Javier Blasco …«Y los demás que contiene son episodios» (La fábula y los episodios del Quijote)

Es cierto, como ya señaló Emilio Orozco, que Cervantes, en la variedad de materiales, genéricamente diferentes, que es capaz de asimilar al discurso narrativo de libros como el Quijote, ofrece toda una serie de «lecciones referentes a su [de Cervantes] sabia técnica compositiva y arte de montaje, engarce, intercalación y entrelace de los elementos»,1 pero la complacencia con que Cervantes se dedica a barajar y mezclar, en un discurso totalmente nuevo, todas las formas literarias que su época conoce va mucho más allá de lo que es puro juego de técnica compositiva. Son muchos los juegos que el Quijote hace posibles. Pero el juego de la narración —con ser muy importante— no es el más relevante.

Más interesante resulta el juego que, en el Quijote, surge de la conversión de la escritura en el escenario de la confrontación de teoría literaria y práctica de la escritura. Cervantes, en este libro y en muchos otros lugares de su obra, contestando y sometiendo a prueba alguna de las tesis más representativas de la poética de su época sobre los más diferentes géneros, no sólo noveliza las circunstancias en las que se produce la crisis de los romances, sino que además, conectando con lo más significativo del pensamiento humanista sobre la ficción, acierta a poner en pie una muy valiosa reflexión sobre las implicaciones éticas y epistemológicas de lo literario. Es difícil pensar en un solo relato cervantino, en el que el lector, por encima o por debajo de la fábula, no se vea enfrentado con toda una serie de problemas que desbordan los límites de la historia contada. Leer a Cervantes es, siempre, ingresar en los límites de una ficción, a través de la cual al lector le espera la pasión de un debate estético y de un debate epistemológico, construidos ambos sobre la oposición teoría/práctica, literatura/vida. Las páginas que siguen no tienen otra pretensión que la de señalar algunas de las vías que, desde la historia de los relatos cervantinos, conducen a los mencionados debates.

* * *

En otro lugar, ya he intentado demostrar cómo el Quijote se nos presenta, ante todo, como la novelización, por parte de Cervantes, de un debate teórico en torno a la búsqueda de soluciones para la narrativa de ficción.2 En primer lugar y en el marco de este debate, hay que contar con lo que constituye el eje de todas las reflexiones de la preceptiva neoaristotélica en torno a las posibilidades de un moderno poema épico en prosa. Me refiero al concepto de fábula. Para la explicación de este concepto, Pinciano, a través de Vgo, recurre al ejemplo modélico de la Odisea:

[…] el argumento de aquel poema es de un hombre que, peregrinando muchos años, guardado de Neptuno sólo, padeció en las cosas de su casa, de suerte que los pretendientes a su muger le comían la hazienda, y a la vida del hijo aparejauan asechanzas; el qual peregrino vino a su tierra después de grandes tempestades, y dándose a conocer a los suyos, se ayuntó con ellos, y, quedando él saluo, destruyó a sus enemigos. Veys el propio de la fábula, y los demás que la «Vlysea» contiene, son episodios. Éstas son palabras del Philosopho mismo, adonde, por el vocablo propio, distingue a la fábula del episodio, como que lo que es contenido en este argumento sea propio y necessario, y lo que es fuera dél, que son los episodios, no lo sean, sino que se pueden quitar y poner y variar según la voluntad del poeta.3

De acuerdo con este planteamiento, que es el planteamiento teórico de los contemporáneos de Cervantes, sólo las locuras de don Quijote y las sandeces de Sancho (aventuras que emprenden y diálogos en los que participan) constituyen el [argumento] propio de la fábula, en tanto que los demás [materiales] que el Quijote contiene son episodios. La distinción entre lo propio de la fábula y los episodios era, en la época, muy clara. Y de esta claridad quiero partir. Menos clara es, sin embargo, la posición de los preceptistas a la hora de precisar el funcionamiento interno y la disposición de los materiales que habrían de componer la fábula, o a la hora de reglamentar la función y el carácter de los episodios.

Sabemos que los modelos que para dar forma a una fábula épica se barajan, una vez conseguido el desprestigio de la fórmula caballeresca, son principalmente tres. Dos de ellos caen dentro de lo que Aristóteles había denominado poesía (la epopeya y el relato de aventuras a la manera de la Historia Etiópica, de Heliodoro), en tanto que el tercero cae del lado de lo que la Poética denomina historia (la crónica histórica). Estos tres puntos de referencia dibujan el territorio en el que se mueven todas las reflexiones de la época por hallar una salida, tras la crítica humanista, a la ficción narrativa.4

Con Cervantes —tras los pasos de ejemplos relevantes como los del anónimo autor del Lazarillo o los de fray Antonio de Guevara— se inicia un tiempo nuevo en la reflexión que va a conducir la fábula ficticia de la dispositio y de la inventio propias del romance, que resultaban ya inaceptables, a la dispositio y a la inventio de la moderna novela. Y es esta reflexión sobre las posibilidades de una moderna fábula épica la que explica y da sentido a los problemas que plantea la enunciación del discurso cervantino en el Quijote de 1605, pues Cervantes se complace, precisamente, en novelizar las alternativas que su época ofrece: al margen de la historia5 (y de sus pretensiones de servir a un discurso capaz de dar cuenta fidedigna de la realidad) y dado el general desprestigio de las diferentes formas del romance, sólo resultaban aceptables las propuestas en favor de una moderna forma de fábula, que revitalizase la epopeya clásica o que acertase a sacar partido de la fórmula prestigiada por Heliodoro.

La fábula propiamente dicha

Desde el punto de vista de la enunciación del discurso, el Quijote admite, según he querido probar en otro lugar,6 una pluralidad de lecturas: es, a la vez, parodia de un poema épico, novela de aventura y falsa crónica. Se trata, ciertamente, de un juego, pero jugado con toda seriedad y cargado de trascendencia, porque el sincretismo al que llega Cervantes no es solamente el producto de un espíritu lúdico. Para decirlo con toda llaneza: si Cervantes busca una nueva forma de contar fábulas, lo hace porque las existentes ya no podían servirle para narrar lo que él pretendía contar; no le servían para dar cuenta de la realidad tal y como él, y muchos de sus contemporáneos, eran ya capaces de verla.

Pero conviene no olvidar que Cervantes sigue pensando —desde la Galatea al Persiles, pasando por las Novelas ejemplares— en términos de romance;7 sigue pensando —eso sí— en una forma diferente de romance, capaz de dar cuenta de la realidad y de la experiencia que de la realidad tiene un hombre moderno. Como los preceptistas y como los moralistas de su época conoce las limitaciones y los defectos de los viejos romances (y noveliza tales limitaciones y defectos en su creación). Pero, a diferencia de lo que les ocurre a los preceptistas, a Cervantes no le interesa tanto reconciliarse con Aristóteles, cuanto dar forma a un tipo de discurso capaz de apropiarse, más allá de los límites señalados por la historia o por la poesía, de un universo, que es aquel en el que la realidad y los sueños, lo normal y lo extraordinario, resultan inseparables. Con ello pone en evidencia las carencias de varios presupuestos fundamentales de la preceptiva del momento: por ejemplo, las de la historia, como discurso con pretensiones de servir de vehículo para la apropiación de la realidad; o las de la poesía, como discurso de las verdades universales. Y todo esto lo hace desde el seno mismo del romance.

Por lo que al Quijote de 1605 se refiere, la sucesión de aventuras caballerescas ensartadas pone en pie una fábula, que tiene todas las apariencias de la estructura lineal propia de los libros de caballerías, complicada sobre el modelo de Heliodoro y atenta, siempre, a la pretensión de los preceptistas en torno a las posibilidades de un «moderno poema épico en prosa». Pero esto es sólo una apariencia. Por debajo de tal linealidad, aparece una disposición de materiales mucho más compleja que la que, aisladamente, podemos encontrar en los libros de caballerías, en los relatos de aventuras, o en el diseño teórico del poema épico. José Manuel Blecua,8 reseñando la lectura de Casalduero, advierte contra la aparente simplidad de la fábula cervantina y señala cómo la aparente linealidad esconde la superposición, sobre el tema principal (el de las aventuras caballerescas), de un tema de acompañamiento (el de los casos de amor) y de un fondo (el de las discusiones literarias), de manera que la secuencialidad de aventuras adquiere un relieve extraño a los relatos caballerescos. Un principio estético, acorde con el voluntarismo de la voz de ese narrador que no quiere acordarse del lugar de la Mancha del que arranca la historia, sustituye al destino providente que regía, en los relatos convencionales, los pasos del caballero andante.

