Anthony Close "Los episodios del Quijote"

Empiezo con una pregunta: en vista de que los episodios del Quijote, mayormente los de la primera parte, son, para el gusto de muchos lectores, lo más insufrible de la novela, hasta tal punto que ha habido quienes pretenden que están escritos con intención irónica o paródica,1 ¿qué interés o importancia tiene para nosotros el tema de esta conferencia? A esta pregunta cabe contestar con otra, cuya naturaleza problemática indica la urgencia de intentar resolverla: a saber, ¿cuáles son los episodios de la segunda parte del Quijote? Que yo sepa, no ha habido más que dos estudiosos que han intentado dar una solución precisa a este acertijo,2 y las importantes divergencias entre sus versiones son testimonio elocuente de su dificultad. Un gran editor del Quijote, Diego Clemencín, muy apegado a la estética neoclásica y por ende bien calificado para terciar en el asunto, formula su opinión al glosar el preámbulo del capítulo 44 de la segunda parte. Éste es el importante pasaje donde Cervantes explica cómo y por qué los episodios de esta parte difieren de los de la primera, explicación cuyo caprichoso humorismo no hace más que agravar lo impreciso y vacilante de la terminología empleada. Dice Clemencín: «El primer episodio que encuentro en esta segunda parte es la conversación de los dos escuderos; segundo, el de Basilio; tercero, el del rebuzno; cuarto, el del gobierno de Sancho; quinto, el de la embajada del paje; sexto, el de Claudia Jerónima; séptimo, el de Ana Félix». A esto añade que el objeto de los episodios es, sencillamente, proporcionar al lector el placer de la variedad. Observemos que al calificar de episodios los capítulos relacionados con el gobierno de Sancho, Clemencín se anticipa al juicio de uno de los más respetados editores modernos del Quijote, Martín de Riquer, quien opina que el motivo de haberse introducido la mencionada explicación en el preámbulo de II, 44 es para justificar de antemano el haberse yuxtapuesto, en ritmo alternante, las aventuras de don Quijote en el palacio de los duques con los sucesos que transcurren en el gobierno de Barataria.3 Sobre la opinión de Riquer, y el preámbulo de capítulo que le da pie, volveremos más adelante. Observemos por ahora que refleja una tendencia generalizada entre los críticos modernos, cuando emplean el término episodio, a oscilar entre el sentido antiguo que tenía para Cervantes, y el moderno, equivalente a «cualquier lance o serie de lances independiente».4 Desde luego, esta confusión sólo sirve para enturbiar el problema.

Ahora escuchemos a Ted Riley, la máxima autoridad moderna sobre cuestiones de poética cervantina. Por supuesto, Riley trata la cuestión de los episodios desde el punto de vista teórico en su Teoría de la novela en Cervantes,5 y de este importante tratamiento del tema, que en algunos puntos necesita ser matizado o ampliado, me ocuparé a continuación. Pero de momento lo que me interesa es ver cómo resuelve nuestra espinosa pregunta. En un sustancioso artículo que apareció en Anales Cervantinos a mediados de los 1950, y cuyos argumentos se repiten, en lo esencial, en su libro sobre don Quijote de 1986,6 define como episodio externo cualquier aventura cuyo origen nada tenga que ver con don Quijote y su manía caballeresca, que tenga trama novelesca con principio, medio y fin, y que no sea mera anécdota. De acuerdo con la definición halla que los episodios de la segunda parte son seis, contrapuestos a las seis aventuras amorosas de la primera: las bodas de Camacho (II, 19-22); los rebuznadores (II, 25, 27); el asunto de la hija de doña Rodríguez (II, 48, 52, 54, 56, 66); la escapada nocturna de la hija de Diego de la Llana (II, 49); la tragedia de Claudia Jerónima (II, 60); la historia de Ana Félix, hija del morisco Ricote (II, 54, 63-65). Como se ve, Riley no menciona para nada la charla de los dos escuderos, el gobierno de Sancho, ni la embajada del paje, debiéndose la discrepancia de su lista con la de Clemencín a que se fundan en criterios distintos: acontecimientos más o menos independientes de don Quijote, sean o no de índole novelesca (Clemencín), aventuras de origen no quijotesco, que constituyen la trama de un cuento o novela (Riley). Además, para Riley, los episodios tienen una función esencial dentro de la novela, que les confiere un tipo de unidad con la acción central más fuerte que la temática o simbólica tan a menudo alegada por los críticos modernos:7 es decir, el servir de piedra de toque para medir la evolución de la locura quijotesca hacia el desengaño final. Así que Riley considera insuficiente la justificación neo-clásica aludida por Clemencín, que pudiera resumirse en che per tal variar natura è bella, y prefiere una relacionada con el tema central del Quijote: la oposición de la ilusión y la realidad, o de la literatura y la vida.

Pero las divergencias entre los dos eruditos obedecen a una causa más fundamental que el mencionado factor, la cual estriba en lo hondamente paradójico de la concepción cervantina de los episodios del segundo Quijote. Para entender aquélla e identificar éstos, en la medida en que sean identificables, conviene antes que nada que sepamos cómo la preceptiva neo-clásica entendía el término episodio y veía la relación entre episodio y acción central.

Para los preceptistas y poetas del Renacimiento y el Barroco, tanto en Italia como en España, fueron principalmente la Poética de Aristóteles y los ejemplos prácticos de Homero y Virgilio los que deslindaron el terreno de la problemática, pautas a que vinieron a agregarse posteriormente obras maestras como el Orlando furioso de Ariosto y la Gierusalemme liberata de Tasso, junto con el voluminoso corpus teórico renacentista que versaba sobre la Poética y el poema heroico. Así que el debate sobre la función de los episodios, ligado siempre al ejemplo de modelos concretos, surge dentro del campo de la épica. Naturalmente, se extiende a España, asomándose en la epístola once de la Philosophía antigua poética (1596) del Pinciano y en la segunda tabla de las Tablas poéticas (1617) de Cascales, entre otros tratados,8 y repercutiendo también en los preliminares de los múltiples poemas heroicos que salieron a partir de mediados del siglo xvi: incluidos la Araucana (1569, 1578) de Alonso de Ercilla, la Jerusalén conquistada (1609) de Lope de Vega, el Bernardo (1624) de Bernardo de Balbuena.

En los mencionados contextos, lo mismo que en el preámbulo de Don Quijote II, 44, episodio tiende a emplearse como sinónimo de digresión,9 refiriéndose ambos términos a los ingredientes accesorios de la trama —según Cascales, «estrangeros de la fábula […] traídos de afuera»—10 destinados a suministrar la variedad, la grandiosidad y el ornato que, para aquella época, eran requisitos del goce estético propio del género heroico. De episodios y digresiones califica Bernardo de Balbuena la materia intercalada de su Bernardo, diseñada para competir con la variedad del mismo Orlando furioso: descripciones de palacios, cuevas y castillos, de la tierra, del cielo, y del infierno; catálogos de genealogías; fábulas mitológicas; las narraciones en flashback con que cada nuevo personaje nos cuenta su vida y milagros.11 Giraldi Cintio, al tratar de los romanzi, ofrece una lista de ejemplos de materia episódica que evoca el contenido de un periódico popular de fin de semana: «improuisi auenimenti, morti, essequie, lamentationi, recognitioni, cose terribili & compassioneuoli, nozze, nascimenti, uittorie, triomphi, singolari battaglie, giostre, torneamenti, cataloghi, ordinanze & altri simili cose».12 Obsérvese cómo este desconcertante inventario pone de relieve tipos de materia que se prestan a la enumeración campanuda, o al virtuosismo descriptivo o retórico.

