cuando un día, por casualidad, descubrí la edición “para mayores” que descansaba en la biblioteca de casa. Entonces advertí que había serias diferencias entre la reducida versión que yo conocía y la “de verdad”… Tal vez, estaba dando, sin yo saberlo, mis primeros pasos como filólogo. Algunos años después, en la universidad y ya ejerciendo de profesor, me fascinó la sencillez y naturalidad con que Martín de Riquer nos adentraba en los entresijos del Quijote. Y cómo, de nuevo, otro trabajo de Santiago López Navia, su tesis doctoral, despertó mi atención sobre el inmenso valor que, lejos de lo que pudiera parecer en una lectura superficial, el personaje de Cide Hamete Benengeli desempeña en la génesis del Quijote y en toda la estructura que se va desarrollando a lo largo de la obra. Estas dos últimas lecturas mucho tienen que ver con mi Releyendo el Quijote que, fruto de pequeñas anotaciones que he ido acumulando a lo largo de mis años de docencia para auxiliarme en mis clases –a modo de las inmortales glosas, tan presentes en todas las tradiciones literarias–, muchas de ellas escritas de cualquier forma, con imposible grafía, en los márgenes del libro, cuando no entre las mismas líneas del texto, lo que a veces el paso del tiempo las convertía en ilegibles, y que representa mi humilde contribución a esta obra colectiva.
En la relectura de esas notas de clase he experimentado el agridulce sabor de revisar antiguos trabajos dispersos. Tan agridulce como contemplar el regreso de los hijos a la casa paterna después que llegó el tiempo de la partida. Justifican haber vivido, pero a la vez son síntoma de una anticipada despedida. Mas, son estas algunas de las cosas que cada uno de nosotros lleva dentro del alma y las rumiamos en nuestra propia soledad. Porque también hay un gozo en los reencuentros: de Perspectivas y analisis sobre Cervantes y El Quijoteél quiero hablar en estas últimas líneas. No porque sea propio, sino porque me obliga la gratitud. En estos días, cuando preparaba esta edición, volví de forma virtual a mi ciudad, reviví días y trabajos, recuerdos de maestros y compañeros muertos y de otros que aún florecen sin agotarse. Recuerdos y añoranzas del día a día, camino del colegio o de la facultad, cuando mi mirada se prendía en un ladrillo austero, en una piedra labrada o en el recuerdo de los seres queridos.
Es gozo también el permanente recuerdo de mis alumnos. Gracias a ellos comprobé que la vida no es una sucesión, sino un nivel en el que todo se proyecta en un solo plano.
Recife, 28 de marzo de 2010
José Alberto Miranda Poza