Don Quijote imita (y no sólo en las aventuras que persigue, sino también en su concepción del amor) un modelo medieval, pero sus narradores (Cide Hamete, el morisco aljamiado y el segundo autor) lo idearon desde el Renacimiento, por lo que les interesa tanto lo que el personaje hace como lo que el personaje, como individuo, piensa. A esta necesidad responde —para Chasca—9 la alternancia, en el Quijote, de fases activas y de fases reflexivas en el devenir del héroe. La mera sucesión de aventuras, caballerescas o de viajes, permitía dar cuenta de la existencia del individuo en su hacer, pero no en su pensar. Por eso, Cervantes, en su Quijote de 1605, complica extraordinariamente la estructura lineal de ensartado, propia de los relatos caballerescos, con la incorporación —entre otros materiales— de novelas marginales a la historia de su caballero, de auténticos diálogos renacentistas y, finalmente, de discursos, que habrían de hacer del texto una estructura capaz de dar acogida a la dimensión moral de unos héroes retratados hasta ahora sólo por su acción.

Una y otra premisa, su concepción de la realidad y su concepción del personaje, implican unas exigencias narrativas nuevas, que vienen a lograrse en plenitud en el Quijote. Y esto es así gracias a la incorporación a esa estructura lineal primaria (que resulta de sumar críticamente las distintas soluciones apuntadas por su época para la ficción narrativa) de las posibilidades que ofrecen determinados géneros renacentistas, como son el diálogo o el discurso retórico. Edmund de Chasca ha estudiado cómo el ritmo narrativo del Quijote está definido, en esencia, por la alternancia de momentos de acción (preferentemente referidos) y de momentos de reflexión (preferentemente presentados), lo que obliga al lector a un permanente ir y venir de los hechos a los pensamientos de los personajes. Tomando como punto de partida la observación de Chasca, quizá sea oportuno observar el papel que diálogos y discursos desempeñan en el mantenimiento del citado ritmo.

Diálogos y discursos

Según Márquez Villanueva, Cervantes aprende en misceláneas como las de Zapata10 la funcionalidad del diálogo como instrumento de la narración. A través del diálogo, Zapata convierte los datos fríos de la miscelánea en materiales de situaciones concretas; en constituyentes de un ser que, al existir, piensa, opina y se sitúa en el mundo. Lo mismo puede afirmarse sobre la función en la novela cervantina de los discursos de don Quijote. Fray Antonio de Guevara sabe aprovechar muy pronto las posibilidades que la oratoria podía ofrecer, al integrarse en el seno de una estructura narrativa. Como también ha estudiado Márquez Villanueva, los discursos que Guevara inventa y pone en boca de Marco Aurelio sirven para dar relieve al personaje, haciendo presente ante el lector, sin necesidad de la mediación de ninguna otra instancia de la narración, su manera de pensar y su concepción personal del mundo. Son, junto a los diálogos, un instrumento importante para dotar a los personajes de una visión de la realidad independiente de la del narrador, con lo que, ante el lector, las perspectivas se multiplican y se acaba con la cosmovisión monológica de aquellas narraciones dependientes en exclusiva de la voz del narrador. La personalidad de Marco Aurelio y su visión de la realidad la tiene que reconstruir el lector, mediante la confrontación de la información que emana de los discursos del personaje con la información que el narrador nos comunica acerca de este mismo personaje.

Si Márquez Villanueva tiene razón, en Luis de Zapata y en fray Antonio de Guevara encuentra Cervantes un instrumento de considerable poder para dotar a sus personajes de una profundidad nueva. Ahora, y gracias a ambos recursos, los personajes no sólo actúan, sino que además piensan. Y lo que es más importante: lo que hacen y lo que piensan el lector lo conoce no sólo por lo que un narrador (quizás sospechoso) le refiere, sino también por la presencia circunstanciada y concreta de los propios personajes. El narrador refiere una situación y sitúa a unos personajes, pero luego se esconde, para dejar que sean los propios personajes, en sus diálogos y en sus discursos, los que se presenten ante el lector, convertidos en fuente directa de información. Con El casamiento engañoso y El coloquio de los perros, Cervantes ejemplifica la multiplicidad de posibilidades que un narrador puede extraer de la combinación de mímesis y diégesis en una misma narración. De la alternancia en el Quijote de momentos de referencia (lo que un narrador parcialmente ajeno a la historia nos dice de los personajes) y de momentos de presencia (lo que los propios personajes nos revelan en sus diálogos y discursos), surgirá una visión de la realidad totalmente problematizada (y no dogmática). Es la visión barroca de la vida, que en absoluto podían (tampoco lo necesitaban) reflejar las estructuras narrativas heredadas de los viejos romances. La materia narrada se libera del monolítico punto de vista del narrador y se crea un doble foco de atención en el horizonte de expectativas del lector, que ahora se ve obligado a repartir alternativamente su atención entre los hechos del personaje y sus pensamientos. Por las referencias del narrador conocemos los hechos de don Quijote y Sancho, así como la valoración que los tales le merecen al narrador. Pero su verdadera catadura moral sólo se nos ofrece en aquellos momentos del relato en que los personajes se nos hacen presentes por sí mismos, suprimida la instancia intermedia que es el narrador.

Así, cualquier lector de la Historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha sabe que don Quijote es un entreverado de loco y cuerdo, de la misma manera que sabe que Sancho lo es de tonto y discreto. Para la suma de voces que se confabulan en la emisión del discurso, sin embargo, don Quijote será sólo un loco, a la vez que Sancho no alcanzará otra categoría que la de bobo, al menos hasta la aparición, en 1615, de la Historia del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Las referencias que esa superposición de voces que es el Quijote ofrece nos sitúan ante un loco. Serán las presencias de este loco —en muchas de sus conversaciones con otros personajes— las que nos permitirán ver que las referencias son incompletas e incapaces de dar cuenta de la compleja personalidad del caballero manchego.

Diálogos y discursos, en el Quijote, están al servicio de esta problematización del sistema de referencias; cumplen en la estructura del Quijote con una función muy semejante (ofrecer al lector, sin intermediarios, el pensamiento del personaje), pero las diferencias de matiz entre un género y otro son importantes. El diálogo pone ante los ojos del lector el pensamiento de los personajes, en el momento de su gestación, en la mecánica de su hacerse y en confrontación con otros puntos de vista, en tanto que los discursos abren el camino a un pensamiento ya arraigado, madurado y mucho más seguro. La diferencia que Ortega establece entre opinión, idea y creencia puede resultar aquí muy útil para precisar la diferencia funcional entre una y otra forma de presentación de los personajes. El diálogo daría paso a un nivel del pensamiento definido en el juego de opiniones e ideas, en tanto que el discurso pondría al lector ante un juego diferente de ideas y creencias.