Para ilustrarlo concretamente, veamos cómo Francisco Cascales distingue entre el argumento central de la Eneida y sus episodios. Según el preceptista murciano el argumento puede resumirse así: «Un señor valeroso […] procurando hallar para sí y sus compañeros nueva habitación y obtener nuevo dominio, perseguido de Juno en el viage, passó muchos trabajos y daños. Al fin, después de tantas y tan graves fatigas, llegó a Italia, donde travada una mui reñida y peligrosa guerra contra los rútulos, y tomada memorable vengança del enemigo, conquistó un nuevo reino para sí y para los suyos. Esto es el proprio sujeto del poema […] Todos los demás son episodios entretexidos para hazer la obra más gallarda y deleitosa».13 Habiendo reducido la trama de la Eneida a tan austeras dimensiones, Cascales lógicamente incluye en la categoría de episodios la mayor parte de su contenido, atribuyéndoles la función no sólo de hinchar, sino también de engrandecer y embellecer el flaco perro de la fábula. Menciona explícitamente la larga relación que de sus desventuras y andanzas hace Eneas a petición de la reina Dido, junto con los amores de esta pareja y su trágico desenlace. Es decir, todo el contenido de los libros segundo y tercero. También cita el famoso comienzo in medias res: la visita de Juno a la cueva de Eolo, dios de los vientos, para incitarle a desencadenar una tormenta contra la flota de Eneas. Y aunque no los cite de modo explícito, se infiere que su lista de episodios abarcaría lances como los siguientes: los juegos celebrados para conmemorar la muerte de Anquises (libro quinto); el descenso de Eneas al Averno en busca del espíritu de su padre (libro sexto); la descripción de los ejércitos latinos que marchan para pelear con los troyanos (libro séptimo). En fin, para Cascales, como para la mayoría de los preceptistas, con Aristóteles a la cabeza (Poética, 1455b 15-23), conviene que el argumento de la épica sea lo suficientemente breve para acomodar abundantes episodios, que el poeta encontrará en cada uno de los medios u obstáculos que ayudan o estorban al protagonista en sus esfuerzos por alcanzar su meta.14

Fundamentalmente, Cervantes comparte estos supuestos. Su épica en prosa, Persiles y Sigismunda, compuesta según los preceptos y modelos canónicos, está estructurada como un árbol cuyo tronco equivale a la trama principal, y cuyas ramas son los episodios. Éstos comprenden la larga narración retrospectiva de Periandro en el libro segundo, los más breves relatos en flashback de los múltiples personajes que los protagonistas encuentran en el camino (Antonio, Rutilio, etcétera), y los breves autorretratos o escenas dramáticas que en el libro tercero y cuarto alternan con ese tipo de relato.15 En relación con este material intercalado se ventila a menudo la problemática debatida por los preceptistas aristotélicos. Mediante una segregación sexista que se anticipa curiosamente a la división que entre lectores cómplice —se sobreentiende macho— y lectores hembra propone Cortázar para su Rayuela, Cervantes divide en dos bandos a los oyentes de la narración de Periandro: mientras las mujeres no paran de elogiar su gracia y donaire, los hombres ponen constantes reparos a su prolijidad y complicación. En los elogios femeninos resuena el principio de que los episodios sirven para ampliar y adornar la trama principal, mientras que los reparos masculinos se fundan en el precepto aristotélico de que deben estar trabados con ella conforme a la verosimilitud y la necesidad (Aristóteles, Poética, 1451b, 33-35). Mauricio susurra al oído de su hija Transila: «paréceme […] que con menos palabras y más sucintos discursos pudiera Periandro contar los de su vida […] porque los episodios que para ornato de las historias se ponen, no han de ser tan grandes como la misma historia; pero yo, sin duda, creo que Periandro nos quiere mostrar la grandeza de su ingenio y la elegancia de sus palabras» (II, 14).16 Comentario que no merma para nada el placer de la cabeza hueca de su hija.

Aquí parecemos topar con dos discrepancias por parte de Cervantes frente a la preceptiva al uso. Aunque los preceptistas insisten en que los episodios no deben estar traídos por los pelos, ni amontonados confusamente, suelen dar por sentado, como ya hemos visto, que deben ser más largos que el asunto principal. No creo, sin embargo, que el citado comentario de Mauricio deba entenderse como una negación fundamental de este principio, puesto que él no se está refiriendo a los episodios del Persiles en conjunto, sino concretamente a la narración de Periandro, rama de tamaño excesivo respecto al árbol de que forma parte. No obstante, al manifestar estos escrúpulos, que se hacen eco de los expresados por Alonso de Ercilla en el prólogo a la segunda parte de la Araucana y que veremos plantearse en el segundo Quijote respecto a la historia del cautivo y al Curioso impertinente, Cervantes se muestra más riguroso que los mismos preceptistas. Ya veremos por qué. Hasta cierto punto, esta observación vale igualmente para su actitud ante la exigencia de que los episodios formen un cuerpo uno y entero con el argumento principal, precepto normalmente entendido en conexión con la verosimilitud o necesidad de su relación con el mismo.17 No obstante, en el libro tercero del Persiles, donde el espacio geográfico y temático recorrido por los peregrinos recuerda a menudo el de las novelas cervantinas, Cervantes se muestra preocupado por el problema de si es o no es conveniente encajar episodios de tonalidad distinta a la de la acción central, problema apenas discutido por los preceptistas, que suelen dar por sentado que los episodios están ahí para realzar la grandiosidad de un asunto ya de por sí grandioso. Sin embargo, ya que los escrúpulos de Cervantes se derivan de la exigencia fundamental de que episodios y trama principal estén orgánica y coherentemente unidos, constituyen una ligera modificación, más bien que una desviación, de la doctrina ortodoxa. En ellos se basan sus inquietudes respecto a la propiedad de varios episodios del tercer libro del Persiles, cuya naturaleza cómica no está en consonancia con el tenor heroico fijado por los libros anteriores.18

He aquí cómo se expresa al respecto en el preámbulo del capítulo 10, en que se desarrollará una especie de escena de entremés o de novela picaresca, la de los dos ex-cautivos fraudulentos que, después de ser desenmascarados por sendos alcaldes tontos, logran escapar al castigo gracias a su hábil manejo de la palabra: «Las peregrinaciones largas, siempre traen consigo diuersos acontecimientos; y como la diuersidad se compone de cosas diferentes, es forçoso que los casos lo sean. Bien nos lo muestra esta historia, cuyos acontecimientos nos cortan su hilo, poniéndonos en duda dónde será bien anudarle; porque no todas las cosas que suceden son buenas para contadas, y podrían passar sin serlo y sin quedar menoscabada la historia: acciones hay que, por grandes, deuen de callarse, y otras que, por baxas, no deuen dezirse, puesto que es excelencia de la historia que, qualquiera cosa que en ella se escriuia [sic],19 puede passar al sabor de la verdad que trae consigo; lo que no tiene la fábula, a quien conuiene guissar sus acciones con tanta puntualidad y gusto, y con tanta verissimilitud, que, ha despecho y pesar de la mentira, que haze dissonancia en el entendimiento, forme una verdadera armonía». Sobre esta distinción entre el privilegio del historiador y las obligaciones del poeta o novelista volveremos a continuación.20

Los pasajes del Quijote que tratan de esta problemática guardan relación con los del Persiles y su trasfondo aristotélico. Al hablar, en el preámbulo de II, 44, de la gala y artificio de las novelas intercaladas en la primera parte, Cervantes evoca la función primaria de los episodios: la de suministrar ornamentación placentera. El pasaje merece ser citado, ya que en él se descubre claramente el motivo de haber compuesto Cervantes su colección de doce novelas sin insertarlas en el marco decameronesco de una tertulia o viaje o período de descanso veraniego, el cual, para los hombres de su tiempo, constituía la forma canónica e ineludible del género: «También pensó […] que muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa, o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descubierto cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz».21 En el breve preámbulo de Don Quijote, I, 28, ya bien entrado en la exposición del embrollo de los cuatro amantes (Cardenio, Dorotea, Luscinda, Fernando), y con la perspectiva de un montón de episodios por delante, Cervantes sale al paso de las objeciones con la siguiente justificación anticipada: «gozamos ahora, en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia» (I, 344). Aquí se apela de nuevo a los encantos de la variedad, idea implícita en la neta distinción entre historia verdadera, por un lado, y cuentos y episodios, por otro, cuya artificiosa hechura promete tanto deleite como la trama central. Por otra parte, el pasaje es altamente significativo por la manera en que nos deja entrever, en dos incisos aparentemente inocuos, las dudas albergadas por Cervantes respecto a lo que se propone hacer. El decir que los episodios, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia, además de servir de topos de modestia, encierra la connotación de que, en parte, sí lo son. Sobre todo, da a entender que son menos pertinentes que las aventuras de don Quijote a la verdad de la historia, frase recurrente en la novela que combina ambiguamente las ideas de lo realmente ocurrido y la esencia del asunto.22 En este contexto, predomina esta última connotación, de manera que en parte, menos verdaderos equivale a en parte, menos esenciales. A pesar de esta tacha, se defiende la inclusión de los episodios alegando una circunstancia extrínseca, apuntada en el inciso «en nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos». O sea, en los tristes y aburridos tiempos que vivimos, cuanto más divertido, mejor.

