(14) Véase Maurice Molho, Cervantes: raíces folklóricas, Madrid: Gredos, 1976, p. 225.

(15) Véase Ariane de Felice, «Contes traditionnels des vanniers de Mayun (Loire-inférieure)», en Nouvelle Revue des Traditions Populaires, II (1950), pp. 452-453.

(16) Cabe recordar, por otra parte, que dicho capítulo se sitúa a continuación de «la aventura del cuerpo muerto» (I, 19), que también empieza como una historia de aparecidos.