Teniendo siempre presente la diferenciación anterior, un recuento de los discursos y diálogos (reduciendo el uso de esta etiqueta a sólo aquellas conversaciones que responden al esquema del género en el Renacimiento) nos da, en el Quijote de 1605), un esquema, con clara tendencia hacia la simetría, que se articula principalmente sobre los siguientes temas:

El amor, tema que en el libro alcanza gran desarrollo, teniendo siempre como fondo el paradigma de don Quijote-Dulcinea, que se hace explícito en diversos lugares del libro, pero que, sobre todo, se concreta en el coloquio que amo y escudero mantienen en los capítulos XXV y XXXI, equidistantes de un hipotético eje central de la historia:

cap. I--------------cap. XXV-----////-----cap. XXXI---------------cap. XLII

La literatura (con una cuestión básica como referencia: la diferencia entre realidad y ficción, y la imposibilidad de la ficción para dar cuenta plena de la realidad) es el tema de una discusión que se mantiene viva a lo largo de toda la novela, a través de los diálogos del cura y del barbero (caps. VI y VII), del cura y del ventero (cap. XXXII) y del cura, el canónigo toledano y don Quijote (caps. XLVII-L):

cap. I-------caps. VI-VII--------cap. XXXII--------caps. XLVII-L-------LII

La justicia es el tema de la conversación de don Quijote con los galeotes y con los cuadrilleros (cap. XXII), y está también en la base de la discusión sobre el baciyelmo (cap. XLV):

cap. I----------------cap. XXII----------------cap. XLV----------------cap. LII

El esquema final, con la superposición de los tres grandes temas y con la suma de los discursos del caballero manchego, sería el siguiente:

I--Literatura--EdO--justicia--amor-///-amor--AyL--justicia--Literatura--LII 11

El diálogo es la forma elegida para introducir estos tres temas en la novela. Era lo más adecuado, si se los quería tratar como materia problemática, y no como verdades dadas de una vez para todas. Los diálogos que tales temas motivarán se hallan, no obstante, flanqueados por sendos discursos de don Quijote: el de la «edad de oro» (cap. XI), en que los tres temas citados —el amor, la justicia y la literatura— se examinan bajo la luz del mito, y el de las «armas y las letras» (caps. XXXVII-XXXVIII, que —antes de reabrir el viejo debate medieval— reconducen las aventuras de don Quijote a la luz de la historia. Al «todo era paz entonces» del discurso ante los cabreros se opone el «todo es guerra ahora», del segundo de los discursos del protagonista. De esta manera, la primera parte de la Historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha gravita hacia el mito, en tanto que la segunda se halla profundamente arraigada en la realidad histórica del presente de la narración. Los diálogos sobre el amor (caps. XXV y XXXI) y sobre la justicia (caps. XXII y XLV) distribuyen su materia de acuerdo con esta polarización, mientras que los diálogos literarios (caps. VI-VII, XXXII y XLVII-L) constituyen el hilo conector entre ambos centros de gravedad. La forma del diálogo crea un entramado tal que le permite al autor ir introduciendo, al socaire de las aventuras del héroe, toda una serie de cuestiones (sobre el matrimonio, sobre la distribución social de las lateas del estado, etc.) de extraordinaria vigencia en la época.

Claro es que este diálogo que, en definitiva acaba siendo toda la novela, no corre nunca el peligro de derivar hacia lo abstracto, ya que siempre arraiga en el meollo de ciertas vidas y siempre está nutrido de vivencias antes que de ideas. Quiero decir que los diálogos, en el Quijote, son siempre una vía para el estudio de cómo ciertas ideas funcionan al encarnar en vidas concretas. Para Cervantes, la realidad es siempre problemática y, como tal, irreductible a un único punto de vista. Cervantes precisa de un discurso que dé cuenta de la realidad en su duración problemática, en su fluencia, y no en la definición —más o menos heredada o impuesta por la ideología— que de ella tenga un narrador o que comporte un determinado género. Su manera de mirar la realidad dista mucho de aquella que se caracteriza por reducir la existencia a ese conjunto de elementos que encajan en un sistema ideológico o mental previo. Él gusta, más bien, de enfrentar teoría y vida, para luego complacerse en seguir con su mirada, en los lógicos y previsibles desajustes, el libre fluir de la corriente de la vida. Y es dentro de este gusto donde encajan perfectamente los episodios que son sus novelas interpoladas.

Los episodios

Además de los diálogos y los discursos, la estructura básica del Quijote de 1605, construida sobre la técnica del ensartado de aventuras, propia de los libros de caballerías, se ve complicada extraordinariamente por la inclusión de varios relatos ajenos a lo que es el discurrir de la vida de los protagonistas de la fábula propiamente dicha.12 En el Quijote de 1605 nos encontramos, si seguimos las consideraciones de la crítica que se ha ocupado de la cuestión, con las historias de Grisóstomo y Marcela, de Cardenio y Luscinda, de Dorotea y don Fernando, de Lotario, Anselmo y Camila, de Ruy de Biedma y Zoraida, de doña Clara y don Luis, de Leandra y Eugenio.

Desde el momento mismo de la aparición del Quijote en 1605, como testimonia el comentario de Sansón Carrasco en el capítulo tercero de la segunda parte,13 la pertinencia o impertinencia de tales paréntesis, en el seno de la fábula caballeresca, ha interesado vivamente a la crítica. Algunas de las valoraciones que, desde entonces, se han dado, tienen evidente interés para la reflexión que sigue. Para Helena Percas14 estas novelas cumplen en el Quijote una función similar a la de las acciones secundarias en la novela griega o de aventuras y están puestas al servicio del principio de la variedad y de la amenidad. En atención al principio estético de la diversidad en la unidad, estos episodios de la fábula desarrollan un mismo tema (el amoroso), pero lo hacen desde convenciones literarias y desde fórmulas narrativas diferentes (relato pastoril, sentimental, novella, relato de aventuras…). Según la tesis que defiende Joaquín Casalduero,15 en las siete novelitas en cuestión podría el lector ver una parodia del diseño, que la narrativa del siglo XVI había logrado imponer con obras como El Lazarillo o como La Diana. Quizás no sea una simple coincidencia el hecho de que el número de casos de amor, que en la primera parte del Quijote se cuentan, sean siete. Siete son los tratados del Lazarillo y siete los libros de La Diana; y quizás no sea una mera coincidencia el hecho de que, como en estas dos obras, también en el Quijote el episodio cuarto sea, desde un punto de vista estructural, el eje de su diseño compositivo, además de ser el único de los siete casos de amor que es leído y no referido; la única historia que se cuenta como ficción y no como caso vivido. Raymond Immerwahr16 ha hecho, también, precisiones importantes, en relación con el trazado que dibujan, en el conjunto del libro de Cervantes, las siete novelas. Para él la novela de El curioso impertinente es el eje literario de una serie de casos de amor, que se ajustan a una estructura caracterizada por una simetría especular. Marcela es, punto por punto de su carácter, la antítesis de Leandra; la actitud de renuncia de Cardenio tiene su correlato —antitético— en la persecución de don Luis, y la sensualidad de Dorotea contrasta con la devota espiritualidad de Zoraida. Y, todavía, Immerwahr añade una precisión complementaria que pone en evidencia el papel especular de la historia de El curioso impertinente, los casos que preceden a este relato carecen de contextualización en la historia, mientras que los que la siguen están protagonizados por personajes ligados con los tres grandes centros de gravedad de la política exterior de la España del momento (uno, con la política española de la época en el norte de África; el otro, con el Nuevo Mundo; y el tercero, con Flandes). De una parte, las novelas de amor, que son las vidas de quienes casualmente se reúnen en la venta, ponen en marcha, con cierto parecido a lo que ocurre en la novela griega, una serie de acciones paralelas a la acción principal, cruzándose con ella en uno o en varios puntos. De otra, el modo en que estas historias se insertan en la fábula traza un perfil cuidadosamente estudiado, que hace pensar en una parodia constructiva de La Diana: la venta de Juan Palomeque vendría a ser una versión esperpéntica del Palacio de la Sabia Felicia, en el libro de Montemayor. Pero estas lecturas sólo explican el cómo, discursivamente, los episodios se integran en el conjunto de la fábula. No explican su funcionalidad semántica en el conjunto del Quijote. No es en la parodia o imitación de fórmulas precedentes donde el Quijote se explica, sino en la invención de una estructura narrativa completamente nueva.

A buen seguro que la recepción del Quijote, en 1605, condicionó la decisión de Cervantes de ofrecer, de forma independiente, las doce novelitas que constituyen el volumen de las Novelas ejemplares, pues las críticas que provoca la inclusión, en la primera parte del libro del hidalgo, de las historias de El curioso impertinente y de El capitán cautivo, le hicieron pensar que la gala y artificio de estas narraciones mejor «se mostrara al descubierto cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a la luz» (Quijote, II, 44). Con toda certeza, esta convicción —que es la de Cide Hamete, pero también la de Cervantes— determina en un alto grado la forma en que las novelas de Cervantes ven la luz en la edición de 1613, exentas —con la excepción, por muchas razones, del conjunto que forman El casamiento engañoso y El coloquio de los perros— de cualquier marco que pudiera interferir en el aprecio y valoración de la gala y artificio de cada una de ellas. Pero esto no debe hacer olvidar que la novela ejemplar, como invención narrativa cervantina, está ya perfectamente perfilada en 160517 y aún antes, si consideramos las historias de «Timbrio y Silerio» y de «Lisandro y Carino»,18 en la Galatea, o las fechas que se barajan para algunas de las Ejemplares. La crítica deberá considerar que la novela ejemplar —tal y como Cervantes originariamente la concibe— depende de un marco, cuidadosamente evitado en 1613, para que no se produjera lo que ya había ocurrido en el Quijote de 1605: «que muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote», dejasen de «darla a las novelas», pasando «por ellas, o con priesa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen» (Quijote, II, 44).