Estas consideraciones sobre la verdad de la historia nos llevan a la queja de Cervantes/Benengeli que da comienzo al preámbulo de II, 44, y que, como ya apuntó Riley, guarda una curiosa relación con el prólogo a la segunda parte de la Araucana.23 Me salto las tres primeras líneas, absurdamente enrevesadas, si bien inteligibles, y paso a la cuarta, donde Cervantes alude jocosamente a «un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos» (II, 366). Ercilla ya se había anticipado a este lamento, pidiendo se le compadeciese por tener que «escribir dos libros de materia tan áspera y de poca variedad, pues desde el principio hasta el fin no contiene sino una misma cosa, y haber de caminar siempre por el rigor de una verdad y camino tan desierto y estéril, paréceme que no habrá gusto que no se canse de seguirme».24 A renglón seguido, ruega que se le reconozca el mérito de haber cumplido con su obligación, y de no haber hecho más que introducir episodios rigurosamente a tono con la índole histórica de su asunto, a saber, las descripciones de las batallas de San Quintín y de Lepanto. Pero a pesar de esta afirmación, ello es que, en esta segunda parte de la Araucana, Ercilla sucumbe en numerosas ocasiones a su deseo de variedad, intercalando cuatro episodios de tipo romántico con protagonistas femeninos (episodios de Lauca, Dido, Tegualda y Glaura) y uno que consta de la descripción de los países pintados en el globo de cristal del mago Fitón. Evidentemente, como muchos poetas españoles de su tiempo, Ercilla comparte la premisa de que el argumento principal de un poema heroico debe ceñirse a los hechos históricos, mientras que los episodios ofrecen oportunidades para dar rienda suelta a la fantasía. Lo significativo del cotejo del pasaje cervantino con el de Ercilla es que ambos autores conciben su fábula como una especie de crónica, que debe, en principio, ser fiel a su argumento esencial, sacrificándose a esta exigencia, salvo excepciones rigurosamente restringidas, la tentación de extenderse en digresiones que pudieran variarlo y embellecerlo. Y ambos autores se quejan, en términos hiperbólicos muy parecidos, de la penosa renuncia que supone el «caminar por el rigor de una verdad y camino tan desierto y estéril».

Ahora bien, el que Cervantes haya importado a una novela cómica, el Quijote, las técnicas formales y los términos teóricos propios de la épica,25 es una prueba más de lo consciente que era de la preceptiva vigente, rasgo que le diferencia sin duda de los novelistas coetáneos. Pero el procedimiento de Cervantes no carece del todo de precedentes. Mateo Alemán, que en su «Declaración para el entendimiento deste libro» (es decir, la primera parte) había calificado de poética historia a su Guzmán de Alfarache, con un claro dejo aristotélico, introduce múltiples episodios en su obra: novelas, sermones, fábulas, y otras digresiones. Una de las justificaciones que de su procedimiento nos ofrece, muy interesante por las semejanzas y desemejanzas que a la vez presenta con la actitud de Cervantes, viene, no en su obra maestra, sino en su biografía de San Antonio de Padua, publicada en 1604. En el prólogo, después de afirmar que un historiador debe contar su historia limpia de elementos irrelevantes y arropada en la verdad —obsérvese de nuevo la asociación de la verdad con la esencia del asunto—, Alemán confiesa que, aunque ha cumplido con la segunda obligación, respetar la verdad, no ha cumplido con la primera, suprimir lo irrelevante, ya que las vidas de los santos exigen que se comenten con moralidades y alegorías. Pudiera haber añadido aquí, pensando en su Guzmán, que las vidas de los pícaros imponen idéntico deber. Pero no lo hace. Lo que sí hace, en cambio, a comienzos del capítulo cuatro, después de haber gastado los tres capítulos anteriores en una dilatada y elogiosa descripción de la ciudad de Lisboa, es salir con la siguiente confesión, cuya pertenencia al Guzmán de Alfarache no necesita subrayarse: «Costumbre mía es, y no la tengo por mala, ir en mis escritos llevando por delante la parte curiosa que se me ofrece, por no hacer otro camino».26 Con esta confesión se corresponde el repudio de la monotonía de los banquetes de Heliogábalo, y el caluroso elogio de la variedad, que constan en el primer capítulo de la segunda parte del Guzmán: «Con la variedad se adorna la naturaleza. Eso hermosea los campos, estar aquí los montes, allí los valles, acullá los arroyos y fuentes de las aguas […]» (III, 82).

Como se sabe, al citado ditirambo se suma un famoso soneto de La Galatea, por lo cual podemos dar por descontado que por lo que a los montes, los valles, los arroyos y fuentes de las aguas se refiere, Cervantes no discreparía nunca de los citados sentimientos. Pero, en cuanto a la ficción literaria, tiene graves dudas. Por lo coherente y exigente de su concepción de una novela, mayormente de tipo cómico, su postura es diametralmente contraria a la de sus coetáneos.27 Pese a sus burlas a costa de los libros de caballerías por la torpeza con que se presentan como crónicas auténticas, comparte, en lo esencial, la premisa contemporánea de que una obra ficticia, por ser mentirosa, debe hacer todo lo posible para vencer la consiguiente resistencia del consumidor por parte de sus lectores, y esto lo consigue presentándoseles como si fuera una historia verdadera.28 Buen ejemplo de ello es el ya citado preámbulo del Persiles, III, 10, y en especial la referencia al deber del novelista de «guissar sus acciones […] con tanta verissimilitud, que, ha despecho y pesar de la mentira, que hace dissonancia en el entendimiento, forme una verdadera armonía». Precepto culinario que se cumple en dicho preámbulo con las ambiguas referencias al estatus histórico del Persiles, pese al reconocimiento implícito en las citadas palabras de que es en realidad una obra de ficción.

Ahora bien, puesto que una novela se concibe como una especie de crónica, tiene el deber de seguir el camino real de su argumento sin extraviarse por los senderos amenos que se le abren a cada lado; y esto se hace aun más apremiante en una novela cómica, cuya llaneza de estilo excluye todo tipo de didactismo, afectación, pedantería y pretenciosidad. Recordemos las palabras del amigo de Cervantes en el prólogo a la primera parte del Quijote: «Y, pues, esta escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención […]». Lógicamente, este puritanismo estético debería llevar, si no a la supresión de episodios y digresiones, al menos a su restricción, ya que abarcan precisamente los elementos intrusivos y el estilo grandioso condenados por el amigo: fábulas de poetas (Odisea, Eneida, Orlando furioso, passim), consejos de la Divina Escritura y oraciones de retóricos (Guzmán de Alfarache, passim), milagros de santos (sin ir más lejos, un episodio del Quijote de Avellaneda basado en un milagro de la Virgen). Pero henos aquí ante el punto contradictorio en que, al menos en 1605, la teoría de Cervantes se desvía de la práctica; los escrúpulos que siente frente al amontonamiento de episodios en la primera parte del Quijote sólo afloran de paso, de manera vacilante, habiendo ya sucumbido a los encantos de la variedad. Al componer la segunda parte, en cambio, ya había entrado en juego un factor nuevo, destinado a resolver el conflicto de manera muy diferente.29