La novela ejemplar, atendiendo a las primeras manifestaciones cervantinas, responde con exactitud a lo que Pinciano denomina episodio (componente prescindible de la fábula épica, cuya lectura depende de un marco superior, el argumento o acción principal, en el que se resuelve la plenitud de su sentido).19 Desde esta perspectiva, las novelas interpoladas en el Quijote distan mucho de ser, como afirma Zimic, meras experiencias personales que se comunican para alivio de quienes las cuentan o de quienes las escuchan, porque «las desgracias y trabajos cuando se comunican suelen aliviarse». La indiscreta curiosidad o la voluntad de intercambio de confidencias por parte de los personajes, si justifica argumentalmente —como quiere Zimic—20 las narraciones interpoladas, no las explica funcionalmente. Una lectura de la novela, desde el ensayo que en el campo de la narración breve se lleva a cabo en el Quijote, puede asimismo ayudarnos a entender lo que, con precisión, entiende por ejemplaridad Cervantes, a la hora de dar tal etiqueta a las suyas.

Las palabras con que el narrador del Quijote, en la segunda parte, hace el elogio de la gala y artificio de esos paréntesis narrativos, que interrumpen el natural desarrollo de las aventuras del protagonista, apuntan precisamente hacia el error de leer las novelas interpoladas como historias independientes de la de don Quijote:

Dicen que en el propio original de esta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote…; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir de este inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote… También pensó, como él dice, que muchos llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descubierto cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a la luz.

(Quijote, II, 44)

Quienes no saben apreciar sus valores, al hallarlas insertas en el cuerpo de una fábula autónoma, no han comprendido correctamente su función. Pero el error en que cayeron, en opinión del narrador cervantino, los contemporáneos del autor, es un error que, al menos en parte, la crítica ha prolongado hasta nuestros días. Un ensayo de lectura, que pretenda explicar el sentido de tales historias en el mundo de don Quijote, rinde enseguida frutos de interés, pues tal es el contexto en que Cervantes quiso que se leyeran. En el seno de la historia de don Quijote, las siete novelas intercaladas son otros tantos espejos, simétricamente dispuestos por Cervantes, para observar desde ángulos diferentes la figura de don Quijote.

* * *

Ya hemos podido ver alguno de los elementos (aventuras, diálogos y discursos), que constituyen la fábula-marco y que hacen posible la incorporación, en el universo de las «locuras de don Quijote y de las sandeces de Sancho», de las siete historias de amor que, a modo de narraciones breves21 —en nada diferentes a las recogidas en las Novelas ejemplares—, se insertan en el Quijote de 1605. La sucesión de aventuras dibuja un hacer que tiene como eje de estructuración —modificado luego por la intervención sucesiva de los distintos narradores— la imitación, por parte de don Quijote, de los esquemas de conducta que los libros de caballerías habían generalizado. El pensar, como también se ha apuntado ya, corre a cargo de discursos y de diálogos, cuyas posibilidades Cervantes instrumentaliza, para proyectar sobre el universo de su personaje un debate, que tiene como centro de interés toda una serie de cuestiones que estaban en la órbita de ciertos círculos de la época y que, en muchas ocasiones, habían visto su reflejo ya en forma de auténticos diálogos humanistas.

Pero, en Cervantes, ni diálogos ni discursos corren nunca el peligro de derivar hacia lo abstracto, hacia el puro debate teórico, ya que él está siempre mucho más interesado por las vivencias que por las ideas.22 Cervantes se aprovecha de las posibilidades del diálogo para matizar, desde ellos, la personalidad de don Quijote, del cura, del canónigo, de Vivaldo…, pero, además, Cervantes se sirve de ellos, en el Quijote, para introducir ciertos temas, que pertenecen al cúmulo de ideas y de preocupaciones de la época. No son temas cervantinos, salvo por la responsabilidad que siempre implica cualquier selección. Todos los grandes temas del Quijote remiten a un debate de época, en el que Cervantes apenas interviene, porque lo que a él realmente le interesa —pongo como prueba todo el Quijote— es ver cómo ciertos puntos de vista funcionan al encarnar en vidas concretas. Tomemos uno de los temas que contribuyen a fijar la mentalidad de don Quijote: el amor. Filgueira Valverde23 ha estudiado la filiación trovadoresca de los detalles con que se adorna la manera de entender el amor por parte del caballero manchego (vasallaje, ascetismo, charitas/voluptas…). Un examen de los diálogos que, sobre la materia, amo y escudero mantienen (especialmente en los capítulos XXV y XXXI, de la primera parte) confirma plenamente la apreciación de Filgueira Valverde, a cuyas conclusiones remito. En lo que quiero reparar la atención es en el hecho de que el diálogo que don Quijote y Sancho entablan (Quijote, I, XXXI), tras el inventado viaje de este último al Toboso con la carta de don Quijote, pone sobre la palestra un viejo debate humanista. Recordemos los detalles que anteceden a tal diálogo: Sancho, frustrada su embajada ante Dulcinea, regresa, en compañía del cura, del barbero, y de Dorotea y Cardenio, al lugar en que quedó don Quijote haciendo penitencia. Éste, tras la farsa que Dorotea representa, da palabra de poner su brazo al servicio de la recuperación del reino de Micomicón, a la vez que rechaza el ofrecimiento de matrimonio que la princesa Micomicona le hace, como pago de sus servicios. Sancho insiste ante don Quijote, para que éste acepte la disposición de Dorotea-Micomicona, pues «[no] le ha de ofrecer la fortuna tras cada cantillo semejante ventura». Don Quijote contesta. Éstas son sus palabras:

¿Pensáis, villano ruin, que ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la horcajadura y que todo ha de ser errar vos y perdonaros yo? Pues no lo penséis, bellaco descomulgado, que sin duda lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. Y ¿no sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde a mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, y ¿quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante, y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea por mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y cómo sois agradecido: que os veis levantado del polvo de la tierra a ser señor de título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo!

(Quijote, I, 30)

A lo que responde Sancho:

Dígame, señor: si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta princesa, claro está que no será el reino suyo; y no siéndolo, ¿qué mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo; cásese vuestra merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida del ciclo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea, que reyes debe de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados.

(Quijote, I, 30)

A estas palabras, que tienen lugar ante toda la comitiva que acompaña a Sancho, sigue una conversación, en privado, entre caballero y escudero, en la que el caballero solicita de Sancho «cosas de particularidad acerca de la embajada» que aquél llevó ante Dulcinea. El esquema que sigue la tal conversación es el siguiente: don Quijote imagina una situación (acordándola siempre a su idea literaria de la dama) y Sancho, con no menor imaginación que su amo, va desmontando pieza por pieza la construcción imaginaria de su señor: Dulcinea, en el momento de recibir a Sancho, no estaba «ensartando perlas», como su loco caballero imagina, sino «ahechando dos anegas de trigo»; no besa la carta, sino que manda se ponga encima de un costal; no emana de ella «un olor sábeo, una fragancia aromática y un no sé qué de bueno», como quiere don Quijote, sino «un olorcillo algo hombruno». Tras el enfrentamiento físico entre señor y escudero (Quijote, I, 30), ahora Cervantes sitúa a sus lectores ante la lucha de dos construcciones imaginarias diferentes y, también, enfrentadas. El esfuerzo imaginativo de don Quijote, sobre la pauta de los modelos literarios siempre, es extraordinario, pero no lo es menor el esfuerzo de Sancho por degradar y rebajar el mundo imaginario de su señor. Uno y otro se van definiendo hacia concepciones del amor claramente enfrentadas. Veamos el punto álgido de este debate. Sancho insiste en su particular batalla, para que don Quijote se case con Dorotea-Micomicona, y, desde su particular e interesado punto de vista, aprovecha cualquier hilo suelto del discurso de su señor para intentar llevar el agua a su molino. Así, a la afirmación de que «Dulcinea es tan recatada, que no quiere que se sepan sus pensamientos, no será bien que yo, ni otro por mí, los descubra», él replica:

Pues si eso es así, ¿cómo hace vuestra merced que todos los que vence por su brazo se vayan a presentar ante mi señora Dulcinea, siendo esto firma de su nombre que la quiere bien y que es su enamorado? Y siendo forzoso que los que fueren se han de ir a hincar de finojos ante su presencia, y decir que van de parte de vuestra merced a dalle la obediencia, ¿cómo se pueden encubrir los pensamientos de entrambos?

Sancho quiere reconducir el diálogo a términos de lógica. Don Quijote, sin embargo, sigue dentro de su particular ficción. Desde ella, replica:

¡Oh, qué necio y qué simple eres! ¿Tú no ves, Sancho, que eso todo redunda en su mayor ensalzamiento? Porque has de saber que en este nuestro estilo de caballería es gran honrra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se estiendan más sus pensamientos que a servilla por sólo ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos sino que ella se contente de aceptarlos por sus caballeros.

La contrarréplica de Sancho no se hace esperar:

Con esa manera de amor he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena. Aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese.

(Quijote, I, 31)

Como muy bien ha visto Arturo Marasso,24 don Quijote, por el papel que le toca desempeñar al decidir imitar las gestas de la caballería andante, habla desde la vieja teoría del amor desinteresado (vieja teoría, pero que sigue vigente en el siglo XVI, como demuestra el soneto No me mueve, mi Dios, para quererte, y que todavía en 1699 da argumentos a Inocencio XII para condenar veintitrés máximas de Fenelon)25 y Sancho le responde desde los Remedia amoris, afeándole las cualidades de una Dulcinea que él nunca ha llegado a ver. La conversación entre señor y escudero, aparentemente trivial, ha derivado en un debate intelectual entre dos puntos de vista enfrentados. Pero lo que me interesa destacar es el hecho de que Cervantes sitúa este diálogo en el corazón mismo de las siete historias de amor a que ahora nos estamos refiriendo, contaminándolas e implicándolas en la cuestión sometida a debate. Las teorías amorosas renacentistas no se limitan, ciertamente, a las dos perspectivas representadas en el debate por don Quijote y Sancho, y Cervantes pudo multiplicar el número de interlocutores en el mismo. No lo hizo así, sin embargo, y, con buen criterio, prefirió comprobar cómo otras perspectivas diferentes funcionaban al encarnar en las vidas de unos personajes concretos. Surgen, así, las novelas de Marcela, Anselmo, Zoraida o Leandra. La discusión de unas ideas abstractas sobre el amor es sustituida por el problemático relato de unas existencias en las que tales ideas cobran cuerpo y se hacen vida. No acierta totalmente E. Orozco26 cuando, al examinar la presencia de diálogos en el Quijote, le asigna a esta forma de discurso la función estructural de enlace entre las diferentes aventuras. Su función estructural es, sin duda, mucho más compleja, y lo mismo puede decirse de su función semántica: el diálogo, en el Quijote, está, sobre todo, al servicio de la alternancia que se ha señalado de momentos de presencia y momentos de referencia, de mímesis y de diégesis, abriendo, desde tal alternancia la posibilidad del debate teórico de ciertas ideas, que luego se examinará cómo funcionan aplicadas a las vidas.

El episodio de Grisóstomo y Marcela

No puedo ahora extenderme más allá de un ejemplo. Conocemos ya, desde los trabajos de A. Marasso, la extraordinaria y cuidadosa elaboración que Cervantes —desde el homenaje o desde la parodia— hace de viejos materiales literarios, para construir la historia de Grisóstomo y Marcela: en concreto, el ilustre cervantista ve un ejercicio de imitación compuesta en la escena del entierro de Grisóstomo, donde rastrea la presencia y manipulación de la Vida de Virgilio, de Claudio Donato; de la escena ante la tumba de Andrógeno, en la Arcadia de Sannazaro; y de las exequias de Miseno, en la Eneida (VI). En la hermosura selvática de Marcela, reconoce el antecedente de la Camila y de la Dido, de la Eneida, y, en la defensa que Marcela hace de su derecho a la libertad, percibe el recuerdo de «alguna partícula pitagórica»; en la «Canción desesperada», de Grisóstomo, «no hay verso… que no exija comentarios. Garcilasista (imitación de la Canción primera y de la Canción cuarta, especialmente), petrarquista, es un mosaico de intencionadas reminiscencias; tiene como fondo los libros IV y VI de la Eneida. En el comienzo imita a Lucano»,27 con el recuerdo, también, de Propercio y de Eurípides. En el diseño y concepción general del episodio completo, Cervantes tiene muy presente la Fedra, de Séneca (desde el discurso de don Quijote ante los cabreros hasta el exculpatorio de Marcela), de manera que Marcela vive como vive Hipólito.

Para Américo Castro, Cervantes con la historia de Grisóstomo y Marcela reexamina, para ponerlos en entredicho, los tópicos neoplatónicos (del amor intelectual) y petrarquistas (crueldad e idealización de la dama, más ennoblecimiento del supuesto amador). Cervantes reúne una plural variedad de materiales, dándoles forma novelesca. Y es este tratamiento novelesco el que ahora nos interesa estudiar. Interesante es, como hace Marasso, analizar cómo Cervantes reelabora viejos materiales literarios. «Cervantes puede —dice Marasso— recordar a los poetas que tiene en su memoria y agregar por su cuenta lo que le agrade.» Es, precisamente, lo que Cervantes «agrega por su cuenta» lo que debemos valorar: el discurso de don Quijote ante los cabreros, «inspirado en la Medea y en la Fedra de Séneca», sirve para crear, desde el recuerdo y la añoranza, el marco mítico que conviene a la literaria forma de vida que Marcela ha decidido seguir. Sólo en esa sociedad utópica y, por tanto, ideal, que don Quijote, desde las fuentes literarias señaladas, se imagina para la Edad de Oro (recordémosla brevemente: «Todo era por entonces, todo amistad, todo concordia… Entonces se decoraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente del mesmo modo y manera que ella los concebía… la justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar… las doncellas y la honestidad andaban... solas y señoras sin temor de que ajena desenvoltura y lascivo intento las menoscabasen», Quijote, I, 11), hubiese podido hacerse realidad el programa vital de Marcela. Programa vital cuya inviabilidad —o cuyo riesgo— queda patenle con la muerte de Grisóstomo. El proyecto de vida de Marcela es perfecto como fórmula abstracta, pero resulta peligroso y dañino cuando se quiere someter a él el libre fluir de la vida (detrás de todo el dicho paulino de que «es mejor casarse que abrasarse», Cor., I, 7:9). La aventura de Rocinante con la «manada de hacas galicianas» (Quijote, I, 15) confirma, en versión paródica, la imposibilidad de un universo en donde todo sea «paz y concordia». Muy por el contrario, es la guerra lo que define la esencia vital del hombre; es la guerra lo que, frente a la dimensión literaria del mito, define la presencia del hombre en la historia. Y la historia, por los resquicios que deja la añoranza literaria de don Quijote, se cuela en el episodio a través de la canción en que Antonio da cuenta de su amor a Olalla:

Coyundas tiene la Iglesia

que son lazadas de sirgo;

pon tú el cuello en la gamella;

verás cómo pongo el mío.

Donde no, desde aquí juro

por el santo más bendito

de no salir destas sierras

sino para capuchino.