Después de haber contextualizado la terminología de Cervantes, y los supuestos subyacentes, estamos en condiciones para abordar la difícil tarea de identificar los episodios de la segunda parte del Quijote. Admitamos de entrada en esta categoría todos los cuentos mencionados por Riley, menos, tal vez, la narración de doña Rodríguez, que más bien parece aventura quijotesca que episodio. Sin embargo, hay que rechazar como inadmisible el supuesto en que se basa esta lista: la de que los episodios de la novela deban identificarse exclusivamente con novelas o cuentos intercalados. Aparte de estar reñida, como hemos visto, con la preceptiva y la práctica de la época, la hipótesis ni siquiera cuadra con la terminología de Cervantes, quien, al comienzo del preámbulo de II, 44, habla de «otras digresiones y episodios más graves y entretenidos», sin referirse para nada a cuentos y novelas. Es cierto que tanto en I, 28 como en II, 44 parece equiparar las dos cosas, hablando en el primer contexto de «los cuentos y episodios della», y diciendo en el segundo: «por huir deste inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás [novelas] que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse». Un poco más abajo, después de decir que el motivo de haberse omitido tales intercalaciones en la segunda parte fue la sospecha de que muchos lectores se las saltarían, para no perder el hilo de la historia de don Quijote y Sancho, añade: «Y así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos». El pasaje es, desde luego, ambiguo, debido a la referencia imprecisa del lo en «sino algunos episodios que lo pareciesen». ¿A qué se refiere este lo? ¿A novelas, como cree Rodríguez Marín y otros, incluido Riley? ¿A sueltas y pegadizas, como quiere Vicente Gaos?30 ¿A episodios, como opinan algunos traductores antiguos?31 Acepto, con algunas reservas, la sugerencia de Rodríguez Marín expuesta en su Nueva Edición Crítica, y leo el pasaje así: «no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que tuviesen aspecto de novelas, si bien nacidos directamente de la acción central y expresados lo más concisamente posible». Observemos, además, que la versión que del cambio de estrategia de intercalación nos ofrece la queja de Benengeli difiere de la que se infiere del diálogo entre Sansón Carraso, don Quijote y Sancho Panza en II, 3.32 En este diálogo, donde no se trata más que del Curioso impertinente, Cervantes da a entender que fueron las objeciones de los lectores las que le impulsaron a cambiar de rumbo; en II, 44, en cambio, donde ya queda asociada al Curioso impertinente la historia del capitán cautivo, pretende que él se anticipó deliberadamente a estas críticas, de acuerdo con nuevos principios de estructuración.

A pesar de la recurrente asociación de episodios con novelas en los pasajes arriba citados, ninguno de ellos justifica la conclusión, ni para la primera parte ni mucho menos para la segunda, de que sean rigurosamente identificables. Hay que preguntarse por qué Cervantes ha decidido insertar aquí mismo, en el preámbulo de II, 44, una explicación tan extensa de su decisión de no introducir en su segunda parte novelas sueltas y pegadizas, al estilo del Curioso impertinente, y de sustituirlas por episodios novelescos más breves y más íntimamente enlazados con la acción principal. La cosa no carece de misterio, ya que el episodio más cercano que corresponde a esta descripción —la escapada de la hija de Diego de la Llana— está a cinco capítulos de distancia en II, 49, y además Cervantes no suele introducir pasajes apologéticos como éste a la buena de Dios, sin conexión alguna con el contexto de alrededor. Sea ejemplo el preámbulo de II, 24 en que Benengeli aborda el enigma de la Cueva de Montesinos; éste, como casi todos los pasajes explicativos de la segunda parte, viene inmediatamente después del trozo o capítulo que plantea el problema en cuestión.33 A diferencia de Martín de Riquer, que cree que el preámbulo de II, 44 está ahí para justificar la alternancia de las aventuras de don Quijote con las de Sancho en Barataria,34 yo creo que está motivado por los consejos de gobierno dados por don Quijote a Sancho, a los que sigue inmediatamente. Tengo otros motivos para creerlo, aparte del que acabo de mencionar. Primero, el que en la segunda parte se hayan aumentado notablemente los lúcidos intervalos de don Quijote se debe precisamente a que ofrecen la posibilidad de «estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos», sin, por ello, tener que renunciar a «hablar dél y de Sancho». A la categoría de lúcidos intervalos asigno los numerosos discursos del héroe que suelen provocar, por su elegancia y cordura, comentarios admirativos por parte de los oyentes: sobre los linajes (II, 6), la fama (II, 8), la educación de los hijos y la poesía (II, 16), el matrimonio (II, 19, 21), etcétera. Es decir, la explicación del cambio de procedimiento respecto a los episodios obedece a una asociación de ideas. Acabamos de leer un largo episodio —los consejos de gobierno— de naturaleza bien distinta a las novelas que principalmente desempeñaban ese papel en la primera parte, y dicho episodio ha surgido como un oasis en medio de una serie de aventuras burlescas —las del palacio ducal— exentas de cualquier tipo de variación. Esta combinación de circunstancias es el catalizador del preámbulo de II, 44. Además, la naturaleza ambigua de la queja del moro, que se nos transmite a pesar de haber sido suprimida en la versión castellana del traductor y de servir de apostilla a dos capítulos que cumplen precisamente una función episódica, se debe a que los lúcidos intervalos del héroe sólo cumplen en parte el requisito de variedad. Lo cumplen en la medida en que tratan una materia más grave que el argumento principal, pero no lo hacen en el sentido de que no conllevan un cambio radical de temática, ambientación y personajes.

Aunque Cervantes da a entender a menudo —lo hace en el mismo preámbulo de II, 44— que se atiene al supuesto canónico de que una historia épica debe estar centrada en los hechos de un solo hombre (o una sola pareja), y que los episodios, por tanto, deben contrastar con esa historia por las circunstancias que acabo de mencionar, es evidente que al menos uno de los episodios de la primera parte del Quijote está puesto en boca del protagonista. Me refiero al discurso de las Armas y las Letras, eslabón principal en la cadena de episodios que se extiende de I, 33 a I, 44.35 Esto quiere decir que para Cervantes, los episodios del Quijote se definen esencialmente por su contenido temático, no por su naturaleza novelesca, ni por la participación o falta de participación de don Quijote y Sancho. Cuando la materia tratada nada tiene que ver con la manía caballeresca del hidalgo y su repercusión en Sancho Panza, tema medular de la novela, nos hallamos, en principio, ante un episodio. Esta delimitación del campo episódico cuadra con el consabido tipo de reflexión apreciativa que suelen suscitar los lúcidos intervalos: «Pero, como muchas veces en el progreso desta grande historia queda dicho, solamente disparaba en tocándole en la caballería, y en los demás discursos mostraba tener claro y desenfadado entendimiento» (II, 43).

A pesar de lo arriba dicho sobre lo innecesario de la participación o no participación de don Quijote y Sancho, en la primera parte parece ser requisito que, para que haya episodio, ellos suspendan el interés. Quiero decir que hace falta que, de alguna manera, o el uno o el otro desenchufe: o Sancho se va a disfrutar de una empanada (I, 50), o don Quijote está dormido (1,32-34), o —para variar la metáfora eléctrica— amo y mozo ponen cortocircuito en el desarrollo de la fábula episódica. Díganlo si no Cardenio y el auditorio de la lectura del Curioso impertinente (I, 24, 35). El desenchufamiento admite otras variaciones. Al final del discurso de las Armas y las Letras se nos dice: «Todo este largo preámbulo dijo don Quijote en tanto que los demás cenaban olvidándose de llevar bocado a la boca». En este caso, el desenchufar tiene una función algo distinta de la normal: no comporta la indiferencia o incomprensión de don Quijote respecto al tema tratado, sino más bien su aislamiento de los demás comensales, y por tanto, lo anormal de su incursión en este terreno lúcido y grave. Es decir, sigue denotando la presencia de un episodio, y sirve también para marcar cierto distanciamiento irónico por parte de Cervantes respecto a la incursión de su héroe en un campo extraño: las oraciones de retóricos condenadas por el amigo del prólogo.36