Si el lenguaje de esta canción remite ya —en la expresión de Avalle Arce—28 a un universo pastoril en clave realista, su contenido, en contraste con los tonos trágicos de la canción desesperada de Grisóstomo, crea una perspectiva histórica —diferente a la perspectiva poética en que el discurso de don Quijote ante los cabreros la había situado— para la lectura de los amores de Grisóstomo y Marcela. Las dos opciones que la canción de Antonio plantean —el matrimonio o el claustro— remiten a la doctrina erasmista sobre la castidad. Quizás no sea una casualidad el hecho de que Olalla sea una forma popular de Eulalia, una de las interlocutoras del Mempsigamos, que, a diferencia de lo ocurrido con el Encomium matrimonii, sí que fue traducido en fecha temprana,29 constituyendo una de las fuentes de difusión de la doctrina de Erasmo sobre el matrimonio. No faltan, en la tradición erasmista española, ejemplos femeninos sobre los que asentar la demanda de libertad que Marcela hace en su discurso ante la tumba de Grisóstomo. Así, trasunto cercano de la buena esposa que Erasmo hace aparecer en su Mempsigamos, la casada, en la segunda parte del Diálogo de Mercurio y Carón, de Alfonso de Valdés,30 es, como nuestra Marcela, un personaje alejado por igual de la llamada del claustro y de la del matrimonio, y defensora de su independencia, aunque, al final y de acuerdo con el elogio del matrimonio que Vives hace en su Institutio foeminae christianae, decida seguir, como más seguro, el camino del matrimonio, dado que es «cosa dificultosa guardar, como se debe guardar, la virginidad».31 Quizá tampoco sea una casualidad el hecho de que algunos de los restantes nombres de los personajes del episodio remitan a las fuentes más relevantes de la patrística en el tema de la virginidad: a San Juan Crisóstomo, que, en su De virginibus (dedicado a su hermana Marcelina), ve el matrimonio como la fuente de todos los vicios (la avaricia, la lujuria, la vanidad…), que exhorta a las doncellas a permanecer vírgenes incluso en contra de la opinión de sus padres y que llega a justificar el suicidio como medio de preservación de la virginidad; a San Ambrosio, que, en su De virginitate, ni siquiera acepta el argumento del matrimonio como una necesidad para asegurar la continuidad de la especie.

Lo cierto es que, leído el episodio de Grisóstomo y Marcela a esta luz, deja de ser un simple paréntesis pastoril en la secuencia de aventuras caballerescas, para convertirse en el centro de un debate de actualidad. Y lo mismo puede decirse del resto de historias vinculadas a la venta, auténtico «infierno de los enamorados», en expresión de Arturo Marasso. Así, por ejemplo, Zoraida, la mujer que deja su casa, su mundo y a su padre, ante la llamada de Leila Marién, le permite a Cervantes novelizar en una vida la doctrina del amor como vocación religiosa. Entre la locura de don Quijote (a quien le sobran todas las pruebas que Sancho le da, acerca de la condición real de Dulcinea) y la locura de Anselmo (que entiende el amor como un permanente estado de prueba), en seis historias diferentes, vemos alumbrar diferentes maneras de entender las relaciones amorosas y asistimos a un debate acerca de las más importantes cuestiones que la época tenía planteadas sobre el tema. Cada una de estas historias aporta un matiz diferente a la doctrina que emana del diálogo que, sobre el amor de don Quijote a Dulcinea, mantienen amo y criado; cada una de ellas demuestra —de un modo diferente— que, fuera de la locura del caballero manchego, ni la perfección ni la inmutabilidad son características del amor humano. Tal es, justamente, la verdad moral que, como contrapunto a la ficción quijotesca, ofrece el único de los siete episodios presentado como poesía, El curioso impertinente.

Así, pues, vistos desde la perspectiva del debate amoroso que don Quijote y Sancho mantienen, los seis episodios incorporados a las aventuras del caballero manchego (dejo a un lado El curioso impertinente, por las peculiaridades que tal episodio presenta), que ofrecen al lector otros tantos casos de amor y que se presentan como casos reales (afectan a personajes que se mueven en el mismo plano de realidad que don Quijote), son una demostración, desde la vida, de la verdad emanada del único caso que se narra como ficticio: el del triángulo formado por Anselmo, Camila y Lotario.

Pero no es sólo un debate doctrinal acerca del amor el que subyace a las siete novelitas. El discurrir de las mismas se halla jalonado también por una apasionada discusión sobre literatura. Esta discusión gravita en torno a los diálogos del cura y el ventero (Quijote, I, 31); del cura, el canónigo y don Quijote (Quijote, I, 47-50). En ambos el desarrollo de la discusión apunta, principalmente, a la distinción entre verdad y mentira en la literatura. El canónigo conmina a don Quijote a que, haciendo uso «de la mucha [discreción] que el cielo fue servido de darle», emplee su ingenio en «otra lectura que redunde en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra». Para ello le recomienda la Sagrada Escritura y obras de historia. La razón es sólo una: en las obras que él le recomienda hallará el caballero «verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes». La respuesta de don Quijote no puede ser más expresiva:

Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e inútiles para la república, y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en imitarlos…

(Quijote, I, 49)

La gradación (leer, creer, imitar) desborda los límites de la retórica y apunta hacia la crítica de los moralistas contra los libros de ficción. Pero lo que ahora me interesa destacar no es el alcance de esta gradación, sino las palabras del caballero manchego que siguen. Tras requerir del canónigo respuesta acerca de la veracidad, en un absoluto revoltijo, de la historia de Troya y de los poemas que de ella emanan, del caballero Guarino Mezquino, de la demanda del Santo Grial y de muchas otras ficciones, continúa don Quijote su demanda por los territorios de otra serie de obras mucho más difíciles de encasillar:

Si no, dígame también que no es verdad que fue caballero andante el valiente lusitano Juan de Merlo…, y las aventuras que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada... Niéguenme asimesmo que no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando de Guevara…

(Quijote, I, 49)

Y la demanda prosigue en un repertorio en el que las fronteras (desde la materia épica a la materia histórica, pasando por la materia de los ciclos artúricos y carolingio) no están nada claras. Ni siquiera están claras para el canónigo, que no tiene otro remedio que conceder:

No puedo yo negar, señor don Quijote, que no sea verdad algo de lo que vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca a los caballeros andantes españoles; y asimesmo quiero conceder que hubo doce Pares de Francia… Pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay [duda] muy grande…

(Quijote, I, 49)

Cervantes da la vuelta al debate literario que apasionaba a la preceptiva de su época, para hacer de lo que en aquélla se planteaba en términos de estética, una cuestión epistemológica. No se trata tanto de la necesidad de distinguir entre poesía e historia, cuanto de examinar los límites de cualquier tipo de discurso que quisiese ocuparse de la realidad. Las posiciones del debate, en el enfrentamiento del canónigo y don Quijote, son muy claras. Aquél habla con la lección de Aristóteles bien aprendida; éste lo hace desde su posición de simple lector. La razón parece inclinarse del lado de caballero, que demuestra cómo la poesía —incluso la mentirosa poesía de los tan denostados libros de caballerías— cumple con idénticos fines docentes que la historia:

Y vuestra merced créame, y como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos…

(Quijote, I, 50)

Don Quijote será un loco, pero ¿quién le negará la condición de «valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos»? Afirmar, frente a los moralistas neoplatónicos, que todo ello le venga de la lectura de obras de ficción, es mucho afirmar, pero nadie podrá negar que el diálogo literario entre el cura, el canónigo y don Quijote nos conduce, en ese territorio sin fronteras posibles, a un callejón sin salida. Cervantes, tan cuidadoso en matizar las victorias o derrotas de su caballero andante, deja aquí a los contendientes —por segunda vez— con las espadas en alto. Quizás, una vez más, a Cervantes antes que mediar en el debate teórico (que es el debate de toda la preceptiva de la época), le interesa dar cuerpo a la discusión en unas vidas concretas. No son las ideas, sino las vidas, lo que interesa a la pluma de Cervantes. Y es desde este punto de vista desde el que las siete novelas, incorporadas como episodios a la fábula del caballero manchego, adquieren un significado inesperado. Leídas desde el debate anteriormente referido, las siete historias de amor son una constatación de la inutilidad de la discusión teórica de los preceptistas: al cura o al canónigo les resulta demasiado sencillo distinguir, desde la posición teórica que ambos ocupan, entre verdad y mentira, entre poesía e historia. La vida, sin embargo, no se deja someter con facilidad a tan claro distingo y, así, Grisóstomo se engaña ante la ficción pastoril a la que Marcela pretende ajustar su vida; Cardenio, escondido tras unas cortinas, se equivoca al interpretar el sí que su amada Luscinda da a don Fernando; Dorotea se engaña también al interpretar las promesas de este último; Leandra se deslumbra ante las apariencias del miserable Vicente de la Roca o, mejor, de la Rosa; Lotario convierte la mentira de sus versos en la verdad de su amor por Camila, en tanto que Anselmo se engaña con la verdad que Camila y Lotario representan. El lector tiene, así, la ocasión de analizar, desde la vida, la complejidad de lo que cura y canónigo parecen tener muy claro desde la teoría.

El juego narrativo que Cervantes lleva a cabo, al complicar con diálogos, discursos y novelas interpoladas, lo que revela es el hallazgo, por parte de Cervantes, de una fórmula que le permite casar un hilo narrativo a un hilo discursivo, de manera que los dos discurran en paralelo, interfiriéndose, a lo largo de toda la fábula. El hilo discursivo nos presenta a unos personajes en su pensar, que, en distintos planos —estético (literatura), sentimental (amor) y moral (justicia)—, discuten acerca de la necesidad de diferenciar entre verdad y mentira, llegando a establecer en la teoría ciertos límites y fronteras de distinción. El hilo novelesco nos sitúa, por el contrario, ante unos personajes incapaces de mantener, en la vida, los distingos que en teoría parecían nítidos y evidentes.

Cervantes consigue que uno y otro hilo, en un perfecto entrelazado, se confundan y, confundidos, los refleja el espejo de la ficción que narra el relato de El curioso impertinente, auténtica cifra de todas las preguntas que, sobre la diferencia entre verdad y mentira, preocupaban, desde la crítica erasmista contra la literatura de ficción, a los preceptistas. En efecto, las pruebas, que Anselmo idea para hacer evidente la honestidad de Camila, sitúan a Lotario en la ineludible disyuntiva de tener que mentir a su amigo con la palabra o con los hechos. Desde el momento en que Anselmo pone en marcha su prueba, Lotario se ve obligado a elegir entre vivir su propia verdad (lo que le aboca a mentir a Anselmo) o vivir la ficción del papel que Anselmo le asigna (lo que le conduce a mentir a Camila y a mentirse a sí mismo). La mentira de su amor a Camila es mentira en el plano de la historia, pero es verdad en el plano literario del papel que, por amistad, le toca representar. Ahora bien, la mentira literaria acaba imponiéndose, cuando avanza el relato, como verdad en el plano de la vida. Inicialmente, el contenido del soneto amoroso que Lotario entrega a Camila es mentira, en relación con la propia Camila (es sólo un ejercicio literario), pero es verdad en relación con la ficción que Anselmo le ha pedido que represente. La cosa se complica cuando la ficción, que Lotario representa y canta en su soneto, se convierte en vida; la mentira literaria se hace verdad y los personajes han de echar mano de esta verdad para con ella engañar al que puso en marcha todo el mecanismo de la ficción. La zona de deslinde está siempre en función del punto de vista que se adopte. En el momento de su escritura, el soneto de Lotario, efectivamente, es mentira en la vida, aunque sea verdad en la ficción de lo representado por el personaje ante su amigo; pero el mismo soneto acaba convertido en verdad en la vida de Lotario, y, por lo tanto, en mentira, en relación con el papel que Anselmo le había asignado. Los límites entre la verdad y la mentira, claros desde un punto de vista lógico, no lo son tanto desde un punto de vista sentimental y moral. Y esto es así —he aquí otra de las grandes verdades que emergen de la ficción de El curioso impertinente—, porque vivir es siempre «vivir una ficción» propia (como la que Alonso Quijano, en un ejercicio de voluntarismo, decide vivir al hacerse don Quijote) o una ficción que los demás (la propia vida) nos impone (como la que Camila y Lotario acaban viviendo, o como la que el propio don Quijote se ve obligado a vivir, cogido en las redes de Dorotea-Micomicona).

El episodio como novela ejemplar

En esta revolucionaria estructura, la doble dimensión a que, como demostró Márquez Villanueva, el narrador renacentista precisa atender, al presentar a sus héroes —la del hacer (aventuras) y la del pensar (diálogos y discursos)—, se ve enriquecida en Cervantes por una tercera dimensión, al servicio de la cual funcionan los episodios (novelas) que vienen a insertarse en el Quijote de 1605. Si diálogos y discursos actúan al servicio de la presentación de un universo de ideas, que la época siente como problema, las novelas insertas en la historia de caballero y escudero funcionan a modo de defectuosos exempla de tales ideas.32 Son novelas ejemplares en el más puro y estricto sentido de lo defendido por la lectura que los retóricos del momento hacen de Quintiliano y, sobre todo, de Aristóteles; y no en el sentido de la interpretación restrictiva que acompaña la práctica del exemplum en la Edad Media.33 En los diálogos y coloquios de los personajes de la fábula principal se someten a debate teórico una serie de ideas que, luego, Cervantes nos hará ver contextualizadas y encarnadas en las vidas concretas de los personajes episódicos, Así, por ejemplo, el «amor gratuito o desinteresado», que don Quijote dice profesarle a Dulcinea, se ve contrapunteado por el amor vivido de los personajes de las siete historias de amor, que se desarrollan en torno a la venta. Si la raíz de la locura de don Quijote está en su falta de discernimiento, en la literatura, entre una historia verdadera y una historia ficticia (más propiamente, entre historia y ficción), Lotario, Cardenio, Dorotea, Zoraida y Leandra son otros tantos ejemplos de lo difícil que resulta, en la vida, distinguir entre verdad y mentira, dando la razón con los respectivos relatos de sus vidas al quijotismo de Alonso Quijano, frente al aristotelismo de curas y de canónigos. Más allá de los términos abstractos de cualquier debate, el amor perfecto, la verdad absoluta y la justicia plena no existen. Diálogo o discurso, y narración, quedan perfecta y funcionalmente integrados en la fórmula narrativa que, con el Quijote, Cervantes nos propone: un perfecto entramado, donde las partes dialogadas y las partes narrativas se entrelazan, invitando al lector a un continuo vaivén, desde la discusión teórica de ciertas ideas a la comprobación experimental de cómo tales ideas funcionan encarnadas en vidas concretas.

Se trata, sin duda, de un recurso literario. Pero este recurso revela, más allá de la pericia narrativa cervantina, la conciencia del autor en relación con el problema de las relaciones de discurso y realidad, problema fundamental en la reflexión literaria de la época. Cervantes, con el Quijote, pone en pie una fórmula narrativa que responde a su despierta conciencia de las insuficiencias tanto de la épica, como de la historia, para imitar la fluencia, rica y libre, de la realidad.34 En literatura, la consecuencia más relevante que se produce, como resultado de ese intento de estar a la altura de una realidad que se siente equívoca y problemática, es el nacimiento de esa fórmula narrativa nueva, que Cervantes erige en el Quijote; una fórmula que se caracteriza por un sincretismo del que emerge un mundo, cuya calidad depende tanto de la mirada plana e histórica de Sancho (Quijote, II, 3), cuanto de la visión deformadora y poética de don Quijote (Quijote, II, 3); y que es capaz de asumir, a pesar de su mutua contradicción, ambas perspectivas. Fórmula que se caracteriza también por un sincretismo del que surge un discurso polifónico en el que caben todo tipo de voces.

Toda narración de un hecho —histórico o fictivo— no podrá ser otra cosa que la elección de una lectura, entre otras muchas posibles, para tal hecho, porque cualquier suceso admite tantas lecturas como espectadores. Lo que equivale a afirmar que, desde el punto de vista del discurso, no existen hechos, sino interpretaciones; y las varias interpretaciones de un mismo hecho —sin dejar de reflejar el hecho— podrán incluso contradecirse. El partir de esta constación supone ya un paso de gigante para la definición y configuración de la novela moderna. Cervantes, a través de sus juegos narrativos entre narración mimética y narración diegética, está novelizando el problema de la incapacidad de cualquier discurso para dar cuenta, exacta e imparcial, de una realidad viva, incapacidad que habla elocuentemente, no sólo de las limitaciones del discurso, sino también del carácter problemático de la realidad. El Quijote es una historia, una fábula, pero —gracias a ese juego que Cervantes potencia entre la narración de aventura, diálogos y novelas— es también el escenario de un debate estético y epistemológico, que alumbra una nueva realidad haciéndola surgir del choque de lo ideológico con la casuística de lo vital circunstanciado.