Ahora bien, todos estos casos de desenchufamiento corresponden a un convencionalismo inherente al tratamiento de los episodios, tanto fuera como dentro de las obras cervantinas. Como los episodios marcan siempre una suspensión temporal de la acción principal, suelen ocupar un plano o cronotopo independiente, que comporta naturalmente la interrupción de dicha acción: sueño, alegoría, visita a la cueva de un mago, etcétera. En el Guzmán de Alfarache, para adaptar paródicamente el título de una obra de Juan de Timoneda, los episodios suelen insertarse según la fórmula «Sobremesa o alivio de caminantes». Por ejemplo, la novela de Ozmín y Daraja se narra mientras los personajes caminan a Cazalla; el asunto de Dorido y Clorinia se relata cuando están de sobremesa. Por supuesto, en el Quijote, Cervantes no deja de servirse de recursos semejantes. Si les añade, en la primera parte, el recurso adicional del desenchufamiento, esto se debe a que presenta a los dos chiflados protagonistas como incapaces de entrar con plenos derechos de ciudadanía en el dominio de los episodios, propio de las angustias amorosas y otras materias graves. Pues bien, en la segunda parte, don Quijote no desenchufa nunca, y Sancho lo hace con mucha menos frecuencia. Sin embargo, algunas veces Cervantes se sirve del recurso de la manera acostumbrada. No deja de ser significativo que, mientras don Quijote alecciona a don Diego de Miranda sobre la poesía y la educación de los hijos (II, 16), Sancho se desvíe del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto estaban ordeñando unas ovejas. Señal infalible de que dicho sabio y elegante discurso forma parte de un episodio.

Pero los episodios de la segunda parte no sólo abarcan los cuentos o novelas enumerados por Riley, más los lúcidos discursos de don Quijote. La misma vaguedad de la fórmula «otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos» apunta a un terreno potencialmente más amplio. Está claro que cuentos o novelas y lúcidos intervalos tienen un entorno de que difícilmente pueden separarse; el episodio de las bodas de Camacho —¿quién lo discute?— comprende no sólo el macabro suicidio fingido de Basilio, la historia de sus amores con Quiteria, y los sabios consejos matrimoniales de don Quijote a los que da pie todo ello, sino también el diálogo sobre el buen uso del castellano, el combate de esgrima y todas las festividades de la boda —la comilona, las danzas, la máscara alegórica, las carreras ecuestres—. ¿Cómo, pues, negar estatus episódico a numerosas escenas o discursos o diálogos que se hallan fuera de las bodas de Camacho y son más o menos equivalentes a los que acabo de enumerar, en el sentido de que presentan materias ajenas a la manía caballeresca del héroe? De nuevo, el desenchufamiento confirma su calidad de episodios. Mientras el morisco Ricote, disfrazado de peregrino, cuenta a Sancho los sufrimientos padecidos por él y su familia en el exilio, duermen la mona los peregrinos alemanes en cuya compañía Ricote está viajando por España. Henos aquí ante otro episodio, que no puede considerarse como mero preámbulo del de Ana Félix, ya que está separado de él por nueve capítulos y por diferencias temáticas. Observemos que el testimonio de Ricote, como otros retratos o autorretratos costumbristas de la segunda parte —pienso concretamente en los de don Diego de Miranda y de Roque Guinart—, guardan relación formal, y en el caso de Ricote temática, con los episodios del tercer libro del Persiles ya mencionados, que suelen plantear problemas ético-sociales o políticos, más bien que amorosos. El episodio de Ricote se equipara por su tema con el de la morisca Rafala en Persiles, III, 11, lo mismo que con el de la peregrina disoluta pintada en III, 6. Pasamos a otro caso de desenchufamiento. Mientras los duques y don Quijote participan en una caza de jabalí, Sancho se sube a un árbol para salvar el pellejo, con las consabidas consecuencias para su costoso vestido verde. Si vacilamos en calificar esta escena de episódica por causa de su brevedad, tengamos en cuenta que escenas como bodas, bailes, banquetes, máscaras y otras festividades corresponden plenamente al tipo de materia que, para el Renacimiento, era propio de los episodios. Por lo tanto, deberíamos incluir en nuestra tabla de materias episódicas el magnífico cuadro de cabalgatas, regatas y cañonazos que contemplan don Quijote y Sancho al llegar a Barcelona el día de San Juan Bautista (II, 61), y la mascarada pastoril con que topan poco después de marcharse del palacio ducal (II, 58).

Ya vamos viendo que nuestra lista de episodios va alcanzando cada vez más las espeluznantes proporciones del catálogo de Giraldi Cintio, y que los episodios de la segunda parte tienen un carácter mucho más disperso, heterogéneo y fragmentado que los de la primera. A pesar de esta heterogeneidad, están unidos por un rasgo común: el estar dirigidos a la mirada y a los oídos de don Quijote y Sancho, que en vez de estar marginados de los acontecimientos episódicos en torno suyo, ahora ocupan la perspectiva desde la que todo lo ocurrido se contempla y enjuicia. Así que si Cervantes describe los preparativos para un banquete pantagruelesco en el episodio de las bodas de Camacho, la descripción está como dirigida a los ojos golosos de Sancho Panza, espectador interesado de esta escena; si Cervantes enfoca el tema ético planteado por el triángulo de Basilio, Camacho y Quiteria —¿amor o interés?; ¿casamiento por gusto o por deber filial?— a expensas de la dimensión sentimental o psicológica tan puesta de relieve en los episodios de la primera parte del Quijote, esto obedece a que para el don Quijote de la segunda los ¡ayes!, lloros, celos y desmayos de los amantes tienen menos importancia que el lado ético de los casos de amor. Añadamos que el problema moral planteado por las bodas de Camacho era de candente actualidad en una sociedad en que era responsabilidad del padre el buscarle al hijo o la hija un esposo conveniente. No es mera casualidad que repercuta tan frecuentemente en las comedias de la época, como Sembrar en buena tierra y El perro del hortelano de Lope de Vega y Marta la piadosa de Tirso de Molina.

Debido a lo disperso y fragmentado de los episodios de la segunda parte, resulta muy difícil distinguir la frontera que los separa de la acción principal. ¿Cómo debemos clasificar el gobierno de Sancho? ¿O el retablo de Maese Pedro? ¿O el encuentro con la compañía de comediantes de Angulo el Malo? Y dentro de estas y otras secciones de la novela ¿dónde empiezan y terminan los elementos episódicos? Es decir que si bien hemos logrado identificar el criterio según el cual Cervantes distingue entre episodios y acción principal, y de acuerdo con aquél, numerosos episodios de la segunda parte, acabamos por entrar en una especie de tierra de nadie donde la frontera se borra hasta el punto de hacerse invisible. El gobierno de Sancho es un caso que lo ilustra perfectamente. Si bien, por un lado, corresponde a la categoría de materias más graves y más entretenidas, ya que el comportamiento y los juicios de Sancho provocan entre los espectadores admiración más bien que risa, por otro lado, todos los sucesos de Barataria están encuadrados dentro del marco de una aparatosa burla montada por los criados del duque, y coronan uno de los temas originarios de la manía quijotesca: la ínsula. Nuestra perplejidad al respecto es forzosa consecuencia del proyecto paradójico esbozado por Cervantes en el pasaje ya citado: «Y así, en esta segunda parte, no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que los pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos». Obsérvese que todo el énfasis cae sobre lo poco, lo poquísimo, que estos episodios van a tener de episódicos, en el sentido en que el Barroco entendía estos términos: van a tener mera apariencia de novelas, serán inseparabilísimos de la trama principal, serán de tamaño reducido y concisos hasta más no poder. Desde luego, hay algo de hipérbole en esta declaración, y además, sólo hace referencia a los episodios novelescos y románticos destinados a sustituir las novelas sueltas y pegadizas de la primera parte. No obstante, la declaración vale para la materia episódica del segundo Quijote en general, en la medida en que toda ella está diseñada para girar en torno a la pareja de protagonistas, y someterse a su contemplación. Podría ocurrírsenos también que la declaración es, en parte, mera repetición de un tópico trillado. ¿No dice el Pinciano que «los episodios han de estar pegados al argumento de manera que si nacieran juntos, y se han de despegar de manera que si nunca lo hubieran estado»?37 Sí, en efecto, lo dice; y en seguida notamos la diferencia respecto a la actitud cervantina, que insiste solamente en el haz de la doble, dificilísima condición que aquí se impone al poeta, y calla el envés: es decir, los episodios tienen que estar pegados, sin ser despegables.