(*) Javier Blasco, «...“Y los demás que contiene son episodios” (La fábula y los episodios del Quijote)», en Castilla. Estudios de Literatura, 18 (1993), pp. 19-40.

(1) Cf. E. Orozco, «Sobre los elementos o miembros que integran el cuerpo de la composición del Quijote de 1605», en Serta Philologica... Fernando Lázaro Carreter, Madrid: Cátedra, 1983, p. 365.

(2) Véase el enfoque que hago de esta cuestión en «La compartida responsabilidad de la “escritura desatada” del Quijote», en Criticón, 46 (1989), pp. 41-62.

(3) López Pinciano, Philosophía antigua poética, ed. A. Carballo Picazo, Madrid: CSIC, 1973, pp. 16-17.

(4) Véase, para una detallada y puntual referencia al debate, J. E. Spingarn, A History of Literary Criticism in the Renaissance, Nueva York: Columbia University Press, 1949; V. Hall, Renaissance Literary Criticism, Nueva York: Columbia University Press, 1945; B. Weinberg, A History of Literary Criticism in the Italian Renaissance, Chicago: The University of Chicago Press, 1974; y, concretamente para lo español, K. Hur, Las teorías literarias en España y Portugal durante los siglos xv y xvi, Madrid: CSIC, 1973; S. Shepard, El Pinciano y las teorías literarias del siglo de oro, Madrid: Gredos, 1970; y A. Vilanova, Preceptistas españoles de los siglos xvi y xvii, en la Historia General de las Literaturas Hispánicas, Barcelona: Vergara, 1968.

(5) Poesía e historia, como señala la Poética aristotélica, son, inexcusablemente, los vectores obligados para cualquier intento de narración. Esto quedaba suficientemente claro ya en Aristóteles. De lo que ahora se trataba, tras el debate humanista contra las viejas fábulas, era de justificar la existencia del discurso poético (es decir, de un discurso en el que la fictio pudiera ser leída como aliqua figura veritatis). El debate sigue vivo en la época de Cervantes, como demuestra la precisión con que Lope de Vega, en La dama boba (ed. A. Zamora Vicente, Madrid: Espasa-Calpe (Clásicos Castellanos), 1978, pp. 154-155), establece las coordenadas en las que, en el seno del mencionado debate, se inscriben los límites de la narración: de una parte, queda claro que «también hay poesía / en prosa»; de otra, se puntualiza que «hay dos prosas diferentes: / poética y historia». En el marco de este debate, el propio Lope produce poemas como El Peregrino en su patria.

(6) V. «La compartida responsabilidad…», art. cit.

(7) Véase mi trabajo «Tropelía o novela: notas cervantinas sobre el que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana», en Tropelías, 3 (1992).

(8) «Un libro de Casalduero: Sentido y forma del Quijote», en La vida como discurso, Zaragoza: Heraldo de Aragón, 1981, p. 146.

(9) Edmund de Chasca, «Algunos aspectos del ritmo y del movimiento narrativo del Quijote», en Revista de Filología Española, XLVII (1964), pp. 287-307.

(10) Fuentes literarias cervantinas, Madrid: Gredos, 1973, p. 122 y ss.

(11) EdO: Discurso de don Quijote sobre la «Edad de oro»; AyL: Discurso de don Quijote sobre «Las armas y las letras».

(12) Es, sobre todo, en el Quijote de 1605, donde se plantea el problema de las novelas interpoladas. En el Quijote de 1615, las interpolaciones existen, como en la primera entrega de la historia, pero los problemas que plantea su integración son diferentes y merecen estudio aparte.

(13) «Una de las tachas que ponen a la tal historia —dijo el bachiller— es que su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente, no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tener que ver con la historia de su merced del señor don Quijote» (Quijote, II, 3).

(14) Cervantes y su concepto del arte, Madrid: Gredos, 1975, pp. 133-137.

(15) La Galatea, en Summa Cervantina, ed. de J. B. Avalle-Arce y E. C. Riley, London: Tamesis Books, 1973, pp. 30-32.

(16) «Structural Symmetry in the Episodic Narratives of Don Quijote, Part One», en Comparative Literature, X (1958), p. 121 y ss.

(17) Francisco Ayala, «Técnica de composición en Cervantes», en Las plumas del Fénix, Madrid: Alianza, 1989, p. 83, ya remite el origen de las novelas ejemplares al Quijote de 1605.

(18) Celina Sabor de Cortázar opina que tales historias fueron concebidas como unidades independientes de la estructura global de La Galatea. Cf. «Observaciones sobre la estructura de La Galatea», en Filología, XV (1971), p. 231.

(19) «Advierto que quando digo fábula, solamente entiendo el argumento —que por otro nombre dize hipóthesi, o cuerpo de fábula— y quando episodio, entiendo las añadiduras de la fábula, que se pueden poner y quitar sin que la acción esté sobrada o manca, y quando dixere la fábula toda, entiendo argumento y episodios juntamente». Y advierte: todos los tipos de fábula —la épica, la trágica y la cómica— exigen la presencia de episodios, pero éstos serán más largos en la épica que en cualquier otro tipo de fábula. Cf. López Pinciano, Philosophía Antigua Poética, ed. cit., pp. 15-17.

(20) S. Zimic, «Cervantes, lector de Aquiles Tacio y de Alonso Núñez de Reinoso», en DA, 26 (1965), pp. 56-57.

(21) Cf. R. Inmerwahr, «Structural Symmetry…», art. cit., pp. 121-135.

(22) No es una casualidad que el «Discurso de las armas y de las letras» (Quijote, I, 39) se bautice con el nombre de preámbulo a la historia de El Capitán cautivo.

(23) «Don Quijote y el amor trovadoresco», en Revista de Filología Española, 32 (1948), p. 496 y ss.

(24) Cervantes, la invención del Quijote, Buenos Aires: Librería Hachette, 1954, p. 238.

(25) Véase lo que dice al respecto Menéndez Pelayo, en su Historia de los heterodoxos españoles, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1978, V, II, p. 196.

(26) «Sobre los elementos o miembros que integran el cuerpo de la composición del Quijote de 1605», art. cit., pp. 365 y ss.

(27) Cervantes, la invención del Quijote, o. cit., p. 88.

(28) Véase la insistencia sobre este punto en las notas de su edición del Quijote, Madrid: Alhambra, 1983, pp. 156-158.

(29) Medina del Campo, 1527. El traductor fue Diego Morejón. Cf. M. Bataillon, Erasmo y España, México: Fondo de Cultura Económica, 1966, p. 287 y ss.

(30) Ed. de Montesinos, Madrid: Espasa Calpe, 1929.

(31) Ed. cit., p. 247.

(32) Defectuosos exempla, porque el suceso particular que narran, al poner sobre el tapete una casuística muy particular, somete a prueba la doctrina general y problematiza su validez universal. Aunque estructuralmente, en la tesis que propongo, novela ejemplar y ejemplo guarden cierto parentesco, somáticamente y funcionalmente la distancia entre una y otra forma narrativa es mucha. Si el exemplum es un tipo de narración que se justifica desde la perspectiva de una sentencia, la novela establece entre ambos elementos una relación muy diferente. La narración, al no ilustrar ni verificar la ley general, deja de tener cualquier valor normativo o paradigmático. La vinculación de las novelas interpoladas del Quijote, de 1605, con los núcleos de pensamiento a que responden los discursos del caballero manchego, se ha convertido para la crítica en eje fundamental de cualquier lectura moderna del Quijote. V. Hann Juergen, «El capitán cautivo; the Soldier’s Truth and Literary Precept in Don Quijote, part I», en Journal of Hipanic Philology, 3 (1979), p. 284.

(33) En tiempos de Cervantes la definición de exemplum que tiene vigencia ya no es la de «exemplum est quod sequamur, aut vitemus; exemplar esse quo simile fadamus». El valor de prueba es el exemplum, por lo que está separado completamente de la noción de moralidad. El exemplum no es moral ni inmoral, como no son morales ni inmorales los relatos de que se sirve un abogado en la argumentación de su defensa o de su acusación.

(34) Véase Alberto Sánchez, «Historia y poesía en el Quijote», en Cuadernos de Literatura, III (1948), p. 157 y ss.