El proyecto tan imprecisamente esbozado por Cervantes evoca, pues, la idea de episodios no episódicos, algo que desde el criterio de aquella época, suena a cuadratura del círculo. Sin embargo, no cabe dudar del partido artístico que ha logrado sacar de su procedimiento, que marca un hito revolucionario en la evolución de la novela. Ha roto por completo con la concepción renacentista del episodio —ornamento virtuosista, cuento amenamente divergente, paréntesis elocuente y didáctico— que todavía predomina en la primera parte del Quijote, para darnos en su lugar un amplio mosaico en que van mezclados con motivos novelescos y costumbristas múltiples facetas de la vida moral y política de la época, todo ello diseñado para suscitar la reflexión de los dos protagonistas, junto con la nuestra, sin dejar de incitar sus conocidas idiosincrasias y, por tanto, provocar nuestra risa. Esta novedosa manera de endulzar la píldora de la sátira se anticipa, como ya apuntó Erich Auerbach, al enfoque social, a la vez pintoresco, irónico, e intelectualmente sugerente, que será propio de la novela de siglos posteriores.

¿Por qué decidió Cervantes cambiar de rumbo de manera tan radical? Hay un motivo general, que afecta a todos los aspectos de su vida y arte después de 1605, y motivos más específicos. El motivo general estriba en el enorme éxito editorial logrado por la primera parte del Quijote, con la consiguiente popularidad de sus dos protagonistas, que casi de la noche a la mañana alcanzaron un estatus proverbial propio de personajes del Romancero. Esto convenció a Cervantes, al ponerse a componer la segunda parte, de que sus dos héroes eran capaces de sustentar el interés principal de la trama sin el soporte masivo de fuentes de entretenimiento complementarias, que, en 1605, se habían considerado imprescindibles. Ya que uno de los objetos principales de Cervantes era pintar y celebrar la acogida dada a los dos héroes por su club de aficionados, junto con los motivos de la acogida, y el afán de re-creación que ocasionaba, no podía serle indiferente la impaciencia con que algunos lectores habían reaccionado ante la proliferación de episodios en la primera parte. Si Cervantes opera de acuerdo con lo de el cliente siempre tiene razón, esto se sigue de que, en el segundo Quijote, los clientes son, en parte, los protagonistas.

Pero ésta no fue, a mi entender, la razón primaria por su cambio de estrategia. Siempre me he preguntado por qué Cervantes, en la primera parte, al intercalar episodios de naturaleza bien distinta a la acción principal, opta resueltamente por un sistema de enlace coordinativo en vez del sistema yuxtapositivo utilizado por Alemán en Guzmán de Alfarache, y consagrado por una venerable tradición: el Asno de Oro, Calila e Dimna, el Decamerón, El Conde Lucanor, la Diana. Podemos apreciar lo natural y legítimo que desde un punto de vista contemporáneo parecería el método yuxtapositivo si tomamos en cuenta la actitud de Avellaneda; a pesar de tener a la vista la primera parte del Quijote, que imita como modelo, desecha sin más ni más el sistema de intercalación empleado por Cervantes y vuelve a la fórmula tradicional. Aquí se hace necesaria una aclaración de términos.38 Al método yuxtapositivo alude Cervantes con la mención de novelas sueltas y pegadizas: me refiero al método de intercalación empleado para la historia del capitán cautivo y, en especial, El curioso impertinente. Aquí, un personaje que figura en la trama principal de la fábula, o en la situación que le sirve de base y punto de partida, relata un cuento o aventura que nada tiene que ver con esa trama o situación, y está ambientado en un cronotopo distinto. El sistema coordinativo, en cambio, es el usado para enlazar las historias de Cardenio y Dorotea con la acción principal, y está aludido por «casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse». En este sistema, alguien que figura en la trama principal narra un suceso que, si bien toma su origen en un cronotopo distinto y constituye una acción independiente, va coordinándose cada vez más con los sucesos de esa trama, por motivos de tiempo y espacio e interacción de personajes.

Ahora bien, aunque la Diana ofrece un ejemplo del sistema yuxtapositivo —la novela intercalada de Abindarráez y Jarifa— las historias amorosas que integran su acción principal están estructuradas según el sistema coordinativo, asimismo empleado por Cervantes en su Galatea. Lo novedoso del sistema de intercalación que emplea Cervantes en la primera parte del Quijote consiste en lo heterogéneo de los elementos así coordinados; en vez de enlazar historias sentimentales de naturaleza pastoril o bizantina con otras de tipo semejante, junta episodios pastoriles o novelas cortesanas con aventuras bajas y cómicas. Durante la lectura del Curioso impertinente, hasta llega a yuxtaponer, si no mezclar, lo trágico con lo entremesil, impropiedad potencial que sin duda explica por qué, de todos los episodios de la primera parte, éste es el único plenamente instalado en el compartimento estanco e independiente generado por el sistema yuxtapositivo. Siempre he creído, y sigo creyendo en parte, que el motivo de emplear Cervantes el sistema coordinativo para los demás episodios de su primer Quijote es porque sigue obrando, por una especie de reflejo automático e instintivo, conforme a los hábitos mentales de creador de novelas pastoriles y bizantinas. Téngase en cuenta que las aventuras burlescas de don Quijote, a pesar de su ambiente plebeyo, a menudo picaresco, están concebidas fundamentalmente desde la perspectiva de una épica en prosa potencial, ridículamente frustrada por la falta de adecuación de los medios quijotescos a su ambiente, y sin embargo, sintonizada de varias maneras con el lirismo o heroísmo de las aventuras cortesanas que se desarrollan alrededor. Así que, por motivos inherentes a la misma concepción de la novela, es lógico que esos hábitos sigan teniendo efecto.

Pero me parece ahora que ésta es una razón insuficiente. El que Cervantes emplee el sistema coordinativo se debe a motivaciones más específicas, sugeridas por lo de «puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse». Como ya tengo dicho, Cervantes concibe una novela larga como una crónica fingida, en que los episodios intercalados están expuestos a dos peligros: el ser desproporcionados al argumento central o por su tamaño o por su heterogeneidad. El trabar los episodios de la primera parte del Quijote con la acción principal por un fuerte y sutil entramado de enlaces, que en el caso de las narraciones de Cardenio y Dorotea tienen aspectos no sólo formales, sino temáticos y causales, se explica por la necesidad de salirles al paso a los lectores «macho» con la justificación: «éstos son casos sucedidos al mismo sujeto de la historia, que no pueden dejar de escribirse». Éste es, en efecto, el argumento que esgrime Cervantes en II, 44 para defender la presencia de las novelas intercaladas del primer Quijote, aparte de las del capitán cautivo y del Curioso impertinente. En apariencia, el que Cervantes, en la segunda parte, haya expulsado a los personajes discretos de la posición central que ocuparan en la primera —y a ello le inducen no sólo el propósito de dar menos importancia a episodios románticos, sino también la atenuación de los motivos polémicos de que brotó originariamente su novela— le exime de recurrir de nuevo al sistema coordinativo. En realidad, se hace más necesario que nunca. Primero, el estrechar cada vez más los enlaces coordinativos es consecuencia lógica del prurito de Cervantes de escribir novelas que aspiran a la condición de crónicas, consecuencia ya reforzada, como hemos visto, por la entusiasta acogida del Quijote de 1605. En segundo lugar, ya que todo lo episódico de la segunda parte se filtra a través de la mirada y del juicio de don Quijote y Sancho, tiene forzosamente que estar enlazado, lo más íntimamente posible, con sus experiencias, lo cual comporta cierto grado de quijotización o sanchización de la materia intercalada para reducir su heterogeneidad potencial. Gracias a todo ello, los dos chiflados y desenchufados de la primera parte, sin perder los rasgos asociados a esa condición, se convierten en los dos discretos y enchufados de la segunda. Ni que decir tiene que las consecuencias para ambos, sobre todo para don Quijote, son profundas: aumento de sus intervalos de cordura; supresión de su tendencia a tomar ventas por castillos; la nueva afabilidad y mesura que caracteriza a su trato con los prójimos. Vuelvo a la pregunta con que empecé: ¿por qué interesarnos por los episodios? Porque examinar lo accesorio nos ayuda a comprender lo esencial.

(*) Universidad de Cambridge.

(**) Anthony Close, «Los episodios del Quijote», en Melchora Romanos (coord.), Alicia Parodi y Juan Diego Vila (eds.), Para leer a Cervantes. Estudios de Literatura Española. Siglo de Oro, vol. I, Buenos Aires: Eudeba, 1999, pp. 25-47.

(1) Me refiero principalmente a Stephen Gilman, The Novel According to Cervantes (Berkeley: University of California Press, 1989), y Edwin Williamson, «Romance and Realism in the Interpolated Stories of the Quixote», en Cervantes, II (1982), pp. 43-67.

(2) Helena Percas de Ponseti discute por extenso el tema de los episodios en el capítulo 3 de su Cervantes y su concepto del arte, Madrid: Gredos, 1975, pp. 124-180. Al sostener que el Cervantes del segundo Quijote rechaza el sistema de intercalación empleado en el primero, pasando de un concepto horizontal de la variedad a un concepto vertical (pp. 167-171), mediante la superposición de un nivel simbólico/metafórico al nivel literal, la autora complica excesivamente el asunto, y borra la distinción que en Don Quijote, II, 44, Cervantes intenta mantener, imprecisamente sin duda, entre episodios y acción principal. De acuerdo con estos principios acaba por dar a entender que casi todas las aventuras del segundo Quijote son episodios (p. 175).

(3) En esta opinión Riquer está de acuerdo con María del Pilar Palomo, autora de un valioso libro sobre la novela cortesana (La novela cortesana: forma y estructura, Barcelona: Planeta, 1976, p. 30); pero esta agradable conformidad se quiebra cuando la autora clasifica como episodio la historia de la cueva de Montesinos, opinión no compartida ni por Riquer ni por Clemencín.

(4) La tendencia se manifiesta de manera recurrente en la Aproximación al Quijote de Martín de Riquer (Barcelona: Teide, 1967).

(5) Lo he consultado en la versión original en inglés: Cervantes’s Theory of the Novel, Oxford: Clarendon, 1962. V. en especial el capítulo 4, sección I (pp. 122-131).

(6) V. «Episodio, novela y aventura en Don Quijote», en Anales Cervantinos, V (1955-1956), pp. 1-22, y Don Quixote, Londres: Allen and Unwin, 1986, pp. 79-86 y 97-103. Estas páginas corresponden a los capítulos 7, II y 9, II.

(7) Un ejemplo reciente de este tipo de aproximación es el libro de Robert Hathaway, Not Necessarily Cervantes: Readings of the Quixote (Newark, Delaware: Juan de la Cuesta, 1995), que ofrece una serie de lecturas de episodios intercalados del Quijote (Dorotea, el cautivo, Leandra, etcétera). Los estudios sobre este tema son, desde luego, legión, y van del análisis de episodios individuales (como, por ejemplo, el libro de Francisco Márquez Villanueva, Personajes y temas del Quijote, Madrid: Taurus, 1975), al examen comparado de los sistemas de intercalación empleados por Cervantes y otros textos áureos (v. el citado libro de María Pilar Palomo), al análisis de puntos de vista narrativos, enlaces temáticos, etcétera. Para ahorrar citas, que pudieran amontonarse interminablemente, remito a la bibliografía del libro de Hathaway, las notas a los capítulos 7 y 9 del libro de Riley (1990), y los apartados 465, 467, 470, 472, 480, 482, 493, entre otros, del apéndice bibliográfico de Luis Murillo a su edición del Quijote (Madrid: Castalia, 1978). Además, las sucesivas Actas de los Coloquios Internacionales de la Asociación de Cervantistas suelen agrupar juntas las ponencias que versan sobre el tema.

(8) Cf. Alban Forcione, Cervantes, Aristotle and the Persiles, Princeton: Princeton University Press, 1970, p. 28.

(9) V. Bernard Weinberg, A History of Literary Criticism in the Italian Renaissance, 2 t., Chicago: University of Chicago, 1961; I, pp. 410-411, 434-436, y II, p. 994.

(10) Tablas poéticas, ed. de Benito Brancaforte, Madrid: Espasa Calpe, 1975, p. 58.

(11) V. Frank Pierce, La poesía épica del siglo de oro, Madrid: Gredos, 1961, p. 147, y el estudio de John van Horne, El Bernardo of Bernardo de Balbuena (University of Illinois Studies in Language and Literature, XII), Urbana: University of Illinois Press, 1927.

(12) Discorsi di M. Giovambattista Giraldi Cinthio, Venecia, 1554, 26. A este influyente tratado, que defiende la variedad multitudinaria del Orlando furioso, debe contraponerse el igualmente influyente de Torquato Tasso, Discorsi del poema eroico (1587), que insiste en la unidad del poema heroico. En torno a esta controversia se formaron escuelas tanto en Italia como en España. He consultado la obra de Tasso en Torquato Tasso: Prose, ed. Francesco Flora, Milán/Nápoles: Ricciardi, 1959. V. en especial pp. 570, 595-599.

(13) Tablas poéticas, ed. cit., p. 72.

(14) Lo de medios y obstáculos viene en Tasso, Discorsi del poema eroico, 598: «Parimente in Virgilio chiamo impedimenti Didone, Turno, Mezenzio, Camilla; e mezzi Aceste che gli diede aiuto per venire in Italia, ed Evandro, e Pallante, e i Toscani e gli altri che l’aiutarono a vincere, non solo a guerreggiare. Tutta dunque la varietà nel poema nascerà de’mezzi e da gli impedimenti: i quali possono esser diversi e di molte maniere e quasi di molte nature». Leemos la misma doctrina en el tratado del Pinciano. Véase Alonso López Pinciano, Philosophía antigua poética, ed. de A. Carballo Picazo, 3 t., Madrid: CSIC, 1953, t. III, pp. 172, 212.

(15) Para Forcione, aunque no se plantee muy claramente cuáles son, los episodios del Persiles parecen limitarse a la narración del héroe. Vid. Cervantes, Aristotle and the «Persiles», 195 y ss.

(16) Cito por la edición de R. Schevill y A. Bonilla, 2 t., Madrid: Bernardo Rodríguez, 1914, t. I, p. 264.

(17) V. Tasso, Discorsi del poema eroico, 572. En sus Tablas poéticas, 68, Cascales ilustra el principio con el ejemplo de la mencionada narración de Eneas en los libros segundo y tercero de la Eneida: puesto que la reina Dido era anfitriona de este príncipe troyano, y ya estaba enterada de la caída de Troya, era forzoso que ella le preguntase por el trágico suceso y cómo él y sus compañeros lograron llegar a Cartago, y necesario que él, como huésped cortés y agradecido, le diese una respuesta pormenorizada.

(18) Estos escrúpulos se asoman por primera vez en el comentario de Auristela sobre la historia de Feliciana de la Voz: «Bien es verdad que la suya no es caida de principies; pero es un caso que puede seruir de exempio a las recogidas donzellas que le quisieren dar bueno de sus vidas» (Persiles, ii, 35-36.) Aunque los editores Schevill y Bonilla ven en esto una alusión al De casibusde Boccaccio, me parece evidente que marca conscientemente el paso a un nivel más bajo que el heroico o trágico propio de los dos primeros libros del Persiles(cf. «esta grande y lastimosa historia» [II, i]), centrados precisamente en caídas de príncipesy cosas por el estilo. La cuestión de la impropiedad potencial de episodios de tipo cómico surge de nuevo en el comentario de Periandro sobre el relato de Ortel Banedre, que por su ambientación picaresca recuerda escenas de La ilustre fregona: «Contad, señor, lo que quisieredes, y con las menudencias que quisieredes, que muchas vezes el contarlas suele acrecentar grauedad al cuento: que no parece mal estar en la mesa de un banquete, junto a un faysan bien adereçado, un plato de una fresca, verde y sabrosa ensalada. La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en qualquiera cosa que se diga. Assi que, señor, seguid vuestra historia; contad de Alonso y de Martina; acocead a vuestro gusto a Luysa; casalda, o no la caseys; sease ella libre y desembuelta como un cernicalo, que el toque no está en sus desembolturas, sino en sus sucessos, según lo hallo yo en mi astrologia» (II, 72). Aquí se defiende la inclusión de un cuento entremesil en una obra heroica apelando al principio del contraste: se alega que la introducción de escenas regocijadas y plebeyas como ésta sirve para poner de relieve lo grandioso de la acción principal. En esto hay un claro recuerdo de la analogía con que Mateo Alemán, en el prólogo a la primera parte de su Guzmán de Alfarache,justifica los altibajos de tono y materia que el lector ha de encontrar en él: «Lo que hallares no grave ni compuesto, eso es el ser de un pícaro el sujeto deste libro. Las tales cosas, aunque serán muy pocas, picardea con ellas: que en las mesas espléndidas manjares ha de haber de todos gustos, vinos blandos y suaves, que alegrando ayuden a la digestión, y músicas que entretengan» (ed. de S. Gili Gaya, Madrid: Espasa Calpe, 1972, 5 t., I, 35).

(19) A mi entender, se trata de una errata por escriua. Avalle Arce, en su edición del Persiles (Madrid: Castalia, 1969), también lee escribía.

(20) Estas ideas se repiten en parte en un pasaje en Persiles, III, 18, que está plagado de erratas y por tanto punto menos que incomprensible. Se trata aquí de la conocida distinción entre prodigios lícitos e ilícitos: «Otra vez se ha dicho [v. el pasaje citado más arriba en el texto] que todas las acciones no verissimeles ni prouables se han de contar en las historias, porque si no se les da crédito, pierden de su valor; pero al historiador no le conuiene mas de dezir la verdad, parezcalo o no lo parezca» (II, 174). Avalle Arce lee: «no todas las acciones verosímiles ni probables […]», lo cual no mejora para nada el sentido. Lo que Cervantes quiere decir es que en las historias fingidas —o sea, las obras de ficción— debe suprimirse todo tipo de sucesos inverosímiles, «porque si no se les da crédito, pierden de su valor», mientras que el historiador no tiene para qué preocuparse de esta condición, ya que su deber es relatar lo que ocurrió, sea o no creíble.

(21) Cito por la ed. de L. A. Murillo, 2 t., Madrid: Castalia, 1978, t. II, p. 366. El procedimiento insólito de Cervantes le mereció el epíteto sarcástico con que Tirso de Molina, en el prólogo de sus Cigarrales de Toledo, aludió a sus novelas: «ensartadas unas tras otras como procesión de disciplinantes». En su «Adjunta al Parnaso», Cervantes insinúa un motivo análogo para la publicación de sus Ocho comedias (v. Viaje del Parnaso, ed. R. Schevill y A. Bonilla, Madrid: Gráficas Reunidas, 1922, p. 125).

(22) Sobre este punto, véase mi artículo «Cervantes’s Aesthetics of Comic Fiction and his Concept of “la verdad de la historia”», en Modern Language Review, 89 (1994), pp. 88-106 (98).

(23) V. Riley, Cervantes’s Theory of the Novel, ed. cit., p. 123.

(24) Cito por la ed. de Marcos A. Morínigo e Isaías Lerner, 2 t., Madrid: Castalia, 1983, t. II, p. 9.

(25) Con lo cual no quiero decir que la costumbre de intercalar episodios de naturaleza distinta a la del argumento principal fuese exclusiva del género heroico. A lo largo del Renacimiento, el fenómeno se manifiesta en diversos tipos de obras: misceláneas, tratados graves, colecciones de novelas y otros libros de entretenimiento; los ejemplos incluyen el episodio de Cupido y Psique intercalado en los libros cuarto, quinto y sexto del Asno de oro, el «Coloquio pastoril» introducido al final de los Coloquios satíricos de Antonio de Torquemada (1553), la historia de Abindarráez y Jarifa introducida en el libro cuarto de la Diana de Montemayor (a partir de la edición de 1561).

(26) Texto citado en A. A. Parker, Los pícaros en la literatura, Madrid: Gredos, 1971, p. 73.

(27) Pienso no sólo en Alemán, sino en López de Úbeda, que asimismo defiende lo deleitoso de la digresión. V. La pícara Justina, ed. de A. Rey Hazas, Madrid: Editora Nacional, 1977), II, p. 612.

(28) Sobre este tópico trillado se extiende Lope de Vega en el preámbulo del cuarto libro de su Peregrino en su patria. V. la ed. de Myron A. Peyton, University of North Carolina Studies in the Romance Languages and Literatures, 97 (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1971), pp. 427-429. Cf. los abundantes textos citados por Pierce, La poesía épica del siglo de oro, o. cit., p. 229 y ss.

(29) En este punto mi versión de la poética cervantina se desvía, en parte, de la ofrecida por Riley en su ya clásico Cervantes’s Theory of the Novel. Aunque estoy conforme con él por cuanto que Cervantes se adhiere con mayor rigor a sus propios principios en la segunda parte del Quijote (Riley, o. cit., p. 122), no lo estoy en la medida en que Riley tiende a considerar esta nueva actitud como aplicable al arte narrativo de Cervantes en general, sin distinción de géneros. A mi entender, la modificación afecta al segundo Quijote en particular, es decir, una obra cómica, y obedece a motivaciones directamente relacionadas con esta novela. Asimismo afecta al tercer libro del Persiles, que fue compuesto al mismo tiempo que el segundo Quijote, e incluye varios episodios cómicos.

(30) En una nota a este pasaje en su edición del Quijote, 3 t., Madrid: Gredos, 1987.

(31) Me refiero concretamente al equipo de traductores de cuyo trabajo se aprovechó Peter Molteux para sacar su traducción inglesa del Quijote (Londres, 1733; reed. recientemente en Everyman), la cual, para mí, es una de las mejores de las versiones antiguas. El pasaje en cuestión reza: «He has therefore in this second Part avoided all distinct and independent Stories, introducing only such as have the appearance of Episodes, yet flow naturally from the Design of the Story, and these but seldom, and wilh as much Brevily as they can be express’d».

(32) Me refiero al pasaje que empieza con la observación de Sansón Carrasco: «Una de las tachas que ponen a la tal historia […] es que su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente: no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver con la historia de su merced del señor don Quijote» (II, 63).

(33) Cf. II, 5 (capítulo salpicado de referencias a la inverosimilitud del estilo de Sancho); II, 15 (dedicado a la revelación de la identidad del Caballero del Bosque y su escudero); II, 27 (aclaración de la identidad de Maese Pedro y de la misteriosa clarividencia de su mono); toda la serie de comentarios elogiosos, explicativos o apologéticos relativos a las burlas en el palacio de los duques, como, por ejemplo, la explicación pormenorizada de cómo y por qué los duques montaron la farsa de la muerte y resurrección de Altisidora (II, 70).

(34) V. su ed. del Quijote, Barcelona: Juventud, 1975, p. 849. La sugerencia me parece tanto más inverosímil cuanto que las aventuras de Sancho en Barataria no empiezan hasta el capítulo 45, es decir, un capítulo después del preámbulo de II, 44.

(35) Para los hombres de entonces, los discursos eran, desde luego, materia legítima de episodios, que en la primera parte del Guzmán incluyen sermones. En el segundo libro de la continuación de Martí (desde el capítulo 8 hasta el final) hay un discurso pronunciado por un erudito lacayo vasco sobre la nobleza de sus paisanos.

(36) A esta motivación se debe el comentario sarcástico del narrador sobre el discurso de la Edad de Oro, en Don Quijote, I, 11: «Toda esta larga arenga, que se pudiera muy bien excusar, dijo nuestro caballero […]».

(37) Alonso López Pinciano, Philosophía antigua poética, ed. cit., t. III, pp. 173-174.

(38) Para estas distinciones, véase María del Pilar Palomo, La novela cortesana: forma y estructura, o. cit., pp. 18 y ss.